NOTA SOBRE LA SUPRESIÓN GENERAL DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

«No hay nada más cómodo que no pensar».

El juramento, maqueta del cartel, Rudolf Frents tempera sobre contrachapado, 1924.

«La supresión de los partidos sería un bien casi puro», escribió en su ensayo la filósofa Simone Weil (1909-1943), quien desarrolla su tesis partiendo, fundamentalmente, de las ideas de Rousseau y de los orígenes de la Revolución Francesa —la autora analiza en profundidad las mutaciones del club Jacobino, a quien da un papel importante en el asunto que trata.

Simone Weil establece diferencias entre las asociaciones políticas del continente europeo y las anglosajonas. Declara: «Hay en los partidos anglosajones un elemento de juego, de deporte, que sólo puede existir en una institución de origen aristocrático; todo es serio en una institución que, al principio, es plebeya».

Nota sobre la supresión general de los partidos políticos es un alegato contra la renuncia voluntaria a la identidad, renuncia que exige todo partido político, organización que utiliza la disciplina, nos dice, como arma de coacción y que usa la propaganda como arma de divulgación.

El ensayo consta de una primera parte introductoria, donde la pensadora judía advierte que en una sociedad democrática es requisito ineludible que el bien prevalezca sobre el mal. Weil alega que el criterio del bien «no puede ser otro que la verdad y la justicia y, en segundo lugar, la utilidad pública».

La filósofa francesa afirma que sólo lo que es justo es legítimo y que, por tanto, la legitimidad no la otorga una mayoría porque sí. La legitimidad, declara, no está condicionada a una «voluntad general», por mucho que quienes lo pretendan sumen en números.

Para Simone Weil el bien público sólo es viable a través de la justicia social. Eso sí, siempre y cuando la justicia social sea independiente de las asociaciones políticas y religiosas.

A continuación hago un resumen de Nota sobre la supresión general de los partidos políticos. Los párrafos que leerás pertenecen a la tercera y última parte de su ensayo, que es donde explica por qué entiende que «nunca hemos conocido ni de lejos nada que se parezca a una democracia».

Nota sobre la supresión general de los partidos políticos se encuentra dentro del catálogo de la editorial Olañeta. El libro incluye un texto de André Bretón titulado Desterrar los partidos políticos.

Para Simone Weil el pensamiento común es un pensamiento animal y es el germen de cualquier tipo de totalitarismo.

NOTA SOBRE LA SUPRESIÓN GENERAL DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS
Simone Weil

RESUMEN DEL ENSAYO

Para apreciar los partidos políticos según el criterio de la verdad, la justicia y el bien público, conviene empezar por discernir sus características esenciales.

Se pueden enumerar tres:

—Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva.

—Un partido político es una organización construida para ejercer una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son miembros de él.

—El primer fin y, en última instancia, el único fin de todo partido político es su propio crecimiento, y ello sin ningún límite.

Por este triple carácter, todo partido es totalitario en germen y en aspiración. Si no lo es de hecho, es tan sólo porque los que lo rodean no lo son menos que él.

Estos tres caracteres son verdades de hecho evidentes para cualquiera que se haya acercado a la vida de los partidos.

El tercero es un caso particular de un fenómeno que se produce en todas partes donde lo colectivo domina a los seres pensantes. Es la inversión de la relación entre fin y medio. En todas partes, sin excepción, todas las cosas consideradas como fines son por naturaleza, por definición, por esencia y del modo más evidente únicamente medios…

Sólo el bien es un fin. Todo lo que pertenece a la esfera de los hechos es del orden de los medios. Pero el pensamiento colectivo es incapaz de elevarse por encima de la esfera de los hechos. Es un pensamiento animal. Sólo tiene la noción del bien justo en el grado suficiente para cometer el error de tomar tal o cual medio por un bien absoluto.

Así ocurre con los partidos. Un partido es en principio un instrumento para servir a una determinada concepción del bien público.

(…) Pero esta concepción es extremadamente vaga. Esto es cierto sin excepción y casi sin diferencia de grados. Los partidos más inconstantes y los más estrictamente organizados son iguales por la vaguedad de su doctrina. Ningún hombre, por muy profundamente que haya estudiado la política, sería capaz de dar una explicación precisa y clara de la doctrina de ningún partido, incluido, dado el caso, el suyo propio.

(…) Un hombre, aunque se pase la vida escribiendo y estudiando problemas de ideas, sólo muy raramente posee una doctrina. Una colectividad nunca la tiene. No es una mercancía colectiva.

(…) El fin de un partido político es una cosa vaga e irreal. Si fuera real, exigiría un esfuerzo de atención muy grande, ya que una concepción del bien público no es cosa fácil de pensar. La existencia del partido es palpable, evidente, y no exige ningún esfuerzo para ser reconocida. Así, es inevitable que de hecho el partido sea para sí mismo su propio fin.

