UNA COMADREJA HABANERA
«Nadie quiere a nadie, se acabó el querer…».
Los Van Van
Cementerio de Colón, La Habana, Cuba.
I
—Bien, dígame, ¿qué es lo que quiere que haga ahora? —pregunta la guajira que trabaja de sirvienta.
—Tráigame un café bien cargado. Hoy me pesan los párpados más que nunca —murmura Arcadia—. Ah, y no se olvide, esta tarde iremos a la costurera. No me acostumbro a verla vestida de esa manera.
—Como usted diga, señora. ¿No dice que su prima llega esta noche?
—Así es.
—Entonces, ¿acondiciono la habitación de invitados después de la comida, o antes?
—¡Qué más da el orden, mujer! No me agobie, que tengo un ¡tremendo dolor de cabeza! —Arcadia se pasa la mano por su pelo lacio—. Antonia, hoy no hay visitas. Hágame el favor y prepare algo ligero.
—Como usted diga, señora.
—Y recuerde que hemos quedado con la modista —insiste—. Hay que tomarle las medidas, muchacha. A partir de ahora llevará uniforme y cofia, como debe ser.
(Silencio.)
II
—Está muerta —sentencia el forense—. Dígame, ¿qué hacemos?
—No sé. Déjeme que piense —una voz ronca sale de la boca de Arcadia.
—De acuerdo. Cuando lo sepa, llámeme. Estaré en el bar.
—Vaya, vaya, ya le avisaré. Usted me pone aún más nerviosa —Arcadia se arrodilla ante el cadáver y se santigua—. Sólo me has dado dolores de cabeza, Antonia. Tenías que morirte justo ahora que está a punto de resolverse el asuntico de la herencia —se dirige al cuadro del Sagrado Corazón que preside la sala—: Ay, diosito lindo, y yo ahora ¿qué hago?
(Se sienten pasos en la escalera de entrada. Suena el timbre insistentemente. Arcadia emite un gruñido): —¡Ya voy, por Dios!
—Pero ¿qué le sucede? Tiene usted mala cara, mujer —comenta el vecino de Arcadia con tono de preocupación— ¿Está indispuesta? ¿Necesita ayuda? Dígame si…
—No, no se angustie, es el calor que no me deja pegar ojo, ya sabe… —responde Arcadia, haciendo un gran esfuerzo por controlar los nervios. La inoportuna visita puede traerle más problemas—. Pero, dígame —la puerta entornada y media cabeza fuera—, ¿en qué puedo servirle?
—¿Tiene usted una llave inglesa?
—No. Sí… A ver, es que… en estos momentos no puedo… —titubea.
—Arcadia, tengo una avería enorme en la cocina, el agua sale por el caño a borbotones. Se ha roto la tubería y…
—¡Bueno, bueno, está bien! No me cuente todo el drama. Deme un momento —cierra y abre la puerta—. Aquí tiene, se la regalo.
—Oh, no, no es necesario. Se la devuelvo en cuanto termine.
—Que no hace falta, hombre. ¡Quédesela! —insiste.
—De acuerdo, gracias. ¡Le debo una! —grita el vecino marchando a paso acelerado.
El tráfico circula como cada día a esa hora de la mañana. Los niños van al colegio, los viejos a los bares en busca de aguardiente, el resto marcha al trabajo —casi todos salen a pelearse con el transporte urbano.
III
—¿Y qué hago ahora, Antonia? —se dirige al cuerpo inmóvil que yace en el suelo—. ¿Acaso no le advertí que era mejor la tela blanca? Y usted «que no, que blanco no lo quiero, que si me tengo que vestir de uniforme lo quiero colorao». Y yo «que mire que los tintes de ahora no son como los de antes, que están dando muchos disgustos, que vayamos a lo seguro…» —Arcadia saca un pañuelito del pecho para quitarse el sudor de las manos. Está arrodillada frente al cadáver—. Y ahora, ¿qué? Ay, mi madre, si es que está muerta. ¡Antonia está muerta! Bien sabe el Señor que no era mi intención… —Arcadia marcha en busca del forense.
