DEL RENACIMIENTO A LAS VANGUARDIAS

El almuerzo, Velázquez, óleo sobre lienzo, hacia 1618-1619.
(Sobre un fondo oscuro y plano se desarrolla una conversación. La figura de la derecha nos dice, con el gesto de su mano, que cuenta algo importante a la de la izquierda; esta, mientras espera la copa de vino, se lleva una mano al pecho demostrando su interés por la conversación.  Las miradas entrecruzadas confirman el interés que tiene el tema para ambos personajes. Toda la escena parece sacada de una novela del Siglo de Oro, mozo incluido.)

Dos acontecimientos dignos de celebración están tras la exposición Obras maestras de Budapest. Esos dos hechos son: la celebración del veinticinco cumpleaños del Museo Thyssen-Bornemisza y el espacio propio que tendrán, en el Museo de Bellas Artes de Budapest, el arte húngaro e internacional de los siglos XIX y XX.

Noventa piezas han viajado a España desde Hungría para inaugurar el ciclo de actividades con que el Museo Thyssen-Bornemisza piensa festejar su cumpleaños. Empieza a lo grande, con Obras maestras de Budapest, una exposición soberbia que nos invita, a través de las pinturas y esculturas, de los dibujos y relieves, a realizar un recorrido por la Historia del Arte que comienza en los Maestros Antiguos y finaliza en el Arte Moderno anterior a la Primera Guerra Mundial.

La exposición no sólo está pensada para el disfrute estético, también es una muestra con una intención didáctica clara. Las obras expuestas están colocadas en orden cronológico, van desde el Renacimiento hasta el Expresionismo. Esta forma de instalación permite al espectador ir descubriendo, en la medida en que avanza por las diferentes estancias, los matices que hacen único un período artístico.

El carácter instructivo de la exposición va más allá, pues divide por países, cuando es necesario, los movimientos para que podamos observar sus peculiaridades. El Renacimiento y el Barroco se nos muestran en sus dos facetas: la del Norte y la del Sur de Europa. Así se  resaltan las diferencias que existen entre unas zonas y otras, diferencias marcadas por las divergencias teológicas ocasionadas por la Reforma y la Contrarreforma.

Esta exposición ofrece todavía más. Nos acerca al arte húngaro del siglo XIX y XX, arte menos conocido por el público español y no por eso carente de interés.

Pero aún hay más, el Museo de Bellas Artes de Budapest es el sitio que guarda la pinacoteca española más grande que existe en territorio extranjero. Cuadros y dibujos de Velázquez, Goya, Murillo, Cano, El Greco, Zurbarán cuelgan en sus salas y ahora podemos disfrutarlos gracias a esta muestra.

La aguadora, Francisco de Goya, óleo sobre lienzo, 1808-1812.
(Sobre un fondo que semeja nubarrones grises, una impecable aguadora muestra su tinaja. Con una pincelada gruesa y dinámica, empapada en blancos y amarillos, el pintor rinde homenaje a su pueblo, a las gentes sencillas que lucharon contra el invasor francés. Las aguadoras se jugaban la vida acercando agua a los rebeldes sedientos de las trincheras. Una curiosidad: Goya conservó este cuadro junto con su compañero «El afilador». Los dos colgaban de una pared de su casa. Fueron vendidos después de la muerte del pintor.)

El Museo de Arte de Budapest nos ha prestado obras de Durero, Cranach el Viejo, Rafael, Bronzino, Rubens, Anton van Dyck, Carracci, Kokoschka, Manet, Pissarro, Gauguin… y una larga lista de creadores húngaros.

Vuelvo al carácter instructivo de la exposición porque considero que es todo un acierto. Es una delicia, para cualquier amante de las bellas artes, retroceder hasta el siglo XV y, desde allí, ir avanzando por la historia del arte de la mano de los grandes pintores y escultores europeos.

Es un verdadero placer contemplar cómo evoluciona la pintura, descubrir cuáles son los temas que más apasionan en cada época, ver cómo se enciende o se apaga la paleta de colores, en función de la realidad que atañe a sus dueños —pestes, guerras, hambrunas o  períodos de prosperidad—, observar cómo crecen o desaparecen las sombras, cómo aumenta el espacio libre o cómo se atiborra el menor resquicio, cómo cambian los puntos de vista en altos o bajos, ver qué hacen los artistas con las perspectivas, descubrir las modas que engruesan o adelgazan los trazos…, nos permite conocer, en definitiva, el sostén que iza la imaginación del artista. 

