EL CONFLICTO

«Entonces, si así es, yo soy absurdo y existencialista, pero a la cubana… Porque más que todo, mi teatro es cubano, y ya esto se verá algún día.»
Virgilio Piñera

En El conflicto, un hombre, que va a ser fusilado, decide que puede modificar una decisión que parece ineludible. Pero para conseguir su objetivo el condenado tiene que aguardar el instante donde germina «el momento de máxima saturación»; es decir, el instante que da paso al suceso que desencadena el desposeimiento o el éxtasis, según la interpretación que aporte el lector, que es, como sucede en toda manifestación artística, quien completa la obra.

Teodoro, el reo, cuenta con dos aliadas que lo ayudarán a conseguir su propósito de «burlar lo ineluctable». Son sus dos socias las ideas y las palabras. El protagonista es capaz de conseguir que el pensamiento conquiste a la rutina, a pesar de que en el relato el principio y el final entroncan en ese afán de Virgilio por cerrar círculos.

La narración comienza a punto de que el alba se lleve consigo la vida de Teodoro y termina con el alba transportando el alma de Teodoro. Puede parecer que se ha cumplido lo decidido, que la justicia ha llevado a cabo su cometido, pues Teodoro es fusilado. Sin embargo, algo ha sucedido por el camino, pues el condenado consigue romper «la cronicidad de los hechos», convirtiéndose en el único responsable de su destino.

El conflicto es un círculo cuyas radiales crean un laberinto en cuyo centro se encuentra el hombre cargando a sus espaldas los siglos que lo han moldeado. Es una historia que tiene la suerte de contar con un marcado acento teatral, que la vivifica.

El conflicto es un cuento cuyas palabras están escogidas para construir una «misteriosa fórmula lingüística» que encierra un razonamiento filosófico.

Aquí les dejo la narración. La copio de la primera edición, la publicada por Espuela de Plata en 1942. Es un libro que guardo con mucho cariño y que ya tiene las hojas amarillas, la portada pecosa y la impresión entristecida —El conflicto y Electra fueron escritos en el año 1941. El conflicto se publicó en 1942 y Electra Garrigó se representó en 1948.

He decidido ilustrar El conflicto con los grafitis del camagüeyano Yulier Rodríguez Pérez, otro cubano que conoce el lenguaje de las persecuciones. El grito insubordinado del arte se manifiesta en las obras de Virgilio y en las de Yulier, quien convierte las calles de La Habana en murales donde asoman el miedo y la incertidumbre de todo hombre desposeído de su derecho a ejercer la libertad de opinión.

En El conflicto nadie se cuestiona la muerte violenta de un hombre.

EL CONFLICTO

PRELUDIO

Le fusilarían en la semana venidera. Teodoro se decía que el suceso en sí comportaba en su cronicidad el mismo sabor de los sucesos crónicos (un tic nervioso o la perpetua salve de la vieja Lisa), porque de acuerdo con el hecho de que diariamente se fusila a un hombre en un punto cualquiera de la tierra, y de acuerdo igualmente con sus lecturas acerca de fusilados, se hacía necesario reconocer que la cosa era perfectamente natural y lógica; es decir, que ante el caso particular de su próxima ejecución no cabía alterarse o conmoverse o hacer de ella un centro de universal atracción, ya que estas ejecuciones se sucedían en el tiempo y sobre un espacio con la misma regularidad con que al día sucede la noche o a la piel herida la salida de la sangre. También, en cuanto al desarrollo de la misma (de la ejecución) supondría violencia quererla referir como cosa excepcional, pues el chino fusilado el día anterior en un espacio, distante incontables leguas, y el alemán, sacrificado el año anterior, y todos los hombres fusilados hasta ese momento, morían con esa misma igualdad que muestran dos frescas salchichas gracias a la insensibilidad de un engranaje correctísimo.

Si algo ofuscaba a Teodoro no serían ciertamente tales minucias. Se incorporó en el camastro y prestísimo se dirigió a las rejas. Un espíritu vulgar o muy psicoanalista habría dictaminado que Teodoro sufría terribles crisis nerviosas a causa de las subconscientes y sucesivas representaciones de su próxima ejecución. Sin embargo, nada más distante de la verdad.

Teodoro aplicó el oído entre dos barrotes; se escuchaban pasos. «Vienen mezclados taconeo de mujer y zapatos de hombre; será Luisa que viene de nuevo», musitó.

Pronto llegaron. El carcelero abrió estruendosamente la puerta y Luisa entró. Volvió a echar los cerrojos y retiróse a su ángulo de observación.

—¡Teodoro! —exclamó la mujer—. ¡Teodoro…! —a causa de la oscuridad no podía Luisa distinguir claramente al condenado, pero lo cierto era que, por su parte, tampoco trataba Teodoro de hacerse más visible. Se había arrojado en el camastro, en donde ovillado con la frazada parda semejaba un lío de ropas.

—¡Teodoro! ¡Teodoro! —volvió a suplicar; no acababa de descubrirle—. ¿Te has marchado…? —al fin presintió que el ovillo del camastro palpitaba y se dirigió a él. Entonces, tocándole, volvió a insistir—: Teodoro, escúchame…; vamos… no te niegues. He sobornado al llavero y sólo disponemos de media hora.

Al oír estas palabras lanzó Teodoro un grito espantoso: —¡No, nunca, no…!

Luisa retrocedió aterrorizada porque el sonido aquel, emitido bajo la frazada parda semejaba el grito de un sepultado en vida o los primeros rugidos de la tierra cuando es azotada un terremoto.

—¡No, nunca, no…! —gritó Teodoro de nuevo y se ovilló aún más en la frazada.

Fuera se escuchaba la vocecilla del carcelero que inquiría acerca de aquel bramido. Luisa se excusó, diciendo que acababa de romperse el plato de barro y el carcelero tranquilizóse. Ella, por su parte, temiendo que Teodoro volviese a gritar, optó por sentarse al borde de la cama y comenzó una operación silenciosa. Se trataba de desovillar a Teodoro. Comenzó con el engaño inocente de fingir que le arropaba para en realidad despojarlo de aquella frazada tan parecida a esa casa de ciertos habitantes marinos.

Entretanto, aquella medida de tiempo (media hora) iba recortando sus bordes. Al cabo, tuvo éxito la operación y Teodoro quedó al descubierto. Luisa no se atrevía a reiterar la súplica, pues temía que un nuevo grito acabase por alarmar seriamente al carcelero, pero era tan dolorosa y dulce su mirada que Teodoro, movida por aquella, incorporóse un tanto.

—Es inútil —dijo—, inútil…; ni insistas, Luisa —y todo se volvía a repetir—: Es inútil.

—No veo la inutilidad —respondió Luisa—; por el contrario, padre es el Alcaide y esta media hora es nuestra, sólo nuestra, Teodoro.

—¡Media hora…! —subrayó amargamente Teodoro—. Hay que convencer a tu padre y en media hora esto sería imposible.

—Pero Teodoro —arguyó Luisa débilmente—, padre está más que convencido y accede a todo; a todo en absoluto.

—Habría que convencer a tanta gente —continuó Teodoro en un soliloquio interior, sin atender a las razones de Luisa— y ello exige días; un trabajo delicado de persuasión y, ¡Dios mío!, temo que en siete días no pueda avanzar los suficiente.

Ella miró al relojito que llevaba prendido en la blusa: -¿Qué dices de siete días, Teodoro? En media hora todo estará resuelto y si nos tomamos algunos minutos más padre no me amonestaría.