IV
—¿Puede acompañarme, doctor?
—Por supuesto —el hombre da un último sorbo a la birra, paga la cuenta y marcha en compañía de Arcadia.
—¿Y entonces, señora? —pregunta con voz calmada.
—Entonces, ¿qué?
—¿Qué qué quiere que haga?
—Pues el certificado de defunción, qué si no —contesta, impaciente, Arcadia.
—Ya, pero habrá que poner la causa de la muerte, digo yo.
—Pues claro, hombre. Ponga que murió por culpa del tinte del uniforme.
—¿Cómo que del tinte? —dice, perplejo, el forense—. ¿Cuál tinte?
—¡El de la tela! —Arcadia señala a Antonia—. ¿Es que no la ve? ¡Si tiene la piel como un cangrejo matancero!
—¿Quiere que ponga en el certificado de defunción que murió por alergia a un uniforme de… sirvienta? ¡La harán responsable de su muerte! La enjuiciarán y le quitarán la casa con todo lo que tiene —le avisa el forense, señalando a su alrededor.
—¿Por qué dice usted eso? ¡Se ha vuelto loco! —grita la mujer, que está a punto de llorar.
—Con todos los respetos, señora, ¿qué le pasa? En este país tener criados es una falta mayor, ¡un delito burgués intolerable! —expresa el médico fuera de sí. Arcadia lo mira con ojos espantados.
—Le haré un bonito funeral —responde—. Mandaré ponerle flores, velas. Compraré un brillante ataúd de cedro con forro de seda. Ya verá qué entierro le voy a dar —Arcadia desvaría.
—Nada de eso está a su disposición. Aquí los ataúdes y las coronas se alquilan ¿o es que no sabe usted que se reciclan? El cuerpo de Antonia tendrá que ponerse a la cola —y muy bajito—: ¿Se le olvida que con el año cincuenta y nueve cayeron todos los privilegios, Arcadia?
—Pero ella se empeñó en escoger la tela y el color, créame. No es justo, doctor —pasea por la habitación moviendo, frenéticamente, el abanico—. Y yo que solamente quería que reinara el orden en mi n casa… ¡Ay, hay que ver a dónde hemos llegado!
—Señora, ¿pero de qué orden habla? —el hombre se desabrocha el botón del cuello de la camisa, acerca una silla, se sienta y se dirige a ella—: Oiga…
—¿Sí?
—¿Piensa usted defenderse argumentando que Antonia es responsable de su muerte porque escogió… el traje que la mató?
—Pero si así mismitico fue. ¡Dios Santo! ¡Mira que morirse ahora! Ahora que iba a resolverse el asuntico de la herencia. ¡La herencia! Esta casa destartalada llena de fotos viejas es lo único que me queda, ¿sabe usted? ¡Mira que morirse ahora, caramba! —se sirve un vaso de agua y le brinda otro al doctor, que lo rechaza.
—Entonces, ¿qué hago? ¿Qué desea que escriba en el acta de defunción, Arcadia?
—¿Puede usted poner en el certificado que murió cuando…, no sé, digamos…, se vio desnuda frente al espejo? —pregunta, con timidez, estrujándose las manos; y añade con rapidez—: La verdad es que la chica estaba hecha un Cristo con la psoriasis.
—¡Ah, eso sí que no! —vocifera—. Perdóneme, lo siento —baja la voz—. Vale que me preste, por la amistad que nos une desde hace años, a hacerle el favor de un apaño. Mire, yo certifico lo que haga falta. Pero algo que pueda inducir a pensar que murió por no tener qué ponerse puede ser interpretado en un tribunal como un acto contrarrevolucionario. Es lo mismo que si me pide que ponga que murió por anemia. Eso se paga con la vida —el forense está rígido como una vara de jabalina.
—Sí, claro, claro, comprendo. ¿Cómo no he caído en ello? También sería utilizado como prueba en mi contra —mueve, compulsivamente, una cuna de mimbre que está olvidada en una esquina del saloncito—. ¡Bien sabe el Señor que me traje a Antonia del campo por hacerle un favor! —se levanta, se vuelve a sentar. Fija su mirada en la muerta.
