CESARE PAVESE
«Y la voz del que escribe es el estilo, las palabras que elige».
Cesare Pavese, fotografía, 1950.
En los textos que hoy comparto con ustedes, Cesare Pavese reflexiona sobre el poder de la palabra y del símbolo, sobre el influjo de la infancia en la concepción del símbolo, sobre la influencia que en la lectura tienen otras lecturas anteriores y sobre la raíz de los mitos y el significado absoluto de los mismos.
En sus escritos, Pavese afirma que el mito se cultiva en un huerto atemporal y que el símbolo poético, al tener una condición consciente —la poesía inventa «cosas que no ocurren»—, se diferencia del mito que «vive de fe» y cuya propiedad es lo instintivo.
Afirma que el símbolo es patrimonio del hombre, independientemente de la clase social a la que pertenece y de su formación educativa, independientemente de si es creador o es receptor.
En el proceso creativo, nos dice Cesare Pavese, el autor «simboliza toda su experiencia» —temores, rutinas, creencias…—, lo que provoca que la palabra y el símbolo tomen una dimensión distinta, pasando de la abstracción a la representación de una voz única —«mítica»—, pues un escritor muestra su Yo en aquello que lo inspira de manera recurrente e inconscientemente. Pavese afirma que cuando un escritor pone en marcha el proceso de racionalización, el mito se destruye.
¿El verdadero mito cambia de valor? ¿El símbolo es expresión estética o el símbolo antecede a la forma en que se expresa? ¿Es revelación? ¿Se improvisa? ¿Y qué papel juegan los recuerdos en su fecundación? Estas y otras cuestiones son motivo de meditación en los textos recogidos en Literatura y sociedad (Ediciones Siglo XX, Buenos Aires, 1975), que es de donde extraigo Estado de gracia, La narración es como una danza y Leer, títulos que ilustro con pintores futuristas y artistas italianos de entreguerras.
Amigos, los dejo con Cesare Pavese y su fórmula recuerdos+instintos+imágenes= símbolos.
«Una cosa es el hombre, otra los hombres», afirmaba el autor de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
*
ESTADO DE GRACIA
«… no vemos nunca las cosas por primera vez, sino siempre por segunda».
Retrato de Madame S., Gino Severini, óleo sobre lienzo, 1913-1914.
Los símbolos que cada uno de nosotros lleva en sí y encuentra de repente en el mundo, los que sobresaltan su corazón al reconocerlos, son sus recuerdos auténticos. Son también verdaderos y propios descubrimientos. Es necesario tomar conciencia de que no vemos nunca las cosas por primera vez, sino siempre por segunda. Entonces las descubrimos y, al mismo tiempo, las recordamos.
Cada uno de nosotros tiene una riqueza interior de figuraciones —normalmente se pueden reducir a pocos y grandes motivos— que forman el vivero de todos sus momentos de asombro. Uno tropieza con las figuraciones en los momentos menos imaginados del año, sugeridas por un encuentro, una distracción, una seña, y, todas las veces, clava sobre ellas su mirada, como cuando escruta su propio rostro frente al espejo.
Las figuraciones son una realidad enigmática y, sin embargo, familiar, que resulta aún más prepotente por estar siempre a punto de revelarse y por no ser descubierta nunca. Suele suceder que pensemos a propósito en ellas, como recuerdos que son, y nos esforcemos por remontar la corriente, como si su origen encerrara su secreto. Pero el asunto es que no tienen origen. En su principio no hay una «primera vez», sino siempre una «segunda». En esto reside su ambigüedad: en cuanto recuerdo comienzan a existir sólo a partir de una segunda vez, y ocultan su fuente como un Nilo mítico.
¿Por qué justo tales figuraciones, y no otras? ¿Por qué, con tantas imágenes que la realidad nos ha presentado en cada uno de los días, nos conmueve el éxtasis de la «segunda vez» frente a algunas que ni siquiera fueron las más insistentes? Evidentemente la intensidad de un trato anterior con hechos y cosas no es suficiente para imprimirles la naturaleza del recuerdo.
La elección se produce de acuerdo con motivos que podrían llamarse capricho, a no ser por la seriedad devoradora de estos símbolos que nos hace pensar que en ellos está condensada la esencia misma de nuestra vida individual. Estamos aquí, sin duda, en el terreno de lo instintivo, si es el instinto el que nos hace ser lo que somos y perseverar en el sentido de nuestras premisas vitales.