Dirigióse a la puerta. Todo estaba tranquilo; en su ángulo, el carcelero fumaba sosegadamente su pipa. Entretanto, Teodoro había comenzado nuevamente a ovillarse. Luisa, que le vio, acercóse rápidamente para evitarlo, viendo lo cual Teodoro abrió la boca comenzando la emisión de uno de aquellos gritos subterráneos, pero Luisa, más rápida, tomó su manta y lanzóse furiosamente a taparle la boca. Enpeñóse una sorda, breve lucha… Teodoro hipaba fatigosamente, mientras Luisa, sin retirar ambas manos de la manta que oprimía la boca del condenado, besaba tiernamente su frente para calmarle. Con trabajo lo consiguió y, al fin, pudo ella misma secar su propia frente con la polémica manta.

—Dime —exclamó él oprimiendo sus sienes con la yema de los dedos—. ¿Cómo anda tu padre de inteligencia?

Ella quedóse confundida ante la pregunta, pero creyendo haber comprendido la intención de Teodoro, respondió vivamente: —Existe una perfecta inteligencia entre nosotros; no temas —e incorporándose añadió—: Voy a llamar al carcelero para que cambie sus ropas por las tuyas.

—No se trata de eso —dijo Teodoro—. No se trata de trocar ropas; te preguntaba si era tu padre persona inteligente.

—Pero, Teodoro —suplicó ella—, no te comprendo; ¿te atreverías a jugar en momentos tan críticos?

—Nadie juega —respondió gravemente Teodoro—. Nadie juega; te interrogaba con toda seriedad, pero veré de hacerme más claro. ¿Podría tu padre especular sobre temas que fuesen más allá de la pura mecánica de su oficio; de la monótona técnica de la administración de penales?

Ella respondió con un suave llanto. A su vez, repetía ahora mirando tontamente su relojito: —¡Es inútil, inútil… Y siete años serían también inútiles!

—Ya ves —dijo él— cómo vas entrando en razones. Te oía hablar de una suficiente media hora. ¿Te percatas de su insuficiencia?

—Y me percato de tu locura —le apostrofó ella en un brote de cólera—; tienes la libertad si riesgos y la rechazas. ¡Media hora!, en media hora se descubre un continente y se planea un crimen y se ejecuta; en un minuto abandona el pájaro su jaula.

—O se queda en ella, Luisa, para de este modo y deteniendo perpetuamente la acción evasiva hacer que sea ésta siempre presente, actual… —adujo Teodoro.

De pronto se oyó un silbido. Luisa se irguió rápida y por su parte Teodoro se ovilló en la frazada parda. El carcelero llamaba, o mejor dicho, ya abría la reja.

—Apresúrense —dijo—, dentro de cinco minutos relevan la guardia.

—¿Y si no ocurre que releven la guardia? —murmuró Teodoro desde las profundidades de sus paredes de lana.

Luisa, que comprendió a medias, lanzóse hacia él: —Qué decías, Teodoro? Repítemelo…

—Decía —volvió a repetir Teodoro como en un sueño—. Decía al carcelero que podría no ser relevada la guardia.

—¡Ah, sí, es cierto…! —saltó Luisa vivamente—: No se me había ocurrido esta contingencia dichosa. Entonces nos sobraría el tiempo.

El carcelero terció a su vez: —El tiempo nunca sobra, con que a darse prisa. ¡Eh! —gritó, dirigiéndose a Teodoro—. ¿Qué hace usted ahí tapándose con la lana?

Pero Teodoro, haciendo caso omiso de la interrogación, se limitó a responder sentenciosamente: —Es verdad, el tiempo nunca sobra, y aún menos nos alcanza; pero es a causa de que lo devoramos, lo recortamos con la sucesiva sucesión de los sucesos que hacemos suceder.

El carcelero brincó molesto por aquel galimatías: —¿Qué diablos de jerigonza es esa? ¿Se cambia o no de ropas?

Luisa, viendo que el carcelero se enfurecía, suplicó:

—Nada podremos hacer hoy; ya ve usted lo excitado que está Teodoro; sería imprudente intentar la fuga…

—¡No, no estoy excitado! —protestó Teodoro—. No mientas o te llames a engaño, Luisa —y dirigiéndose al carcelero, continuó—: ¿Puedo contar con su inteligencia?

—¡Sí, sí! —interrumpió Luisa histérica—. ¡Sí puedes contar con su inteligencia y con la mía; estamos de perfecto acuerdo; en absoluta complicidad!

—Siempre complicas la situación; te suplico callar —dijo Teodoro—. Preguntaba a este señor si podría contar con su inteligencia; porque se trata —y aquí levantóse y encendióse su rostro—, sabe usted, de detener un suceso en su punto de máxima saturación. ¿Sería ello posible? ¿Puedo contar con Usted? ¿Qué tiempo requeriría Usted para convencerse?

Todas estas preguntas fueron dirigidas como rápidos chorros de surtidores y el carcelero sentía que rebotaban sobre su piel sin lograr ni por asomo asimilarse el más leve sentido de las mismas. Luisa asistía llorosa y se mesaba los cabellos; por su parte, la celda adquiría aquella especial conformación de una balanza que no consigue ponerse al fiel.

El carcelero prorrumpió en una risa estúpida y, saliendo de la celda, advirtió: —¡Basta de música; a otra cosa! —y añadió—: ¡Vamos, señorita, qué cosa más extraña no querer escapar!

—¡Un momento, un momento! —vociferó Teodoro—. Se equivoca de plano; lamentablemente confunde usted los términos —hizo una pausa como si meditase y continuó—: Me lo imaginaba… Sería necesario emplear muchísimo tiempo para convencerle y siete días serían el comienzo de siete años o el comienzo del cuadrado de siete años o de su quinta potencia o sabe Dios de qué potencia… Y, sin embargo, es necesario que yo le convenza a usted, y al Alcaide y al piquete de ejecución y al oficial señalador.

Al llegar a este punto acometióse de doloroso desaliento y sólo atinaba a murmurar, mientras realizaba la operación de ovillarse: —¡Es inútil, todo es inútil…!

Ante tal actitud, el carcelero arrastró a Luisa tras de sí y, dando un horroroso portazo a aquella lira infernal que formaban los hierros de la reja, alejóse, dejando en su soledad a Teodoro, ovillo humano, que repetía:

—¡Inútil, todo es inútil…!

II

TRANSMUTACIÓN

Como en las ejecuciones se prefiere, era al alba y, como la semana venidera comenzaba con ésta, le fusilarían dentro de breves instantes. Teodoro no había podido evitar que ciertos sucesos —fieles preanuncios de aquel suceso en su punto de máxima saturación— ocurriesen fatalmente. Se refería a los tres motivos en que se desdoblaba el ceremonial desarrollado en la celda una hora antes de la ejecución. Eran ellos (acababa de comprobarlo) un copiosísimo desayuno; la toma de confesión y los paternales consejos del Alcaide. Teodoro se mostraba irritado. Por de pronto comenzó por rechazar aquel monstruoso piscolabis: el encadenamiento lógico del ceremonial exigía apurar tal avalancha de alimentos, como requisito indispensable para cumplir el segundo «paso»: la confesión. Siguiendo las leyes lógicas resultaba facilísima cosa detener el asunto fusilamiento, porque no tomar el desayuno significaba la prohibición de autorizar a confesiones, y el no cumplimiento de las mismas obligaría al Alcaide a detener sus consejos, originándose de aquí la petrificación de los pasos sucesivos: paseo entre dos guardianes precedidos por un sacerdote con cruz alzada; situación exacta del condenado en un montículo; orden del oficial de señalador y realidad del punto de máxima saturación a través del desplome del cuerpo…

Pero Teodoro sabía que así como en la vida para la muerte resulta inútil no consumir el tiempo de la vida creyendo que con esto se evitaría la llegada del tiempo de la muerte; igualmente, la no ingestión del desayuno nada detendría porque contra dicha lógica se oponía una tiránica voluntad de poder, representada por su punto de máxima saturación que exigía su inmediato acaecimiento.