—Se me ocurre algo. Atiéndame bien, señora —el hombre se sienta con las piernas abiertas, el cuerpo hacia delante, los codos en las rodillas y los dedos entrelazados—. Tengo en mi casa un uniforme de miliciana —Arcadia lo mira extrañada—. No, no piense cosas raras. Era de mi ex mujer. Se lo dejó cuando se piró con el francés. Escúcheme, ¿sí? —se acerca al rostro de Arcadia—. Lo traigo y le damos el cambiazo, ¿comprende?
—No.
—Lo que le digo es que cambiamos un uniforme por otro. La lista y la muerta tienen la misma talla.
—Bien, ¿y…?
—Y luego afirmamos que cayó fulminada frente al televisor cuando, esta mañana, en el noticiero de las ocho en punto, apareció la imagen de nuestro Comandante en Jefe. Murió, digamos que… por amor. ¿Qué le parece? —levanta la quijada en tono autoritario—. Certificaré que no pudo resistir el magnetismo de nuestro preceptor. ¿A qué es buena idea?
—Muy bien pensado, pero que muy bien pensado. ¡Y tanto que sí! —aplaude—. Me sorprende usted, la verdad —Arcadia sonríe por primera vez—. Sí, señor, una estupenda idea. ¡Murió por amor a nuestro líder! ¡Qué mayor homenaje que entregarle su alma llena de promesas sin cumplir!
—No sea chea, Arcadia.
—No, no —y habla para sí—: Además, con el color que tiene la pobrecita. ¡Si es que está rojísima! Roja, como el triángulo de la bandera.
El hombre la mira con ojos atónitos: —Mire, voy a mi piso y vuelvo en un santiamén. Sea prudente —el médico atraviesa el recibidor y sale a la calle.
(Silencio.)
V
—Antonia palmó de un ataque al corazón el día 26 de julio del año 1990. El deceso sucedió en la ciudad de La Habana a las ocho de la mañana. Justo en el momento en el que en el telediario se informaba del evento que tendría lugar en la Plaza de la Revolución para conmemorar el asalto al Cuartel Moncada. Antonia murió contemplado el rostro ardiente de nuestro Comandante en Jefe. Certifico que su corazón falló por la emoción —bla, bla, bla. El forense lee parte del contenido del acta de defunción que acaba de escribir— ¿Y bien, qué le parece?
—¡Estupendo! —Arcadia abre el Havana Club que conserva para las grandes ocasiones—. Coja su vasito, doctor. Hay motivo para celebrar —chin, chin, brindan.
—Entonces, ¿lo firmo?
—Fírmelo usted ahora mismo.
—¿Seguro que no desea pensárselo?
—No hay nada que pensar. Terminemos con esto de una vez.
(El médico estampa su rúbrica en el papel. Arcadia está feliz.)
—Bien, Arcadia. Me debe una parte de su herencia. Prepare el cuarto de invitados. Mañana me mudo aquí.
—¿Cómo? ¿Pero, qué dice? ¡Eso sí que no! Esta casa es mía. Aquí guardo los recuerdos de todos los que se han ido. Todas esas cajas, esos muebles apilados… ¡No pienso compartir mi herencia con nadie! ¡Habrase visto cosa igual! Es que…
—No rechistes, mamita. Nada de preguntas ni de exigencias, que te he salvado la vida —la mira a los ojos, retándola. La tutea.
La comadreja habanera marca el número de urgencias del hospital Hermanos Ameijeiras y solicita una ambulancia para que recoja el cuerpo de Antonia. Cuando cuelga se dirige a Arcadia:
—¿Y bien, mija, nos ajuntamos o cambio el contenido del acta? Piénsalo pronto, que están al llegar. No te ahogues en un vaso de agua, mira que lo que te propongo es un chollo —habla despacito y la mira libidinosamente—. Vas a gastar lo que tienes conmigo, ya lo verás.
Arcadia pasa los dedos por el cristal roto de la ventana.
(En la calle un grupo de chamas bailan con los Van Van: «Nadie quiere a nadie se acabó el querer».)
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