CUATRO A LA MESA

«En recuerdo de mi amigo Mario Parajón».

Librería Isla, fotografía.

Mario Parajón (1929-2006) se apareció en mi librería una tarde invernal. Lo vi desde mi escritorio-trinchera: curioseaba el escaparate antes de decidirse a pasar. «¿Puedo?», preguntó y, sin esperar respuesta, entró y se puso a fisgonear las mesas repletas de novedades. No compró, ni habló conmigo. ¡Ah!, pero a la semana siguiente, y a la misma hora, volvió y esta vez muy conversador.

«Te conozco desde niña. El primer día que te vi estabas a las greñas con Raulito —Raulito, el Gordito, es uno de los nietos del ajedrecista Raúl Capablanca y era mi amigo de infancia y cómplice de tropelías varias—. Puede que no te acuerdes de mí»  —dijo, y se sentó. No recordaba la anécdota y al nuevo cliente lo había borrado de mi sección de sucesos infantiles.

En su tercera visita la situación cambió. Llegó y no saludó. Se fue directo a las estanterías del altillo. Yo lo miraba por un espejo espía que había colocado para tratar de evitar —es imposible del todo— el siseo de títulos que sufre toda librería. Al poco me puso en el escritorio un ensayo de Hans Urs von Balthasar y otro de Henri Bergson. Mario pagó y, sin decir «ni mu», se marchó.

Mario Parajón dejó la compra en la mesa y salió del local —lo llamé para advertirle que se le quedaban los libros: no hizo caso—. Un rato después volvió con un café y una galletica dulce —una sola— y se acomodó en la silla. Entonces me dijo que el café y la galletica eran del Anciano Rey de los Vinos, que eran para mí y que quería dejarme claro que las prisas no eran lo suyo. Me contó que él bajaba a Madrid con frecuencia —vivía en Chinchón, un pueblecito a las afueras de la ciudad— y que pasaría a visitarme para charlar de lo que se terciara.

Y así fue como se iniciaron las tertulias con Mario Parajón, el amigo que andaba y hablaba lento, pues padecía de asma. Conversábamos de teatro, de música y de Martha Frayde —yo colaboraba con los boletines de presos que sacaba el Comité Cubano que había creado Martha y Parajón era miembro activo  del Comité—. Charlábamos de política española —«la que nos atañe ahora», afirmaba—, de las novedades que se publicaban y de las pésimas ediciones que tanto le molestaban. También, ¡cómo no!, de Tolkien, de Chesterton, de Zubiri, de  Julián Marías, de Ortega y Gasset, de C.S. Lewis… —Isla, mi librería, estaba especializada en Filosofía y Teología y estas eran pasiones de Mario.

Mario Parajón, fotografía.

Pero en mi cueva de tesoros había más. Allí Mario topó con otras sorpresas. Él había dedicado gran parte de su vida al teatro y resulta que yo había estudiado Teatrología en el Instituto Superior de Arte de Cuba, de modo que en mi local había una amplia sección dedicada al mundo de las artes escénicas —Ibsen era para ambos autor a venerar.

«¡Tienes Eugenio Florit y su poesía!» (Ínsula, 1977), exclamó, cuando descubrió que sus títulos estaban en una estantería a la espera de un lector ávido de poseerlos. Lo seduje con libros y conversadera: conquisté su amistad y me gané el café con galletica.

Mario Parajón era una visita que me ilusionaba. Hablaba y hablaba y las tardes marchaban agradecidas. Mario, a veces, llegaba con un amigo que se sumaba a la tertulia. Era Víctor Batista Falla, fundador de la editorial Colibrí—a Mario le debemos la publicación de las Obras Completas de Jorge Mañach en Trópico.

Cuando las hojas de los árboles comenzaron a alfombrar las aceras, el 21 de septiembre del 2006, mi amigo Parajón murió.

Cuatro a la mesa se publicó en la revista Orígenes en 1955. Ilustro el cuento, que aquí transcribo, con obras del pintor cubano José María Mijares (el flaco Mijares), colaborador asiduo de la publicación mencionada. Cuatro a la mesa te atrapará y te mostrará el humor y la elegancia literaria de Mario Parajón.

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CUATRO A LA MESA

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Sin título, acuarela sobre cartón.

I

—¿Es de manzanas, Alfredo?
—No señorito: es de almendras.