Todas estas reflexiones las hizo Teodoro en ese brevísimo interregno en que una mano rechaza la humeante taza para enseguida tomarla por su asa (medida de precaución) y beber a sorbos cuatísimos. A medida que sorbía meditaba que sería de mayor astucia despachar prontamente aquel banquete mortecino, pues así dispondría de más tiempo durante la confesión para convencer al sacerdote —con toda seguridad culto varón y persona persuadible: muchos años de estudio y toda la filosofía escolástica—, quien a su vez comunicaría al Alcaide la revelación de Teodoro, y el Alcaide, anunciándola al oficial señalador y éste al piquete de ejecución, formarían una cadena de persuadidos que evitarían la realización de aquel suceso en su punto de máxima saturación.

Teodoro comenzó a intercalar pequeños escolios en la confesión, pero su método fracasó ruidosamente, a causa de ser el confesor un sacerdote mecánico, que disparaba un disco, exactamente igual a aquel desesperante ruiseñor mecánico poseído por cierto emperador de la China.

La absolución fue administrada en condiciones alarmantes: Teodoro se debatía en violentos estertores; la presentación en aquel momento de un espíritu vulgar o muy psicoanalista habría dictaminado… Pero ya sabemos por qué se debatía Teodoro; quedóse súbitamente inmóvil y con toda seguridad comenzaba la emisión de uno de aquellos gritos subterráneos cuando fue interrumpido por la voz del Alcaide, disfrazada de paternidad: «Hijo, valor…». Comenzaba el disco y Teodoro se dijo que era la mecánica la ciencia más exacta. A tal punto era cierto que le fue imposible coordinar su pensamiento porque el Alcaide, a semejanza de esas fórmulas misteriosas que pronuncian los jueces, abogados, sacerdotes, notarios y todo ese mecánico mundo, ligaba estrechamente unas palabras con otras formando un apretado nudo lingüístico de imposible desciframiento.

Una vez concluida la jaculatoria del Alcaide comenzaron los preparativos de marcha. Pasados unos minutos se les vio avanzar con cierta lentitud; marchaban por un pasadizo en recodo que conducía a una trampa que daba acceso al foso. Todos los personajes se agrupaban según un orden jerárquico: primero la milicia, representada por dos de los guardianes; le seguía la religión con un sacerdote y cruz alzada; un paso detrás de la misma el delito, esposado y con un pañuelo atado al cuello, que serviría con toda seguridad para ocultar la escena al condenado; y, por último, cerrando el cortejo, la justicia, dignamente arrebujada en el uniforme aceituna del Alcaide.

En el trayecto, Teodoro se planteó un problema de sencillo razonamiento: si en siete días sus palabras a nadie habían logrado convencer, era de todo punto necesario que ahora, que sólo disponía de siete minutos o del doble de siete minutos o, ¡Dios mío!, de una media hora, la carga de las palabras, de sus palabras estuviese en razón directa con este mínimo tiempo; el yerro de una de sus palabras significaría la pérdida de varios segundos, dos o tres mal administradas o desprovistas de fosforescencia consumirían el enorme tiempo de tres o cuatro minutos.

La trampa se abrió dejando ver un sencillo foso de tiro al blanco. El fusilamiento de ahora no contravenía a su carácter de tal, pues en fin de cuentas, ¿no era Teodoro una diana más o señal de latón en aquel momento? Sólo que un espíritu vulgar habría puesto en todo esto las inevitables livideces que se originan merced al contrapunto empeñado entre ciertas tintas especiales del alba y los chamuscados reflejos de los faroles de posición; el lúgubre redoble de cierto tamborcillo y los friolentos capotes de la guarnición donde se abandonan los rifles en la parte del hombro para caer de vez en cuando a tierra con sordos golpes de piquetas de sepultureros.

Pero este cuadro tétrico que no contaba para los ejecutores en razón de su escandalosa y monótona cronicidad, no contaba (debiendo serlo) tampoco para Teodoro. Teodoro era un hombre del mundo, y ya el mundo había olvidado la externa corteza de las decoraciones. ¿Qué podrían importarle tales decoraciones si mucho menos le preocupaban las doce balas que acallarían sus rumores?

Para Teodoro sólo contaba un pensamiento fijo: detener el suceso en su punto de máxima saturación y casi podía decirse que una vez todos dentro del foso se llegaba al ápice del referido suceso. Se produjo ese brevísimo instante de indecisión que precede a las ejecuciones, representado por cierta irregularidad en los personajes, que aparecen como entremezclados un punto, en olvido de las más elementales reglas de la jerarquía. Teodoro, que aguardaba trémulo tal momento (porque durante el mismo el terreno y los personajes adquieren el tinte peculiarísimo de un buque náufrago y todos se miran con la mirada del desamparo), se volvió con cierto desenfado hacia el oficial señalador, exclamando:

—¿Podría suceder, Oficial, que el piquete ejecutor no obedeciese la orden de fuego?

El oficial quedóse un instante sorprendido, pero recobrándose respondió con un exceso de énfasis que en tales momentos constituía un lujo:

—¡Jamás, nunca, imposible! —y seguidamente, con tono amistoso, agregó dando a Teodoro afectuosos golpecitos—: Viva tranquilo; no le haré padecer una segunda orden de fuego. Le repito: Viva tranquilo…

—Pero —insistió Teodoro— ¿y si el pelotón no dispara se evitaría de este modo la ejecución?

A su vez el oficial lo miró extrañado y luego le dijo: —¿Evitar la ejecución? Pero, ¿con qué objeto? La ley dice que se cumplirá hasta la última de sus disposiciones; y ella dice que deberá ser usted fusilado.

—Verá —arguyó Teodoro persuasivo—, no se trata de burlar la Ley; resulta demasiado inocente para que nos burlemos de ella… Se trata, ¿me comprende usted?, de burlar lo ineluctable. Y, observando en el oficial cierta fatiga que denotaba la reaparición de la compostura militar, añadió con gran vehemencia: —Sí, es necesario burlarle porque de lo contrario seríamos nosotros los burlados…

El oficial encogió los hombros y ensayó una sonrisa que quería ser irónica; después, declaró con tono amonestador: —¿Y cree Usted que pueda «eso» vencer a la Justicia…? Nadie podría burlar sus designios —entonces, frotando sus manos, volvió a insistir: —¡Bah, bah…; burlarse de ella! —y decía todo eso como restando importancia al asunto, pero Teodoro sabía que era sólo afectación de disciplina porque estaba en realidad vivamente interesado.

Como si restase importancia a lo que decía, Teodoro propuso: —Podríamos polemizar amistosamente —y, a reglón seguido, añadió—: Por cierto que el montículo se ofrece como un lugar ideal para conversatorios.

—¡Sí, sí! ¿Cómo pudo adivinarlo? —secundó el oficial—. Siempre he dicho que parecía una mesa redonda ideal para conversaciones y banquetes. Pero lo que no logra meterse aquí, en la cabeza —y se levantaba el casco con delicadeza—, es cómo pueda ser la Justicia burlada…!

