LA NAYARA Y EL BURÓCRATA

Imagen obtenida en Google.

I

El granjero está ordeñando a la vaca, está meditando sobre las opciones que tiene para salir airoso del asunto que se trae entre manos. El animal presiente, por la forma en la que está siendo tratado, que algo no marcha bien.

Un timbre estridente suena a lo lejos. El hombre levanta la vista y ve acercarse al sanitario del Ayuntamiento, que llega en su bicicleta. Nervioso, echa la gorra hacia atrás y se seca, con la manga de la camisa, el sudor de la frente. Espera.

—¿Cómo le va, don Emeterio? ¿Cómo lleva la vida?

—Pues aquí estamos…, en el ordeño —el interpelado suelta las ubres de la vaca.

—Vengo a dar una vuelta. Ya conoce usted el reglamento, toca reconocimiento —informa el funcionario—. ¿Me pasa los papeles del animal?

—Aguarde un momento —y, al poco rato—: Aquí los tiene, don Tranquilino.

—Muy bien, echemos un vistazo al bovino —revisión de la boca, las patas, el vientre, las tetas…—. Todo en orden —mira el registro de vacunas—. ¡Oh…!, pues ya le va tocando el pinchazo contra la fiebre aftosa.

II

Dos días después, al amanecer, está el granjero en la comisaría de policía.

—¡Vaya, hoy sí que ha madrugado, Emeterio!

—Como debe ser, con los gallos del corral —risas.

—Dígame, ¿en qué puedo ser útil? —pregunta, intrigado, el guardia municipal.

—Pues, mire usted, anoche me han robado a la Nayara. Se conoce que han cortado la alambrada y…

—¡Caramba, qué faena tan grande! Si es que ya no hay respeto por nada.

—Así es, señor. En casa estamos desolados.

—¿Me trae la cartilla del animal? Sabe que sin ella no puedo…

Paso de la cartilla de una mano a la otra, relleno del formulario de denuncias en el viejo ordenador. Caras de preocupación y algunas sonrisas surgidas de comentarios simplones. La gestión finaliza con la emisión de la orden de búsqueda de la vaca frisona. Despedida con apretón de manos. Y, ya en la acera, y a voces:

—¡El domingo festejamos el nacimiento del nieto! ¡Pásese por casa!

—¡Eso está hecho, Emeterio!

Búsqueda de la Nayara por los prados. Preguntas a los tratantes de la Feria del Ganado. Consultas por aquí y por allá. Resultados infructuosos.

III

Y llega el día del guateque. No hay sol y la lluvia arrecia.

—Mujer, habrá que preparar la lumbre, porque con este tiempo no es posible festejar en la cuadra. Es una pena no poder ajuntarnos allí, después de lo que te ha costado apañarla —último buche de café, un largo suspiro y una petición—: Ata a los perrucos y trae el hacha. Por el fuego no te preocupes, que ya me encargo —Emeterio marcha.

Sobre el tablón de la cocina está la Nayara, limpita, sin piel y troceada. Lista para ser adobada.

IV

(Al mes siguiente.)

Emeterio está cortando yerba para meterla en los silos cuando escucha el sonido estridente del timbre de la bicicleta del funcionario —no hay perola, no hay hombre ordeñando, no hay boñigas—. El empleado público llega y aparca en la verja:

—¡Buenos días, señor! ¿Qué tal lo lleva la vida?

—Pues…, ya sabe lo que dice el refrán, que «los pollos se cuentan en otoño».

—Emeterio, este año la sequía nos ha dado un respiro, ¿no cree? ¡Mire cuánto verde nos rodea! ¡Anímese, hombre!

—Ya, ya…

—En fin, vengo porque ya sabe que toca vacunar a la Nayara.

—¡Ay!, pues mire usted que… ¡me la han robado! —responde, luego de un breve silencio, el ganadero—. He dado el parte a la policía, como debe ser —saca la fotocopia de la denuncia y se la entrega al empleado público—. Me ha dicho el guardia, que estuvo en el convite que celebré por el nacimiento del nieto, que aún la andan buscando.

El funcionario saca un cuadernillo y escribe: «Nayara, vaca frisona con número de cartilla tal, edad no determinada, desaparecida desde…» —Emeterio lo observa.

—Tendrá que acercarse a nuestro departamento, ¿sabe, usted? Además, debió avisarme, porque ahora se retrasa todo el papeleo —el sanitario espanta a las moscas. Y, de pronto, larga—: ¿A que la echa en falta?

—¿A quién?

—A la Nayara, hombre. ¿A quién si no? —contesta, algo alterado por la situación, el empleado público.

—Pues…, pues claro que sí. Si le digo, Don Tranquilino, que no paro de pensar en ella. Para mí que… ¡se la zamparon!

—Eso es… ¡imposible! Pero…, ¡¿qué dice?! Las reses tienen que pasar antes por el matadero. Así lo marca la ley.

Don Emeterio disimula estar indispuesto. El inspector, que cree que ha sido muy hosco con su paisano, le da unas palmaditas en la espalda:

—¡Lo siento! Créame, no era mi intención alterarlo, pero es que usted…

—No se preocupe… Lo comprendo.

—¡Jolines, Emeterio, es que esta situación es infrecuente!

—Bueno, ya sabe, venimos a la tierra con un destino… y el ganado está para dar sustento al humano, ¿no cree? —suelta, socarronamente, el campesino.

—Es un delito muy grave matar una res sin los permisos correspondientes. Sinceramente, pienso que nadie en sus cabales se arriesga a recibir una multa de infarto, la verdad.

—¿A que usted no es del campo, a que no don Tranquilino?

—No. Soy de la capital, pero eso no tiene importancia —el empleado adquiere una postura rígida—. Sabe que el reglamento es el mismo para todo el territorio nacional, ¿a que sí?

—Ya…, si ya me lo figuraba yo. Tantos permisos, tantos pagos de impuestos, tantas vacunas y controles…

—Es que…

—Señor, el destino nos viene de arriba —Emeterio mira al cielo, y, desviando la conversación, afirma—: Hay viento del Oeste, va a jarrear una buena.

—Eso parece, sí. Pero, volvamos a lo nuestro. No se puede comer carne que no esté autorizada.

—El destino manda, ¿comprende? Don Tranquilino, que nosotros somos carnívoros. A la Nayara, pobrecita mía, segurito se la echaron al coleto.

—¡La Nayara es de ordeño! Si se la comieron, quien lo hizo ha cometido… ¡dos infracciones gravísimas! —exclama, en voz alta, el burócrata. Las manos y las piernas le tiemblan.

—De leche era, sí señor, pero con carne —el granjero arranca un higo, lo muerde y susurra—: ¡Y lo sabrosa que estaba!

—¿Cómo dice? Perdone, es que estaba revisando la tabla de multas para estos casos y no lo he escuchado.

—Nada, nada, no se preocupe. Siga buscando el importe de las sanciones.

—Esta semana, con el asunto de las vacunas, me toca hacer un recorrido más largo, así que iré preguntando por su vaca. Hágase un favor y no tire la toalla. Ya verá cómo aparece —Tranquilino se sube a su bicicleta y, tocando el timbre, se despide.

—¡Si encuentra a mi Nayara lo invito a un cocido montañés y a los cuartos que usted quiera! ¡Pregunte, pregunte! ¿Quién sabe…? —grita Don Emeterio, retomando la siega del prado.

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