CRÓNICA DE UN CAZADOR
EN CANTOS Y CUENTOS

«Los ricos me pagan para que haga más crédulos a los crédulos».

Este diciembre se ha presentado con una sorpresa: ha puesto un libro especial sobre mi mesa que se hace llamar Cantos y cuentos y que certifica estar escrito por un poeta.

Cantos y cuentos está separado en dos partes, una dedicada al verso y otra a la prosa. Ambas tienen algo en común y es que están compuestas por textos reconquistados. Los cuentos estaban dispersos, eran piezas que, ajustándose a otras piezas, dieron vida a revistas y antologías colectivas.

En el capítulo de los poemas hay novedades, pues a los publicados, por aquí y por allá, se suman los nuevecitos, los que se estrenan con este libro.

Cantos y cuentos es sumamente entretenido, equilibrado. Es un libro rociado de ironía. Es un placer para los sentidos y es un aguijón para la imaginación que se haya vuelto perezosa.

Eliseo Diego, el asunto de los escritos de Díaz Martínez sigue siendo el mismo que un día tú señalaste —y eso que se han ido desprendiendo los años como pétalos caen de las flores—: el aliento del hombre, ese vaho que no puede apreciarse a simple vista y que se renueva con cada vuelta que damos al reloj de arena, ese es su tema.

Por Cantos y cuentos transita una tribu de crédulos y depredadores, conocedores del reino de lo fantástico, que se ocultan tras sus máscaras, a veces, intercambiables.

En los poemas, mi padre tuniza el espejo de Alicia: en vez de conejos, gatos que ríen y sombrereros locos que invitan a té, encontramos historias y personajes reales que fuman cigarros, toman café y habitan en un país de maravillas, llamado poesía, donde quien reina es él.

Cantos y cuentos está publicado por la editorial Verbum y puedes adquirirlo en la Librería Canaima de Las Palmas de Gran Canaria, en la Casa del Libro o en Amazon. Y ahora pasemos a la lectura de Crónicas de un cazador.

CRÓNICA DE UN CAZADOR

Llegamos a La Llanura al filo de la medianoche. En la hacienda bananera «Martín Pozas» residiríamos por tiempo indefinido.

En la puerta de la casa de vivienda nos recibió el administrador, señor Bargach, ejercitando a duras penas una cortesía enmohecida por el trabajo en aquellas soledades. Fue amable, con la contención de un mayordomo inglés. Nos llevó al piso alto, nos mostró la habitación que sería nuestro dormitorio y, luego de darnos algunos consejos prácticos relacionados con la vida en aquel sitio, nos invitó a que bajáramos a cenar. Bargach se encargó de recalentar el caldo de gallina y de servirnos el pan y la cuajada. Terminada la breve cena, el administrador quiso que lo acompañáramos al soportal del fondo para conversar allí acerca de nuestro trabajo.

Con el objeto de ahuyentar los mosquitos, muy abundantes en la zona, Bargach encendió la boñiga seca apilada en un plato de zinc. Aún sin sentarse en la mecedora que había elegido, nos adelantó que «Martín Pozas» era la hacienda más grande de la región, pero no la más próspera.

—Estamos demasiado cerca de la selva, ésta es nuestra desgracia —dijo, ya acomodado en la mecedora. —La selva que va de los linderos de la plantación hasta los márgenes del Corpus están llenas de monos. Son animales del infierno. Devoran los plátanos y destruyen las cepas. Hasta hace unos meses podíamos defendernos de sus ataques, pero esto se ha hecho imposible porque han aprendido a defenderse de nosotros. Llegan de noche y en pocos minutos arruinan hectáreas enteras. Tenemos hombres armados montando guardia durante la noche en puntos estratégicos, pero los monos se han conducido de manera tan sigilosa en sus últimas incursiones, que los guardianes no se han dado cuenta de nada.

Sin dejar de hablar, Bargach se levantó para acercar el plato con la boñiga, del que se desprendía un humo irritante:

—Hemos ensayado con trampas, pero ni un solo animal ha caído en ellas. Últimamente nos empavoreció el hallazgo de dos guardianes estrangulados por los monos. Tememos, creo que con razón, que acaben con la hacienda y con nosotros.