El hecho de que nuestros recuerdos oculten su fuente, significa justamente que surgen de la esfera de lo instintivo-irracional. En esta esfera —la esfera del ser y del éxtasis— no existen ni el antes ni el después, ni la segunda vez ni la primera, porque no existe el tiempo. Aquí cada vez es una segunda vez, o, digamos, un reencuentro, sólo porque sumergiéndonos en ella nos encontramos a nosotros mismos. Es evidente que no puede tener un comienzo el símbolo de una realidad (nosotros mismos) que no ha tenido nunca comienzo para nuestro instinto, pero que existe.
Y esta realidad existe, según modos que no siempre, o casi nunca, estamos en grado de remontar y comprender. Aferramos, en instantes inesperados, su plena esencia, como cuando se toca un cuerpo en la oscuridad o como un resplandor hace parpadear la luz: presentimos, intuimos que allí estamos nosotros, pero no sabemos por qué es justo ese contacto, ese relámpago con su modo inconfundible y no otro, otra apariencia, sin que hayamos hecho nada para elegirlos. Pero sabemos que en nosotros esa imagen inesperada no ha tenido comienzo; luego, la elección se ha producido más allá de nuestra conciencia, más allá de nuestros días y nuestros conceptos; se repite, cada vez, en el terreno de la existencia, por gracia, por inspiración, en fin, por éxtasis.
Estos símbolos de nuestro ser son algo distinto del «ideal de vida» que alguno podría creer descubrir en ellos. Todos nos creamos imágenes, fábulas, de una vida tal cual nos gustaría hacerla, pero no siempre las proyectamos al futuro: a menudo acariciamos experiencias pasadas, contentándonos sólo con acariciarlas.
Es necesario no confundir estos conmovidos programas de actividad, así sea contemplativa, con los símbolos míticos de nuestra realidad perenne y absoluta. Lo que nos permite reconocer a estos últimos es el esfuerzo cognoscitivo que nos imponen, la tensión desilusionada y siempre vivaz de todo nuestro ser por aferrarlos, convertirlos en cápsulas, incorporárnoslos en la sangre y conocerlos por fin. Ya que su relampaguear desde el inconsciente hacia la luz significa el comienzo de un proceso que se aplacará sólo cuando los hayamos atravesado a todos con la luz; ellos, en cambio, huyen, recaen en la indeterminación a que pertenecen, junto con la parte más rica de nosotros.
Por otra parte, la materia de los símbolos míticos es, a menudo, la misma de los «ideales de vida», o, mejor dicho, los ideales se han constituido creciendo sobre estos brotes, estas figuras que, fermentando en nuestro espíritu, han producido los organismos más vistos del sueño, a los que han afluido elementos de la experiencia cotidiana y refleja. Lo único que le cabe hacer a uno en este caso es descomponer sus más elaborados sueños de vida y, si tiene suerte, le quedará el crisol, irreductible y tal vez insospechado, algo gracias a lo cual podrá reconocer su verdad.
Este algo es a menudo una insignificancia. Conozco a un hombre al que una simple ventana en una escalera, abierta de par en par sobre el cielo vacío, lo pone en estado de gracia. ¿Acaso hubo en su vida, más que en la de otro, una mayor cantidad de ventanas en una escalera? ¿Por qué eligió precisamente ésta entre todas las posibles figuras del infinito?
Todos somos sensibles a la idea del infinito, y Leopardi ha aclarado ya esta operación, pero ¿por qué una ventana en vez de una sucesión de plantas o el perfil de un balcón sobre el mar? De todas formas, la alusión a Leopardi hace surgir una sospecha: ¿cuánto influye la poesía, la escuela de la lectura, de la audición y de la contemplación en la constitución de una de esas experiencias-recuerdo nuestras? ¿Por cuántos de estos símbolos somo deudores de los poetas que nos han dejado su huella profundamente impresa en el corazón?
Es claro que el primer contacto con la realidad espiritual es un hecho de educación, es decir, cada individuo aprende a conocer las cosas en cuanto ya las ha conocido en su gusto. Esto debe entenderse en el sentido más amplio posible: un campesino, una pobre mujer se habrán educado por medio de la canción, la anécdota, la fiesta anual del pueblo. También aquí, de todos modos, vuelve a presentarse el hecho de la «segunda vez»: sólo admiramos de la realidad lo que ya hemos admirado una vez.
