A MI ABUELO MANUEL DÍAZ BELLO
«Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo…».
Fotografía, María Gabriela Díaz Gronlier.
A MI ABUELO MANUEL DÍAZ BELLO
Mi abuelo me levantaba por los aires y yo era un papalote dando de comer a las aves que no detienen su vuelo.
Tengo una deuda pendiente con mi abuelo, un hombre cuya generosidad fue la actitud más destacable de su persona.
Mi abuelo Manolo emigró de Cuba para estar con nosotros. Llegó a Las Palmas de Gran Canaria siendo ya muy mayor. Pero mi abuelo, de trato afable y tonillo burlón, al poco de estar en su segunda isla se adaptó, callando así las voces que afirmaban que a su edad ni un milagro bastaría para ahuyentar de él la nostalgia.
Manolo era dueño de unas manos muy grandes y huesudas, de unas manos poderosas y orgullosas de su trabajo. Mi abuelo contaba cuentos con su voz y con sus manos. Mi abuelo, siendo yo niña creciendo en la penuria cubana, se quitaba la comida para alimentarnos. Y yo, sin embargo…
¡Si yo pudiera pactar con el tiempo una vuelta atrás!, una vuelta que me llevara a la cama de la clínica donde murió acogido por la misericordia de una monja desconocida. ¡Si pudiera…! Entonces, no me marcharía dejándole con aquella mirada de auxilio clavada en mí cuando de él me despedía. «Abuelo —te dije—, me vuelvo a Madrid, pero regreso en unos días».
Si pudiera desandar el camino, abuelo. Si pudiera apretarte la mano, acomodarte en la cama, hablarte al oído… Estar a tu lado para peinar tu cabello lacio, cano; para asegurarme que marchabas con tu camiseta y tu pañuelo blanco.
Perdóname, abuelo. Pudo más la cobardía. Recuerdo que tú no dormías. Recuerdo que, con los ojos bien despiertos, me ofreciste, antes de iniciar mi huida, buenos consejos y un beso de despedida.
¡Si pudiera…! Entonces, planearía de nuevo cual mariposa hecha de papel y cuerda.
En Cazadores, en Telde, los árboles fueron bendecidos con las cenizas de Don Manuel Díaz Bello.
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