Le pregunté si tenía un plan concreto y qué papel jugaríamos en él Garcés y yo.

—El señor Pozas ha pensado reforzar las guardias, aumentar el número de trampas y organizar batidas de exterminio contra los monos en la misma selva. Reforzar las guardias no es nada fácil porque en La Llanura, después de la muerte de Beñoa y Solórzano, no hay quien quiera sustituirlos, y el resto de los plantadores, a los que bien poco les importan los intereses del señor Pozas, no quieren prestar peones para no involucrarse en lo que ya en todas partes llaman «los monos de Martín Pozas» o, simplemente, «el misterio». En cuanto a las trampas, no hay problema: tenemos construidas cien más y mañana haré que las distribuyan convenientemente. La tarea más difícil es la de ir a cazar los monos en su propio territorio. Las supersticiones de los llaneros se han encargado de exagerar los peligros a que se exponen quienes vayan. Si los hombres de La Llanura se niegan a servir como guardianes en la plantación, ¿cómo persuadirlos para que se metan en la selva?

—¿Y cuál será nuestra tarea? —insistí.

Bargach, que se había levantado y nos ofrecía cigarrillos, me miró sin expresión definida y dijo:

—Lo que queremos el señor Pozas y yo es que ustedes organicen la defensa de la plantación. Ustedes y yo integraremos algo así como el estado mayor de las operaciones.

Habíamos ido a la hacienda de Martín Pozas contratados como cazadores expertos. Al cabo de tres años de ocio irremediable, durante los cuales afrontamos no pocas privaciones, nos habían valido, para conseguir este raro empleo, los diez que Garcés y yo nos pasamos conviviendo a tiros con los animales del Alto Orinoco y el Paraná. En aquellos tiempos, las hipérboles de un periodista amigo nos proporcionaron alguna notoriedad. El hacendado Martín Pozas, acosado por los monos, había recordado nuestros nombres, insertos en aquellas crónicas hinchadas, e hizo que Bargach nos localizara en la ciudad y nos empleara.

Cuando el enviado de Bargach habló con nosotros, no hicimos demasiadas preguntas y dijimos que sí tan pronto como el hombre se refirió a la paga. Dos días después nos bajamos del tren en la estación de Paso de Dios, a dos horas en automóvil de la hacienda donde nos esperaban.

En Paso de Dios oímos referencias a los monos de «Martín Pozas». Después de nuestra primera conversación con Bargach, y mejor aún cuando nos adentramos en la aventura, comprendimos por qué aquellos cuantayos de La Llanura suspendieron la jarana tan bruscamente al mentar uno de ellos el caso de los monos.

A la mañana siguiente de nuestra llegada encontré sobre la mesa del comedor un ejemplar del periódico de la provincia. Un tal Esteban Vergara firmaba un artículo acerca de los monos de «Martín Pozas», y en ese texto vi relacionada con este feo asunto la palabra ángel. El título del artículo era «Los monos blancos». Encontré a Bargach en la alquería de los peones y le mostré el diario. Conocía el artículo y me dijo que el mentecato que lo escribió, con tal de ganar lectores, no había tenido escrúpulos que le impidieran armar esa absurda historieta de monos blancos, alados y evanescentes como ángeles.

—Con su fantasía —sentenció categórico— ese imbécil alimenta el pánico en La Llanura.

Al final del almuerzo, Bargach quiso saber si habíamos pensado acerca del asunto que nos llevó allí. Le respondí que aún no teníamos en orden nuestras ideas. No le confesé que habíamos decidido ir a Paso de Dios esa misma tarde para hablar con el periodista Esteban Vergara.

No fue arduo encontrar a Esteban Vergara en Paso de Dios. Con la señas que me dieron en la redacción de El Llanero (Vergarita, grueso, retaco, vestido de blanco) me encaminé al Bar Grande, en la plaza central. Allí estaba. Bebía con unos amigos. Me presenté y en pocas palabras le expuse el motivo de mi visita. Se sentó conmigo a una de las mesas.