Pero como admirar significa expresar dentro de uno mismo, la paradoja se resuelve aceptando que el primer descubrimiento de la realidad se hace a través de las expresiones ejemplares que de la realidad se han dado a nuestro alrededor. Con dichas expresiones es posible remontarse a aquella vez única (que puede ampliarse a muchos momentos sumados, en la experiencia) en que se formó dentro de nosotros algo así como el mito de cada figuración individual, a aquel momento velado en una intemporalidad de leyenda, en que recibimos la impresión que debía dominar nuestro porvenir, pero según los modos del mito.
Así, la oscuridad de la «primera vez» sería explicable por la analogía que ofrece con la naturaleza del mito prehistórico; y «primera vez» sería, en definitiva, de modo absoluto, lo que ocurre de una vez para siempre.
No es fácil asegurar hasta dónde llega este aprendizaje, pero parece evidente que las conmociones que nos producen en el alma las revelaciones de la poesía llevan trabajosamente a la luz la materia del éxtasis que dormía en nuestras profundidades, ayudando también (¿por qué no?) a remodelarla. Llega un momento en el cual la estructura de nuestro verdadero ser (ese ser que es nuestro modo, el estilo nuestro de mirar), fijada por el destino, se hace transparente, aflora, brilla por un instante y desaparece, tentándonos a su comprensión y expresión. En ese instante todos somos creadores, en cuanto intérpretes de nosotros y del mundo.
Y por este motivo diremos que los símbolos, los descubrimientos-recuerdo de nuestra sustancia, son, sin duda, un hecho de gusto, pero de gusto activo, son la respuesta de nuestro instinto a las incitaciones de la cultura. Puede ser que la ventana en la escalera sea la de la escuela donde se han pasado los primeros años y conocido, aunque con disgusto, a los poetas, pero lo que importaba de ella, e importa todavía, es el cielo vacío e inmemorial.
Por lo tanto, no es privilegio de quien hace poesía este tesoro de símbolos, que sin embargo son indispensables para hacerla, sino bagaje soberanamente humano, necesario para conservar la conciencia de sí y, en suma, para vivir. El campesino o la pobre mujer no nos dicen nada importante, pero también ellos hablan, es decir, transmiten y crean la realidad. Debajo de la palabra sigue vigente, hasta para ellos, una inmóvil eternidad de signos que, si no los atormenta con su enigma, sin embargo los satisface, inconscientemente, en su realidad instintiva.
Tan cierto es esto que de cualquier individuo, aún del más culto y creativo, se puede afirmar que los símbolos no reconocen su raíz tanto en sus encuentros librescos o académicos, como en los descubrimientos míticos y casi elementales de su infancia, en los humildísimos e inconscientes contactos con las realidades cotidianas y domésticas que lo han rodeado al principio: no la poesía elevada, sino la fábula, el litigio, la plegaria; no los grandes cuadros, sino el almanaque y la estampa; no la ciencia, sino la superstición. Aquí todos los hombres tienen la misma suerte. Sólo es diferente el realce que la vida interior dará en el futuro a esos símbolos: alguno sentirá agrandarse en su alma el recuerdo remoto hasta terminar por incluir el cielo, tierra y a sí mismo.
Nada, pues, es tan saludable como, frente a cualquier construcción fantástica elevada, esforzarse por penetrarla, despojándola de todos sus adornos y aislando sus símbolos esenciales. Será un descenso a la fecunda tiniebla de los orígenes, donde nos recibe el universal humano y no le faltará al esfuerzo una peculiar y laboriosa dulzura en el camino por aclarar su encarnación.
Se trata de captar en su éxtasis, en su eternidad, otro espíritu. Se trata de respirar por un instante su atmósfera enrarecida y vital, y reconfortarnos con la magnífica certidumbre de que nada la diferencia de la que está depositada en nuestra alma o en la del más humilde campesino.
LA NARRACIÓN ES COMO UNA DANZA
«… una cosa permanece firme e inmutable: el juego de la fantasía».
Construcción en espiral, Umberto Boccioni, óleo sobre lienzo, 1913.
Los que están desconformes con la narrativa contemporánea, los que, en nombre del pasado, condenan las diversas tentativas que nuestros escritores están haciendo para otorgar un sentido y una fantasía a la realidad, ya no tienen ninguna excusa. Que abran el grueso volumen de los Mitos y leyendas de Raffaele Pettazzoni, la estupenda antología de fábulas y relatos primitivos que publica «Utet», ilustrada inteligentemente con reproducciones de pinturas rupestres, máscaras de baile, estatuas, monumentos, objetos culturales y pequeños mapas.
