ALEJANDRO DE HUMBOLDT Y LA ILUSTRACIÓN
(SEGUNDA PARTE)

«Con sólo leer a Humboldt actualmente me basta.»
Darwin

Alejandro de Humboldt, Julius Schrader, óleo sobre lienzo, 1859.
(Último retrato de Humboldt.)

Si Amando Melón dedica la primera sección de Dieciochescas calidades de Alejandro de Humboldt a la tarea científica del naturalista alemán, en esta segunda parte ahonda en la ideología del geógrafo y en el entorno político-social que Humboldt vivió.

Dieciochescas calidades de Alejandro de Humboldt es, como cuento en la introducción a la entrada dedicada a la primera parte del ensayo, un paseo por el siglo de la Ilustración.

¿Cómo el humanista encajó el tener que trabajar para las cortes de los prusianos  Federico Guillermo III y Federico Guillermo IV? ¿Cómo fue su relación con Napoleón I? ¿Qué opinaba de la invasión francesa a España? ¿Y de la esclavitud? ¿De dónde sale el interés de su siglo por los fenómenos de la naturaleza y por comprender el universo? ¿Está su ciencia ligada a las ideas de Rousseau?

Para saber las respuestas a estas y a otras preguntas, relacionadas con el fundador de la biogeografía y con el siglo que lo acogió, tendrás que leer Humboldt, hijo de su tiempo, segunda parte de Dieciochescas calidades de Alejandro de Humboldt. Y ahora los dejo con el texto.

«HUMBOLDT, HIJO DE SU TIEMPO.»

El barón Alejandro de Humboldt en su estudio, Eduard Hildebrandt, 1845.

Si la raigambre del siglo XVIII es clara y manifiesta en el hacer científico y concepciones de Humboldt, en su ideología político-social todavía es más nítida y, sobre todo, más exclusiva aquella paternidad. Las calidades personales de Humboldt, y más destacadamente las que afectan a su sentir político, permiten calificarlo de «hijo del siglo XVIII»; como arraigan en el espíritu de Humboldt en los últimos decenios de la centuria se mantienen en su integridad y juvenil perfil hasta el día de su muerte; y tengamos en cuenta que no conoció la vida ociosa que es muerte anticipada.

Nace Humboldt bajo el siglo de la ilustración, que ideológicamente tenía su sede y centro nuclear alemán en la corte prusiana de Federico el Grande y en la Academia de Ciencias de Berlín. El héroe de Prusia frecuenta el castillo y parque de Tegel y cultiva íntimo trato con el padre de Alejandro; comparte con el retirado del activo servicio militar, por accidente que sufre en la guerra de los Siete Años, y su después Gentil Hombre de Cámara, su interés por la aclimatación en Prusia de la sericultura. En ambiente por demás propicio actúa la labor formativa del preceptor y jefe de estudios Cristián Kunth. Su influencia en los hermanos Humboldt fue decisiva en cuanto a engastarles de lleno en el espíritu de la ilustración racionalista y científico.

Cristián Kunth llega a ser un miembro más en la familia de Tegel, y el administrador del patrimonio de Alejandro. Cuando muere Kunth sus restos mortales se depositan en el enterramiento del parque de Tegel; se redacta para su tumba lápida recordatoria de doble sentido, que le festeja tanto como cultivador de jóvenes plantas como de mentor de los dos Humboldt.

La ilustración, iluminación o Aufklärung fue norma de vida y de espíritu; y en política, tanto como antitradicionalismo, avance y progreso. La ideología política de Humboldt, tan pronto imbuida como madura, nunca afectada de claudicaciones íntima o expresa, le deparó en su discurrir vital postura anómala, situaciones difíciles y equívocas, y acusaciones injustas. Vamos a recordar algunos hechos como ejemplos.

Por culpa de la misma hubo notoria frialdad de relación entre Alejandro de Humboldt y su madre. María Isabel Colomb, de origen francés y hugonote, descendiente de los acogidos en Alemania cuando el edicto de Nantes, al morir su segundo marido cumple admirablemente el papel de madre-viuda en un hogar al que imprimió más gravedad que calor. Años adelante, Humboldt reconoce los desvelos de su madre; así, en carta a Forell, de las publicadas con motivo del Congreso Internacional de Geografía del año 1799, alude a la «muy esmerada educación doméstica que recibió.»

