ALBERT CAMUS 

«Al explicar la Academia sueca las razones de la elección de Camus declaró que su obra esclarece con una seriedad penetrante los problemas planteados en estos días en todas las conciencias humanas».

Albert Camus en el Teatro Antoine, 20 de abril de 1959.

Albert Camus y la perspectiva permanente de la moral es el título de la conferencia que el escritor y abogado socialista Miguel Peydro (1913-1998) pronunció en la Asociación de Diplomados del Instituto Internacional el 20 de mayo de 1958. Es un trabajo que analiza el concepto de la moral en la dramaturgia del escritor, periodista y filósofo francés, de origen argelino, Albert Camus (1913-1960).

Un poco de todo es una sección que tiene la intención de desempolvar textos interesantes que han sido, según mi criterio, injustamente olvidados. La obra de Albert Camus describe los grandes problemas de la sociedad de su tiempo, problemas que son los nuestros, pues el aliento del hombre hacedor de guerras cosquillea en nuestras nucas. Somos hijos y nietos de la generación de Camus y, sin embargo, hemos olvidado el mensaje de su obra El revés y el derecho.

El revés y el derecho, título publicado en el libro que lleva el mismo nombre y que da inicio a la producción literaria de Camus, fue editado en Argelia en 1937. En el ensayo el escritor nos advierte ya de la necesidad de estar alertas ante la vida y la muerte. Vigilantes y no adormecidos, porque el que está alerta piensa y es, por tanto, dueño de su conciencia.

Este es el consejo que nos da un hombre nacido en cuna pobre. Un hombre hijo de un obrero agricultor, que murió cuando Camus apenas había cumplido un año, y de una mujer española que se ganaba la vida como lavandera y que era analfabeta. Un chico que creció en un hogar sin electricidad, sin agua corriente, sin baños, que estudió gracias a las becas otorgadas a los hijos de las víctimas de la Primera Guerra Mundial -su padre fallece a consecuencia de las heridas recibidas en la batalla del Marne (1914).

La mejor escuela de Camus fue la de la necesidad -la necesidad templa aceros y forja voluntades-. Camus tuvo la habilidad de aprovechar las oportunidades que la vida le dio para desarrollar su talento. Ese hombre criado en un barrio miserable de Argelia ganó el Premio Nobel de Literatura (1957) con tan sólo cuarenta y cuatro años de edad. Ese hombre de procedencia humilde, como cuenta Miguel Peydro, estuvo «sentado al lado del rey de Suecia en el banquete que tuvo lugar después de la entrega de los premios».

Las obras teatrales analizadas en esta conferencia son: Calígula (representada en 1945), El malentendido (representada en 1944), El estado de sitio (representada en 1948) y Los justos (representada en 1945). El trabajo comienza con una introducción que recoge la biografía del escritor. El ensayista tiene dos intereses claros: uno, demostrar la honestidad intelectual de Albert Camus. Un escritor que nos legó una obra al servicio «de la justicia y de la libertad, contra la opresión y la violencia, quien quiera que sea el poder que la ejercite». Dos, demostrar cómo se manifiestan «el problema de la existencia, el del Mal, el de la Muerte, el de la Libertad, el de la resistencia al despotismo y a la opresión, el del destino del hombre, el de lo absoluto…» en las obras dramáticas del intelectual francés.

Miguel Peydro define a Albert Camus como un «hombre centrado» y, por tanto, no entregado ni a ideologías de derechas ni a ideologías de izquierdas. Lo define como un ser solitario «que construye su obra y desenvuelve su vida en la más espantosa de las realidades y de las soledades».

Puesto que la biografía de Albert Camus es de fácil consulta -la mayoría de las ediciones de sus obras la incluye-, he decidido pasar por alto la primera parte de la disertación, la que está dedicada a la vida del autor de La Peste y El hombre rebelde. De esta manera acorto el texto y comienzo con el motivo de este trabajo: el concepto del bien y del mal en el  teatro de Albert Camus.

Acompaño la conferencia con fotografías de Yves Renaud. Las imágenes pertenecen a la representación de Calígula, puesta en escena en el año 2017 bajo la dirección del canadiense René Richard Cyr. La obra se interpretó en el Teatro del Nuevo Mundo.

