GIORGIO DE CHIRICO
«¿Y qué amaré, si no lo que es enigma?»
Nietzsche
El contemplador, óleo sobre tela, 1976.
Giorgio de Chirico (1888-1978), teatral y poético, anula toda posibilidad de una lectura lineal de sus obras al conceder a su arte la magia que encierra toda incógnita. De Chirico crea un universo simbólico envuelto por la luz mediterránea y construye escenografías pintadas instalando en ellas a actores congelados en posturas teatrales. No hay pasión en los gestos de las figuras que posan. No se produce charla alguna entre la imagen y quien la contempla.
La obra de De Chirico no es narrativa, sino alegórica; por eso, el espectador se ve retado a descifrar los elementos que se le muestran de forma tan ordenada. El pintor, generoso, nos da una pista, nos enseña una carta que queda atrapada en nuestro subconsciente con sólo que posemos la vista en un cuadro. Se trata de un dato sin el cual es imposible toda interpretación. Esa señal tiene que ver con el hombre. El hombre es el eje sobre el que gira su tiovivo de maniquíes sin rostro, bañistas, gladiadores, petos y yelmos medievales, plazas renacentistas, esculturas griegas, torres romanas, trenes en marcha… Es el hombre, el hombre en un tiempo sin tiempo de caducidad.
El enigma de una tarde de otoño, óleo sobre lienzo, 1910.
El cuadro titulado El enigma de una tarde de otoño da comienzo a una obra envuelta en una aureola misteriosa que los historiadores del arte han denominado «pintura metafísica». Pintado en Florencia, el cuadro está inspirado en una revelación del artista. De Chirico contaba que sentado en un banco de la plaza representada en el lienzo tuvo «la extraña sensación de verlo todo por primera vez». En el cuadro aparecen la fachada de la basílica de la Santa Cruz, dos figuras abrazadas y alicaídas, la estatua de Dante y un muro de ladrillos que deja ver el palo de una barca de vela. De esta obra nace la colección de explanadas imposibles de ubicar: las Plazas de Italia, colección progenitora de la serie Interiores metafísicos.
Un nuevo género subió a los altares del arte del siglo XX de la mano de De Chirico. Paul Delvaux es un buen ejemplo de la influencia que tuvo la pintura metafísica, también conocida como onírica, en los artistas de su época.
El canto de amor, óleo sobre lienzo, 1914.
El arte de De Chirico es ordenado, pensado. Nada es trivial en su obra. Y, sin embargo, a pesar de la perspectiva y del trazo definido, que permiten identificar cada elemento del conjunto, se nos muestra una historia que parece no tener lógica alguna. Se mezclan los tiempos de forma que no puedes identificar ni espacio, ni lugar. Los muebles se exponen en pleno campo y el campo se acomoda en los salones. En una playa, donde la arena y el mar conversan, encuentras objetos que desconciertan. Por el horizonte de las plazas renacentistas y dormidas pasan trenes veloces. Un cuadro encierra otro cuadro que lo contradice… Son enigmas que debemos descifrar. Enigmas en imágenes luminosas, de paleta viva.
La clave del acertijo está en recordar que la interpretación del lienzo depende de los ojos que lo contemplen, de las asociaciones que realice la mente del espectador.
La mañana angustiosa, óleo sobre lienzo, 1912.
Las figuras humanas posan en un ambiente concebido con objetos antiguos y modernos. Así crea el pintor la atmósfera que se suele definir como «onírica». Sin embargo, no creo que la intención de su arte esté vinculada a los sueños, quizás sea porque mis sueños no son razonados y fluyen sin concierto.
En De Chirico veo la intención clara de proponernos que entremos en el laberinto por él construido de forma consciente. La sensación de atemporalidad tiene, para mí, la siguiente interpretación: el hombre es un ser acumulativo, en él se almacena la historia.