Sin perjuicio de esto, hay otros testimonios epistolares exhumados por Bruhns, expresivos de no gran cordialidad entre madre e hijo. En el otoño del año 1796, cuando ya la dolencia cancerosa de la madre de Humboldt rondaba hacia su término fatal y este tenía 27 años, edad no propicia a caprichudas impaciencias, escribe a un amigo: «Iré a Italia en la próxima primavera, sea como sea, esté mi madre muerta o viva». Al año siguiente, aludiendo en otra carta al fallecimiento de su madre dice así: «Bien sabes, mi más querido amigo, que mi corazón no sufrió demasiado por ese lado, porque nunca nos entendimos». Tan anómala frialdad, a falta de otros testimonios que la expliquen, debe achacarse a diferencias temperamentales e ideológicas: la ilustración y liberalismo, espíritu abierto y sociable, frente a tieso rigor tradicional y envarado trato.

El sentir político de Humboldt dio lugar a molestias y apuros, siquiera fuesen momentáneos, durante su estancia en París. Napoleón I, olvidándose de su filiación revolucionaria, califica a Humboldt de ideólogo en sentido peyorativo. La antipatía entre el joven de la ilustración y el joven emperador, nacieron en el mismo año, fue cordialmente mutua.

El ser miembro de la Academia de Ciencias o Instituto Nacional de Ciencias y Artes obliga a Humboldt a cierta cortesía hacia el emperador; sin embargo, ni esta ni el laudatorio informe de Monge evitan que en cierta ocasión, probablemente hacia el año 1810, el emperador diese orden de inmediata salida de París del ideólogo, a pretexto de temido espionaje prusiano. El golpe se paró gracias a la rápida y oportuna intervención de Juan Antonio Chaptal, que había sido ministro del Interior durante varios años. Pero el daño estaba hecho y la postura más que señalada.

En adecuada réplica Humboldt se hizo el sordo al rumor del deseo de Napoleón I de que se le dedicase el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, y tanto como acto de justicia como para perfilar mejor su descortesía ofrenda el libro a Carlos IV, «Rey de España y de las Indias» destronado por el dictador de Francia.

Peores ratos y más largos sinsabores proporcionó al hombre de la ilustración su cargo o cargos en las cortes de los reyes prusianos Federico Guillermo III y Federico Guillermo IV. Parece paradójico que un hombre de la ilustración se aviniera al servicio inmediato de monarcas que actuaban muchas veces en retrógrado. No es difícil, sin embargo, la explicación de esta anomalía; por un lado, aquellos monarcas querían uncir al carro de su corte y gobierno a un hombre famoso en el mundo y por el que en verdad sentían gran admiración; por otro, el viaje a América, que dura cinco años, había quebrantado de tal modo la fortuna personal de Humboldt, que no podía permitirse el lujo o arrogancia de «hacer asco» a un sueldo palatino.

A poco de regresar de su Gran Viaje lo nombra Federico Guillermo III Gentil Hombre de Cámara, con su correspondiente cóngrua que podía doblarse si Humboldt se establecía en Berlín.

Durante su larga residencia en París, de 1808 a 1826, disfrutó Humboldt del cargo sin la carga de obligación cotidiana; sólo episódicamente se utilizaron sus servicios, cuando la entrada de los aliados en París y, después, cuando los congresos de Aquisgram y Verona. En los citados congresos pudo darse cuenta por primera vez de la acre carga emparejada a su cargo, al ser pasivo testigo de resoluciones que repugnaban a su íntimo sentir de hombre de la ilustración.

Las decisiones del congreso de Verona (1822) y, principalmente, la acordada intervención extranjera en España para restaurar en la plenitud de poderes al rey Fernando VII, afectaron mucho a Humboldt. Tomándolas como sintomáticas de la Europa que se preparaba, concibe el proyecto de abandonarla. Así lo expresa en carta a su hermano Guillermo escrita en Verona, y en octubre del año últimamente dicho:

«Tengo la idea de acabar mis días de un modo más agradable y útil para la ciencia, en una parte del mundo en donde soy extraordinariamente querido, y en donde todo me da razones para esperar una feliz existencia. Este es un medio de no morir sin gloria, de reunir a mi lado muchas personas instruidas y de gozar de la independencia de opiniones y sentimientos que necesito para mi felicidad. El proyecto de un establecimiento en México y de salir a explorar desde allí las partes del país que no he visto».

La crisis antieuropea en el impresionable Humboldt duró poco; su desaliento desaparece con una segunda expedición al Vesubio.

En el año 1826, en complacencia a su monarca y en agradecimiento al mismo, levanta Humboldt su casa de París y se traslada a Berlín. Pronto a su cargo palatino se añadieron otros, como el de Consejero de Estado. La presencia de Humboldt en Palacio, real y no nominal como había sido durante muchos años, no fue aceptada de buen grado por otros cortesanos. Les parecía incómodo el trato y contacto con el «jacobino» de París, con el amigo de emigrados o subversivos de otros países que se habían acogido a la hospitalaria Francia. Pero los ceños arrugados duraron poco, cesan cuando se convencieron de la inutilidad de las «hablillas» y de que el recién llegado, el novato en intrigas de corte, gozaba de la cordial confianza de su rey.

