DE NOCHEBUENA A REYES
MATILDE, PERICO Y PERIQUÍN

¿Quiénes son Matilde, Perico y Periquín? Pues son los protagonistas de una serie radiofónica española que la SER emitió entre los años 1955 y 1977, año en el que fallece Pedro Pablo Ayuso, el actor que daba vida a Perico.

Hoy rescato una de las narraciones recogidas en el libro Matilde, Perico y Periquín, volumen que reúne varias de las historias de la familia pequeño burguesa que se afanaba por aparentar que tenía más de lo que poseía, aunque ya se encargaba Periquín, el hijo de cinco años, desenfado, ingenuo y travieso, de tirar por tierra los disimulos de sus padres.

De Nochebuena a Reyes es un relato divertido y es un viaje en el tiempo —como todos los capítulos de la serie—. De Nochebuena a Reyes nos abre la imaginación y nos introduce en una sociedad que ha desaparecido frente a nuestros ojos. Ya los hogares no son como los de Periquín. Sin embargo, las tradiciones navideñas, que encienden aún más el vivaz espíritu del personaje infantil, se mantienen vivas.

Cuando llega la Navidad hay una especie de tregua que nos hace más cercanos. Los villancicos siguen sonando y los alfajores, los turrones y los mazapanes no faltan en las mesas dispuestas a festejar la llegada de la Epifanía.

DE NOCHEBUENA A REYES

La Nochebuena, Periquín la pasó completamente feliz. Por la tarde había ido a comprar con sus padres el turrón y una gran bolsa de cascajo. Al cruzar la Plaza Mayor se detuvieron frente a un puesto de zambombas y panderetas. Periquín salió de allí armando tanto barullo, que bien valía por el de todos los pastores de Belén juntos. Ya en casa, ayudó a adornar la lámpara del comedor con bolas de colores y cintas con lentejuelas plateadas, que al moverse brillaban como si las estrellitas se hubieran colado de rondón para librarse del frío que apretaba fuera.

Al llegar sus tíos Ricardo y Manolita, para felicitarles las Pascuas, cantó unos villancicos, a grito pelado, con los primos, que eran de la piel del diablo. Cada uno iba por su lado, y faltó poco para que aquello terminase en una batalla campal, ya que Periquín se empeñó en que era así como se cantaba, aunque los otros decían que parecía que estaba echando un pregón en el mercado. Cuando se fueron, Periquín, que tenía un apetito capaz de comerse hasta los listones del bastidor del Nacimiento, comenzó a picar de cuanto había en la mesa. Hubo que precipitar la cena para que no la arrasara antes de hora.

La sopa de almendras estaba riquísima. Periquín acabó con sopa hasta la punta de la nariz. Con el besugo fue ya de chuparse los dedos. En lugar de pavo —que se guardaba para la gran solemnidad familiar—, Matilde sirvió unos muslos de pollo que a Periquín lo enloquecieron. Y cuando le llegó el turno al turrón, se lanzó sobre él dispuesto a devorarlo por kilos. Le apetecía de todas las clases, bien aderezado de peladillas, piñones, pastelillos de gloria… Hubo que detener sus ímpetus sin contemplaciones para que no cogiera una indigestión.

Después de la cena, sus padres hablaron de ir a la Misa del Gallo. Periquín se empeñó en acompañarlos; pero una hora antes, con el cansancio del ajetreo de aquel día, los ojillos se le caían de sueño. Acabaron cerrándosele y su madre tuvo que llevárselo en brazos desde el butacón del comedor, en donde se había quedado dormido con la pandereta en la mano; y con ella se despertó al día siguiente, ya que no hubo forma de arrancársela.

Hasta Perico había pasado una Navidad alegre, desde que Oswaldo, casi con un pie en el estribo para regresar a Barcelona, accedió al fin a recibirlo y gruñendo, para no dar del todo su brazo a torcer, aceptó sus explicaciones.

El día de Navidad era costumbre reunirse toda la familia. Pero la madre de Perico había ido a Sevilla a casa de unos sobrinos y decidieron trasladar la comida al primer día del año. Periquín se hartó de dulce y procuró hacer buen acopio de aguinaldos.

Por la tarde subió doña Asun. Matilde y Perico la obsequiaron con cuanto tenían. Comió de todo. Perico insistía:

—Vamos, doña Asun. Coma usted otro poco de guirlache.

—¡Ay, no! Sois muy amables. Pero ya he comido bastante.

—Un pastelito de gloria —ofreció Matilde.

—Si es que no puedo más.

—Esto se come sin sentir. Vamos, anímese.

—Si no se lo come, nos enfadamos —presionó Perico.

—¡Vaya por Dios! ¡Qué amable sois! En fin, lo tomaré para no desairaros.

Periquín todo era husmear, por si caía algo.

—Dame turrón, papá.

—¡Estás comiendo mucho!

—¡Qué va! Dame del de frutitas. Pero que coja de todos los colores, papá.

—Yo se lo daré, Perico —dijo Matilde, mientras empuñaba el cuchillo y se inclinaba sobre la bandeja—. Toma, hijo mío.

Periquín tomó aquello, lo miró desolado y exclamó:

—¡Esto es muy poco!