(…) La transición es fácil. Se establece como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva eficazmente a la concepción del bien público con miras al cual existe es que posea una gran cantidad de poder.

Pero ninguna cantidad finita de poder puede nunca considerarse de hecho suficiente, sobre todo una vez que se ha obtenido. El partido se encuentra de hecho, por efecto de la ausencia de pensamiento, en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder de que dispone.

Así, la tendencia esencial de los partidos es totalitaria (…). Precisamente el hecho de que la concepción del bien público propia de tal o cual partido sea una ficción, una cosa vacía, sin realidad, es lo que impone la búsqueda del poder total. Toda realidad implica por sí misma un límite. Lo que no existe en absoluto nunca es limitable.

Es por esto por lo que hay afinidad, alianza, entre el totalitarismo y la mentira…

El temperamento revolucionario lleva a concebir la totalidad. El temperamento pequeño burgués lleva a instalarse en la imagen de un progreso lento, continuo y sin límite. Pero en ambos casos el crecimiento material del partido se convierte en el único criterio con respecto al cual se definen en todas las cosas el bien y el mal. Exactamente como si el partido fuese un animal que hay que engordar y el universo hubiera sido creado para hacer que engordara.

No se puede servir a Dios y a Mammon. Si se tiene un criterio del bien distinto del bien, se pierde la noción del bien.

Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien, se produce inevitablemente una presión colectiva del partido sobre los pensamientos de los hombres. Esta presión se ejerce de hecho. Se despliega públicamente. Es reconocida, proclamada. Esto nos horrorizaría si la costumbre no nos hubiera endurecido tanto.

Los partidos son organismos pública y oficialmente constituidos para matar en las almas el sentido de la verdad y de la justicia.

La presión colectiva se ejerce sobre el gran público mediante la propaganda. El fin confesado de la propaganda es persuadir, no comunicar la luz. Hitler ha visto muy bien que la propaganda es siempre un intento de esclavizar a los espíritus. Todos los partidos hacen propaganda. El que no hiciera propaganda desaparecería, porque los demás la hacen (…). Ninguno es tan audaz en la mentira hasta el punto de afirmar que se propone educar al público, que forma el juicio del pueblo.

Los partidos hablan, es cierto, de educación con respecto a los que han acudido a ellos (…). Esta palabra es una mentira. Se trata de un adiestramiento para preparar un dominio mucho más riguroso del partido sobre el pensamiento de sus miembros…

Pero ningún sufrimiento espera al que abandona la justicia y la verdad. En cambio el sistema de partidos inflige las penalizaciones más dolorosas por la indocilidad. Penalizaciones que afectan a casi todo —la carrera, los sentimientos, la amistad, la reputación, la parte exterior del honor, y a veces incluso la vida familiar—. El partido comunista ha llevado el sistema a su perfección…

Cuando en un país hay partidos, de ellos resulta tarde o temprano un estado de hecho tal que es imposible intervenir en los asuntos públicos sin entrar en un partido y jugar el juego (…). Así, los que sienten la preocupación del bien público, o bien renuncian a pensar en ello y se ocupan de otra cosa, o bien pasan por el aro de los partidos. También en este caso le vienen preocupaciones que excluyen la del bien público.

Hay que reconocer que el mecanismo de opresión espiritual y mental propio de los partidos fue introducido en la historia por la Iglesia católica en su lucha contra la herejía.

Un convertido que entra en la Iglesia —o un fiel que delibera consigo mismo y decide permanecer en ella— ha visto en el dogma una verdad y un bien. Pero al cruzar el umbral (…) acepta en bloque todos los artículos llamados «de fe estricta». Estos artículos, no los ha estudiado. Una vida entera no bastaría para este estudio, ni siquiera con un alto grado de inteligencia y de cultura, ya que implica el estudio de las circunstancias históricas de cada condena.

¿Cómo adherirse a unas afirmaciones que uno no conoce? Basta con someterse incondicionalmente a la autoridad de la que emanan.

(…) El móvil del pensamiento ya no es el deseo incondicionado, no definido, de la verdad, sino el deseo de la conformidad con una enseñanza establecida de antemano.

(…) La reforma y el humanismo del Renacimiento (…) contribuyeron en gran parte a suscitar, después de tres siglos de maduración, el espíritu de 1789. De ello ha resultado, al cabo de cierto tiempo, nuestra democracia fundamentada en el juego de los partidos, cada uno de los cuales es una pequeña iglesia profana armada con la amenaza de la excomunión. La influencia de los partidos ha contaminado toda la vida mental de nuestra época.