—Usted quiere que yo le diga lo que sé acerca de los monos de «Martín Pozas» —me miraba con fijeza, sonriendo. —Pues bien, le aseguro que hablo por boca de ganso y que no me interesa saber nada de eso por experiencia propia. Los habitantes de esta provincia se dividen en dos grandes clases: los crédulos y los ricos. Hay una despreciable minoría, compuesta por los que no son ni ricos ni crédulos, y en ella estoy yo. Trabajo para El Llanero y el director me ha pedido que meta fantasía al asunto de los monos con el objeto de vender más periódicos. ¿Me explico? Los ricos me pagan para que haga más crédulos a los crédulos. Eso es lo que hago.

—Entonces —comenté con intención de provocarlo— ese artículo suyo sobre los monos blancos o monos-ángeles es una ficción.

—Sí y no. La expresión monos-ángeles se la oí a un indio de los que viven en la orilla derecha del Corpus y que vienen a Paso de Dios a vender guanacos, piedras de filtro y yerbas medicinales. Usé la definición del indio y algunos comentarios que hizo en relación con los monos como punto de partida para escribir mi artículo. Las barbaridades con que lo concluyo son obra de mi fantasía.

—Su artículo es un ardid para ahuyentar la peonada de la hacienda de Pozas.

—No lo creo.

Recordé las palabras y la cólera de Bargach cuando comentaba el artículo de Vergara, y pensé en su ingenuidad al llamar mentecato a este granuja.

Sobreponiéndome al malestar que me producía el individuo, quise que me dijera cuáles habían sido los comentarios del indio.

—Simplezas, amigo —me respondió. —Si usted le presta atención a las historias de los indios acaba por creer en serpientes emplumadas y niños que nacen recitando conjuros. El indio dijo que los de su pueblo tendrán que abandonar las riberas del Corpus porque los monos-ángeles, que son blancos y vuelan, habían aparecido y no querían hombres en la selva ni cerca de ella. Es todo. ¿Lo impresiona a usted eso?

—Quizás sí. Me parece que he venido a engrosar la clase de los crédulos —atiné a responder.

Cuando abandonaba el bar, escuché la risa de Vergara y sus amigos.

Al día siguiente de mi viaje a Paso de Dios, alrededor de las tres de la madrugada oímos disparos por el rumbo de los linderos de la hacienda próximos a la selva. Cuando Garcés y yo salíamos a la explanada del fondo, encontramos a la peonada de «Martín Pozas» hecha un hervidero. Bargach apareció ajustándose un cinturón con revólver. Tanto a Garcés como a mí nos pareció excesivo ese terror unánime que convertía a aquellos hombres en ratones de cuerda.

El administrador nos pidió que lo siguiéramos y partimos a caballo hacia el sitio donde habían sonado los disparos. Bargach empuñaba su revólver y esa precaución me produjo una rara mezcla de piedad e inquietud. Diez minutos a buen galope nos bastó para encontrarnos con el primer guardián. El hombre estaba más espantado que herido, a pesar de que sangraba copiosamente de una pierna.

—¡Patrón, esto no más al diablo se le ocurre! —exclamó al vernos. Dando saltos, se apretaba con una mano la rodilla maltrecha.

Bargach le ordenó que le contara lo sucedido.

—¡Qué le cuento! Estábamos bien despiertos y de pronto llovieron piedras. En mala hora disparamos, que las piedras cayeron entonces una al lado de otra. Creo que Benjamín y los otros dos quedaron tendidos para siempre.

El hombre aullaba de dolor. Uno de los peones que nos acompañaban se lo llevó en su yegua. Continuamos hasta donde estaban los otros. El llamado Benjamín tenía el cráneo hendido y no sobrevivió. Los otros dos guardianes, golpeados también, trataban de auxiliar al moribundo. Éstos no agregaron nada nuevo a lo relatado por el primer guardián.

Un hallazgo intrigante aquella madrugada fue una cuerda larga y blancuzca, como un hilo de aluminio, encontrada por Garcés en una trampa que había funcionado.

De regreso a la casa de vivienda, decidimos con Bargach decirle al señor Pozas que estábamos dispuestos a entrar en la selva con una expedición de caza, y que no saldríamos de ella antes de acabar con los monos voladores o lo que fuera. Ahora, algún tiempo después de aquellos acontecimientos, reconozco que nuestra decisión fue temeraria, emocional, carente de toda sensatez, pues ni siquiera sabíamos a qué íbamos a enfrentarnos.