Este primer volumen corresponde a África y Australia, y condensa, en sus quinientas páginas (traducidos, comentados y seleccionados de la caótica selva de la literatura documental) los mitos y relatos más bellos y significativos que exploradores, misioneros, etnólogos e investigadores de toda clase recogieron de los labios de los salvajes de África y Australia (viejos, guerreros, cazadores, simples mujeres y brujos).
La colección abarca desde los lejanos, increíbles ecos de la edad de piedra, que resuenan en las leyendas que sobreviven entre los bosquimanos del África (cuya civilización se remonta al paleolítico superior cuando fueron realizadas las pinturas en las cavernas cantábricas), hasta los complejos relatos de los pueblos del norte de África y la cuenca del Nilo, contaminados por influencias cristianas e islámicas, y sin olvidar, tampoco, el nombre de Roma.
¿Por cuántos milenios muchas de estas leyendas han pasado de boca en boca hasta llegar a nosotros? Ciertamente se percibe en ellas un resto, un estremecimiento del estupor primero, virginal, del hombre frente al mundo y las cosas, y, sobre todo, frente al milagro de salir bien parado y expresar ese estupor a sus propios compañeros.
Bien dice Pettazzoni, que ha hecho del estudio de ese estupor el objeto de su vida, que el «mito es historia verdadera, porque es historia sagrada»; y alguno de estos relatos, que acompañó, explicó, o sustituyó los más antiguos actos de culto, los ritos mágicos, las fiestas tribales, las exaltaciones colectivas, posee, en su forma naturalmente apagada, una riqueza de sentidos, de planos, de experiencia, que hace recordar a las grandes cosmogonías, a los poemas míticos de la creación, nacidos en épocas más próximas a nosotros, y más familiares.
La primera lección que se obtiene al recorrer, aunque sea superficialmente, estas páginas, es la fundamental identidad y continuidad de la estirpe humana, la certeza de que está aún vigente en nosotros el salvaje impulsivo y tatuado que vivía en las cavernas, así como en él ya estaba en potencia el frío técnico de nuestros tiempos.
Milenios y milenios de costumbres ideológicas, sociales, económicas están condensados y conservados con frescura nativa en estos breves relatos, llenos de incidentes, de figuras, de moralejas tan vivaces.
Y si las leyendas de los bosquimanos y de los pigmeos se desarrollan en el mundo animal y mágico de los primeros cazadores (parecen cuentos de niños: «…Nuestras madres no querían que nosotros mirásemos las cosas que están en el cielo; y solían decirnos que, si llegábamos a mirar la Luna, las piezas que habíamos cobrado en nuestra caza, se pondrían a caminar también, como la Luna… Nuestras madres solían narrarnos que el agua de la Luna, allá arriba, sobre la maleza, es como miel líquida. Es ella la que cae sobre las piezas cazadas, y éstas se levantan cuando el agua de la Luna les cae encima…»), y si las leyendas australianas imaginan complicadas epifanías y migraciones tribales para fundamentar una costumbre, un baile sagrado, un rito totémico o de iniciación, no hay menos riqueza de rasgos vitales en la siniestra y casi realista tragicomedia del Ciego y de la Vieja («Sudaneses del interior», La Vieja), o bíblica potencia en la historia del Rey Togoa que quiere una montaña para subir a la Luna, después pierde el interés y muere («Bantú meridionales», La Torre de Babel).
Pero dentro de tanta variedad, de escenarios, de razas, de instituciones y de creencias, una cosa permanece firme e inmutable: el juego de la fantasía. Es en esto donde nosotros vemos la más inmediata y oportuna utilidad de este libro.
Los que están desconformes con la narrativa contemporánea deberán reflexionar sobe un hecho curioso; nada se parece a los vituperados procedimientos constructivos de nuestros jóvenes narradores (ambientación sumaria, diálogo descarnado, agilidad en los pasajes, inmersión del lector en aguas rítmicas y rápidas, naturaleza externa reducida a un símbolo), nada se parece, repetimos, más a esta joven literatura —a la que demasiado a menudo se le contrapone no sé cuál «tradición» bien educada y sustanciosa— que los mitos y las leyendas de todas las tierras en las cuales se ha expresado oralmente durante milenios (¿y no es acaso también ésta una tradición?) el juego narrativo de la fantasía.