Habían llegado al montículo y Teodoro, dejándose caer sobre uno de los pulidos cantos colocados al borde del mismo, aclaró con vivacidad: —Ya le he dicho que nadie atentará contra la Ley: se trata simplemente de burlar la acción de lo ineluctable…

El oficial, que ya se había instalado en su canto junto a Teodoro, se inclinó para tomar un pequeño narciso, lo contempló con estudiada afectación, declarando pomposamente: —¡Qué prodigio de la naturaleza… Después de todo comprendo perfectamente no desee Usted ser fusilado; es tan bella la vida…

Teodoro, sin conceder mayor importancia a tales frases, respondió abstraídamente: —Nada me importa, espanta o sobrecoge ser fusilado; mi cuerpo aparece aquí como un factor secundario; imagine Usted que en lugar suyo colocásemos a un pelele de paja. Lo que se trata de impedir es la realización del suceso.

El oficial no respondió y, levantándose, dirigióse a grandes zancadas hacia los soldados que aguardaban en formación: —¡Eh, rompan filas! —y, extrayendo de su capote un paquete de cigarrillos, añadió: —Ahí va eso para que fumen.

Los cigarrillos cortaron el hilo reflexivo de los soldados; aquel hilo reflexivo que devanaba los sesos haciendo obrar mil conjeturas acerca de la actitud del oficial señalador. El Alcaide, hombre de grandes síntesis lingüísticas, como quiera que sabía que allí él era mera figura decorativa (todo el brazo de la Ley se cargaba sobre el oficial señalador), aguardaba soñoliento ciertas conocidas percusiones anunciadoras del fin y se entretenía en provocar la cólera de un viejo loro que dormitaba sobre la cureña de un antiguo cañón. El sacerdote, con la cruz ahora bajada, tomaba nota con sus ojillos de imposible hipocampo, mientras salmodiaba: «Soborno por dinero; pero de todas maneras la Iglesia ganará, pues le ofreceremos en su versión de milagro».

Muy visible se mostraba el demonio de Teodoro en su cara, y tanto era así que el oficial, que acaba de instalarse nuevamente en su canto, lo miró aterrorizado y llevó maquinalmente su mano a la pistola; pero la última frase de Teodoro flotaba aún magnífica en la neblinosa atmósfera del alba, tentadora y aguda como la gama sonora de una chirimía árabe; era de tal languidez imperativa que el oficial, olvidando toda limitación disciplinaria, prorrumpió excitadísimo:

—¿Pero por qué se trata de impedir la realización del suceso? Si no es para salvar su vida, ¿qué otra hipótesis podría presentar en favor de su tesis? ¿Aventura Usted que la burla de lo ineluctable determinaría la salvación de mi alma?

—¡Eureka, Eureka…! —palmoteó Teodoro—; ¿cómo pudo adivinarlo? Sí, determinaría su salvación y la mía y la del Alcaide y la del piquete y la del mundo entero…

Como acometidos de un incontenible anhelo, el oficial y Teodoro se tomaron las manos y remedando las alegres coces de una tropilla de burros salvajes danzaron alrededor del montículo. Aquel espíritu vulgar habría diagnosticado una quiebra de la razón, de los más puros valores; era sólo la representación sentimental y simbólica de la gracia que acaba de rozar con su temblor la locura de la vida.

Con la misma rapidez fulminante viéronse de nuevo sentados y antagónicos. El oficial había recogido de nuevo el narciso y lo seccionaba en menudos trocitos: —Sin embargo —advirtió— aparte de lo que usted quiera decir con eso de la salvación del alma, no se me oculta que gracias a la acción de ésta va salvando usted su propio cuerpo.

—¡Separe el cuerpo, aíslelo! —protestó Teodoro—. No insista en efectuar una peligrosa simbiosis con ambos problemas. ¿Ignora usted que también puede ser salvada el alma si el cuerpo es destruido? Lo que sucede es que, en este caso especialísimo, para detener el suceso en su punto de máxima saturación se impone la fatal necesidad de que este cuerpo sea salvado. Sólo así burlaremos la acción de lo ineluctable.

La última palabra provocó tal frenético movimiento en el oficial que, lanzándose sobre Teodoro le hizo dar en tierra a causa de la violencia del choque; se vio derribado y con las manos del oficial agarrotando su cuello, mientras le gritaba: —¡Cállese, cállese: ni una palabra más!

Teodoro no protestó ni hizo movimiento alguno para liberarse de aquel estrecho abrazo; sabía que el pobre oficial estaba vencido. Acto seguido contemplaba cómo el oficial, incorporándole, se excusaba galantemente: —Es esta maldita sangre que siempre se entromete para rechazar las complicaciones. Pero tengo que comprender, ¿me comprende usted?, tengo que comprenderlo todo.

—Claro que lo comprenderá Usted todo —repuso dulcemente Teodoro—. No se alarme; se lo aseguro: será burlado lo ineluctable.

El oficial se contrajo levemente y con su mano abatió el aire como rechazando algo inexistente; pero se contuvo, secundado correctísimo:

—Sí, sí, es cosa de meditación. ¡Vamos a ver; me ayudará a meter aquí esa viscosa lamprea que se me escapa —y de nuevo se despojó con delicadeza del casco.

A esto estalló Teodoro en grandes interjecciones de sorpresa: —¡Oh, es maravilloso! Una viscosa lamprea… ¡La imagen resulta exactísima! La lucha contra lo ineluctable podría ser representada por esa viscosa lamprea.

—Ciertamente —casi vociferaba el oficial—, ciertamente. ¿No es fatídico luchar contra un animal inaccesible?

—No, si se detiene el suceso en su punto de máxima saturación —ripostó Teodoro.

—¿Y por qué detenerlo? ¿Cómo se detiene? ¿Quién lo detendrá? —le apostrofó a Teodoro y, gravemente, añadió: —Le exijo sumariamente me responda.

—Sí, ¿por qué no, Dios mío? Es muy sencillo: Os atrae el brillo del plumaje del loro —y señalaba con el índice al viejo loro instalado en la cureña del antiguo cañón—, esto representa un deseo que supone una acción: la de llegar hasta el loro para apropiároslo. Suponed que lo tomáis; se ha producido el suceso y habéis también cometido un yerro irreparable.

—¿Irreparable por qué…? —interrumpió el oficial.

—Imaginad que este suceso (la conquista de las brillantes plumas del loro) jamás podrá ser retrotraído a su anterior existencia de anhelo, de deseo; imaginad igualmente que detenido en su punto de máxima saturación adquiere el privilegio de suceder eternamente como en un «motto perpetuo». Seguid imaginando, por último, que su vulgar realización o acaecimiento originaría una burla más de lo ineluctable; que él mismo (el suceso) se tornaría en sustancia de lo ineluctable.

El oficial incorporóse: —Estallará esta cabeza —dijo y, destocándose con violencia, arrojó el casco contra la tierra—; ¡sí, estallarás pobre cabeza…! ¿Me oye Usted? Estallará mi cabeza. Casi nada he podido meter aquí de ese extraño idioma que emplea; pero no me ocultaré para decirle que Usted, con ese método demoníaco que da en detenerlo todo, acaba por detener la vida. Sí, detiene Usted desde el beso a la amada hasta el ligero movimiento de una mano que toma la brillante pluma del loro.

—Sería más exacto proponer que estas cosas, sucediendo sólo en la intención, conservan el gran prestigio de esa fluyente vida que Usted invoca: no realizándose logran la mágica virtud de metamorfosearse en esas estatuas que son la vida y la muerte y cuya única condición esencial es aquella de ser, contra todo lo supuesto, no un suceso que se realiza, sino una duración que se enamora.