Los protagonistas de las obras dramáticas del francés tienen que lidiar con el fondo y con la forma que el autor les confiere; es decir, con la propia y compleja identidad con que son investidos y con todos los recursos escénicos y géneros utilizados por el escritor: monólogos, mascaradas, coros, diálogos, farsa, mimos… -en Estado de sitio no descarta nada-. Los sujetos de  las obras de Albert Camus retan la creatividad de directores y actores y ponen a prueba la inteligencia del espectador.

Veamos, pues, qué nos cuenta Miguel Peydro de estos personajes, personajes que viven, según declaración del propio Camus, en un estado de sitio permanente.

INTRODUCCIÓN

«El teatro trágico de Camus tiene un perfecto entronque con la antigua tragedia griega».

Hay un teatro, teatro comercial por excelente y bueno que sea, teatro relativamente fácil y agradable de digerir, en el que se intenta hacer el proceso de las costumbres de una época, de determinadas anomalías sociales, de ciertos vicios y errores, de instituciones… Existe otro teatro difícil, amargo, trágico, que tiene por fin plantear y tratar de resolver problemas de orden metafísico que atormentan a los hombres: el problema de la existencia, el del Mal, el de la Muerte, en de la Libertad, el de la resistencia al despotismo y a la opresión, el del destino del hombre, el de lo absoluto… Se trata aquí de un teatro dramático por excelencia en el que hablan las pasiones y los pensamientos más íntimos y obscuros, con unos personajes muchas veces tenebrosos a fuerza de inquietantes. Así es el teatro trágico de Camus que tiene un perfecto entronque con la antigua tragedia griega.

El teatro griego evoca el mundo de los dioses y los personajes son imágenes de los dioses mismos. Se trata de un teatro de ensueño que, para Nietzsche, termina en la consolación. Y en El origen de la tragedia afirma que «el fin de la tragedia antigua evocaba la consolación metafísica, fuera de la cual el gusto por la tragedia es inexplicable; esa armonía de paz, emanada de otro mundo, donde más puramente resuena quizás es en Edipo en Colono. Ese consuelo es resignación en Schopenhauer: «Lo que da al trágico alas para volar a lo sublime es la revelación de este pensamiento: que el mundo, la vida, no pueden satisfacernos completamente, y, por consiguiente, no es digno de que le prestemos adhesión. En esto es en lo que reside el espíritu trágico, por eso nos conduce a la resignación» (El mundo como voluntad y representación).

El teatro de Camus posee personajes tan potentemente trágicos que también nos parecen de ensueño en su propia y extraordinaria verdad. Calígula, en la tragedia de Camus, se nos aparece casi casi como un dios, como un ejemplo de verdad aterradora y desesperante que se impone por doquier. Una nota para nosotros característica del teatro trágico de Camus es la sumisión ciega, fatal, pasiva de sus héroes al destino. Unas veces a un destino provocado por el héroe mismo que lo sufre estoicamente sin oponerse en lo más mínimo a él; y otra a un destino completamente absurdo. Las notas finales de Calígula nos parecen de consuelo y de esperanza. En Los Justos el fin trágico tiene tanto de liberación para los personajes como de un atisbo supremo de equivocación en el camino seguido y que ya en modo alguno es posible rectificar. En El malentendido se destaca la facilidad absurda de un destino que ninguno de los personajes provoca y del que ninguno es dueño.

CALÍGULA

«Obra siempre actual, puede colocarse entre las tragedias modernas que tratan del misterio del hombre y de sus relaciones con lo absoluto».

Vamos a intentar ahora el análisis de cada una de las obras dramáticas de Albert Camus: Calígula fue escrita en 1938 y es estrenada en París en 1945 con Gerald Philipe en el papel de Calígula; de ella dice Roger Quillot «que sucede a las bodas como la inteligencia sucede a la carne y la voluntad de potencia sucede al goce. Porque el cuerpo es primero y el espíritu es más tardía conquista». En Calígula la gran habilidad del autor consiste en desarmarnos por la mezcla de lo natural y lo excéntrico, de la lógica fría y de humor macabro, de misterio y de banalidad. ¿Mal gusto? ¿Inconciencia? ¿Sadismo?