En la bandeja de plata peruana, el pastel se me antojaba mal puesto. Prefería verlo en la dulcera. En la bandeja no doraba sus bordes con el reflejo de la luz de la lámpara, que con gracia de gnomo se filtraba por el cristal de la dulcera. Me encantaba saborear aquella sombra luminosa, plena de hilos amarillos y radiantes que por un efecto visual me parecían que emergían de las entrañas del postre casero. La carne del pastel, sus zanjas diminutas, su abultarse de pronto en una de las curvas de su circunferencia, sus capas como estrato de un edificio adusto y chato, me fascinaban de tal manera, que permanecía con los ojos fijos en él durante un momento. Pero esta vez Alfredo había traído el pastel en la bandeja, y la zona luminosa, desaparecida, me traía un melancólico recuerdo.

«Este niño come con los ojos», decía mi abuelo observándome en éxtasis. Y yo interrumpía el ritmo de la cena —le añadía cierta pompa litúrgica— deteniéndome a imaginar que cualquier redondez, la del pastel, la de mi esfera de juguete, era la redondez de un universo. Mirándolo con fijeza, le adivinaba celdillas, aposentos al pastel, encuentros de duendes y hadas en sus avenidas de almendras.

—¿Por qué no te sirves, hijo? Esperamos por ti. Mi abuelo, frente a mí, me indicaba la bandeja. Alfredo no se había movido: era el criado perfecto. El tono de mi abuelo era grave y tierno. El perfil de Alfredo era fino. Mi abuelo tenía el tenedor entre los dedos. Por un segundo, Alfredo y mi abuelo se me confundieron: creí verlos juntos, reunidos en una sola persona, integrando un tercer cuerpo sobrenatural aunque verdadero. El tono del uno, la rigidez del otro, los dedos de mi abuelo, el perfil de Alfredo, se me habían unido de pronto y yo me maravillaba de que estuvieran dispersos.

Me serví. Alfredo se fue con la bandeja de plata y yo me quedé contemplando el aro de mi servilleta: era rojo. Yo jugaba con él los domingos, cuando venían las tías y la conversación se prolongaba de sobremesa. Pero aquel día no estaba mi ánimo favorable al juego. Mi madre y mi abuelo se miraban muy serios y yo había notado que mamá, al cortar el pollo, lo había hecho con cierto nerviosismo, con cierta torpeza que no era frecuente en ella.

No sabía lo que pasaba. La comida se había deslizado muy lenta, muy triste, con esa melancolía densa que no se expresa en las palabras o en los gestos, pero que enrarece sutilmente el ambiente. A veces el tiempo se niega a correr sin detenerse: es como si le hubieran puesto piedras en el camino, como si el aire se envenenara a sí mismo, como si hubiera que vencer una resistencia desconocida, grávida y ausente. Eso era lo que sentía: que algo grave, inerte, pesaba esa noche sobre nuestras cabezas.

Vivíamos en el malecón, en una casa oscura, grande, de fachada hermosa y señorial, con balcones redondos, columnas altas y un mayordomo a la puerta cuya librea almidonada yo envidiaba con pasión muy intensa. De vez en cuando entraba por las persianas el olor del mar o se dejaba escuchar el ruido de las olas. Pero durante aquella comida tuve la sensación de que sus ondas se marchaban de allí para estacionarse muy lejos.

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Interior con mujer, óleo sobre lienzo.

Los ojos de mi madre estaban fijos en la puerta por donde iba a aparecer Alfredo con el servició de café; los ojos de mi abuelo navegaban por la habitación, se detenían en las butacas negras que formaban fila espaciada a lo largo de las paredes; luego ascendían hasta la lámpara, aquella lámpara que no se limpiaba más que dos veces al año y que yo miraba con fervor como su fuera una colmena de luciérnagas. Yo no sé dónde tenía los ojos en aquel instante de suave desvarío: creo que en los bordes pintados del plato, o en aquel cuadro que le regaló a mi abuelo su amigo, el artista Jaime Magdaleno. Representaba una dama trigueña, hermosísima: el cabello suelto, la mirada fiera, el busto pronunciado, los labios incandescentes.

Empecé a moverme en el asiento. Una inquietud vaga, extraña, me invadía con misteriosa fuerza. Es algo que he sentido mucho después: una tortura inmotivada que me acomete por sorpresa. Como si me llamaran de alguna parte; como si fuera ese un llamado tan violento que provocara una ruptura dentro de mí; como si todos los límites se convirtieran en encierros.