El poder andar a través del Tiempo del Arte no se paga con una entrada. Es un lujo que enriquece el alma.

Retrato de un joven, Alberto Durero, óleo sobre tabla de pino, hacia 1550-1510.
(Durero afirmaba que había que representar al modelo lo más parecido a la realidad; de esta forma, decía, se inmortalizaban sus rasgos y la gente sabría cómo era la persona retratada. Se supone que el modelo fue uno de los hermanos del pintor. También se supone que Durero es el autor del retrato, pues esta información no está del todo contrastada. En todo caso, este cuadro es un buen ejemplo que explica lo que puede leerse en un lienzo: por el ropaje y la redecilla del pelo se sabe que era un burgués, por las calidades de los paños que era un burgués pudiente, por la ausencia de decorado y la expresión del rostro relajado que era una persona cercana al artista.)

Obras maestras de Budapest invita a nuestros sentidos a jugar. Nos ofrece dos casillas: una simboliza el tiempo real, el del artista, y es mortal; la otra encarna el Tiempo del Arte, que es eterno. Cada sala que pisamos nos ofrece novedades que en la siguiente ya son cadáveres. Pero en el arte todo se aprovecha. Toda novedad artística de un tiempo concreto es abono para las generaciones que le suceden y que, como ellas, mueren. Todo hombre es deudor de sus antepasados y el arte, hija de hombres ilustres, no es una excepción. Es esa deuda perpetua la que hace que el artista vuelva su vista atrás y convierta el tiempo real en Tiempo del Arte.

Cada época tiene sus características propias. Pero el Arte no es dogmático, los ciclos no se abren y cierran automáticamente. De las sobras anteriores nacen platos exquisitos. Con esto quiero decir que la vuelta al pasado es la constante sin la cual no hay innovación, no hay creación. Todo artista responde a su tiempo —esa es su aportación a la historia de la humanidad— y todo artista rinde homenaje a las obras de los que le antecedieron. Pero todo maestro, ya sea antiguo o moderno, comparte un mismo objetivo: despertar en el espectador su fantasía, que es la forma segura de garantizarse la simpatía del público.

Aquí les dejo una pequeña galería con cuadros que he seleccionado para acercar la exposición a los amigos que no pueden visitarla. He dejado para el final, en una sección aparte, el arte húngaro. Espero que lo disfruten.

RENACIMIENTO

La Virgen con el Niño y San Juanito, Rafael, temple y óleo sobre tabla, hacia 1508.
(La obra quedó sin terminar y se enmarca en el final del período florentino de Rafael. Es obra de su etapa madura y en ella observamos el movimiento natural de las figuras, la armonía de la composición piramidal y las formas redondeadas. Hay cierta asimetría provocada por la colocación más baja de San Juanito en relación con el Niño. Es una escena de gran belleza.)

En el Renacimiento encontramos dos temas que destacan por encima del resto: los retratos  y los relacionados con la religión. Otros asuntos presentes en la pintura del siglo XVI son los mitológicos e históricos, así como aquellos que tienen que ver con la vida del momento y que afectaban a la sociedad, como pueden ser las guerras territoriales y la peste que asoló Europa —la pintura de Cranach el Viejo es un ejemplo.

En relación con la temática religiosa hay que señalar que tanto en el Norte como en el Sur europeo encontramos imágenes del Nuevo Testamento, aunque hubo preferencias en función de la fe que profesaba el artista. Mientras que en el Norte las ideas luteranas hacían mella en la iglesia católica, el catolicismo en el Sur mostraba poderío. Este hecho es importante para comprender por qué el Norte europeo se dedicó más a la representación de la Pasión de Cristo (los luteranos renegaban del culto a la Virgen) y el Sur se centró, en su campaña de catequización dirigida desde Roma por el Papa, en la divulgación de la imagen de la Virgen, de los santos y los mártires.

Cristo y la Virgen intercediendo por la humanidad ante Dios Padre, Lucas Cranach el Viejo, óleo sobre tabla de tilo, hacia 1516-1518.
(Bajo el manto de la Virgen se protegen obispos, príncipes, plebeyos… hombres y mujeres mezclados, sin importar su condición social. Dios está a punto de lanzar tres flechas sobre la humanidad corrompida, tres flechas con la misión de expandir por la tierra el hambre, la peste y la guerra. La Virgen y Jesucristo piden clemencia para la humanidad. Jesús muestra sus llagas a Dios, evidenciando su sacrificio por su pueblo. La Virgen y Jesús dirigen sus miradas a Él. Una curiosidad: La iconografía donde aparecen la Virgen y Jesucristo intercediendo juntos fue muy demandada, pues se creía en el carácter protector de esta unión contra la enfermedad de la peste.)