Calígula se nos escapa sin cesar. Salta de la brutalidad a la risa, de la crueldad a la ternura, ¿quién engaña y cuándo engaña? Calígula es no solamente un Emperador perfecto: escrupuloso y sin experiencia, sino también un idealista, caracteres ambos de difícil conjunción. Apreciaba el arte, la religión y el amor. Pero el encanto de su vida se rompe por completo ante la muerte de su hermana amante.

La locura de amor y de desesperación en que la muerte sumerge a Calígula convierte al Emperador perfecto y al hombre idealista en una bestia furiosa que no contenta con tiranizar a los que le rodean, de hacer morir a cuantos les place, se proclama rey del absurdo y logra morir él mismo por la reacción natural de aquellos a quienes con su conducta ha hecho rebelarse. Es decir; Calígula provoca su propio destino, el desenlace trágico de su vida. A pesar de sus ferocidades en ciertos momentos es tierno, aunque amargo, es lucido, es puro, es intransigente. Su máxima aspiración es la de querer que se viva en la verdad y que las cosas sean lo que deben ser. Y en su lucha por lo imposible anhela la luna o la inmortalidad, algo que no sea de este mundo, aunque constituya ese algo una locura.

Una vez lanzado por el camino del mal, de la muerte, organiza la exterminación haciendo perecer a los hombres por el amor imperioso que profesa. Por ese camino va hasta el fin, hasta el fondo, pues cree que en esta vida «no se obtiene nada porque no se llega hasta el fin». Por eso «hay que ser consecuentes hasta el final». De ahí que su matanza no se detenga y que la continúe hasta provocar la reacción, es decir la rebelión que es la consecuencia misma que él espera y prepara y, con ella, su propia muerte, que recibe como un justo, como mártir, como un escogido.

Calígula desea el bienestar de los hombres, pero para llegar a él los hombres tienen necesidad de duras lecciones. «Se es siempre libre a costa de alguien». Los dioses lo son a costa de los hombres y Calígula a costa de su pueblo. Si los hombres se someten, los dioses los aplastan para que el destino se cumpla; pero si se rebelan es su rebelión la que se castiga. Este es el dilema atroz y trágico en que Calígula sitúa a Mereya. El destino es Calígula. Calígula se constituye en Dios con un poder sin límites. Señor de vidas y de honras, fuerza a los Patricios a traicionarlo todo para salvar sus pobres vidas. El miedo se enseñorea y todo se derrumba ante él, honor, amor, riqueza. Pero como quiere la verdad obliga a todos a que aparezcan en toda su verdad, e implacable y lúcido les prueba hasta la muerte.

En este drama Camus emplea el ballet, la pantomima y el coro, es decir, el teatro en el teatro mismo.

Según Lessing en su Dramaturgia de Hamburgo «el coro formaba parte del drama, pero sin interesarse por los personajes y juzgándoles más bien desde fuera». Para Schiller el coro es una maravilla viva contra el asalto de la realidad. En Camus el coro no es siempre espectador sino que se convierte en actor para finalmente ser pelele en manos de Calígula. Los personajes en esa tragedia se representan la comedia unos a otros y, a veces, se la representan a sí mismos.

Calígula es, como dice su Presentación, el relato de «un suicidio superior», que se afirma cuando un patricio denuncia a Calígula la conjuración que hay para eliminarlo y le insta para que castigue a los culpables. Es en este momento cuando el héroe responde: «no, no es posible dar un paso hacia atrás; es preciso ir hasta la consumación». Y muere sin hacer lo más mínimo por evitar el martirio; muere como un hombre que se creyó un dios y cuya obsesión de libertad lo condujo a los crímenes más horrendos.

Calígula es la primera obra teatral de Camus y para ser la primera constituyó lo que puede llamarse un magnífico golpe de efecto, un golpe maestro. Obra siempre actual, puede colocarse entre las tragedias modernas que tratan del misterio del hombre y de sus relaciones con lo absoluto.