Los ojos de mi abuelo se habían vuelto hacia los de mi madre. Los ojos de mi madre seguían fijos en la puerta por donde iba a entrar Alfredo. Los ojos de mi abuelo recurvaron hacia sus manos, los ojos de mi madre no se movieron. La angustia que yo sentía se hizo más intensa. Mi madre no decía nada. Mi abuelo tampoco. Ella estaba pálida, desencajada, y en sus ojos azules brillaba la desesperación incinerándose en sus cuencas. ¿Qué pasaba? ¿Por qué nadie decía nada? ¿Por qué no aparecía en las mejillas de mi abuelo aquel pespunte de voluptuosidad recatada que siempre le asomaba por el rostro después de la cena?

Entró Alfredo con el servicio de café. Mi abuelo dijo: «al buen café se le conoce por el aroma». Mi madre replicó: «éste no es malo», a lo cual añadió mi abuelo: «acuérdate, tres cucharadas de azúcar». Hubo otras palabras detrás de éstas que pronunció mi abuelo. Adiviné que había un entendimiento entre ellos, que se hablaba durante aquellas pausas, que habían sostenido un diálogo frente a mí sin que yo nada supiera.

¿Qué ocurría? ¿Por qué mi madre estaba pálida? ¿Por qué el silencio se hacía tan hondo, tan entrañable, tan dramático? Ya no podía más. Era mucha la tensión que sufrían mis nervios, mucho el calor, mucha la tristeza que sufrí por dentro. Alfredo se marchó en aquel momento.

—¿Tienes que hacer alguna tarea? (había un gran cansancio en esta pregunta de mi madre).

—No: ya hice mis operaciones del tanto por ciento, (le respondí como justificándome, como pidiéndole perdón por aquello).

—Entonces te puedes ir a la cama.

Me levanté de un salto, me hubiera levantado de todas maneras. Cuando fui a besarla, mi madre me retuvo en sus brazos. No me apretó, pero yo sentí que quería hacerlo. Sus labios estaban secos y se movían con movimiento trémulo.

Y cuando me alejaba con la cabeza un poco gacha, le oí una frase dirigida a mi abuelo cuyo sentido no alcancé «Mejor nos levantamos, ¿no te parece? Si fuéramos cuatro… pero no somos más que tres a la mesa.»

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Cabeza de mujer, óleo sobre tela.

II

Contiguo a mi cuarto, un saloncito tapizado en verde servía para menesteres muy caseros. Allí cosía mi madre por las tardes, allí mi abuelo se arrellanaba en una butaca roja y allí jugaba yo algunas tardes en que la lluvia me impedía hacerlo en el parque. Las visitas nunca tenían acceso al salón. Cuando mi prima Nancy nos iba a visitar, ya sabía yo donde encontrar a mi abuelo. «Estoy aquí por no tener que hablar con ella, me decía, y no es que sea mala: es que me marea con su charla».

Sentí los pasos de mi madre despertando la nube de polvo de la alfombra del saloncito. No pude resistir al deseo: tenía puesto el pantalón del pijama, y, desnudo de la cintura para arriba, me olvidé del saco para mirar por el hueco de la cerradura. Estaba seguro de que algo ocurría y el no saberlo concretamente me traía inquieto y preocupado.

La vi caminar de un lado para otro con paso no muy rápido, pero con más prisa de la que ella acostumbraba a andar. Era mi madre muy majestuosa en sus movimientos y muy contenida en sus experiencias. Tenía los ojos negros, grandes y un tanto adormilados. Era alta, de talle muy reducido y sonrisa tierna. Cada vez que me hallaba lejos de ella, la imaginaba sonriendo. Se le abrían las comisuras de los labios, se le iluminaban los ojos y una mezcla de ingenuidad y de alegría infantil le bailaba en ese instante por la mirada. Siempre que la recuerdo lo hago así, dibujándola dentro de mí como una criolla de rasgos muy antiguos, dispuesta graciosamente a irle al encuentro a los demás, cariñosa con la familia y los amigos, pronta a entregarse al egoísmo ajeno sin considerar siquiera el sacrificio propio; tan dulce, tan suave y tan hermosa que aún hoy me gustaría pasarme las horas mirándola.

