MARCELINO PAN Y CIRCO

Viñeta xilográfica con un tema común en la cartelería taurina desde el siglo XVIII. Representa «la suerte de picar con caballitos de mimbre».

 

MARCELINO, PAN Y CIRCO

—Marcelino Bruto, le traigo el traje. ¿Se mantiene lo acordado, no?

—Sí…, puede coger la escopeta; está en el armario del fondo.

—Hasta el domingo, pues.

—Dios mediante.

Marcelino Bruto —el Bruto a secas para los parroquianos— vive en el gallinero propiedad del mayor ganadero del pueblo. Marcelino se ocupa del corral y, además, limpia los establos, ordeña las vacas y realiza infinidad de chapuzas para la casa de Don Aquilino.

Marcelino está enamorado de Milagritos, una chica que tiene en jaque a todos los vecinos: Que si Milagros ve, pero se hace la ciega, que si Milagros oye, aunque se hace la sorda, que si Milagros anda cuando se encuentra a solas, que si…

Milagros es robusta, tiene la mirada perdida, las orejas de soplillo y las piernas resguardadas bajo una manta de ganchillo. Vive con su padre en una antigua casa de postas y se pasa la mayor parte del tiempo sola.

Sentada en su silla de ruedas, la muchacha juega a proyectar aros —con la ayuda de un espejo y con los rayos del sol— en la calzada que pasa bajo su balcón.

Marcelino está convencido de que los círculos son frases de amor que Milagros le regala.

—No hay que correr —dice, y los del bar se ríen de él.

Tres meses han pasado desde que Marcelino Bruto decidió encontrar el momento propicio para acercarse a Milagros.

La vendimia ha finalizado y los ganaderos han organizado una corrida de vaquillas. Hay buen clima. Un letrero, en la puerta de la tienda de abastecimientos del pueblo, reza: «Faltan banderilleros».

Sin tiempo que perder, el joven se presenta a cubrir la plaza. Ahora sólo le queda llegar cuanto antes a la cuadra de Alipio, pues sólo hay un traje en el pueblo y es propiedad de este, que vive de arrendarlo.

Que hay un bautizo, una comunión, una boda, un entierro…, pues a casa de Alipio a alquilar el traje. «El que primero llega es quien se lo queda», dice un cartel en su puerta.

—Alipio, no tengo dinero y lo sabe —grita, desde la ventana abierta, Marcelino—. Pero puedo dejarle en prenda la escopeta de caza.

Y dándose la mano fue como cerraron el trato.

La plaza está abarrotada. Marcelino Bruto viste el traje negro y lleva en las manos los palitroques. Está inquieto, el barullo le impide localizar a su moza, pero al final la encuentra en la hilera que está reservada a las muchachas casaderas.

—¡Ay… la Milagros, que ni anda, ni ve, ni oye según conveniencia! —comentan, maliciosas, las madres de las chicas solteras.

Sale la vaquilla a la explanada y  se imponen los ¡hurras! a las fanfarrias de las trompetas.

Mas, de pronto, un gran silencio inunda la glorieta.

¡Pobre Marcelino!, que se ha clavado una banderilla en la pierna; y allí está, en el medio de la explanada, coloreando con su sangre las alpargatas blancas.

—¡¿Quién ha permitido que Marcelino sea banderillero?! ¿Acaso no saben todos que El Bruto está infectado de sueño? —grita, desesperada, Milagros, que tira la manta y corre a su encuentro.

Pero a los hombres del pueblo no les preocupan ni las heridas, ni el letargo en que ha caído el mancebo.

¡El traje, es el traje  lo que los moviliza! ¡El traje negro, el de las bodas, bautizos y entierros!

Y mientras lo desnudan, entre aullidos y relinchos, en el medio de la plaza, Marcelino sueña. Su fantasía vuela y, en su delirio, las zarpas que lo despojan se transforman en las deseadas manos de Milagritos.
firma gabriela3

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