Puede ser situado Calígula en el teatro religioso en el sentido que dice Quilliot: en el teatro que deja sitio a la ambición de eternidad. Robert Kemp calificó Calígula como «manual de los desesperados». Si destacamos con la fuerza que merecen y situamos en su rango las frases «Yo estoy aún con vida», «mi libertad no es la buena», «el miedo tampoco dura eternamente»… llegaremos a la conclusión de que no es la desesperación la clave de la obra, ni lo absurdo, sino que en esas frases podemos más bien encontrar motivo de enseñanza, de consuelo, de esperanza.

De esta tragedia vamos a entresacar algunos pensamientos:

Acto I Escena IV: «Tengo necesidad de la luna o de la felicidad, o de la inmortalidad; de algo que aunque constituya una locura no sea de este mundo».

Escena X: «He comprendido la utilidad del poder que extiende sus posibilidades hasta lo imposible. Os odio porque no sois libres».

Escena XI: «Vivir es lo contrario de amar».

Acto IV Escena I: «Llevar la desesperación a un alma joven es un crimen de tal magnitud que sobrepasa a cuantos ha cometido hasta ahora».

En esta obra encontramos el amor desinteresado en Caesonia, que muere en sus manos; el valor y el honor en Cherea; el honor y la ternura en Escipión; la cobardía más abyecta en Mucio que le entrega, sin resistencia, a su esposa y Lépido que reirá del asesinato de su hijo.

En la Edad Moderna hay un personaje histórico cuya semejanza con Calígula es extraordinaria. Se trata de Iván el Terrible, de Rusia. Cuando la Zarina muere el dolor de Iván es tan grande que le deben vigilar para impedir que se suicide, pero repentinamente el odio acumulado invade todo su cerebro y le tortura y provoca una terrible venganza que se extiende durante años y años y que no se detiene ni en los miembros de su propia familia.

EL MALENTENDIDO

«Con las muertes (Marta) va construyendo si liberación, sin remordimientos, sin vacilar, como un rito sagrado que es preciso realizar para llegar a la propia salvación».

El malentendido, que en España fue representado por primera vez en esta Sala, lo que constituye un honor para la Asociación que patrocinó su puesta en escena, fue escrito en el invierno 1942-1943. Su precedente, en la obra misma de Camus, se encuentra en El extranjero.

Se ha dicho que El malentendido es la obra de las ocasiones perdidas. En efecto, la madre vacila en matar; María trata de persuadir a Juan para que abandone un proyecto que ella presiente como funesto; si Marta hubiese visto y examinado de cerca el pasaporte de Juan ello habría sido suficiente para salvarlo. Marta estuvo a punto de rehusar a Juan la hospitalidad y, por consiguiente, la muerte. Hay momentos en los que el reconocimiento parece inevitable e inminente. Una palabra parece que lo va a provocar, pero otra la retarda. Marta vacila también, pero pronto la evocación del mediodía, el sol, las flores, el mar, despierta en ella el gusto de la sangre. Cuando al fin la madre interviene y Juan se decide a huir, ya es demasiado tarde y el destino se cumple.

En esta obra la acción es interior: escrúpulos, piedad, inquietud. En ella nada hay que sea espectacular. Los personajes son prisioneros de su destino. Allí solo hay frases cortas, diálogo discontinuo, sin poesía…

Se cree que Camus pudo hacer una obra de más envergadura, más espectacular, con más calor en los personajes, pudo hacer una gran tragedia, pero prefirió el desierto y el vacío.

En El malentendido ninguno de sus personajes es dueño de su destino, sino que siguen fatalmente una línea que les conduce al fin sin que ellos realicen gesto alguno para escapar a él.

El personaje más atrayente, más humano en su patetismo, en su ingenuidad, en su exigente amor, en su simplicidad misma, es María, la esposa. María es emocionante en todo: en su cariño, en su pasividad, en su sufrimiento, en su dicha brutalmente rota y, finalmente, en su fe cuando se vuelve hacia Dios.