Trabajo nos costó reunir una treintena de hombres tan irreflexivos como nosotros. Lo logramos, al fin, ofreciendo el cielo y la tierra.

Bien armados con carabinas de repetición compradas por el señor Pozas en la capital y contando con la ayuda de un práctico, indígena de los que atraviesan la selva desde el otro lado del Corpus, decidimos entrar en aquel bosque cerrado a la razón y dar guerra, en su propio elemento, a los fantasmales depredadores de «Martín Pozas».

La expedición penetró en la selva del Corpus precisamente por el punto en que se produjo el último ataque de los monos. Encabezábamos la caravana Garcés y yo. El guía, a última hora, había desistido de acompañarnos, alegando una repentina enfermedad. Éste fue nuestro primer contratiempo. Nos veíamos obligados a marchar dependiendo únicamente de la brújula por aquel intrincado dédalo vegetal, a través de cuyo techo de densas ramazones la luz del día apenas se filtraba. La trocha por la que entramos se fue estrechando hasta desaparecer, devorada por la selva, en la que menudeaban los ceibones forrados de plantas parásitas, los cedros, las caobas, y, sobre todo, las enredaderas de variedades incontables. El calor, agravado por la humedad, los mosquitos, las moscas verdes y los jejenes, nos martirizó día y noche desde el primer instante. Del anochecer a la madrugada, el abundoso rocío nos calaba como si la garúa hubiese estado hostigándonos durante horas. Por otra parte, debíamos cuidarnos de la fauna selvática, cuyo más siniestro representante es la víbora negra, que da la muerte súbita desde sus nidos de hojarasca podrida. También la araña carnívora pulula entre el follaje. Los guacamayos, llenando de color y ruido los sombríos recovecos de la selva, las cotorras, la basáride y la imprevista llamarada de la amapola eran algunas de las pocas imágenes amables a que nuestros ojos podían aspirar en aquel universo primario, donde la belleza mayor es atroz.

Al segundo día de marcha hicimos un descubrimiento de repercusión nefasta en la moral del grupo: uno de los expedicionarios, vecino de Paso de Dios, fue encontrado muerto. Había estado de guardia la noche anterior y tenía el cráneo destrozado.

Sepultamos al infeliz al pie de un ceibo, en cuyo tronco tallé, a punta de cuchillo, el nombre Hilarión y la fecha de su muerte. Concluido el enterramiento, dos expedicionarios manifestaron su deseo de volver a Paso de Dios, y tomaron el camino de regreso.

Tiempo después supe que ninguno de los dos llegó nunca a su destino.

Tres días más estuvimos vagando por la selva sin hallar lo que buscábamos, pero al atardecer del cuarto día fuimos sorprendidos. Un torrente de piedras de todos los tamaños comenzó a caer sobre nosotros, arrancando las hojas de los árboles, astillando los troncos, ahuecando la tierra húmeda y, por supuesto, golpeándonos sin misericordia. La confusión fue horrible y sólo atinamos a disparar al aire mientras buscábamos protección entre las ramazones más tupidas.  Yo logré alcanzar un corpulento ceibón, entre cuyas raíces, gruesas y rugosas como patas de paquidermo, me parapeté. Intenté ansiosamente descubrir alguno de aquellos supuestos simios que nos agredían, pero sólo vi la copa de los árboles, contra las cuales dirigí los disparos de mi fusil automático, sin resultado evidente.

La lluvia de piedras se prolongó hasta la caída de la noche. Nos habíamos dispersado y, puesto que nadie se atrevía a hablar para no delatar su posición al enemigo, ninguno sabía con certeza dónde estaban los otros. Esto facilitó mi captura.