Insistamos principalmente en los mil ejemplos, evidentes aquí, de lo que en las otras artes recibe el nombre de estilización, o sea, la búsqueda de un ritmo, de simetrías, de cadencias, en las cosas y hechos de la realidad exterior. Aprendamos de las máscaras y danzas del África negra.
En este libro se empieza por los animales y se termina por los hombres, pero siempre, desde los mitos de la creación hasta las anécdotas sobre la frágil virtud de las mujeres, la fantasía se complació instintivamente en vueltas y repeticiones que hacen pensar en las cadencias del baile. Se diría que los orígenes, indudablemente mágicos y rituales de la poesía, de todo el arte, han dejado esta huella también sobre la narrativa: moverse en el sentido de la realidad con el ritmo de quien ejecuta una danza.
Abriendo el libro en cualquier parte, se encuentran ejemplos de esta estilización. Tres veces van al río las muchachas, tres veces acude el cocodrilo. El huerfanito atraviesa cinco pueblitos, lo echan de cinco casas. Uno, dos, tres, cuatro cazadores se convierten en estrellas. Cuatro animales atraviesan el mar para tomar el fuego, el quinto vuelve y todavía tiene la cola roja.
Quisiéramos todavía volver a hablar de esta universal y singularísima estructura de todo relato y de todo mito, que vuelve a aflorar en las búsquedas contemporáneas. Muchos prejuicios académicos, realistas o solamente tontos, serían, así, aclarados. Pero por ahora nos contentaremos con invitar a los desconformes a pensar en ello, y volvemos a expresar a Raffaele Pettazzoni y a la Casa editora, que tanto lo ha apoyado, nuestra gratitud y nuestra aprobación.
LEER
«Leer no es fácil».
La muchacha sentimental, Ubaldo Oppi, óleo sobre tabla, 1920-1922.
Es verdad que no hay que cansarse de llamar una y otra vez a los escritores a la claridad, a la simplicidad, a la solicitud para con las masas que no escriben, pero a veces también surge la duda de que no todos sabemos leer.
Leer es tan fácil, dicen aquellos a quienes una larga familiaridad con los libros ha quitado todo respeto por la palabra escrita; pero en cambio, quien trata hombres o cosas más que libros y debe salir todas las mañanas de su casa y volver a la noche endurecido, cuando se repliega por casualidad sobre una página, se da cuenta de tener bajo los ojos algo áspero y poco común, evanescente pero fuerte al mismo tiempo, que lo agrede y lo descorazona. Es inútil decir que este último está más cerca de la verdadera lectura que el otro.
Con los libros ocurre como con las personas. Deben tomarse en serio. Pero precisamente por eso debemos cuidarnos de hacer ídolos de ellos, es decir, instrumentos de nuestra pereza. En esto, el hombre que no vive entre los libros, y para abrirlos debe hacer un esfuerzo, tiene un capital de humildad, de fuerza inconsciente —la única que vale— que le permite acercarse a las palabras con el respeto y con el ansia con que uno se acerca a una persona predilecta. Y esto vale mucho más que la «cultura»; más aún, es la verdadera cultura.
Necesidad de comprender a los otros, caridad hacia los otros, que es, además, la única manera de comprenderse y amarse a sí mismo: la cultura empieza a partir de aquí. Los libros no son los hombres, son medios para llegar a ellos; quien los ama y no ama a los hombres, es un fatuo o un réprobo.
Hay un obstáculo al leer —y siempre es el mismo, en cualquier campo de la vida—: la exagerada seguridad en uno mismo, la carencia de humildad, el rechazo a aceptar lo otro, lo distinto. Siempre nos hiere el inaudito descubrimiento de que alguien ha visto, no mucho más lejos que nosotros, pero en forma distinta que nosotros. Estamos hechos de triste costumbre. Nos gusta asombrarnos, como los chicos, pero no demasiado. Cuando el estupor nos imponga realmente salir de nosotros mismos, perder el equilibrio para encontrar otro quizá más arriesgado, entonces apretamos los dientes, pataleamos, realmente volvemos a ser niños. Pero nos falta la virginidad de estos, que es inocencia.