Cada una de las tres mujeres, como bien dijo José L. Aranguren en el programa de presentación de El malentendido en Madrid, «encarna una actitud última de desesperación, renuncia, esperanza. ¿A cuál de ellas se adhiere Camus?» Vamos nosotros a intentar contestar: como Camus no es el filósofo de la desesperación, ni del absurdo; ni es hombre de renuncios ni de renuncias; como su filosofía es la de la honradez y la de la moral, fácilmente podemos creer que su actitud es la de la esperanza. Que no la del optimismo.

Camus es un hombre de gran voluntad y de mayor talento, que equivale como a decir que es un hombre de fe. De fe en los destinos del hombre, en los destinos de la sociedad, a pesar de las perspectivas desoladoras que en tantas y tantas ocasiones entenebrecen el horizonte. El nuestro y el de todos. Pero más allá de esas tinieblas puede ser que se halle la liberación del miedo, del terror, de la opresión y de la desesperanza.

El malentendido es un drama metafísico, aunque en algún personaje esa conciencia metafísica sea totalmente insospechada. Como extraño, insospechado, impropio y ficticio es el lenguaje abstracto de ciertos personajes. El final es frío, desolador.

El estreno en Francia de El malentendido constituyó casi un fracaso. Quilliot dice que fue un fracaso relativo, y añade que «constituyó una tentativa audaz e interesante de renovación de la tragedia».

El malentendido fue representado por primera vez en París en 1944 con la gran actriz española María Casares en el papel de Marta.

Examinada ya la obra vamos a señalar ahora algunos pensamientos de la misma: «Cuando una madre no es capaz de reconocer a su hijo es que su misión en la tierra ha terminado por completo». «Supongo que todos los asesinos son como yo, vacíos en su interior, estériles, sin porvenir posible. Y como no sirvan para nada, se les suprime».

Marta trata de justificar la muerte de su hermano diciendo que él lo había conocido ya todo y que nada le quedaba por conocer; así, pues, nada ha perdido muriendo. En cuanto a mí «nadie ha besado aún mi boca y ni tú —dice a su madre— has visto mi cuerpo desnudo».

Para Marta, Juan no precisa ya vivir porque ha realizado su destino: lo ha conocido todo. Es un ser superfluo, innecesario si con su muerte puede ayudar en algo a que ella, que nada conoce, llegue al fin a saborear y conocer la vida.

Marta destruye vidas, mata, por puro egoísmo, porque cree que cada muerte le acerca más a su felicidad: a ese mar riente y cálido, a la luz con todas sus riquezas, a las flores, al sol tan deseado.

Con las muertes va construyendo si liberación, sin remordimientos, sin vacilar, como un rito sagrado que es preciso realizar para llegar a la propia salvación.

EL ESTADO DE SITIO

«Es la tragedia de la Resistencia y al mismo tiempo una llamada a la resistencia al aislamiento, a la violencia, a la tiranía».

Aunque La Peste sea el principal personaje de esta tragedia, en la Advertencia que precede a la obra, Camus señala que El estado de sitio a pesar de lo que se haya dicho no es en ningún grado una adaptación a su novela. Indica igualmente que no se trata de una obra de estructura tradicional sino de un espectáculo que tiene por ambición mezclar todas las formas de expresión dramática. El nombre del ilustre actor francés Jean Louis Barrault lo asocia Camus al suyo por la influencia que ha ejercido indudablemente en la estructura de la obra.

A pesar de la advertencia del autor la tragedia que estamos estudiando tiene diversos puntos de contacto con La Peste y en diversos detalles evoca la novela.

En la colaboración de esta obra teatral Camus ha tenido presente la técnica de los Autos Sacramentales y el Cristóbal Colón de Lope de Vega.

La acción no tiene fecha: está situada fuera del tiempo, aunque tenga mucho de medieval, sobre todo por el escenario y la mentalidad de los personajes.

El estado de sitio es la tragedia de la Resistencia y al mismo tiempo una llamada a la resistencia al aislamiento, a la violencia y a la tiranía. La tiranía se mantiene por el miedo; cuando el miedo empieza a desaparecer el mecanismo implacable de la opresión deja de funcionar bien. Esta es la confesión que la Secretaría de la Peste confía a uno de los personajes de la obra, Diego, cuando este osa hacer frente a las decisiones terribles de La Peste.