Un año, siete meses y doce días estuve en poder de aquellos hombres. Fui su esclavo más que su prisionero. Me utilizaron, como a tantos otros cautivos, indios y blancos, para cargar de piedras las cazoletas de las catapultas escondidas en la selva, y me obligaron bajo amenaza de muerte a dispararlas contra la hacienda. Yo los vi partir, noche tras noche, cubiertos con pieles de mono blanqueadas, hacia «Martín Pozas» para arrasar los plantíos de la hacienda. Conocí que los guardianes Cecilio Beñoa y Evaristo Solórzano eran sus cómplices, que murieron en uno de los asaltos nocturnos por tener ambiciones excesivas. Supe que hacían saltar los resortes de las trampas tirando de ellos con hilos de metal. Vi al administrador Bargach darles órdenes y decirles dónde estaban las trampas y los guardianes. Vi al periodista Vergara conversando, comiendo, riendo con ellos. Los oí hablar de minas de diamantes en «Martín Pozas». Los oí burlarse de Garcés y de mí. Supe que el viejo Pozas, derrotado por la desesperanza y el engaño, malvendió la hacienda al presidente de la Unión de Plantadores de Paso de Dios y que este canalla era el jefe de ellos, el promotor del mito y del negocio. Comprendí que Garcés y yo habíamos hecho el papel de extras en la función. Fui humillado, golpeado, hambreado. Me hicieron trabajar de cocinero, de leñador, de lavandero. Yo estaba seguro de que, vendida la hacienda a quien con tanto ingenio y crueldad había provocado esa venta, los «monos blancos» no necesitarían más de sus esclavos y todos iríamos a dar a una fosa común en el corazón de la selva o al vientre de las pirañas del Corpus.

No había lugar para la esperanza de sobrevivir después de la venta de «Martín Pozas», y eso lo vimos claramente todos los que estábamos enterados del secreto sin ser cómplices; de ahí que, a sabiendas de que era punto menos que imposible, decidiéramos hallar un modo de escapar. Contrariamente a lo que esperábamos, después que nuestros captores obtuvieron la hacienda fueron menos rigurosos en la vigilancia y en el trato que nos daban. Pero no nos hacíamos ilusiones: sabíamos que nuestro fin estaba decidido desde el instante en que fuimos apresados y pudimos ver el misterio por dentro, y que el sorpresivo cambio de actitud de nuestros captores obedecía al júbilo momentáneo y a la seguridad que su victoria les infundía. De modo que, a partir de aquel momento, no desperdiciamos oportunidad alguna para consultarnos los planes de evasión que se nos iban ocurriendo.

Múltiples fueron esos planes, que entonces nos parecían lógicos. Ahora no puedo determinar cuál era menos practicable. Sin embargo, como suele ocurrir en los momentos críticos, la casualidad nos ayudó. Gracias a ella encontramos el mejor, el más simple y, quizás, el único posible. En la temporada de lluvias, el Corpus se hincha con las aguas que recoge de los infinitos llanos del sur y anega la selva, convirtiéndola en un enorme pantano. Una noche en que caía un aguacero furioso, y con la inundación al pecho, un grupo de nosotros logramos salir del campamento e internarnos en la selva. Tuvimos la buena estrella de no tropezar con los rufianes que montaban guardia aquella noche y que seguramente se habían refugiado en la copa de los árboles. La oscuridad estaba de nuestra parte. Anduvimos durante toda la noche, calados por la lluvia y acosados por los mordiscos de las pirañas atrapadas en la bejuquera. Cuando parecía que habíamos esquivado la muerte en el campamento sólo para morir por cuenta propia en la selva, llegamos a un caserío indígena. En los tugurios abandonados encontramos alguna comida, que devoramos. Finalmente, un cuantayo a quien revelamos la naturaleza de nuestra aventura se prestó para sacarnos de aquel turbulento océano de lodo. Hicimos el viaje por el Corpus en una canoa que a cada momento parecía que iba a deshacerse o volcarse en la bárbara corriente. Y en Tarí encallamos. De allí a Paso de Dios fuimos en mula. Dos de nosotros se perdieron en la selva y uno cayó al río. Supongo que las pirañas lo habrán pelado.

A Paso de Dios llegué con fiebre alta, pero no quise pernoctar allí, al alcance de mis enemigos. Garcés deliraba de extenuación. Y en esas condiciones nos despedimos del providencial cuantayo y tomamos el tren para la capital, sin ni siquiera cambiarnos la embarrada y rota indumentaria.

Convaleciente aún de sus vicisitudes, Laureano Cachaquén me dictó la presente crónica, que para algunos no será otra cosa que el relato, repujado por mí, de una dudosa aventura. Para mi amigo, esta historia es el capítulo más logrado de su vida.

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