Teodoro había pronunciado la frase postrera con tan grave majestad que el oficial, ya increíblemente enervado con aquella confusión conceptual, rompió en fuerte sollozar; era un sollozar de pura cólera a causa de su impotencia para entender. Ahora le conminaba a una imposible explicación:

—¿Y qué pone Usted en el medio, en la justa mitad de todo esto? Claro, lo llenará con entusiasmo y sordera. Nos helaríamos con ese gran silencio…

Limpiaba sus lágrimas con el pañuelo, y de pronto pareció que la carga emocional del discurso se dulcificaba; pero no hubo tal cosa, porque se le oía una voz de pavorosa temperatura: —¡Pero no se saldrá con ese gusto, represento la Justicia y será Usted fusilado como un homenaje a la alegría coral de la vida!

Volvióse bruscamente a los soldados que conversaban: —¡Atención! ¡Formen! —a dicha voz movióse, como en un sueño, cada personaje. El piquete, como el «glissando» ejecutado por una mano sobre el teclado, montó al hombro sus fusiles y los tacones respondieron secamente. El Alcaide cesó toda comunicación con el loro y pegando el oído junto a la pared del foso aguardaba las inevitables percusiones. En cuanto al sacerdote, ahora con la cruz alzada, ensayó un notable paso de procesión. Los dos guardianes, echados junto a la trampa, semejaban dos enormes y negros molosos. Todo el mundo estaba en su puesto y Teodoro, que aún echado en su canto contemplaba la escena, escuchó la voz del oficial que en un largo ladrido le ordenaba pararse en el centro del montículo; aparecía, con el narciso entre las manos, un tanto pálido, pero su seguridad era su sonrisa. Por su parte, el loro, satisfecho de la rapidez y colorido en los movimientos, lanzó una estrepitosa carcajada, tan idéntica, ¡Dios mío!, a la emisión de uno de aquellos gritos subterráneos, que el Alcaide despegando la oreja del muro avisador comenzó a operar en ella con su dedo meñique, mientras lanzaba al condenado una mirada aniquiladora.

Una bella rigidez presidía a aquellos seres. El piquete se modelaba en una plástica sobrehumana. Frente a él (el brazo rígido en alto con el sable rígido) se destacaba el oficial, rígido. Como una elegante innovación compasiva habíanse abolido aquellas sacramentales palabras de todos conocidas. Ahora sólo se exigía al oficial señalador (cargo que con tal título rezaba en la Casa Militar) que bajase rápidamente el sable y el piquete respondería con la inevitable carga cerrada.

El punto de rigidez marcó el ápice cuando el silencio se hizo rígido. Era el instante decisivo en que un brazo y un sable describían, de arriba abajo, un agudísimo ángulo de fantásticos grados. Por un momento, doce petrificados ojos creyeron ver un brazo y un sable que señalaban a la tierra; pero sólo había sido la evocación de otras escenas anteriores, que merced a su escandalosa y monótona cronicidad podían confundirse: la ocurrida cien años atrás con la que ocurriría dentro de cien años; la ocurrida en el alba anterior con la que ocurriría en aquella alba para Teodoro.

Un leve gemido de los gatillos de los rifles descubrió el chasco del piquete ejecutor. Una trompa y su trueno apagó secamente estos gemidos del acero y las pupilas de los doce ojos casi saltaron de su sitio original. El oficial señalador, con su brazo derecho petrificado como un habitante de Sodoma, atronaba a las inevitables livideces del alba y en aquel trueno congojoso se adivinaba con gran dificultad un principio humano vocal que podría haberse traducido por algo así como: ¡No, nunca, no! ¡No, nunca, no…!

Entonces, Teodoro, arrojando el narciso, desgarró la hopa que cubría su cara y saltó del montículo; con maravillosa dulzura acercóse al oficial y tomando en sus manos el rígido brazo enhiesto, que aprisionaba el sable de oro, pasólo por detrás de su cuello para recostarlo en su hombro.

Así desaparecieron por la trampa que daba acceso al foso.

III

INTERLUDIO

Mientras se enfundaba en su abrigo, Teodoro se decía que el suceso comportaba en sí esa escandalosa cronicidad de los sucesos crónicos… Se fugaría del hogar dentro de pocos minutos. Recordó algunas fugas célebres y advirtió que todas concluían en que sus individuos se fugaban realmente. Tuvo un piadoso pensamiento para aquellas criaturas que insistieran en realizar de sus fugas la parte más deleznable, haciendo morir ese bello cuerpo de una fuga, representado por la suspensión del suceso en su punto de máxima saturación. Aquel espíritu vulgar habría salido al paso para objetar que era ésta tremenda hipocresía de Teodoro, pues se fugaría dentro de breves instantes…

El cortinaje de grueso terciopelo transmitía la voz de Luisa un tanto apagada: —¡Teodoro!, ¿vienes ya?, ¿sucede algo? —hablaba desde el lecho y Teodoro, por su parte, no respondió. Mas Luisa insistía—: Teodoro, ¿me escuchas?, ¿vienes ya? Él continuó inmóvil: verdad que la puerta se ofrecía muy próxima, pero el más ligero ruido haría levantar a Luisa. Mejor dicho, ya se levantaba, a pesar del silencio. A esto Teodoro ocultóse tras el grueso cortinaje. Se escuchaba la voz anhelante de Luisa: —Teodoro, ¿por qué no contestas?, ¿te has marchado? —hizo luz en una pequeña lámpara comenzando la búsqueda.

—Teodoro, Teodoro —suplicaba la voz. Por fin advirtió que el grueso cortinaje de terciopelo palpitaba… Le tendió los brazos temblorosos; la voz trémula, reiteraba: —Teodoro, ¿por qué te ocultas?, ven, el lecho nos espera…

Entonces, como en una avalancha, se escuchó la emisión de uno de aquellos gritos subterráneos: —¡No, nunca, no…! —seguidamente se ovilló en el cortinaje, gritando otra vez—: ¡No , nunca, no…!

Luisa retrocedió conmovida; de pronto escuchóse un ladrido seco. Luisa animóse un tanto: —Teodoro, Teodoro —volvió a suplicar—, Teodoro, por favor: sal de ahí. El perro de la portera ladra a causa de tus gritos y temo que ella despierte y venga a preguntarnos por qué se grita en este apartamento.

Nunca hubiera pronunciado tan tímida amonestación. Teodoro, agitando el cortinaje con terrible frenesí, vociferó: —¡No, nunca, no…! ¡No, nunca, no…!

A tales gritos respondieron unos golpes en la puerta. Luisa, petrificada, no sabía qué partido tomar; pero nuevos golpes, chocar de chanclos y secos ladridos la hicieron dirigirse a la puerta.

Como había imaginado, era la portera que inquiría sobre el origen de aquellos gritos. Luisa con la puerta entornada, ofrecía explicaciones peregrinas, pero aparecía tan confundida y angustiada, que la portera dejó ver en su cara que abrigaba sospechas terribles. Esto y los repetidos ataques que la portera practicaba mediante una segura presión de sus muslos ejercida entre la hoja de la puerta y su marco, decidieron a Luisa a franquearle la entrada.

Una vez adentro, preguntó: —Y su marido, ¿duerme?

