UN REGALO DE NAVIDAD EN EL CHAPARRAL

«… y una Nochebuena lo mataré».

Para la literatura, la Navidad ha sido, desde siempre, un tema que ofrece historias muy variadas; pues, aunque la tendencia de los autores es la de resaltar los valores universales, no siempre vence el absolutismo que otorga al Bien la victoria sobre el Mal. No siempre vence el tradicionalismo cristiano. En la literatura navideña, el relativismo moral también encuentra su espacio, como sucede en Un regalo de Navidad en el chaparral, cuento que aquí les dejo como bocadito del festín que nos ofrece el libro que hoy les recomiendo.

Un regalo de Navidad en el chaparral se publicó en 1903 en la Ainslee′s Magazine. William Sydney Porter (1862-1910) —O. Henry—, quien ha sido reconocido como uno de los mejores cuentistas de su país, escribió una historia navideña que acontece en el Lejano Oeste, cuya trama se enreda en un lío de faldas, y que tiene casi todos los ingredientes de un wéstern.

Cuentos de Navidad es una espectacular antología que reúne 38 cuentos. El volumen recoge obras de la literatura mediterránea, eslava, nórdica, germánica y anglosajona —al final de la narración les dejo la relación de autores presentes en la edición—. En su reseña, la editorial señala que el libro «abarca dos siglos de literatura navideña desde los ángulos más distintos y con las más diversas intenciones». Y así es. Ahora les dejo con Un regalo de Navidad en el chaparral.

UN REGALO DE NAVIDAD EN EL CHAPARRAL
O. HENRY
Traducido por Miguel Temprano García.

La causa originaria del conflicto tardó veinte años en crecer.

Pasado ese tiempo se vio que la espera había valido la pena.

Todos los que vivían a menos de setenta y cinco kilómetros del rancho Sundown habían oído hablar de ella. Tenía una espesa melena, un par de ojos castaños muy francos y una risa que resonaba por la pradera como el eco de un riachuelo. Se llamaba Rosita McMullen y era la hija del viejo McMullen del rancho de ovejas Sundown.

Dos pretendientes llegaron a lomos de dos caballos roanos —o, para ser más explícitos, en un alazán comido por las pulgas—. Uno era Madison Lane y el otro Frio Kid. Aunque en esa época nadie lo llamaba así, pues aún no se había ganado los honores de dicho título. Era solamente Johnny McRoy.

Que nadie vaya a pensar que eran los únicos admiradores de la hermosa Rosita. Los broncos de al menos otra docena mascaban el bocado en el largo amarradero del rancho Sundown. En aquellos herbazales había muchos ojos de cordero que no pertenecían a los rebaños de Dan McMullen. Pero de todos esos caballeros, los que llegaron más lejos fueron Madison Lane y Johnny McRoy, así que vale la pena contarlo.

Madison Lane, un joven ganadero de la región de Nueces, ganó la carrera. Se casó con Rosita un día de Navidad. Armados, joviales, vocingleros y generosos, los vaqueros y los ovejeros dejaron de lado sus rencillas hereditarias y se unieron para celebrar la ocasión.

El rancho Sundown refulgía con las bromas, el estampido de los revólveres, el resplandor de las hebillas, los ojos brillantes y las francas felicitaciones de los ganaderos.

Pero, cuando el festejo nupcial estaba en su apogeo, apareció Johnny McRoy, devorado por los celos como un poseso.

—¡Yo te daré regalo de Navidad! —gritó con voz chillona, en la puerta con el Colt 45 en la mano. Ya entonces tenía reputación de buen tirador.

La primera bala le arrancó a Madison Lane el lóbulo de la oreja derecha. El tambor del revólver se desplazó más de dos centímetros. El siguiente disparo había sido para la novia si Carson, un ovejero, no hubiese tenido el ánimo con el gatillo bien engrasado y a punto. Los revólveres de los invitados estaban en sus cintos colgados de unos clavos de la pared a modo de concesión al buen gusto. Pero Carson, con gran rapidez, le lanzó el plato de venado asado y frijoles a McRoy y le hizo fallar el tiro. Por eso la segunda bala tan sólo hizo pedazos los blancos pétalos de una flor de yuca que colgaba a unos centímetros de la cabeza de Rosita.

Los invitados volcaron las sillas y saltaron a por sus armas. Dispararle al novio y a la novia en una boda se consideraba de mala educación. En menos de seis segundos más de veinte balas silbaron apuntando al señor McRoy.