La lectura de El estado de sitio nos ha permitido encontrar notable parentesco, gran semejanza en ciertos puntos, entre esa obra y un drama estrenado en Madrid hace más de veinte años, diez años antes de que se escribiese El estado de sitio, titulado Ak y la humanidad, del que fue autora la ilustre escritora y dramaturgo española Halma Angélico, ya desaparecida.

En Ak ya aparece como personaje principal una especie de Peste destructora que es el mismo Ak. En una y otra obra se sitúan escenas callejeras y de plaza pública con gentes que comentan aterrorizadas, la aparición de un cometa en El estado de sitio y las medidas adoptadas por el «Colegio de la Resurrección Extrema» en Ak. En la obra de Camus La Peste y su Secretaria son las encargadas de operar las eliminaciones de los ciudadanos sospechosos. En el drama de Halma Angélico es Ak y su secretario quienes por medio de ficheros y notas de antecedentes de los ciudadanos deciden a quien es preciso eliminar. En esa y otra obra es todo el pueblo el que está en causa, sin distinción de categorías sociales.

Si en una obra La Peste es la representación mítica del Mal, en la otra Ak es igualmente un símbolo bien elocuente del Mal. En El estado de sitio a los ciudadanos les es necesario un Certificado de derecho a la existencia, sin el cual están en constante peligro de ser eliminados. En Ak y la humanidad los ciudadanos para poder vivir necesitan que sus respectivos expedientes hayan sido resueltos sin colocar en ellos la indicación de superfluos. En una y otra obra los certificados de existencia no son expedidos hasta que el ciudadano en cuestión haya acreditado los méritos que tiene para poder seguir viviendo, es decir, para que no se le declare superfluo y se ordene su eliminación. En fin, las dos obras constituyen sendos ataques a la tiranía y no han perdido actualidad.

Creemos sinceramente que Camus no ha conocido la obra de Halma Angélico antes de escribir su tragedia y que la similitud apuntada es pura coincidencia. Lo que es cierto es la asombrosa semejanza entre ciertos aspectos de las obras indicadas. Por ello se nos ocurre suponer que ambos autores hayan tenido idéntica fuente de inspiración: un cuento del escritor ruso de nuestro tiempo llamado Jefim Sosulia. El estado de sitio se estrenó en París el 27 de octubre de 1948 por Jean-Louis Barrault, Magdelaine Renaud, Pierre Brasseur y María Casares.

LOS JUSTOS

«Solo tienen una obediencia, únicamente se deben a la muerte».

Podría titularse también esta tragedia Kaliayev que es el nombre de su protagonista, ese terrorista ruso que el día 2 de febrero de 1905 rehusó lanzar una bomba sobre la carroza del Gran Duque Sergio por temor a matar a los sobrinos del Gran Duque, María y Dimitri, que le acompañaban en el coche. El terrorista fue ejecutado sin que hiciese nada por defenderse y tratar de salvar su vida.

Puede ser que la elección por Camus de ese título de nombre colectivo signifique el deseo de evocar a unos hombres que escapan por completo a los hombres y al tiempo convirtiendo así la obra en la tragedia de la pureza.

El tema teatral de los revolucionarios y de los terroristas es ya añejo. En Francia problema semejante al planteado en Los Justos lo expuso Jean Paul Sartre en su drama Las manos sucias. La cuestión es la siguiente: ¿Puede matar el revolucionario? ¿En qué condiciones? ¿Hasta qué extremo?

El revolucionario puro y justo es todo lo contrario de un ser sanguinario, de un frío ejecutor. El revolucionario no debe tener nada de verdugo, de criminal. Nada puede hacer presumir que el revolucionario de tipo puro, idealista, esté destinado a ser un asesino.