Las diferencias entre el Renacimiento del Norte y el del Sur son de fondo más que de forma. Todo el Renacimiento proclama el equilibrio en la composición, la armonía que transmite serenidad, los retratos fieles al original, la búsqueda de perspectiva. Todo el Renacimiento muestra su interés por el hombre, por su aspecto físico y por su capacidad intelectual.

El Renacimiento, en definitiva, muestra al artista del Norte y del Sur bebiendo en las fuentes greco-romanas, en las fuentes antiguas de las que mana el saber, aunque el Norte y el Sur tengan distintas maneras de manifestar su humanismo.

MANIERISMO

La Magdalena penitente, El Greco, óleo sobre lienzo, hacia 1576.
(La Magdalena es temática recurrente en los pintores manieristas del Sur por su carácter moralizante. Es la penitente arrepentida que ora por su salvación. Este cuadro de formato mediano es considerado el primero de las versiones que sobre este asunto pintó El Greco. Los azules y blancos rotos, así como el pecho que se muestra tras la transparencia, la posición de la mano derecha y la atmósfera de fondo son deudores de Tiziano y de la escuela veneciana. El cuadro es Manierista por su estructura, pero tiene algo más. Tiene alma. Los ojos  llorosos y abiertos de Magdalena y sus labios recogidos muestran su arrepentimiento, su pena. Y esa mano abierta que toca su pecho y esa otra mano apoyada en la calavera, icono de la brevedad de la vida en la tierra, declaran su  intención de salvarse.)

El Manierismo nace en Italia en la tercera década del siglo XVI y se extiende hasta los primeros años del siglo XVII. Es un estilo que tiende puente entre el Renacimiento y el Barroco.

La adoración de los pastores, Agnolo Bronzino, óleo sobre tabla de álamo, hacia 1539-1540.
(Manierismo del Sur. Bronzino nos deleita con su dibujo detallista, el modelado escultórico, los colores vivos, las superficies de aspecto esmaltado, elementos típicos de la pintura manierista florentina.)

Pero, ¿cuáles son las novedades que el Manierismo trae consigo?

—Colores ácidos y brillantes para conseguir tonos esmaltados.
—Efecto serpentinata en las formas (los cuerpos se retuercen).
—Protagonismo de la luz, que se consigue proyectando las figuras sobre un fondo oscuro.
—Predominio de curvas.
—Composiciones desequilibradas (hay zonas vacías en los cuadros y otras atiborradas marcando las diferencias con la armonía clásica del Renacimiento).
—Formas bien definidas.
—Figuras amaneradas  (posturas afectadas, acentuación de gestos).
—Búsqueda decorativa a través de combinaciones cromáticas.

Diana, Bartholomeus Spranger, óleo sobre lienzo, hacia 1600.
(Manierismo del Norte. Spranger se especializó en la temática de alegorías y escenas mitológicas. Diana aparece adornada con todos sus atributos: la media luna en la cabeza, la flecha en la mano izquierda, el perro de caza y el carcaj dorado a la espalda. El fondo oscuro del que surgen las figuras, los tonos claros y brillantes que las resaltan, el amaneramiento de la postura, sitúan a Diana cazadora dentro del  estilo manierista.)

BARROCO

Bodegón con frutas y copa Römer, Pieter Claesz y Roelof Koets, 1644.
(Barroco del Norte. Este bodegón tiene la peculiaridad de que fue trabajado a dos manos. En él observamos la corporeidad de los objetos, tan bien detallados gracias a las finas capas de veladuras y a la utilización de la luz que da profundidad a la escena. Es una pintura singular porque los bodegones, hasta este momento, se pintaban individualmente.)

En el Barroco el paisaje y la naturaleza muerta ganan protagonismo, se independizan como género. Si antes el paisaje servía de fondo, si antes un plato con uvas o un trozo de pan sobre un mantel, por ejemplo, formaban parte de la tramoya del cuadro, ahora tienen vida propia. Las estaciones del año pasan a ser tema principal, las aves colgando de un gancho,  la jarra de palta, el frutero, el queso, los búcaros con flores… ocupan los soportes. Esta nueva temática tiene mayor acogida en el Norte, pues los artistas ven en estos contenidos una forma de evadirse de los conflictos religiosos y, a la vez, una manera segura de garantizarse una clientela amplia.