Nunca me pareció tan bella como aquella noche. El dolor la dignificaba, una sombra de extraordinaria belleza que se le copiaba en la piel, en las ojeras negras y en la frente. Apretaba una camisa de mi padre contra su pecho. ¡Mi padre! ¿Sería mi padre el objeto del problema?

Se detuvo. Después se apretó las sienes con la mano derecha, sosteniendo la camisa con la izquierda. Era como si tuviera una horrible jaqueca de la que sólo se aliviara frotándose la mano con los dedos. Luego hizo un gesto como queriendo apartar de sí una honda preocupación y lanzó un suspiro al caer sentada en la butaca de mi abuelo.

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Mujer con florero, óleo sobre tabla.

Durante unos segundos no se movió. Permanecía quieta con las manos apoyadas en los brazos de la butaca, los párpados cerrados, la respiración ansiosa. Levantó la pierna derecha para apoyarla en el escabel. Luego abrió los ojos. Una lágrima, una sola, le empezó a correr por la mejilla. Echó entonces la cabeza hacia atrás, repitiendo el gesto de ahuyentar de sí aquello que la torturaba, y tomó la aguja y el hilo que tenía en la cesta de coser. Comprendí que iba a pegar un botón a la camisa de mi padre.

Era tan firme, tan serena, que no tembló al enhebrar la aguja. Lo hizo tranquilamente, deteniéndose un segundo, supongo que para calmarse antes de empezar su operación. Observé que se entregaba a su tarea muy afanosa de concentrarse en ella. Había metido la mano izquierda por dentro de la camisa y de pronto noté que una especie de bienestar la iba invadiendo.

Desarrugó el ceño dejando escapar un suspiro de alivio. Vi como sus dedos acariciaban la camisa, vi cómo dejaba la aguja introducida en uno de los huecos del botón, para acercar la prenda de vestir a su pecho. ¿Por qué mi madre acariciaba la camisa de mi padre? ¿Por qué se ruborizaba como si estuviera recordando algo a medias vergonzoso y a medias encantador?

No lo entendía. Pero lo cierto era que ella, en un segundo, había cambiado de actitud. Ahora levantaba los ojos hacia el techo, se le dibujaba una sonrisa muy tenue en los labios, el busto se le erguía otra vez y respiraba con calma nuevamente. Ya no apretaba la camisa. La había puesto en su regazo para mirarla con ternura, con verdadero amor, mientras repasaba con sus manos el cuello, las mangas y el resto de la tela.

Inclinó la cabeza y yo no pude ver lo que hacía, pero creí que la besaba con unción, como si fuera una imagen sagrada. Después volvió a levantarla conteniendo un poco la respiración, como si se hubiera impregnado del olor de la camisa y estuviera sorbiéndolo lentamente.

Súbitamente, empezó a llorar. No puedo precisar cómo ocurrió aquella transición. En vez de acariciar la camisa, la estrujaba, como preguntándose por qué no había nadie dentro. No sé expresarlo con palabras, pero tuve la sensación de que sólo entonces mi madre se había dado cuenta de que la camisa estaba vacía, de que mi padre no la estaba usando, de que la prenda de vestir era una huella del ausente y no su viva presencia.

Llorando desesperada la encontró mi abuelo. Mi abuelo ignoraba el arte de consolar. Se ponía tan contrito con las desgracias de los que amaba, que las compartía por entero. Estuvo a punto de imitarla y de echarse a llorar con ella, pero se repuso reaccionando con valor.

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Mujer, óleo sobre lienzo.

No le dijo nada. No le pudo decir nada. Se acercó muy sigiloso, como si las lágrimas de su hija fueran sagradas, como si se diera cuenta de que a ella no le agradaría que la sorprendieran llorando, y le puso la mano en la cabeza. Le acarició el cabello con cierta timidez, como lo haría un padre en la cuna de su niña dormida.

No tenía reloj en mi cuarto. Pero calculo que se pasarían así —ella llorando y él acariciándole la cabeza— más de diez minutos, quizás veinte. Jamás olvidaré esa estampa dolorosa: mi madre, mi madre tan segura como una columna, tan valiente, tan dispuesta siempre a infundirme valor, convertida en una chiquilla indefensa, en una pobre criatura que solloza sin consuelo mientras su padre trata de acariciarla.

Pero entre sus lágrimas asomó una sonrisa. Una sonrisa que no le había visto nunca y que no le volví a ver jamás: una sonrisa de leve sarcasmo. Y miró a mi abuelo con una mezcla de dulzura y tristeza mientras le iba diciendo:

—¿Qué te parece? ¡Cómo cambian los tiempos eh!