Veamos ahora algunas de las frases de Los Justos para tratar de establecer su rango moral: Voinov dice «Yo no he sido hecho para el terrorismo». Annenkov: «Yo amaba a las mujeres, el vino y las noches que no tienen fin». Dora: «Recuerdo el tiempo feliz en que era estudiante. Entonces reía y era guapa. Pasaba las horas en pasear y soñar». «Tengo miedo desde hace dos años». Y Kaliayev: «Amo la vida. Jamás me aburro. Amo la belleza y la felicidad. Es por eso mismo que odio tanto al despotismo… Mi revolución es la revolución por la vida». Otro dice: «Escogí esto alegremente, me mantengo con el corazón triste». «Que sabor más horrible tiene a veces la fraternidad». De todos los justos de Camus sólo Kaliayev es creyente, tiene el alma religiosa y todo en él respira fe.

Claro es que no todos los revolucionarios son de ese tipo. Hay también aquellos que entran en el campo inquieto y tenebroso de la conspiración, del terrorismo, de la revolución, por la negra puerta del odio, de la humillación, del deseo turbio de venganza, por el afán incontenible y condenable de revancha. Ese es el caso de Stepan Federov en la obra que comentamos.

La cuestión dentro ya del revolucionarismo es la de actuar. Actuar, sí. Pero, ¿cómo? ¿Hasta dónde? ¿Contra quién? ¿A cuántos? ¿Hasta cuándo? Puestos en la pendiente no es posible dar marcha atrás. Hay que ir hasta el fin. O ejecutar o dejarse eliminar. Entonces vienen las frases engañosas para tratar de justificar el gesto homicida: «No mato a una persona. A quien mato es al despotismo…». Palabras y palabras que no pueden nunca justificar lo injustificable.

La atmósfera de Los justos es pesada, está cargada de un terrible misticismo de vida y de muerte. De matar y de morir. Se encuentra allí la felicidad del martirio. Los justos son seres atormentados, en constante estado de exaltación, de la que no les es posible salir hasta que de ella le libere la propia ejecución, que ellos reciben como un premio, como una felicidad bien ganada.

«Los justos temen más el rostro de su crimen que el no sentido del mismo». Cuando Kaliayev es condenado a muerte el Jefe de Policía hace circular el rumor de que el condenado a interpuesto recurso solicitando el indulto, para así hacerle morir en la sospecha y la duda por parte de sus compañeros. Entonces Dora, su único amor, exclama, pide más bien: «¡Es preciso que muera, que muera, que muera pronto! ¡Cuan caro me cuesta tu amor!»

En esta obra cada personaje está condenado a sobrepasarse, a ser más grande que él mismo es ya.

Hay en Los justos una escena de amor entre Kaiayev y Dora que Quilliot asegura que es la más hermosa que Camus haya escrito jamás.

La obra respira ambiente dramático en todos sus momentos. Desde el comienzo se espera la tragedia. Todo es inquietante: el terrible ambiente de la clandestinidad, la opresión de angustia que se refleja en los personajes, el miedo diluido por doquier, la pesada atmósfera de conspiración, las tenebrosidades de las prisiones, y sobre todo el horror de los ajusticiamientos.

Los justos son gentes solitarias, enterrados vivos. Son individuos que viven sin contacto con el pueblo, con ese pueblo que los ignora en todos los momentos y en quien no despiertan ninguna ternura, ni les compadece nadie. Son seres atormentados por sus ideas fijas, y que ni a ellos mismos se deben. Solo tienen una obediencia, únicamente se deben a la muerte. A la que ellos dan y la que ellos van a recibir, la que están seguros de recibir desde que ingresan en el terrorismo. La que recibirán como liberación y premio cuando sean ajusticiados o la que recibirán de sus propios compañeros cuando intenten marchar hacia atrás, cuando crean que van hacia la traición o simplemente a la vida ordinaria y normal, que les está completamente prohibida.

Los justos están emparentados con el teatro heroico y encarnan un sueño: el del tiempo en que el combate no era imposible para los puros.

La moral de la obra podemos fijarla en las reflexiones finales de Dora cuando esta mujer sospecha y duda sobre la misión de los justos al decir en el último y supremo trance que quizás el camino seguido por ellos no fuese el bueno.

Así quedó planeando la duda sobre la misión de esos hombres en el cuadro siniestro de las ejecuciones. Los justos no se han librado de la duda. La obra se representó por vez primera en París el 15 de diciembre de 1949 por María Casares y Serge Regniani.