Es en el hombre donde se manifiesta el tiempo. Él es la suma de todo lo andado, de las guerras ganadas y perdidas, de los logros y de los fracasos de sus antepasados. Es el hombre el causante de todos los hechos, de todas las cosas, de esa variopinta serie de objetos que De Chirico nos muestra en un mismo espacio de forma clara —dibujados con absoluta precisión—, cosas que nada tienen que ver entre sí si las analizamos cronológicamente. Sin embargo, el resultado final es una composición armónica. Lo es si observamos lo expuesto como resultado del pensamiento razonado y de la mano del hombre.
Las escenografías de De Chirico simbolizan la historia de la humanidad. La vida no se destruye, se acumula en el ser humano. Maniquíes, trovadores, arqueólogos… somos nosotros y los que nos heredarán. Es así como interpreto su pintura.
El nadador en el baño misterioso, óleo sobre lienzo, 1974.
La obra de De Chirico se divide en varios temas: Retratos y autorretratos —este género lo trabajó toda su vida—, Plazas de Italia (1910-1915), Interiores metafísicos (1915-1918), Mundo clásico y gladiadores (a partir de 1927), Baños misteriosos (a partir de 1934) e Historia y naturaleza (a partir de 1940).
Las creaciones de De Chirico no son de las que encandilan el alma en un primer vistazo, son de las que desconciertan, de las que dan prioridad a la reflexión sobre la emoción. Me enfrento a sus cuadros como si estuviese delante de escenografías teatrales, como una función a la que le falta el texto. Y siento que soy yo, como espectadora, la que debe escribir el guion a partir de lo interpretado. Pienso, «si hay libreto hay función, debo completar la obra».
Sol sobre el caballete, óleo sobre lienzo, 1972.
Enigma, metafísica, sueño… son conceptos utilizados para definir el arte de De Chirico, el puzzle confeccionado con objetos atornillados a silenciosos y sombreados espacios.
La pintura de De Chirico se aleja del arte renacentista y barroco. No es narrativa. Su obra es abierta y ofrece múltiples interpretaciones.
Los elementos y las figuras que crean el «caos» en el lienzo muestran su capacidad infinita de mutación. Encarnan el sueño que se mantiene vivo en el hombre —la evolución—. Son imperecederos, a pesar del látigo del tiempo que pretende destruirlos y que sólo consigue transformarlos.
Visión metafísica de Nueva York, óleo sobre lienzo, 1975.
¿Qué puede humanizar al maniquí sin rostro, si no es la mirada de quien lo examina? ¿A quién quiere provocar el pintor si no es a quien contempla su obra?
¿Quién, si no el hombre contemporáneo, el que en ese instante está frente a esa plaza dormida y renacentista, que retumba al paso de un veloz tranvía, puede descifrar los símbolos de De Chirico?
¿Quién, si no tú, espectador, puede darle una historia a sus cuadros?
La incertidumbre del poeta, óleo sobre lienzo, 1913.
De Chirico y Paul Delvaux son para mí directores de escenas pintadas, constructores de un lenguaje teatral en imágenes. Ambos levantan escenarios con su paleta de colores para que el espectador complete la dramaturgia. Ambos coinciden en ofrecernos un cuadro armado de rarezas.
Si me preguntaran qué nombres del mundo del teatro me vienen a la mente cuando contemplo los lienzos de estos dos artistas nombraría a Bertolt Brecht (1898-1956) y a Vsévolod Meryerhold (1874-1940).
Si me preguntaran por qué, diría que, fundamentalmente, porque las tesis de ambos, tanto las del dramaturgo alemán como las del director de escena ruso, tenían como finalidad sacar de las mullidas butacas al público. ¿Cómo? Haciéndolo pensar, incorporándolo a la dramatización. El público, hasta entonces pasivo, se vio obligado a fijarse en lo que sucedía en el escenario para poder interpretar las propuestas de Brecht y de Meryerhold. Y esto es lo que sucede con la pintura de De Chirico y de Paul Delvaux. Son cuadros que estimulan el razonamiento.
Muebles en el valle, óleo sobre lienzo, 1928.