Entonces él se atrevió a hablar. Pero tampoco lo hizo en su tono acostumbrado. Sin entereza, sin gravedad, tratando de convencerse a sí mismo más que de convencerla a ella, le replicó inseguro:

—No te preocupes, hija mía, todo se arreglará. La vida es así: algo complicada. Y te juro que lo voy a convencer. ¡No, no te alarmes, a la fuerza nunca! Pero yo también tengo mis ideas. Ya verás, todo lo que tienes que hacer es tranquilizarte. Tu hijo se va a dar cuenta… Hoy en la mesa había una atmósfera… No me gustó eso. A los hijos hay que darles a entender que la familia siempre es feliz, que marcha muy bien… Vamos, vete a descansar. Te lo prometo: mañana seremos cuatro a la mesa…

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Payaso con cuello blanco, aguada.

III

Tardé mucho en dormirme. Mi angustia había alcanzado el punto máximo de su intensidad. Daba vueltas en la cama, trataba de acomodar los brazos debajo de la almohada y las piernas debajo de la sábana, pero no podía. Sentí un vago malestar en el hombro derecho seguido de una picazón fuerte en la espalda. Apagué y encendí la luz varias veces, tratando de entretenerme un poco para que se me pasara mi estado de ánimo febril, pero todo fue en vano. Mientras más trataba de distraerme, más me acordaba del silencio de la comida, del llanto de mi madre, de la extraña escena que había presenciado con la camisa de mi padre, de la entrada silenciosa de mi abuelo y de aquellas lágrimas incontenibles que ella había vertido después.

¡Dios mío! Algo horrible estaba sucediendo. Muchos años más tarde, he comprobado que las peores ocurrencias son las que transcurren así, en el silencio hondo de una atmósfera irrespirable. Intenté cerrar los ojos miles de veces. Pero ellos volvían a abrirse sin hacer caso de mi voluntad. ¡Dios mío! Acaban de dar las dos de la mañana en el reloj del saloncito. ¡Las dos! Nunca me había dormido tan tarde. En aquella época, las horas de la madrugada eran para mí horas que no existían, horas que estaban más allá del tiempo y que yo conocía sólo teóricamente, porque las había oído nombrar, pero que jamás me encontraban despierto. El hecho de «sentirme» a las dos de la mañana, de saberme en ese momento, me produjo una sensación muy singular. Es raro que en los niños las impresiones se produzcan muchas veces de esta manera: no tiene nada de extraño que alguien esté despierto a las dos de la mañana. Para mí, la vivencia de esa hora fue espantosa.

Comprendí que era el instante de los desesperados, de los solitarios, de los que se quedan a la zaga del sueño de los demás con el fardo insoportable de su angustia. Comprendí que hay un segundo, uno sólo, en que no existe más que el hombre confundido con su propio llanto, mezclado a él como si las lágrimas fueran un muro intraspasable que le impide el sosiego, la calma, la dicha de vivir.

Lúcido y a la vez confuso, mi insomnio me sumía en una especie de agitado sopor. No podía dormirme, pero tampoco estaba completamente despierto. La imagen de mi madre se me confundía con la de mi prima Nancy; la imagen de mi prima Nancy se me confundía con la de mi abuelo; la imagen de mi abuelo se me confundía con la de Alfredo, la de Alfredo con la de mi padre, y veía, en rápida y espantosa sucesión, desfilar por mi mente los cubiertos de plata, el mantel, los pasteles, los libros que llevaba al colegio, el rostro de un profesor, la sangre que me había manado del dedo índice la mañana en que me herí en el patio de la casa de mi tío Raúl, el andar cimbreado e incitante de la muchachita que trabajaba como criada de manos en casa de los Armas, que vivían enfrente.

Recuerdo que me llevaba las manos a la cabeza mesándome los cabellos, que tan pronto me ponía boca abajo como boca arriba, que me mordía las uñas y apretaba los puños como si alguien desconocido me estuviera infligiendo una tortura insoportable. La luz que entraba por las ventanas se me hacía multicolor. El zumbido de un mosquito que volaba por la habitación llegó a desesperarme de tal manera, que no paré hasta matarlo. El cosquilleo que sentía por todo el cuerpo me recorría incesantemente las piernas y los muslos, llegando a concentrarse en mis pies. Fue entonces cuando me levanté, decidido a dar vueltas por el cuarto como un loco, para ver si me rendía de cansancio.