Nosotros tenemos ideas, tenemos gustos, precisamente hemos ya leído libros: poseemos algo, y como todos los que poseen, temblamos por este algo. Todos, sin embargo, hemos leído. Y como sucede a menudo que los pequeños burgueses respetan el falso decoro y los prejuicios de clase mucho más que los desenvueltos aventureros del gran mundo, así el ignorante que ha leído algo se aferra ciegamente al gusto, a la banalidad, al prejuicio que de él ha absorbido, y desde ese día, si vuelve a leer alguna vez, juzga todo y lo condena según aquella escala.
¡Es tan fácil aceptar la perspectiva más banal y mantenerse en ella, seguros del consenso de la mayoría! ¡Es tan cómodo suponer que cualquier esfuerzo ha terminado y se conoce la belleza, la verdad y la justicia! Es cómodo y vil. Es como creer que se está absuelto de nuestro eterno y temible deber de caridad hacia el hombre, regalando de vez en cuando algunos centavos al mendigo. Nada haremos tampoco aquí sin el respeto y la humildad: la humildad que se abre un resquicio a través de nuestra sustancia de orgullo y pereza, el respeto que nos persuade de la dignidad del otro, del diferente, del prójimo como tal.
Se habla de libros. Y es sabido que los libros cuanto más pura y llana sea su voz, tanto más dolor y tensión han costado a quien lo ha escrito. Es inútil entonces esperar sondearlos sin responder como totalidad.
Leer no es fácil. Y sucede que quien, como se dice, ha estudiado, quien se mueve ágilmente en el mundo del conocimiento y del gusto, quien tiene el tiempo y los medios para leer, muy a menudo no tiene alma, está muerto para el amor por el hombre, está acorazado y endurecido en el egoísmo de casta. Mientras que el que anhelara, como anhela la vida, este mundo de la fantasía y del pensamiento, casi siempre está aún privado de los primeros elementos: le falta el alfabeto de cualquier lenguaje, no le sobran tiempo o fuerzas, o, peor aún, está desencaminado por una preparación falsa, casi una propaganda que le obstruye y desfigura los valores.
Cualquiera que afronte un tratado de física, un texto de cómputos, la gramática de una lengua, sabe que existe una preparación específica, un mínimo de nociones indispensables para sacar provecho de la nueva lectura.
¿Cuántos se dan cuenta de que es necesario un bagaje técnico análogo para acercarse a una novela, una poesía, un ensayo, una meditación? Y además, que estas nociones técnicas son inconmensurablemente más complejas, sutiles y evasivas que aquellas otras, y no se encuentran en ningún manual y en ninguna biblia?
Todo el mundo piensa que un cuento, una poesía por el hecho de no hablar al físico, al contador o al especialista, sino al hombre que hay en todos ellos, son naturalmente accesibles a la atención humana corriente. Y este es un error. Una cosa es el hombre, otra los hombres. Pero por otra parte es una torpe leyenda el considerar que los poetas, narradores y filósofos se dirigen al hombre así en absoluto, al hombre abstracto, al Hombre. Ellos hablan al individuo de una determinada época y situación, al individuo que siente determinados problemas y busca a su manera su solución, también y sobre todo cuando lee novelas.
Para entender las novelas será necesario entonces situarse en la época, y plantearse sus problemas; lo cual quiere decir antes que nada, en este campo, aprender los lenguajes, la necesidad de los lenguajes. Convencerse de que si un escritor elige ciertas palabras, ciertos tonos y giros insólitos, tiene por lo menos el derecho de no ser inmediatamente condenado en nombre de una lectura anterior donde los giros y las palabras eran más ordenados, más fáciles, o, solamente, diferentes.
Este asunto del lenguaje es el más valioso pero no el más urgente. Ciertamente todo es lenguaje en un escritor que sea tal, pero basta precisamente con haber comprendido esto, para encontrarse en un mundo de los más vivos y complejos, donde la cuestión de una palabra, de una inflexión, de una cadencia se transforma de pronto en un problema de costumbre, de moralidad. O, sin más, de política.
Que esto sea suficiente entonces. El arte, según dicen, es una cosa seria. Es, por lo menos, tan seria como la moral o la política. Pero si tenemos el deber de acercarnos a estas últimas con esa modestia que es búsqueda de claridad —caridad para con los otros y dureza para con nosotros— no se ve con qué derecho, delante de una página escrita, olvidamos que somos hombres y que un hombre nos habla.
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