La pintura espectáculo de De Chirico no responde a las características del teatro clásico. No hay medida de tiempo y de lugar, como no hay una acción definida. Por eso, el pintor está en sintonía con las tendencias experimentales del teatro de su tiempo.
Decía que las escenografías pintadas de De Chirico me recuerdan a Meyerhold, quien mantuvo siempre la necesidad de buscar alternativas al teatro naturalista y clásico defendido por Konstantín Stanislavski (1869-1938), su rival en los escenarios.
Héctor y Andrómaca, óleo sobre lienzo, 1912.
Meyerhold defendía el símbolo como instrumento necesario para despertar la fantasía del espectador. Frente al realismo psicológico y a una narración de hilo transversal, Meyerhold defendía la superioridad de la concepción plástica en el escenario, poniendo esta intención por delante, incluso, del papel del actor-divo. El director ruso levantó construcciones en los tablados, como lo hizo De Chirico en sus lienzos. Ambos, dramaturgo y pintor, acudieron a la imaginación creadora del público.
El incomprendido Meyerhold incorporó al teatro la biomecánica, definida por él como «la organización y geometrización del movimiento basado en el estudio profundo del cuerpo humano». Y subió acróbatas y bailarines a los tablados en un intento por recuperar la naturaleza del teatro primitivo.
El hombre, el hombre una y otra vez. El hombre como epicentro del universo, mutando, transformando el arte y descorriendo las cortinas que ocultan el inconsciente, por aquel entonces tan de moda debido a los trabajos de Sigmund Freud (1856-1939) y Carl Gustav Jung (1875-1961).
Autorretrato, óleo sobre lienzo, 1922.
Pero hay más puntos de contacto entre el arte de De Chirico y el teatro de su tiempo. De Chirico colaboró con el ballet ruso de Sergei Diaghilev (1872-1929) y conoció el trabajo del genial decorador León Bakst (1866-1924). Sus maniquíes recuerdan a las supermarionetas de Oskar Schlemmer (1888-1943), artista que, además de introducir el teatro en los talleres de la Bauhaus, creó un estilo que tuvo gancho en su tiempo: la geometrización del cuerpo humano —líneas, volúmenes, planos están presentes en la obra de De Chirico.
Otro ejemplo lo hallamos en el decorador checo Vratislav Hofman (1884-1964), quien fue un defensor de las leyes de la arquitectura en la puesta en escena —la construcción arquitectónica es una característica de la pintura de De Chirico.
El gran metafísico, óleo sobre lienzo, 1917.
Atrás han quedado el Romanticismo, el Realismo, el Naturalismo. Atrás se han quedado el arte catequista y la imagen descriptiva que ofrece la idea masticada. El siglo XX inicia nueva tendencia: la lucha por lo novedoso. Y ahí está De Chirico con sus decorados congelados y poéticos, con su ahistoricidad, con sus piezas bien dispuestas y dispares, con su «arte metafísico».
De Chirico pasó por diferentes etapas: neo-clasicista, neo-renacentista, neo-barroca, neo-realista. Pero, aunque la época metafísica se suscribe a su primer ciclo —las plazas italianas—, ese halo envolvente, que lo encumbró, no lo abandonó nunca.
Ofrenda a Júpiter, óleo sobre lienzo, 1971.
Geometría, volumen, simplificación de formas, luminosidad, orden en la composición, paleta animosa, construcción arquitectónica, mixtura de objetos cotidianos y clásicos… levantan escenografías donde estatuas, armaduras, maniquíes, gladiadores y bañistas, sumergidos en líneas zigzagueantes, posan a la espera de una interpretación de la escena visual.
Es, para mí, el arte de De Chirico un escenario abierto que aguarda, para ser completado, la participación del público. Puedes pasar frente a los cuadros y con vista rápida… seguir. Pero también puedes ir más allá y, como en el teatro de vanguardias, formar parte activa del espectáculo que nos ofrece su obra.
Gladiador en la arena, óleo sobre lienzo, 1975.
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