Ecce Homo, Mateo Cerezo, óleo sobre lienzo, hacia 1661.
(Barroco del Sur. Este cuadro lo deja a uno sin aliento. Esa mirada adolorida que nos esconde Cristo mientras sostiene en sus manos abatidas la caña rota, símbolo de su reino, corta la respiración. Mateo Cerezo da luz al cuerpo de Cristo y esconde su rostro en la sombra parda.)  

Las diferencias entre el Barroco del Norte y el Barroco del Sur surgen en la representación de los temas divinos, no así en los seculares. Las características de forma que lo identifican, como el fuerte claroscuro, se repiten en un sitio y en otro. El claroscuro tiene la encomienda de dar dramatismo a las escenas, ya sean paganas o religiosas, ya sean del Norte o del Sur de Europa.

SIGLO XVIII
(ROCOCÓ Y NEOCLASICISMO.)

La Virgen exhortando a Santa Teresa a que nombre a San José protector de la Orden Carmelita, Giambattista Tiepolo, óleo sobre lienzo, 1749-1750.
(Lienzo pequeño, efectista y decorativo. Combina las formas con azules, blancos, amarillos y vainillas para conseguir juegos de luz y movimiento —el manto celeste de la Virgen parece que ondea al viento—. Una curiosidad: Tiepolo murió en España, llegó a la corte de Carlos III invitado por el rey para que se hiciera cargo de algunas de las salas del Palacio Real de Madrid.)

Como sobre el Clasicismo puedes leer en este blog el artículo sobre el pintor francés Jean Latour, voy a escoger para esta parte de la reseña el estilo artístico que hizo un llamado al disfrute de la vida, que hizo del placer el fin último: el refinado y mundano Rococó.

El siglo XVIII francés es el encargado de terminar con la oscuridad trágica barroca. Entre 1730 y 1760, la futilidad del Rococó vivió años de esplendor y adornó palacios e iglesias. Pero la Revolución Francesa lo acusó de frívolo e inmoral y se encargó de mandarlo a galeras. Fue rescatado en 1830.

Santa Isabel de Hungría repartiendo limosna, Giambattista Pittoni, 1734.

En el Rococó la pincelada es dinámica y las formas son onduladas, irregulares. La pintura es ligera, fresca, festiva. El estilo, que gusta de los efectos brillantes, utiliza una gama de colores vivos que se ve apoyada por platas y dorados. En estos escenarios luminosos destaca el interés de mostrar una figura femenina elegante y bella, con independencia de si representa a un personaje religioso o uno secular.

SIGLO XIX Y PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX

Vista de París, Henri-Joseph Harpignies, acuarela sobre papel, 1872.
(Harpignies, maestro del realismo, fue un paisajista afamado. Tomaba apuntes del natural que luego desarrollaba en su estudio. Reflejaba en sus acuarelas el sentimiento que le provocaba el paisaje abocetado. En su paleta de colores asoman ya los impresionistas.)

En las salas dedicadas a los movimientos artísticos del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX curioseamos en el Naturalismo, el Realismo, el Impresionismo, el Simbolismo, el Art Nouveau y el Expresionismo.

Aquí, en estas salas, los atriles salen de los talleres para hincarse en la tierra. Se pinta al aire libre. Se pasa del formato clasicista a la pincelada suelta, rápida, que disuelve contornos y capta lo efímero.

Vemos cómo la luz natural se convierte en centro de atención de los impresionistas, que siguen los pasos de los realistas pero van más allá, pues mientras los realistas toman apuntes del natural para luego desarrollarlos en sus talleres, los impresionistas salen al campo para pintar en directo la naturaleza.

Sorprendemos a Gauguin apropiándose de los contornos y demostrando la expresividad de los colores puros, creando escuela con su primitivismo (en los Nabis, en su toque ingenuo, se muestra el influjo que sobre ellos ejerció Gauguin).

Luego, o casi al mismo tiempo, según seamos de minuciosos, podemos apreciar el resultado de los estudios realizados por los puntillistas sobre el principio de las combinaciones ópticas.

Los cerdos negros, Paul Gauguin, óleo sobre lienzo, 1891.
(Pintado en Tahití, en su primer año en la isla. Muestra el interés de Gauguin por lo nativo. Esta temática le permitía ahondar en la relación del hombre con su entorno natural, asunto siempre presente en su pintura. La pincelada dinámica de las palmeras es aún impresionista. Los colores son puros y vivos.)