Federico Guillermo III sintió siempre admiración por Humboldt; diferencias ideológicas no enturbiaron nunca su buena amistad y trato de confianza. La situación preeminente del cortesano no cambia con el sucesor; Federico Guillermo IV. También subsisten, y aun llevadas a mayor extremo, las diferencias dichas. Sin perjuicio de esto, el nuevo monarca más notoriamente que su antecesor cultiva la amistad con Humboldt; lo sienta a su mesa, como Federico el Grande a Voltaire; pasea con él; requiere su presencia para conversaciones vespertinas en Postdam y Sanssouci, y lo convierte, considerándolo como el sabelotodo, en mentor de su curiosidad enciclopédica.

Federico Guillermo IV llega a extremos en sus atenciones hacia Humboldt. En Charlottenhof, palacio construido por Schinkel en el parque de Sanssouci, le hizo preparar un gabinete y contiguo dormitorio; este, equipado y dispuesto de tal modo que hiciese recordar a su usufructuario el viaje a las regiones tropicales. Fue deseo del rey la permanencia constante y no circunstanciada del sabio en Sanssouci.

El oropel de la vida palatina tuvo su correspondiente contrapartida. Humboldt necesitaba para vivir de las cantidades que percibía del fisco prusiano; ahora bien, su posición personal, dada su ideología política que a nadie ni a sus monarcas ocultaba, se hacía difícil. Era el hombre de confianza en Palacio; la utilizaba, eso sí, en favorecer singulares valores científicos, empresas de la misma calidad y en particulares servicios, pero poco o nada pesaba la confianza dicha en muchas medidas de gobierno autocrático, de signo bien contrario al que hubieran tenido de ser inspiradas por él. Por eso, malos momentos le tocaron en suerte, al sentirse en la imposibilidad de actuar según sus deseos, no obstante su preeminente posición, contra ciertas medidas de gobierno.

Nada, por ejemplo, inmediato y eficaz pudo hacer ante la triste consecuencia del golpe de Estado del hannoveriano monarca Ernesto Augusto, que cuesta la expulsión de su cátedra a siete profesores de la Universidad de Gotinga. Entre aquellos contaban el orientalista E. A. Ewald y el físico Weber, yerno y colaborador, respectivamente, de Gauss, el gran amigo de Humboldt. Nada igualmente pudo hacer para suavizar las medidas represivas derivadas del movimiento del año 1848.

La situación equívoca de Humboldt, hombre de la ilustración que estaba al servicio de reyes que actuaban como absolutistas, dio de sí lo que era de esperar: políticamente se hace sospechoso a unos y a otros, a los partidarios de sistemas y formas tradicionales y a los deseosos de reformas y avances políticos. Hay odios que no perdonan, ni siquiera en las horas emotivas propicias a la generosidad y a la caridad; quizá alguno de ellos, es presunción mía, motivó la explosión de salvajismo que acaece en la conducción de los restos mortales de Humboldt. De este hecho, sin detallarlo, que ocurre «sin saber por qué», da noticia la puntual obra de Bruhns, y la recoge después la del profesor Günther.

Gran consuelo representó en el desierto ideológico de Humboldt palatino su trato con la princesa Augusta de Prusia; la amistad en este caso se armoniza con afinidades de credo político-social, como demuestra su cambiada correspondencia en francés. La princesa Augusta fue la esposa del Príncipe Regente, después Guillermo I, rey de Prusia y primer moderno emperador de Alemania. Tuvo gran influencia en la formación política de su hijo, Guillermo II; formación que se fortifica, por los caminos que Humboldt hubiera deseado, la casarse con una hija de la reina Victoria de Inglaterra.

Para terminar el cómo la ideología política de Humboldt, derivada de la ilustración, colisiona en su vida con otras distintas citaremos un último caso. Ha sido estudiado con detalle documental, en libro todavía inédito, por el Dr. Germán Bleiberg.

En vista de esto, D. Juan Páez de la Cadena, embajador de España en la capital de Rusia, ligado a Humboldt por conocimiento personal y por comunes amistades, como las de Elhuyar y Bauzá, piensa en la conveniencia de que el gobierno español subvencionara una estancia de Humboldt en la Península, al objeto de prospecciones mineras y otros estudios. La tan bien intencionada gestión es aceptada y favorablemente acogida por el ministro o secretario de Estado Sr. González Salmón; de acuerdo con esto cursan las oportunas comunicaciones a las embajadas españolas de París y Berlín, ya que la residencia berlinesa de Humboldt se interrumpía con frecuencia por escapadas a París.