—La próxima vez no fallaré —gritó Johnny—, y habrá una próxima vez.

Y salió por la puerta.

Carson, el ovejero, decidido, después de su éxito al lanzar el plato, a lograr nuevas hazañas, fue el primero en llegar a la puerta. Lo mató un balazo que McRoy disparó desde la oscuridad.

Los ganaderos salieron en su busca clamando venganza, pues, aunque la muerte de un ovejero más de una vez ha quedado sin castigo, en este caso era una evidente fechoría. Carson era inocente; no había participado en la ceremonia de la boda y nadie le había oído decir: «Un día es un día» a los invitados.

Pero su venganza no llegó a cumplirse. McRoy huyó al galope en su caballo a ocultarse en el chaparral, sin dejar de proferir amenazas y maldiciones.

Esa noche nació Frio Kid. Se convirtió en el bandido de aquella parte del estado. El rechazo de la señorita McMullen hizo de él un hombre peligroso. Cuando unos oficiales fueron a buscarle por la muerte de Carson, mató a dos de ellos y empezó a llevar vida de forajido. Llegó a ser un excelente tirador con ambas manos. Se presentaba en los pueblos y en los asentamientos, buscaba pelea a la menor ocasión, mataba a alguien y se burlaba de los agentes de la ley. Era tan frío, tan mortífero, tan rápido y estaba tan sediento de sangre que apenas se hicieron intentos por capturarle. Cuando por fin lo mató de un tiro un mexicano manco, que a su vez estaba casi muerto de miedo, Frio Kid tenía la muerte de dieciocho personas sobre su conciencia. A casi la mitad los mató en duelo leal porque era más rápido al desenfundar. A los demás los asesinó por pura insidia y crueldad.

En las fronteras se cuentan muchas historias sobre su valor osadía. Pero no era de esos bandidos que a veces son nobles e incluso generosos. Dicen que nunca tuvo piedad con quien fuese el objetivo de su ira. Sin embargo, en esta y en todas las navidades conviene tener fe, si es posible, en cualquier resquicio de bondad que pueda quedar en los demás. Y, si alguna vez Frio Kid tuvo un gesto de bondad o sintió un impulso de generosidad en su corazón, fue en esa época del año. He aquí cómo ocurrió.

Quien sea desdichado en amores no debería respirar el aroma de las flores de la retama. Aviva peligrosamente la memoria.

Un mes de diciembre, en la región de Frio, había una mata de retama en flor, pues el invierno había sido tan cálido como la primavera. Por allí pasaron a caballo Frio Kid y su cómplice y secuaz Frank el mexicano. Kid tiró de las riendas de su mustang y se sentó en la silla, sombrío y pensativo. El dulce y profundo aroma le tocó por debajo del hielo y el hierro.

—No sé en qué habré estado pensando, Mex —observó con la misma voz suave de costumbre—, pero había olvidado que tengo que hacer un regalo de Navidad. Mañana por la noche voy a matar a Madison Lane en su propia casa. Me quitó a mi chica. Rosita no me habría despreciado si no se hubiese entrometido, no sé cómo he podido olvidarlo hasta ahora.

—Diablos, Kid —dijo el mexicano—, no digas tonterías. Sabes que no podemos acercarnos ni a un kilómetro de casa de Lana mañana por la noche. Anteayer vi al viejo Allen y me contó que Mad va a celebrar una fiesta navideña. ¿Recuerdas el tiroteo que organizaste el día de su boda y cómo le amenazaste? ¿Es que no crees que Mad tendrá los ojos bien abiertos por si aparece cierto individuo llamado Frio Kid? Me aburres cuando dices cosas así, Kid.

—Voy a ir a la fiesta de Navidad de Madison Lane —repitió sin acalorarse Frio Kid— y lo voy a matar. Tendría que haberlo hecho hace mucho. Caray, Mex, hace solo dos semanas soñé que Rosita se había casado conmigo y no con él; y que estábamos viviendo en una casa, y me sonreía. Qué demonios, Mex, me la quitó y pienso quitarle la vida, sí, señor, me la quitó una Nochebuena y una Nochebuena lo mataré.

—Hay otras formas de suicidarse —le aconsejó el mexicano—. ¿Por qué no te entregas al sheriff?

—Lo voy a matar —insistió Kid.

El día de Nochebuena hizo tan buen tiempo como en abril. Tal vez se notase en el aire la escarcha lejana, pero era un cosquilleo como el del agua de Selz, vagamente perfumado con las últimas flores de la pradera y el zacate.