Y llegamos al Simbolismo que dice al Realismo tamizado de los impresionistas: «¡Basta!» Los simbolistas se lanzan como un Freud a hurgar en el carácter subjetivo de lo representado y lo hacen desde diferentes ópticas, dependiendo de las características de cada país.


La primavera, Franz von Stuck, óleo sobre tabla, 1902.
(Simbolismo y Art Nouveau. La mirada tentadora y enigmática de la figura femenina es simbolista, al igual que la paleta de colores que provoca una atmósfera confusa. La ornamentación, el carácter decorativo del cuadro, el juego de líneas —la cabellera y la forma de los árboles— son Art Nouveau. Este movimiento rompe la línea con formas serpenteantes. La curva representa el carácter empírico de la naturaleza, es el símbolo más característico del Art Nouveau.)

A los simbolistas les interesa lo subjetivo, lo espiritual. Pero no son ajenos a la realidad social. De hecho, esta actitud de rechazo, de no reflejar en sus obras la industrialización salvaje y el positivismo que se apropiaba de las ciudades, de obviar la descripción visual y centrarse en lo subjetivo, lo interpreto como una forma de protesta.

El Simbolismo se centra en expresar emociones a través de imágenes, dejando apartada la representación objetiva del modelo captado y psicoanalizado.

Los comienzos del siglo XX están representados, en la muestra que el Museo Thyssen nos ofrece, por el Art Nouveau, el Expresionismo y el Abstraccionismo.

La Verónica, Oskar Kokoschka, óleo sobre lienzo, 1909-1910.
(Este impresionante cuadro es el primero que hizo Kokoschka de temática religiosa y está inspirado en la Sábana Santa de Turín. Su pincelada característica, vibrante y pastosa, fija en el lienzo a la mujer. El cuerpo y el fondo sólo están separados por el velo blanco. El cuerpo se funde en el velo y este se funde en el fondo. De las delgadas manos cuelga un pañuelo con la faz de Cristo, que nos mira fijamente con gran expresión de dolor. Es un cuadro que desprende emoción. Es vehemente. ¡Es Kokoschka!)

La Historia del Arte es una espiral que hunde sus raíces en la Antigüedad y que, en su búsqueda de lo Eterno, acude una y otra vez a sus antepasados, haciendo de su árbol genealógico motivo de ineludible consulta.

La Historia del Arte no reniega de sus raíces de naturaleza heterogénea, mezcla su sangre y crea hijos que serán padres orgullosos de herederos que los harán abuelos.

SEGUNDA PARTE

Y ahora pasemos a los pilares del arte nacional húngaro: los artistas de los siglos XIX y XX.

La alondra, Pál Szinyei Merse, óleo sobre lienzo, 1882.

Los artistas húngaros del siglo XIX y principios del siglo XX son deudores de la cultura de los pueblos que pasaron por su tierra, como son el germano, el romano, el turco y el gitano. Y son representantes de las corrientes y estilos de su época, como son el Naturalismo, el Realismo, el Impresionismo, el Simbolismo, el Expresionismo, el Cubismo, el Constructivismo y las ideas innovadoras de la Bauhaus.

Bizcocho de semilla de amapolas, Adolf Fényes,  óleo sobre lienzo, 1910.
(Contrastes de formas y mezcla de tonos brillantes y opacos. Carácter decorativo. Punto de vista elevado. Composición simétrica. Luces empastadas. Combinación de pinceladas finas y gruesas —el detalle de las flores de la vajilla contrasta con las líneas marcadas del mantel—. Este bodegón abre el apetito del espectador. Es una mesa dispuesta para ser ocupada. Fényes es uno de los artistas que dan origen a la pintura moderna húngara.)

Hungría es un país de grandes músicos, es el país de Franz Liszt, Béla Bartók, Zoltan Kodály… Budapest es centro de reunión de los mejores concertistas del mundo. Es un país donde la música tradicional, heredera de los trovadores medievales, tiene fuerte arraigo popular. Es país de cantos gregorianos y grandes óperas. Es cuna de excelentes poetas y dramaturgos.

Hungría ha hecho bandera de su arte popular. Sus cerámicas, bordados y artesanías en madera son célebres por la utilización del color vivo y los contrastes que con él consiguen. Creo que el gusto de los pintores de la escuela de Simón Hollósy por la pintura colorista de los fauves puede venir de ese gusto por el color de la cultura popular húngara.