Pero la bien intencionada invitación española se anula o queda en nada ante la insospechada información, verdadero pliego de cargos, que envía al Sr. González Salmón el español embajador en Berlín D. Luis González de Córdoba. Resultaba por aquella Humboldt un peligroso perturbador, en relación con díscolos subversivos emigrados a Francia, alentador de la revolución de 1820, y «cuyas obras sobre las Américas españolas son tan injuriosas como han sido fatales a los intereses del rey Nuestro Señor».

En Nuestra Señora la Verdad y en el Nuestro Señor que está por encima de humanas pasiones debió pensar D. Luis González de Córdoba antes de lanzar tan injustificadas acusaciones contra Humboldt. Verdad es que se contestaron debidamente por Páez de la Cadena; que en el año 1844 el gobierno español otorga a Humboldt la Gran Cruz de Carlos III, pero… de la calumnia algo queda, sobre todo cuando su tóxica semilla se siembra en suelo de acres partidismos; sobre gentes de miope exclusividad en sus juicios, para las que no hay sobre la valoración de los hombres y de su haber más que un solo matiz: los adecuados a determinada ideología político-social, y los ajenos a la misma.

La partidista actuación de Luis González de Córdoba no tuvo real consecuencia; fue un golpe en el vacío, pues con ella y sin ella Humboldt, sin desplante, no estaba dispuesto a venir a España en el año 1830. A poco de regresar de Asia escribe así a su editor Cotta: «Nada me apartará de mi trabajo. No pienso en ningún viaje, ni a Francia, ni a Italia ni a España». Sin embargo, en el año dicho fue requerida su presencia en París por Federico Guillermo III, como enlace de contacto entre Prusia y la monarquía de Luis Felipe I.

*

Alejandro de Humboldt y Aimé Bonpland, Friedrich Georg Weitsch, óleo sobre lienzo, 1810.

Está afectado Humboldt por dos calidades quizás más afiliadas que a la ilustración a la filosofía de la Enciclopedia y, principalmente, a las concepciones de J.J. Rousseau. Me refiero con esto a lo que llamo indigenismo y anticolonialismo de Humboldt. El primero atañe a su favorable disposición hacia la población indígena en las zonas dominadas por los europeos; el segundo, al deseo de ver libres de ajenas soberanías a etnias dominadas o sojuzgadas.

El indigenismo de Humboldt es natural manifestación de su humanitarismo o filantropía, tan común en su época; de aquel o aquella que le hace vibrar de indignación al contemplar por una sola vez negros expuestos a la venta en la Plaza Mayor de Cumaná (Venezuela); de aquel que lamenta doloridamente la existencia en Colombia y Méjico de cargueros y caballos o caballitos, que eran hombres ensillados que servían a otros de cabalgadura; y de aquel que exulta briosamente en su último capítulo del Ensayo sobre la isla de Cuba

El indigenismo de Humboldt se centra, principalmente, en la Nueva España, cuya población cualitativa y cuantitativamente estudió con todo detalle. No puede extrañarnos a los españoles, familiarizados con las exageraciones exclusivistas del padre Las Casas. Hay que decir, por la buena doctrina de «dar a cada uno lo suyo», que por la época en que planea el indigenismo de Humboldt sobre Nueva España no era ninguna novedad; era asunto candente y había determinado valientes actitudes personales y hasta colectivas.

Años antes de que Humboldt posara el pie en Nueva España, Fray Antonio de San Miguel, obispo de Michoacán, de acuerdo con su cabildo, eleva al rey de España una Memoria (1799). El real contenido de la misma no es otro que abogar en contra de las excepciones que ponían a los indios y gentes de otras castas en distinto plano de vida y derechos que el ocupado por los blancos; el hacer posible el acceso de aquellos a la propiedad territorial a base de las tierras comunales y de las realengas no atendidas por sus beneficiarios, y pedir para Nueva España una Ley Agraria semejante a la de Asturias y Galicia.

Con el sentir de la dicha Memoria coincide en un todo el indigenismo humboldtiano; se inspiran en aquella las palabras que como última conclusión cierran el Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España… «que el bienestar de los blancos está íntimamente enlazado con el de la raza bronceada, y que no puede existir felicidad duradera en ambas Américas, sino hasta que esta raza, humillada pero no envilecida en la larga opresión, llegue a participar de todos los beneficios que son consiguientes a los progresos de la civilización y del perfeccionamiento del orden social.»

