CORALITO

Hoy el mar está quieto, es un espejo.

Ella es consciente de que ha perdido la batalla contra la fuerza invencible del tiempo. Está sentada en el banco que la acoge todas las mañanas. El mar la entiende, ha estado siempre presente de una u otra forma en su vida.

«¡Tan alegre que era y hoy tan resignada!», piensa con tristeza, mientras ve posarse una gaviota sobre una rama adormecida.

Esta mujer antaño exuberante, de pisar fuerte y ojos de gata, responde al nombre de Coralito.

«Ahí va Coralito la de las redes, la que enreda en amores a los hombres de la mar», decían, haciendo corrillos, las señoras afectadas por los trajines de Coralito.

Siempre de rojo, encajes y tules. Con medias de seda, finos tacones y profundo escote, deambulaba, noche tras noche, por el paseo del malecón. Así, hasta que un día pescó lo que ella creyó que era un pez dorado.

¡Ay pobrecita Coralito! Tiró las redes y se enredó, quedó atrapada entre los brazos de un marinero que, prometiéndole el cielo, la abandonó.

Hoy el mar está quieto, es un espejo.

—¿Por qué veo turbio este mar tan azulado? —dice, mientras se asoma al agua que le devuelve las arrugas que le han salido con el paso del tiempo y que dan a su rostro ese deslucido tan especial.

Coralito sacó dos cosas de su breve matrimonio: el tratamiento de señora y un puesto de pescadera. Los años de escándalos amorosos ya están dormidos, pero cuando hunde el cuchillo en la carne fresca y destripa, y abre en mitades el cuerpo que no aletea, huele el olor de la sangre y siente, rodeada de un mar de escamas, las sacudidas del corazón.

«Coralito, Coralito, la de las manos tibias, claro de luna antaño, hoy larga sombra, indiferente y honda» —comentan en los corrillos las viudas de sus galanes.

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