—¡Sí, sí! —respondió Luisa—; sí, está durmiendo…

—¡No, no mientas o te llames a engaño, Luisa! —se escuchaba la voz de Teodoro desde las profundidades de sus paredes de terciopelo—, ¡no, no estoy durmiendo: me preparaba para la fuga…! —y asomó la cabeza por entre los pliegos del cortinaje.

La portera santiguóse al ver aquella pálida cabeza que se destacaba en el negro fondo del terciopelo, pero su inevitable espíritu parlanchín la hizo exclamar: —No veo el calabozo por ninguna parte.

—¡Ya se equivoca Usted! —contestó Teodoro abandonando su refugio de terciopelo—, ya se equivoca usted. Todos los sucesos que se realizan en esta habitación son barrotes que se añaden a ese calabozo que Usted dice no ver.

—Pero Teodoro —le reprochó Luisa con amargura—, la señora va a creer que nos llevamos mal; que hay disgustos…

—No, no —protestó explicativo Teodoro—. No se trata de eso; sucede que debo imperiosamente dar fin a un suceso detenido en su punto de máxima saturación.

—Debe estar embrujado —dijo por lo bajo la portera a Luisa—, es mejor seguirle la corriente. Y, con tono maternal, se volvió a Teodoro diciéndole: —Comprendo su caso, pero ahora lo mejor que podría hacer es marchar con su mujer a la cama; siempre tendrá tiempo de sobra.

—Sí exacto —confirmó Teodoro—; el tiempo siempre sobra pero es a causa de que lo estiramos, dilatamos, fantásticamente con los sucesivos sucesos que nunca hacemos suceder…

—Sí, vaya que sí —contestó la portera—, pero váyase a la cama; es ya de madrugada y si no duerme llegará tarde al trabajo.

—¿Cómo podría llegar tarde si el tiempo siempre sobra…? —objetó Teodoro como si estuviese cantando un himno sacro—. Es Usted quien menos debe aconsejarme que realice el suceso de asistir a mi trabajo.

La portera saltó furiosa: —Pues siempre le aconsejaré que no falte a su trabajo; ¿me oye Usted? Siempre se lo aconsejaré.

Teodoro sentóse en el borde de la mesa: —Es inútil, todo es inútil… —dijo.

—¿Por qué hablas de inutilidad, Teodoro? ¿Es que acaso no nos queremos? ¿No vivimos en una abundancia suficiente?

—Todo eso resulta inútil, Luisa; soy un hombre detenido en su punto de máxima saturación.

—No te comprendo, Teodoro, ¿cómo puedes hablar de un punto de máxima saturación si apenas llegas a los treinta años?

Teodoro al escuchar lo que Luisa decía se acometió de una espantosa crisis de nervios y, corriendo hacia la puerta, gritó: —Es precisamente eso, ¿no lo comprendes? Es precisamente que estoy detenido en el tiempo, que no avanzo ni retrocedo —entre sollozos y lágrimas se le oía decir—: ¡Me secaré, sí, me secaré como una zarza hasta retorcerme…!

Súbitamente la portera comenzó a chillar: —Una apuesta, una apuesta… —y, acercando su cara a la de Teodoro, gritó—: Le apuesto cien pesos a que el año que viene tendrá Usted un año más de nacido.

—Pero no se trata del año, portera —y le tomó ambas manos—, se trata de que serán detenidos todos, ¿sabe usted?, absolutamente todos los sucesos que deberían ocurrir en ese año que propone.

Al oír tal declaración, la portera soltó una risa francamente animal: —Hija mía —y acercóse a Luisa—, su marido está más loco que un trompo, pero no se angustie. Consígalo por la carne. ¡Vaya, vaya! —y empujaba a Luisa hacia Teodoro—, vaya y cállelo a besos, ¿no sabe lo que son los besos? —y, haciendo cumplir la orden, conducía a Luisa junto a Teodoro.

Ella dejóse llevar: —¡Ahora!, no pierda tiempo —se escuchaba la voz de la portera como el mugido de una vaca—; béselo…

Luisa lloraba en silencio y sólo acertaba a decir: —Es inútil, todo es inútil… —Teodoro casi sonreía apoyando su espalda contra el batiente de la puerta. Luisa, como solicitando amparo, miró a la portera, que remedaba con su grosera boca el sonido de un beso, mientras azotaba sus senos dormidos como dos peonzas en el fondo de su vientre.

—Teodoro, Teodoro —sollozaba Luisa poniendo suavemente la palma de su mano sobre el pecho de su marido—. Teodoro, vamos; el lecho nos espera…

—Es inútil, todo es inútil —sonrió, más que dijo, Teodoro.

—Pero es necesario que duermas; te encontrarías muy fatigado mañana —y, tomándole por la mano, añadió—: Ven, el lecho nos espera.

Entonces escuchó la emisión de uno de aquellos gritos subterráneos:

—No, nunca, no…! —Luisa retrocedió aterrorizada. Las dos mujeres contemplaron seguidamente una gran sombra negra que, rebasando el umbral de la puerta, salía violentamente dando un horroroso portazo, que confundía sus sones con aquellos de un grito subterráneo:

—¡No, nunca, no…! ¡No, nunca, no…!

IV

FUSILAMIENTO

Teodoro había solicitado su fusilamiento para el alba y dentro de muy contados minutos se anunciaría ésta. Justo es reconocer que todo había salido a pedir de boca. El Alcaide mostróse encantado  con la petición y, utilizando aquella misteriosa fórmula lingüística, expresó su gratitud, ya que con esto quedaba demostrado que jamás el brazo de la Ley detenía sus designios. Verdad es que el oficial señalador hubo de mostrar una visible repugnancia y hasta insinuó negativas, pero pronto se le convenció y atrapó con esas dos sutilísimas telas de araña que son las frases: «pundonoroso militar» y la «causa de la justicia». En cuanto al desayuno, toma de confesión y paternales consejos, se convino en suprimirlos, ya que en cierta ocasión hubieron de ser ampliamente satisfechos; asimismo, el paseo entre dos guardianes precedidos de un sacerdote con cruz alzada.

Todos estos eran sucesos que no hubieron de ser detenidos en su punto de máxima saturación y Teodoro se decía que disfrutaban del raro privilegio de realizarse en todos sus ángulos gracias a su escandalosa y monótona cronicidad.

Ahora se escuchaba una campanilla y Teodoro incorporóse en su camastro. Un espíritu vulgar o muy psicoanalista habría determinado que Teodoro sufría terribles crisis nerviosas a causa de su próxima ejecución. Pero la cierto era que aguardaba la llegada del carcelero, que le conduciría por el pasadizo en recodo hasta la trampa que daba acceso al foso, donde le aguardaba rígido el oficial señalador.

Aquel breve paseo sobre el enlozado pasadizo sirvió a Teodoro para meditar en el espinoso problema de la carga de sus palabras; no sabía por qué se le antojaba el oficial el oficial un distinto cristal que sólo podría ser rayado con otro distinto diamante; pero ¿no era, ¡Dios mío!, el mismo Teodoro ese distinto diamante?

Un último paso y Teodoro quedó frente al oficial señalador, que al ver al condenado abatió el aire con su mano como si rechazase algo inexistente. Por lo demás, este signo nervioso fue prontamente vencido y cuadróse militarmente. Un segundo después desaparecían por la trampa que daba acceso al foso.

Rozaron con sus pies los cuerpos de los dos adormilados molosos que velaban junto a la trampa y vinieron a quedar situados junto a la cureña del antiguo cañón.