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Alejandro de Humboldt y Aimé Bonpland en el río Casiquiare (selva del Amazonas), Friedrich Georg Weitsch, óleo sobre lienzo, h. 1850.

Humboldt no disimula en sus escritos ni en su trato, decantado en cartas, la simpatía por la liberación de Hispanoamérica. Sintiéndola íntimamente como parte de su ideología político-social, toma buena nota del sentir de los criollos y de las restricciones, sino de derecho de hecho, que se oponían al efectivo libre desarrollo de las colonias españolas. Era un teórico, y nada más, de la independización de América; sin que esto signifique animadversión a España, a la que agradeció en testimonios muy expresivos su conducta generosa hasta el límite. En efecto, sin miedo a críticas ni a posturas adversas le abre a Humboldt de par en par las puertas del mundo hispanoamericano. Bien lo reconoce el interesado al comentar con estas palabras el pasaporte que se le concedió:

«Jamás se había otorgado a ningún viajero ni dado permiso más completo, ni se había honrado a ningún extranjero hasta entonces con tanta confianza por el gobierno español».

A los tres años de permanencia en América escribe a Delambre, y desde Lima:

«Ni un solo día en tres años he tenido que quejarme de los agentes del gobierno español, que me han tratado siempre y en todas partes con una delicadeza y distinción que me obliga a un reconocimiento eterno.»

Bastan estos testimonios, entre los que he ofrendado en otro lugar, para afirmar que la pasión de Humboldt por la independencia y liberación de América no puede ser expresiva de antiespañolismo sino de ideología en él bien arraigada y atemperada.

El suponer a Humboldt adalid en el conocer científico de América, olvidando lo que debe a Gonzalo Fernández de Oviedo y al Padre Acosta, pase; suponerlo teórico adalid de su independización, es sacar las cosas de quicio.

En el terreno de los hechos, se ha exagerado la importancia del trato entre Humboldt y Simón Bolívar. Se vieron en París y Roma, en los años 1804 y 1805; desde estas fechas no vuelven a establecer contacto personal. Cuando, quizá por primera vez, se encuentran en el salón de Mad. Fanny, París 1804, requiere categóricamente el futuro Libertador la opinión de Humboldt sobre la posible independencia de América Española. El interrogado, con buena dosis de escepticismo y crítica, dice «que aunque considera el país en madurez para su independización, no ve ningún hombre capaz de dirigir con fortuna el movimiento liberador».

Se ha dado demasiada importancia a estas palabras atribuidas a Humboldt, por creerse que estimularon a Bolívar para convertirse en el hombre que echaba en falta el sabio. No hay ninguna alusión a este mérito, que de existir hubiera recordado el Libertador a su admirado amigo, en los testimonios que quedan de correspondencia entre Simón Bolívar y Humboldt.

Por otra parte, para Madariaga (Bolívar, México 1951) aquel interrogar impertinente y contestar discreto es una historieta, como la compañía de Bolívar en la ascensión al Vesubio de Humboldt, Gay-Lussac y Buch. La postura del sabio alemán con respecto a la emancipación de América, sin dejar de hacer voto por ella, trasciende en una página referida a Venezuela de su Relación histórica (Ed. Hauff, vol.2º, cap.12).

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Alejandro de Humboldt, Friedrich Georg Weitsch, óleo sobre lienzo, 1806.

La ideología de Humboldt y hasta su proyección hacia lo futuro se rastrea en sus libros y, aun más claramente, en su epistolario; sin embargo, carecemos de monumento escrito que la perfile esquemáticamente en su totalidad. Otro es el caso de su entidad científica. Cristaliza en todos sus matices en su postrera obra, en la llamada su «testamento científico», o herencia que deja al mundo de su saber.

Su universalismo, su pasión por el estudio de la naturaleza, su concepción unitaria, su erudición científica más reflejada en las notas que en el texto, su cultura histórica, literaria y hasta artística, y su alma de poeta se vuelcan generosamente en el Cosmos.

Humboldt es el Cosmos. Y el Cosmos, resumen de su ciencia y saber, tiene indiscutible raigambre dieciochesca; pero a la vez que esto, destaca con claro contorno una época que puede llamarse época de Humboldt, que con él termina.

La ciencia de hoy acepta el Cosmos con la respetuosa postura que se recibe un valioso documento de los pasados tiempos; su destino, que es como decir el destino de Humboldt, fue de liquidación de época. El tributo más elogioso que puede rendirse a un hombre en función de su obra, es convertirlo en epónimo del tiempo en que vivió.

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