Paisaje de invierno con cerca, Sándor Ziffer, óleo sobre lienzo, 1910.
(Los callejones serpenteantes son una característica de la pintura decorativa del artista. Ziffer salió de la escuela de Simón Hollósy y fue un admirador del «fauvismo». Su audacia con el color y los fuertes contornos me recuerda a Vlaminck. Composición clásica de cuidado equilibrio volumétrico.)

1830 es la fecha que marca el inicio de las bellas artes en Hungría y tiene una relación directa con el resurgir, en 1836, del movimiento nacionalista. Los artistas marchan a Viena, Múnich y París para empaparse de las nuevas tendencias y regresar a su tierra cargados de ideas que serán expuestas en las salas de Budapest y discutidas en las revistas especializadas que comienzan a editarse. Escenas históricas, paisajes, alegorías y bodegones tienen un mismo fin: la creación de un arte nacional.

Retrato de Franz Liszt, Mihály Munkácsy, óleo sobre lienzo, 1886.
(Es el último retrato que se conoce del compositor húngaro. La figura del músico parece surgir del fondo oscuro y plano. El cuadro, de factura impecable, es realista. La mirada, el entrecejo y la expresión de su boca muestran cansancio, tristeza y un fuerte carácter. Sigue pensando en la música, ahí está su mano izquierda reposando en las teclas del piano. Una curiosidad: De entre todos los géneros pictóricos destacan los retratos, pues los artistas húngaros se habían propuesto crear una pinacoteca que dejara constancia de la variedad de talentos nacionales.)

Son dos las fuentes de las que se alimenta el arte nacional húngaro. Una surge a partir de 1886 y es la escuela privada de Simón Hollósy. Los alumnos que en ella se matricularon fueron la avanzadilla del arte nacional. Hollósy renegaba de la enseñanza academicista y estaba pendiente de la avalancha de novedades provenientes de Francia (en ese momento eran el Naturalismo y el Realismo). En su escuela se sentaron las bases de la pintura húngara.

El otro movimiento tuvo lugar alrededor de 1910 y robusteció el incipiente árbol autóctono. El grupo de Los Ocho era homogéneo y tenía su propio programa que se basaba en la representación de la naturaleza, pero no desde una perspectiva naturalista sino a través de la interpretación de sus leyes. El referente a seguir era la pintura de Paul Cézanne, sus planos de color, sus pinceladas repetitivas y sus formas simples y geometrizadas —«Todo en la naturaleza se modela según la esfera, el cono y el cilindro» , escribió Cézanne en 1904.

Desnudo femenino, Deszo Orbán, óleo sobre lienzo, 1911.
(Orbán perteneció al grupo de «Los Ocho» que tuvo como tema recurrente el desnudo femenino, que unas veces comparte lienzo con el paisaje y otras se muestra en solitario. Es de destacar la geometrización de la figura, la tensión provocada por la postura y los colores ocres y grises de la primera edad cubista.)

La idea de construir un centro que acogiera lo mejor del patrimonio húngaro nació en 1896. Pero no fue hasta 1906 que, bajo la mirada atenta del emperador Francisco José, se inauguró el Museo de Bellas Artes, alimentado con las colecciones que el Museo Nacional y la Pinacoteca Nacional le cedieron. Ya en 1913, el Museo de Bellas Artes de Hungría veía el arte moderno como una categoría independiente.

La pintura húngara es única porque refleja sus propias vivencias, sus problemas sociales, su historia. Y es universal porque sus raíces artísticas se hunden en la tierra abonada por hombres que supieron expresar, gracias a sus aptitudes y a su técnica, lo que la mayoría no somos capaces de ver a ojo de pájaro. El arte húngaro de los siglos XIX y XX es humus que enriquece la Historia del Arte.

El nuevo Adán, Sándor Bortnyik, óleo sobre lienzo, 1924.
(Aquí encontramos la influencia de la Bauhaus —Sándor fue profesor en esta escuela—. Hay algo del cubismo, del suprematismo de Malévich, hay un toque de El Lissitzky, a quien conoció en Alemania tres años antes de pintar el cuadro. Son composiciones planas, de líneas puras, de lenguaje simplificado. La figura está enmarcada en una extraña arquitectura construida en un espacio ambiguo. Es el hombre-maniquí de la era industrial de entreguerras. El hombre que se lo tira todo encima para subirse en una tarima que tiene, a su derecha, una pequeña manivela que él no maneja y que espera sea accionada por otros. Hombre autómata. Este cuadro va acompañado de otro titulado «La nueva Eva».)

 

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