—Mire Usted, aquí está —dijo el oficial a Teodoro— el loro de las brillantes plumas; el intocable loro…

Teodoro, haciendo ademán de dirigirse al animal, repuso vivamente: —¡Oh!, ¿por qué intocable? Le arrancaré una para obsequiárosla…

Pero el oficial, dando muestras de consternación se interpuso para detener a Teodoro, declarando: —Jamás ose usted satisfacer tal deseo, ¿no comprende que es necesario detener el suceso en su punto de máxima saturación?

—¡No, nunca, no…! —gritó Teodoro frenético—. Realicemos el deseo. Le repito: arranquemos esas brillantes plumas al loro.

—Sosiéguese, cálmese —dijo con dulce melancolía el oficial—. No debemos tomar esas plumas… —la hermosa frente le brillaba al relente de la madrugada revelando una secreta angustia—. ¿Ignora Usted —añadió— que ya he comprendido «eso»? Sólo yo sé cuánto me ha costado aprehender aquella viscosa lamprea —y, estrechándose a Teodoro, casi sollozó—: Es necesario detenerlo todo; ¿sabía Usted que no beso a mi amada desde que comprendiera…?

Teodoro nada respondió, pero su sonrisa rayaba la angustia del oficial como aquel distinto diamante al distinto vidrio refractario. Entretanto, el Alcaide se entretenía en provocar la cólera del viejo loro y el sacerdote, con la cruz bajada, tomaba nota con sus ojillos de imposible hipocampo. Los soldados, en formación, se devanaban los sesos cavilando los motivos por los cuales aún no se les había distribuido un paquete de cigarrillos.

Teodoro los contemplaba en una complacencia golosa; y la lechosa claridad de la madrugada, aliada a los chamuscados reflejos de los faroles de posición, envolvía y difuminaba tan fantásticamente su camisón de condenado que, con toda seguridad, podría haber sido tomado por un animal de presa saltando sobre su víctima.

No podía refrenar ya su impaciencia; volvióse suplicante e imperioso al oficial: —¡Por favor, dese prisa…! Ordene al piquete preparar armas.

El oficial, tendiendo su afilada mano señaladora en dirección lejana, decía: —¿Por qué no sentarnos en el montículo…? Siempre he dicho que era un ideal lugar para conversaciones y banquetes.

La invitación provocó en Teodoro una alegre reacción: —¿Cómo pudo adivinarlo? Sí, sí; corramos al montículo. Tengo una furiosa sed de realizar deseos.

El oficial, que ya se encaminaba hacia el lugar propuesto, volvióse rápido a Teodoro: —Por favor, sea más prudente. Resulta peligroso jugar con fuego. ¿No imagina que anda provocando, con tales intenciones, la aparición de lo ineluctable?

Teodoro se limitó a sonreír. Ya instalados en sus respectivos cantos, declaró:

—De conformidad; pero sólo atiende Usted a la presentación de lo ineluctable por realizado, olvidando la otra presentación: la de lo ineluctable por irrealizado…

Y mientras se explicaba arrancó uno de los narcisos.

—¡Qué prodigio de naturaleza! —agregó—; arranque uno para Usted; de este modo poseeremos un eficaz talismán para burlar la acción de lo ineluctable.

—¿Está seguro de ello? —dijo el oficial— ¡Un talismán…! Pero, ¿no es este mismo talismán un suceso que se realiza? Arrancar los narcisos, tomar las brillantes plumas del loro, fusilar a un hombre, al suceder sólo en la intención, ¿no conserva el prestigio de esa fluyente vida que Usted invoca?

Teodoro se exasperó con esta declaración y, a su vez, declaró con gran vehemencia: —Por eso arranco los narcisos, arrebato las brillantes plumas, me fusilo… Es necesario, ¿me oye Usted?, es absolutamente imperioso realizar sucesos; todos, sin dejar uno irrealizado. Sólo así rechazaremos la presentación de lo ineluctable.

A estas palabras el oficial, enfundando sus blancas manos en el capote, murmuró: —Resulta Usted de una horrorosa viscosidad. ¿De dónde puede sacar tantas viscosas lampreas?

Aquella diamantina sonrisa de Teodoro comenzó a operar entonces sobre el grueso cristal angustioso del oficial señalador: —No hay tal viscosidad; si se tiene el ojo fino, el tacto fino, acabaremos por contemplar, sin ser petrificados, y aprehender, sin que se nos escape, a la viscosa lamprea —y añadió rápido—: ¿Desearía algunas explicaciones..?

—No, no —ripostó abruptamente el oficial—. ¿No ve que esta cabeza corre grave peligro de estallar? —y se despojaba con delicadeza del casco—. Además, sería satisfacer el deseo de conocer…

—¡Eureka, Eureka! —palmoteó Teodoro—. ¡Qué maravillosa sutileza para definir a la condenación. Sí, el deseo de conocer: eso es el deseo del deseo…!

Como acometidos de un incontable anhelo, el oficial y Teodoro se tomaron las manos y, remedando las melancólicas actitudes de una procesión de suplicantes, dieron vuelta al montículo en silencioso paseo. Aquel espíritu vulgar habría diagnosticado una quiebra de la razón, de los más puros valores; era sólo la representación sentimental y simbólica de la gracia, que acababa de rozar con su temblor la locura de la vida.

Con la misma rapidez fulminante viéronse de nuevo, sentados y antagónicos. Teodoro había recogido del suelo el narciso y lo seccionaba en menudos trocitos.

—¿Sabe Usted? —exclamó de pronto el oficial—. He entrevisto una espantosa imagen… —y acercóse a Teodoro, declarando en tono confidencial—: No hay duda; es una imagen espantosa. En otro tiempo, cuando yo era un hombre que realizaba sucesos, no me hubiera sido dable contemplarla; pero ahora, cuando todo es detenido en su punto de máxima saturación, de la atmósfera formada por esos puntos sordos que son los sucesos detenidos, surge la imagen espantosa de un hombre que en mitad de un camino se contempla, retrocediendo en su avance y avanzando en su retroceso…

—Nada de complicaciones —gritó exaltado Teodoro—, diga más bien que en mitad del camino hay un hombre que se contempla clavado en el camino… —quedóse un momento silencioso—. Pero, ¿sabe por qué? Porque son los deseos reprimidos los agentes de la paralización de este hombre. Sólo dando cuerda a esos deseos lograremos salvarnos.

—No comprendo cómo podría salvarse Usted —objetó el oficial—, insiste en dar cuerda al suceso fusilamiento: ¿no determinaría esto la pérdida de su cuerpo?

—¡Separe el cuerpo, aíslelo! —protestó Teodoro—. Si lo contamos es sólo porque a través de él podría ser realizado un suceso que quedara detenido en su punto de máxima saturación.

—Por mi parte —rebatió el oficial— sigo creyendo que lo perderá y, a causa de esta catástrofe, perderá aquel inefable sentido de la duración que se enamora.

Sin inmutarse, comenzó Teodoro a descubrir su sonrisa operante. Seguidamente repuso: —Y Usted, ¿no ha meditado acerca de su situación? ¿Ignora que se irá cayendo en pedazos igual que un abrigo apolillado? Usted lo perderá todo: desde el beso de la amada hasta la brillante pluma del loro…

Una avasalladora angustia poseyó al oficial; lanzóse sobre Teodoro tapando con sus manos la boca de éste: —¡Cállese! Le prohíbo tales pinturas.

Teodoro no verificó movimiento alguno de rechazo; sabía que el oficial estaba vencido. Tanto era así, que pudo contemplar al instante como éste se excusaba galantemente: —Perdone Usted… Pero es esta maldita sangre que tiene un sagrado horror de realizar sucesos —y, tras una pausa, añadió—: Pero tengo que comprender, ¿me comprende Usted? Tengo que comprenderlo todo.