(…) Si un hombre dijera, al pedir su carnet de miembro: «Estoy de acuerdo con el partido en tal y cual punto; no he estudiado sus otras posiciones y me reservo enteramente mi opinión mientras no haya realizado este estudio», le rogarían sin duda que volviera a pasar más tarde.

Pero, de hecho, salvo muy raras excepciones, un hombre que entra en un partido adopta dócilmente la actitud mental que expresará más adelante con las palabras: «Como monárquico, como socialista, pienso que…» ¡Es tan cómodo! Porque es no pensar. No hay nada más cómodo que no pensar.

La supresión de los partidos sería un bien casi puro. Es eminentemente legítima en principio y no parece que en la práctica pueda tener más que buenos efectos.

Los candidatos no dirían a los electores: «Tengo tal etiqueta» —lo que en la práctica no dice rigurosamente nada al público sobre su actitud concreta respecto a los problemas concretos—, sino: «Pienso tal y cual cosa respecto a tal y cual gran problema».

Los elegidos se asociarían y disociarían según el juego natural y móvil de las afinidades. Puedo muy bien estar de acuerdo con el Sr. A sobre la colonización y en desacuerdo con él sobre la propiedad rural; e inversamente con el Sr. B. Si se habla de colonización, iré, antes de la sesión, a hablar un rato con el Sr. A; si se habla de propiedad rural, lo haré con el Sr. B.

(…) Las instituciones que determinan el juego de la vida pública influyen siempre en un país en la totalidad del pensamiento, a causa del prestigio del poder.

Se ha llegado a casi no pensar ya, en ningún campo, más que tomando posición «a favor» o «en contra» de una opinión. Después se buscan argumentos, según el caso, ya sea a favor o en contra. Esto es exactamente la transposición de la adhesión a un partido (…). Es la transposición de un espíritu totalitario.

(…) En el arte y la literatura es mucho más visible todavía. Cubismo y surrealismo han sido una especie de partidos. Uno era «gidiano» como podía ser «maurrasiano». Para tener un nombre, es útil estar rodeado de una banda de admiradores animados por el espíritu de partido.

Del mismo modo, no había gran diferencia entre la vinculación a un partido y la vinculación a una Iglesia o bien la actitud antirreligiosa (…). Se ha llegado, en materia de religión, a hablar de militantes.

Ni siquiera en las escuelas se sabe ya estimular el pensamiento de los niños más que invitándoles a tomar partido a favor o en contra. Se les cita una frase de un gran autor y se les dice: «¿Está usted de acuerdo o no? Desarrolle sus argumentos» (….). ¡Y sería tan fácil decirles: «Medite este texto y exprese las reflexiones que se le ocurran!»

Casi en todas partes —e incluso a menudo para problemas puramente técnicos— la operación de tomar partido, de tomar posición a favor o en contra, ha sustituido a la operación de pensamiento.

Esta es una lepra que tiene su origen en los medios políticos y que se ha extendido, a través de todo el país, hasta casi la totalidad del pensamiento.

Es dudoso que se pueda poner remedio a esta lepra, que nos mata, sin empezar por la supresión de los partidos políticos.

ENLACES RELACIONADOS

¿Por qué la guerra? (Albert Einstein y Sigmund Freud).

Los niños del «Caso Padilla».

La improvisación, la Comedia del Arte y la política de hoy.

Bedrich Fritta. “Hombre doliente”. Dibujos.

La acusación (Bandi). Cuentos prohibidos de Corea del Norte.

La librería de los escritores (Mijaíl Osorguín).

Marina Tsvietáieva: «Diario de la Revolución».

Librería Isla, te digo adiós.

1984. Película (adaptación cinematográfica de Orson Welles).

Revolución y libertad (Georges Bernanos). Texto.

El arte en revolución. De Chagall a Malévich.

Sobre “El Diario de Ana Frank”. Incluye la película.

Hans Keilson. “Ahí está mi casa”.

Imre Kertész. “La última posada”.

La trinchera (Ofelia Gronlier Lamar).

La buena memoria (Belkis Cuza Malé).

Ludwig Winder. “El deber”.

Inferno (Reinaldo Arenas). Poemas.

Fuera del juego (Heberto Padilla). Algunos poemas.

Lucian Freud en el Thyssen. Pintura.

Otto Dix. Tríptico de la gran ciudad. EL tríptico profano.

La destrucción de Kreshev (Isaac Bashevis Singer).

Dostoievski, Bakunin y Nechayev.

Lev Tolstói. La violencia y el amor.

Los evangelistas de la muerte.

La conga del hambre.

El cubano que silba al viento.

La máscara de Dimitrios (Eric Ambler). Película.

Fahrenheit 451 (Ray Bradbury).


Compártelo con tus amigos: