¡AY, SAN LÁZARO BENDITO!

«San Lázaro glorioso concédeme tu valiosa mediación.»

Estampita de San Lázaro.

Leocadia y Rosarito son dos hermanas que enredan amores en los callejones oscuros del puerto de La Habana.

Rosarito, la menor, está enganchada a las novelas románticas de María del Socorro Tellado López.

Rosarito lee los viernes, que es cuando lava las sábanas y sube a la azotea para hacer uso de los tendederos comunitarios. Cuando a Rosarito le preguntas por qué solamente lee las tardes de los viernes, te dice:

—Porque me gusta soñar y llorar a solas, ¿tú sabes?

Leocadia también tiene su pasatiempo: dibuja, por encargo, perfiles de muertos para las estelas.

*

Leocadia vivió ayer dos experiencias que la alarmaron. Hoy, preocupada por lo que ella considera señales enviadas por San Lázaro, ha decidido pedir a Rosarito lo que tantas veces ha pensado.

Leocadia quiere iniciar a su hermana en las artes de las miniaturas fúnebres. Ella piensa que en las lápidas, además del nombre, los apellidos y el «nunca te olvidaremos», debe aparecer tallada la efigie del muerto.

La tarde anterior, Leocadia había cortado unas cuantas flores y las había colocado en un jarrón; pero, a la mañana siguiente, los pétalos desordenados yacían sobre el mantel.

—¡Caramba, qué extraño, si son Siemprevivas! —observó alarmada.

Leocadia entendió aquel suceso como una señal premonitoria y, aprovechando que Rosarito comenzaba su ritual de acicalarse las uñas con aquellas pinturas que demoraban tanto en secarse, decidió que era el momento de hablar con su hermana sobre el asunto que le preocupaba.

—Rosarito, por favor, deja que te enseñe. Mira que el tiempo se nos viene encima —suplicó, soltándole el sermón que llevaba años ensayando. Rosarito, que no daba crédito a lo que escuchaba, respondió:

—Esas son tonterías, perdederas de tiempo. 

—Rosarito, es una buena manera de preservar los rasgos. Mira, te doy un intensivo y en una semana, con lo lista que eres, lo aprendes, ¿sí? 

—No creo que hables en serio, Leocadia.

—Deja que te enseñe, mira que la técnica es complicada. Es importante conseguir el tono adecuado para la tez rígida. Hay que manejar pinceles de pluma muy fina, controlar el pulso para copiar las arrugas, las venas, las erupciones, la profundidad de las ojeras… si las hubiera —y, mirándola de arriba abajo, le espetó—: Hay que hacer un trabajo fino, ¿eh? Mi hermana, aquí sí que no caben chapucerías y sé por qué te lo digo.

—Ay, chica, pero… ¡¿te volviste loca?!

—No, es que soy precavida, ¿me entiendes?

—¡Qué precocidad, mi niña! Pero si todavía estás en la flor de la vida…

—Oye, en serio, hazme caso, mira que anoche se me llenaron los sueños de cuervos negros y esta mañana no queda una Siempreviva en el florero.

—Que no, que no… —Rosarito, tocándose la medallita de la Caridad del Cobre, que llevaba colgada del cuello, soltó—: Además, los nichos que compramos los tenemos orientados al Sur.

—¿Y qué?

—Pues que, con el sol que pega, tu nombre, el mío, las efigies y todo lo que añadas se esfumará en lo que canta un gallo.

—¿Y por qué los compramos ahí, si es que puede saberse, eh? —preguntó Leocadia, mientras se arreglaba el moño que se le había soltado.

—Porque tú misma dijiste que comprar los nichos mirando a Miami podría traer problemas…, ya sabes.

Leocadia, aunque algo contrariada, volvió a la carga:

—Rosarito, ¿acaso no ves la de encargos que tengo? ¿Eso no te dice nada? Mira que cuando el majá sube al palo eso es que tiene jutía…

—Bueno, mira…, te escribo el obituario, ¿sí? Puedo sacar algo de la última novela que estoy leyendo de Corín Tellado.

—¡Ay, Diosito lindo, haz que me haga caso! Ahora, en serio, es importante tener una talla que recoja el instante que surge del último suspiro, del último momento…

—¡Uy, pero qué picúa eres! —interrumpió Rosarito, soltando una carcajada y moviendo las manos con aspaviento para aligerar el secado de la pintura de uñas.

—Te digo que no es lo mismo una inscripción con nombre y fecha que una con rostro, nombre y fecha. ¡Te digo que no es lo mismo! —afirmó Leocadia, haciendo un esfuerzo enorme por controlar el entrecejo que comenzaba a fruncírsele.

—Son modas, Leocadia, como los guardapelos y los relicarios de antaño. ¡Modas! Voy a comprar Pan de Gloria, ¿vienes?

—No, pero…  —insistió la hermana mayor.

—¡Leocadia, deja correr al caballo! —respondió Rosarito y, mirándose en espejo del recibidor, se retocó el peinado, porque hasta que no se veía bien bonita no pisaba la calle.

*

En cuanto Leocadia sintió el portazo que dio su hermana al partir, se dirigió al San Lázaro atrapado con chinchetas en la pared de su cuarto y, encendiéndole una vela morada, le suplicó:

—Ay, mi santico, por favor, ayúdame a disuadir a Rosarito. Mira que es necesario vender esa tumba y comprar una nueva orientada al Norte o… hacia el naciente, para que pegue un poquitico el sol, pero sólo un poquitico, no sea que se desgaste la lápida ¿sí? —dijo, arrodillándose ante la estampa—. Te prometo que esta misma tarde te compro tu Guayabita del Pinar. Hazme el favorcito, Babalú Ayé, San Lázaro bendito, mira que si no la vida eterna se me va a quedar en agua de borrajas.

Un aire caliente y húmedo se coló por la ventana del cuarto.

(Leocadia se dirige a la cocina para cumplir su promesa a San Lázaro, pero antes se prepara un café bien cargado. Suda y tiene la bata, de andar por casa, pegada al cuerpo. En el piso de arriba, un niño juega con uno de esos carritos antiguos que hay que frotar contra el suelo si quieres que hagan buum-buum-buum.)

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