—Claro que lo comprenderá Usted todo —repuso dulcemente Teodoro—; no se alarme, se lo aseguro: será burlado lo ineluctable.

El oficial se contrajo levemente y con su mano abatió el aire rechazando algo inexistente; pero se contuvo, secundando correctísimo:

—Sí, sí; es cosa de meditación. ¡Vamos a ver: me ayudará a meter aquí su otra viscosa lamprea que se me escapa! —y de nuevo despojóse con delicadeza del casco.

A esto, Teodoro estalló en grandes interjecciones de sorpresa: —¡Oh, es maravilloso! Otra viscosa lamprea… La imagen resulta exactísima; la lucha contra lo ineluctable por irrealizado podría ser representada por esa otra viscosa lamprea.

—¡Ciertamente —casi vociferaba el oficial—, ciertamente! ¿No es fatídico luchar contra un animal inaccesible?

—No, si se realiza el suceso en su punto de máxima saturación —ripostó Teodoro.

—¿Y por qué realizarlo? ¿Cómo se realiza? ¿Quién lo realizará? —le apostrofó a Teodoro y, gravemente, añadió—: Le exijo sumariamente me responda.

—Sí, ¿por qué no, Dios mío? Es muy sencillo: os atrae el brillo del plumaje del loro —y señalaba con el índice al viejo loro instalado en la cureña del antiguo cañón—. Ello representa un deseo que supone una acción: la de llegar hasta el loro para apropiároslo. Suponed que lo tomáis; se ha producido un suceso y habéis contribuido a la alegría coral de la vida.

—¿Por qué contribuido a la alegría coral de la vida? —interrumpió el oficial.

—Imaginad que este suceso (la conquista de las brillantes plumas del loro) engendrará, con su resonancia última, un nuevo suceso , y de éste otro, y otro, que irán formando en tiempo de la vida; imaginad, igualmente, que detenido en su punto de máxima saturación quedaríamos aislados en ese tiempo de vida hasta retorcernos y secarnos como una zarza. Seguid imaginando, por último, que su vulgar detenimiento o suspensión originaría una burla más de lo ineluctable; que él mismo (el suceso) se tornaría en sustancia de los ineluctable.

El oficial incorporóse: —Estallará esta cabeza —dijo y, destocándose, arrojó con violencia el casco contra la tierra—. Sí, estallarás pobre cabeza… ¿Me oye Usted? Estallará mi cabeza. Casi nada he podido meter aquí de ese extraño idioma que usted emplea; pero no me ocultaré para decirle que Usted, con ese método demoníaco que da en realizarlo todo, acaba por realizar la vida. Sí, realiza Usted desde el beso a la amada hasta el ligero movimiento de una mano que toma la brillante pluma del loro.

—Sería más exacto proponer que estas cosas, sucediendo en su realidad, conservan el gran prestigio de esa fluyente vida que Usted invoca —contestó Teodoro—; realizándose logran la mágica virtud de metamorfosearse en esas estatuas que son la vida y la muerte y cuya condición esencial es aquella de ser, contra todo lo supuesto, no un suceso que se detiene, sino una duración que se enamora.

Teodoro había pronunciado la frase postrera con tan grave majestad que el oficial, ya increíblemente enervado con aquella confusión conceptual, rompió en fuerte sollozar; era un sollozar de pura cólera a causa de su impotencia para entender.

Ahora le conminaba a una imposible explicación: —¿Y qué pone Usted en el medio, en la justa mitad de todo esto? Claro, lo llenará de dinamismo y gritería. Nos helaríamos con ese gran silencio…

Limpiaba sus lágrimas con el pañuelo y, de pronto, pareció que la carga emocional del discurso se dulcificaba; pero no hubo tal cosa, porque se le oía una voz de pavorosa temperatura:

—Pero no se saldrá con ese gusto; represento la Justicia y como un homenaje a la espantosa imagen entrevista no será Usted fusilado. Para su tormento llevaré el suceso al punto de máxima saturación y, entonces, quedará perpetuamente detenido.

Volvióse bruscamente a los soldados que conversaban: —¡Atención, formen…!

A dicha voz movióse, como en un sueño, cada personaje. El piquete, como el «glissando» ejecutado por una mano sobre el teclado, montó al hombro sus fusiles y los tacones respondieron secamente. El Alcaide cesó toda comunicación con el loro y, pegando el oído junto a la pared del foso, aguardaba las inevitables percusiones. En cuanto al sacerdote, ahora con la cruz alzada, ensayó un notable paso de procesión. Los dos guardianes echados junto a la trampa semejaban dos enormes y negros molosos.

Todo el mundo estaba en su puesto y Teodoro que, aún echado en su canto contemplaba la escena, escuchó la voz del oficial que, en un largo ladrido, le ordenaba pararse en el centro del montículo; aparecía, con el narciso entre las manos, un tanto pálido, pero su seguridad era su sonrisa. Por su parte, el loro, satisfecho de la rapidez y colorido en los movimientos, lanzó una estrepitosa carcajada, tan idéntica, ¡Dios mío!, a la emisión de uno de aquellos gritos subterráneos que el Alcaide, despegando la oreja del muro avisador, comenzó a operar en ella con su dedo meñique, mientras lanzaba al condenado una mirada aniquiladora.

Una bella rigidez presidía a aquellos seres. El piquete se modelaba en una plástica sobrehumana. Frente a él (el brazo rígido en alto con el sable rígido) se destacaba el oficial, rígido.

Como una elegante innovación compasiva se habían abolido aquellas sacramentales palabras de todos conocidas. Ahora sólo se exigía al oficial señalador (cargo que con tal título rezaba en la Casa Militar) que bajase rápidamente el sable y el piquete respondería con la inevitable descarga cerrada.

El punto de rigidez marcó el ápice cuando el silencio se hizo rígido. Era el instante decisivo en que un brazo y un sable describían, de arriba abajo, un agudísimo ángulo de fantásticos grados. Por un momento, doce petrificados ojos creyeron ver un brazo y un sable que señalaban a la tierra; pero sólo había sido la evocación de otras escenas anteriores que, merced a su escandalosa y monótona cronicidad, podían confundirse: la ocurrida cien años atrás con la que ocurriría dentro de cien años; la ocurrida en el alba anterior con la que ocurriría en aquella alba para Teodoro.

Un breve gemido de los gatillos de los rifles descubrió el chasco del piquete ejecutor. Una trompa y su trueno apagó secamente estos gemidos del acero y las pupilas de los doce ojos casi saltaron de su sitio original. El oficial señalador, con su brazo derecho, elástico como los anillos de las serpientes, atronaba las inevitables livideces del alba y, en aquel momento congojoso se adivinaba con gran dificultad un principio humano vocal que podría haberse traducido por algo así como: ¡No, nunca, no…! ¡No, nunca, no…!

Respondiendo en gracioso homenaje a este principio humano vocal, flotaba magnífica en la neblinosa atmósfera del alba, tentadora y aguda como la gama sonora de una chirimía árabe, la diamantina sonrisa de Teodoro; era de tal languidez imperativa que el oficial, sollozando sin lágrimas, abatió sobre la tierra, vuelto una fosforescente centella velocísima, el brazo que aprisionaba el sable de oro.

Entonces Teodoro, que con el narciso entre las manos se entretenía en deshojarlo, fue realizado en su punto de máxima saturación por las inevitables percusiones que acallarían sus rumores.

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