Cuando cayó la noche, los cinco o seis salones del rancho estaban iluminados. En uno de ellos se hallaba el árbol de Navidad, pues los Lane tenían un crío de tres años, y esperaban a más de una docena de invitados de los ranchos cercanos.

A medianoche, Madison Lane llamó aparte a Jim Belcher y a otros tres vaqueros empleados en su rancho.

—Bueno, muchachos —dijo Lane—, tened los ojos abiertos. Haced rondas en torno a la casa y vigilad bien la carretera. Todos conocéis a Frio Kid, como le llaman ahora; si lo veis disparadle sin preguntar. No temo que venga, pero Rosita sí. Todas las navidades desde que nos casamos teme que venga a por nosotros.

Los invitados habían llegado en carromato y a caballo y se fueron acomodando.

La velada resultó muy agradable. Los invitados disfrutaron y elogiaron la excelente cena que había preparado Rosita y luego los hombres se dispersaron en grupos por los salones o salieron a charlar y fumar en la amplia veranda.

El árbol de Navidad, por supuesto, hizo las delicias de los niños, que sobre todo se alegraron cuando se presentó Santa Claus en persona con una magnífica barba blanca y empezó a repartir regalos.

—Es mi papá —anunció Billy Sampson, que tenía seis años—. Conozco ese disfraz.

Berkly, un ovejero, antiguo amigo de Lane, abordó a Rosita cuando pasaba a su lado por la veranda, donde se había sentado a fumar.

—Bueno, señora Lane —dijo—, supongo que estas navidades ya se le habrá pasado el miedo que le tenía al tal McRoy, ¿no? Madison y yo hemos estado hablando de él.

—Casi —respondió Rosita, con una sonrisa—, aunque a veces todavía me pongo nerviosa. Nunca olvidaré esa espantosa ocasión en que por poco nos mata.

—Es el bandido más despiadado del mundo —exclamó Berkly—. Los ciudadanos que vivimos cerca de la frontera deberíamos salir a cazarlo como a un lobo.

—Ha cometido crímenes horribles —dijo Rosita—, pero… no sé… Creo que todo el mundo tiene algo bueno. No siempre fue tan malo… de eso estoy segura.

Rosita volvió hacia el pasillo y se cruzó con Santa Claus, que llegaba con su barba y sus pieles.

—Ahora mismo iba a echar mano al bolsillo para darle un regalo de Navidad a su marido. Pero he preferido dejarle uno a usted. Está en el cuarto de la derecha.

—Oh, gracias, amable Santa Claus —dijo Rosita muy alegre.

Rosita entró y Santa Claus salió al corral, donde corría aire más fresco.

En la habitación solo encontró a Madison.

—¿Dónde está el regalo que me ha dejado Santa Claus?

—No he visto ningún regalo —dijo riendo su marido—, a no ser que se refiriese a mí.

Al día siguiente, Gabriel Radd, el capataz del rancho X O, pasó por la oficina de correos de Loma Alta.

—Bueno, parece que Frio Kid ha recibido por fin su dosis de plomo —le dijo al cartero.

—¿Ah, sí? ¿Cómo ha sido?

—¡Lo ha matado uno de los pastores mexicanos del viejo Sánchez! ¿Te lo puedes creer? ¡Frio Kid muerto a manos de un pastor de ovejas! Lo vio pasar por delante de su campamento anoche a las doce, y se asustó tanto que cogió un Winchester y le pegó un tiro. Lo raro es que Kid llevaba una barba de angora y un disfraz de Santa Claus. ¡Imagínate a Frio Kid haciendo de Santa!

Nota: Autores presentes en «Cuentos de Navidad»: Jacob y Wilhem Grimm, E.T.A. Hoffmann, Nathaniel Hawthorne, Hans Christian Andersen, Fiódor M. Dostoievski, Charles Dickens, Theodor Storm, Bret Harte, Zacharias Topelius, Alphonse Daudet, Anthony Trollope, Guy de Maupassant, August Strindberg, Nikolái S. Leskov, Robert Louis Stevenson, Amalie Skram, Antón P. Chéjov, Thomas Hardy, Gustav Wied, Sarah Orne Jewett, Arthur Conan Doyle, Léon Bloy, Wladyslaw Reymont, Clarín, Saki, Ramón María del Valle Inclán, Grazia Deledda, O. Henry, G. K. Chesterton, James Joyce, Emilia Pardo Bazán, Dylan Thomas, Ray Bradbury, Dino Buzzati, Truman Capote, Paul Auster.

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