CONCLUSIÓN

«Camus no es un hombre desesperado, sino más bien un hombre inquieto y atormentado ante el espectáculo que produce un mundo como el nuestro dominado por ídolos e imposturas».

En todas sus obras Camus se nos aparece como un moralista, como un moralizador que combate por la felicidad, por los valores humanos, por lo que ha sido llamada la revolución ÚTIL, que es la que no se vulgariza con la facilidad de condenar en bloque a la sociedad presente para oponerle paraísos futuros.

Camus ha terminado por preguntarse si la verdadera revolución no consistirá en el abandono de una doctrina petrificada y llegar por los caminos de un reformismo activo a los mismos objetivos mediante el precio de sacrificios que no fuesen sangrientos.

Camus solitario, intachable, incorruptible, está condenado a luchar sobre dos frentes: contra la reacción y contra el comunismo; contra el colonialismo y contra el fanatismo árabe; contra el clericalismo intolerante e intransigente; y todo eso que en otros pudiera traducirse en debilidad constituye para Albert Camus su fortaleza. Por ello se sitúa valientemente al margen de la sociedad con una honestidad y probidad intelectual que le coloca en un lugar donde muy pocos tienen acceso; de ahí su enorme autoridad constantemente acrecentada, su extraordinaria influencia tanto en el plano nacional cuanto en el internacional, y su ejemplo tan admirable que puede servir de modelo y de guía en la sociedad de nuestros días, tan rica en absurdos y en maldades contra las que es necesario reaccionar con espíritu de verdad, de honor, de honestidad.

En definitiva, el hombre Albert Camus no es el profeta de lo absurdo, ni el escritor de los ejemplos perniciosos, ni el apologista de ninguna clase de crímenes. Al contrario, Camus es un hombre de exquisita sensibilidad, de alta moralidad, de una probidad intelectual insuperable, que se rebela contra lo absurdo, contra la desesperanza, contra el Mal donde quiera se encuentre y de cualquier forma que se disfrace, adopte el nombre que adopte, en un combate creador «origen de verdadera vida que nos tiene siempre en pie en el movimiento uniforme y furioso de la historia».

Y al finalizar este breve e incompleto estudio sobre el humanista Albert Camus, no nos es posible sustraernos a la necesidad de señalar la gran simpatía que profesamos a este hombre extraordinario cuya vida y obran están enteramente consagradas a la investigación y solución de los problemas que plantea la condición humana. Tarea esta enorme, aplastante, para la que son precisas no sólo una sin par lucidez mental sino también una probidad y consecuencia intelectual y moral a toda prueba.

Albert Camus une, felizmente, a esas lucidez, probidad y consecuencia. Con la posesión de todos estos elementos inapreciables no es arriesgado pensar y creer que en la obra futura de Camus aparezcan nuevas luces que vengan a iluminar un poco —¡que buena falta nos hace!— el camino lleno de incógnitas que ha de recorrer el hombre en su paso por la tierra.

Y en trámite de resumir digamos ahora que Camus es un incansable investigador de la verdad humana, de una verdad que le huye sin cesar, que no ha logrado aún coger. Camus no es un hombre desesperado, sino más bien un hombre inquieto y atormentado ante el espectáculo que produce un mundo como el nuestro dominado por ídolos e imposturas.

En este mundo desolador y desolado Camus hace figura de extraño, de extranjero. Por eso cabe preguntarnos ahora si en el camino que tan valiente como honestamente sigue Camus en busca de la verdad para hallar una solución al problema de la vida le son suficientes su natural y asombrosa lucidez, las luces naturales de la razón o si son precisamente esa luces las que le colocan dramáticamente en un callejón sin salida en su ardiente e inquieta búsqueda. ¿Le falta algo que su razón sola no le permite descubrir? ¿Le son necesarias acaso esas «claridades supremas» que produce la religión…? Lo cierto es que Camus continúa incansable, solo y libre, su camino hacia la verdad como peregrino infatigable que no desespera, que no puede desesperar aunque su marcha sea lenta, difícil y sumamente áspera… como es también la vida misma.

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