CASA LINARES

«Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla tal cual es».
San Juan de la Cruz

—¿Café manchado, expreso, expreso doble, largo, con leche, americano…? ¿Cuál es el gusto del señor hoy?

—No pregunte, ya lo sabe. Déjese de lata.

Mariano está de malhumor. Aquello que tanto le ha preocupado, y en lo que ha invertido gran parte de su capital, le ha dado un gran disgusto esta mañana.

—Caballero, aquí tiene —el mozo deja en la mesa un café negro, muy negro, sin azúcar y servido en un vaso estrecho.

—Tráigame otro y la cuenta.

«¡Qué asco de vida!», piensa al salir a la calle. Mariano tira la colilla del cigarrillo al suelo, la pisa y escupe sobre un parterre.

Esta mañana, Mariano por poco se cae muerto ante el espejo del baño. Un grito mudo a punto estuvo de reventarlo por dentro. Tiempo atrás, un especialista le había diagnosticado un problema hereditario, pero una serie de costosos tratamientos habían conseguido frenar su avance… hasta hoy.

El sol comienza a incendiar el pavimento. Mariano camina con prisa, quiere llegar cuanto antes a la consulta de la mayor eminencia en el asunto que lo atormenta. Está exasperado.

Mariano atraviesa el parque del Ayuntamiento y se introduce en el portal de un emblemático edificio de la ciudad. Coge el ascensor y sube a la tercera planta. Allí, al final del pasillo, encuentra la placa con el nombre que busca. Toca el timbre. Espera. Escucha un taconeo. Una mujer gruesa abre la puerta. Mariano, sin esperar invitación alguna, entra.

—Necesito ver al doctor.

—¿Tiene cita para hoy?

—No, no tengo cita. Pero necesito que me atienda ahora.

—Es que sin cita no… —Mariano echa a un lado a la mujer y, atravesando la salita de espera, abre la puerta de la consulta. Allí, sentado frente a su escritorio, está el especialista del que todos hablan.

—Buenas tardes, doctor. No tengo cita, pero lo necesito —la asistenta, alterada, se asoma por si el médico la requiere, pero este le hace un gesto con la mano para que salga.

—Siéntese y cuénteme qué es eso tan importante que no puede esperar.

—Yo, yo estoy… ¡desesperado! —Mariano gesticula, está a punto de llorar.

—Bien, tranquilícese. ¿Quiere un vaso con agua?

—No, gracias. Es que…

—Entonces, por favor, empiece usted por el principio.

—¿Por el principio? ¿Pero no es usted el afamado médico que sale todas las tardes en televisión? ¡Míreme, por Dios!

—Cálmese, se lo pido —suplica el médico—. Al menos cuénteme si ha tenido algún tratamiento anteriormente.

—¡Desde luego! ¿Lo duda? Lo he probado todo antes de venir aquí —Mariano se pasea por la habitación—. El proceso se había detenido, parecía resuelto, créame. Pero esta mañana me he quedado en shock cuando me he enfrentado al espejo. ¡No puede ser! Si hubiese visto usted mi almohada… No es justo. ¡He invertido tanto en este maldito problema…!

—No voy a mentirle, su situación es irreversible. Los tratamientos médicos no son milagrosos, ya lo sabe usted. Yo…

—Doctor, no he venido hasta aquí para llevarme un no por respuesta. No me sermonee, que no tengo humor. Necesito que usted me devuelva lo que he perdido —Mariano saca el talonario—: Estoy dispuesto a pagarle lo que me pida.

—Mire usted, ya no aceptamos esa forma de pago. Es engorrosa y poco fiable. Además, obliga a facturar y eso no me interesa, tampoco la VISA  —contesta el médico, echando el respaldo de la butaca hacia atrás—. Preferimos cobrar en efectivo.

—Pero… ¡tengo dinero contante y sonante! No es un problema la forma de pago. ¡Estoy dispuesto a pagar lo que sea…! ¿Quiere bonos del Estado o…?

—¡Uff, qué terco es usted! Pero, ¿es que no se da cuenta de que no tiene una solución natural? —el doctor abre una gaveta y saca una tarjeta—. Tome, diríjase a esta dirección. Allí podrán ayudarlo. Ah, y dígales que va de mi parte para que le apliquen la cortesía.

Mariano lee la tarjeta y siente cómo un calor infernal recorre su cuerpo. El hombre se levanta del asiento y hace trizas la cartulina. Fuera de sí, grita:

—¿Qué diablos le pasa? ¿Está riéndose de mí?

—No, señor. Pero es que… ¿cómo decirlo? Usted tiene, usted tiene… ¡una gran calva! —contesta el médico sacando otra tarjeta de presentación de la misma tienda—. Tome, no sea tozudo. Créame que es lo mejor, hágame caso —el especialista en alopecia coloca la tarjeta en el bolsillo de la camisa de Mariano.

—¡Oh, Dios, qué falta de seriedad!

—¡Por favor, comprenda, no es bueno imaginar lo que no se puede alcanzar!

Las calles siguen sin transeúntes, los árboles se mantienen mudos y el sol continúa sin dar tregua al pavimento. Mariano anda como un autómata. Atrás va dejando casas, parques, andamiajes, escaleras, oficinas, jardincillos, rejas, muros… Mariano tiene las mandíbulas a punto de estallar. En el bolsillo lleva las señas de un comercio: «Casa Linares. Pelucas y postizos de pelo natural».

Relato publicado en «Linden Lane Magazine», verano, 2018.

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