Fue buena la fórmula. Caí nuevamente en el lecho casi desplomándome, como un cuerpo muerto al que la fuerza de la gravedad postra, en quietud. Creo que mi primer sueño fue pesado, pues de él no recuerdo nada. Pero después tuve la sensación de ir emergiendo, como si me hallara en lo profundo de un pozo y tuviera que salir de él. La ascensión se verificaba lentamente. Una nube de aire concentrado me elevaba poco a poco y cierto bienestar me invadía al regresar de una región de la cual ni memoria conservaba.

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Pareja de bailarines, técnica mixta sobre papel.

Ya en esta fase de mi sueño, se me presentó una aparición. De pronto me vi en la ladera de una colina sentado en una roca. Lo que recuerdo del paisaje es que era uniforme. No veía más que una llanura inmensa, de un color muy parecido al de la tierra seca, que no es el rojo ni tampoco el amarillo, pero que más semeja el segundo que el primero.

La aparición se encontraba al lado mío. No sé cómo llegó. Nunca supe en la forma en que se marchó. Lo más interesante que tiene un sueño es que sólo recordamos un fragmento de él: es probable que la totalidad del sueño sea un secreto maravilloso, una incógnita que al despejarse nos brinda un bálsamo definitivo. Lo misterioso del sueño es que sólo nos ofrece un momento de él, momento sin antecedente ni consecuente, aunque muchas veces estructurado y lógico en sí mismo.

Era un hombre el que estaba al lado mío. Un hombre viejo, de luenga barba blanca, cuyo semblante me pareció conocido. Aquel llevaba un cofre en la mano. Sin mover los músculos de la cara, sin dar un solo paso, sin hacer un gesto ni un movimiento, me dijo, envuelto como estaba en una capa azul que despedía una luz extraña:

—Dime lo que quieres. De cualquier manera serás complacido. Se complace siempre al testigo, al testigo doloroso. Eso es lo que hace falta en el mundo: abundancia de testigos dolorosos. Los testigos ya no sufren: vigilan fríamente, atentos al ritmo del drama, no penetrados de su tragedia.

No entendí el sentido de sus palabras. Pero parecía un hombre poderoso y me había dicho que le pidiera algo.

—Quiero que mañana seamos cuatro en la mesa.

—Serás complacido.

Y se esfumó. En ese momento, me desperté.

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Payaso, óleo sobre tabla.

IV

No me extrañó nada ver a mi padre al día siguiente, un poco desmejorado, inclinarse para besarme cuando llegué al comedor. Mi madre sonreía radiante. Mi abuelo se mostraba complacido. La comida discurrió tranquilamente, y advertí en el ánimo de los tres que intentaban suprimirle su carácter extraordinario para que yo no me percatara de la crisis que había atravesado la familia.

Al final, a la hora del postre, entró Alfredo con el pastel, otra vez servido en la bandeja. Volví a contemplarlo pasmado, volvió mi abuelo a reprenderme y al mirar a mi abuelo y a Alfredo, estuve a punto de desmayarme. La figura del hombre que había visto en la aparición era la figura de mi abuelo superpuesta a la de Alfredo. Procuré contenerme, y alcé los ojos interrogando al criado:

—¿Es de manzanas, Alfredo?

—No señorito, es de almendras.

fin

ENLACES RELACIONADOS

Ángel Gaztelu. Poemas.

Aproximación a la revista «Orígenes».

Fina García Marruz. “Los Rembrandt de L’Hermitage”. Poemas.

Los inmorales (Carlos Loveira).

Pintura preferida: Vieira da Silva y Balthasar Balthus (José Lezama Lima).

Aquí comienzan los doce signos del zodíaco. Poemas (Eliseo Diego).

Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX) José Lezama Lima. Texto íntegro.

Dualidad y síntesis en Ortega (Jorge Mañach). Texto íntegro.

Ibsen, la mujer y un lienzo de Munch.

Ibsen. «Un enemigo del pueblo». Película.

Doce signos del zodíaco. Poemas (Eliseo Diego).

Fina García Marruz. «Los Rembrandt de L’Hermitage».

El conflicto (Virgilio Piñera). Cuento íntegro.

El secreto de Kafka (Virgilio Piñera). Texto íntegro.

Librería Isla. Mi librería… ¡Adiós!


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