—¡No seas agonioso! —le reprochó su madre—. ¡Ya tienes bastante! ¡Te puede hacer daño!

—A doña Asun le decís que coma, y a mí no.

Doña Asun rio la gracia de Periquín.

—¡Qué salidas tiene este niño!

—¡Pero usted se está forrando, doña Asun! —y arrugaba el hocico en forma de embudo.

Perico le llamó la atención, amenazándole con echarle de allí si no se comportaba como un niño educado. Mientras, Matilde preguntaba obsequiosa con una botella en la mano:

—¿Otra copita, doña Asun?

—Por favor. No estoy acostumbrada a beber tanto.

—Le advierto que este anís es muy suave. ¡Hágale honor, doña Asun! No lo desprecie.

—¿Y si me pongo piripi? —los ojos de doña Asun centelleaban, divertidos de poder verla hacer una pillería a sus años.

—No se preocupe —contestó Perico, riendo—. Ya la bajaremos a su casa. Y si es muy grave la cosa, se acuesta aquí.

Las risas se generalizaron. A doña Asun le encantaba pensar que podía echar una canita al aire.

—Tendría gracia —y cogió la copita, que le habían llenado hasta los bordes—. En fin, un día es un día —se la llevó a los labios, metiendo la puntita de la lengua en el licor, golosamente—. ¡Qué cosa más rica! —bebió un poco, paladeándolo—. ¡Comprendo que haya borrachos!

—¿Qué tal pasó usted la Nochebuena?

—Pues, hijos, os lo podéis figurar. A mi edad, sin ningún exceso. Me tomé un platito de puré y una rajita de merluza. Y a las diez y media ya estaba en la cama.

—Nosotros, como salimos, nos acostamos cerca de las dos.

—Pero la cena fue bastante sencilla. Con su poquito de extraordinario, pero sencilla.

—¿No os habían regalado un pavo?

—Sí, mi suegra, como todos los años —afirmó Matilde—. Le hemos reservado para el día uno, que de nuevo estará ella en Madrid. En la cocina lo tenemos.

—A mí me dan mucha lástima —doña Asun se enternecía, no se sabía con certeza si porque se imaginaba manadas enteras de pavos descuartizados, mientras en la calle y en los hogares todo el mundo se felicitaba y se sentía satisfecho a costa de ellos, o porque el anís empapaba ya su sensibilidad casi hasta el llanto.

—A Matilde también le dan lástima…, pero le da lástima el no verlos en su plato —comentó Perico, con zumba.

—¡No digas eso, porque sabes que empiezo por no atreverme a matarlo! ¡Es algo que resulta superior a mis fuerzas, doña Asun!

—Pero haces subir a la portera para que lo mate ella y comértelo tú —insistió su marido.

Doña Asun.

Se oyó llamar a la puerta. Periquín tuvo que salir a abrir. Doña Asun preguntó por la chica.

—Le hemos dado permiso durante las fiestas, para que se reúna con sus padres.

—¿Otro poquito de mazapán? —Perico le alargaba un buen pedazo de una serpiente bien retorcida, que era una tentación.

—No, no. Ahora sí que de ninguna manera. Me haría daño.

Periquín regresó al comedor gritando por el pasillo:

—¡Mamá, mamá!

—¿Qué, rico?

—Que ya he abierto.

—¿Quién era?

—Un pobre.

—¿Un pobre? —exclamó Perico, pensando cómo sería posible que hubiese pobres en Navidad—. Llévale, llévale una barra de pan.

—Toma, hijo mío. Llévasela tú —Matilde se la alargaba con tal sentido del desprendimiento, que en lugar de una barra parecía que le estaba entregando una panadería—. Y antes de dárselo, le das un besito.

—¿Al pobre?

—No, hombre, no; al pan.

—Bueno, mamá —Periquín salió poseído de su papel de hijo de la Providencia—. Vuelvo enseguida.

—¡Ay, Jesús! Siempre ha habido gente necesitada —Doña Asun se lamentaba con verdadero dominio del oficio—. El otro día me encontré a una chica, bueno, a una mujer, que había servido en casa hasta que fue al matrimonio. Se ha quedado viuda y está pasando las de Caín…

—Sí, es cierto. ¿Quién no conoce alguna necesitada? —deploró Perico, alzando un poco el rostro, los ojos mirando ligeramente al cielo y los brazos abiertos, en actitud compasiva, como si estuviera posando para un «paso» de Semana Santa.

—Es verdad, Perico. Y si pudiéramos remediarlas todas…

Periquín volvió satisfecho.

—Ya se lo he dado, mamá.

—¿Qué te ha dicho?

—«Monín, que Dios te lo pague». Yo creo que quería dinero.

—¿Dinero? —interrogó Perico, indignado—. ¡El pan es el sustento de la vida, hijo mío!… ¿Para qué trabajamos? —Periquín se había quedado con la boca abierta—. ¿Para qué? —insistió su padre, y añadió con la rotundidad con que se afirman los más graves problemas—: ¡Para comer!

—Pues yo no trabajo, papá —apuntó Periquín, a quien acababa de asaltarle una pequeña duda.

—¡Pero ya trabajarás, ya trabajarás y sabrás lo que es bueno!

—¿Qué es un pobre, papá?

—Pues…, ya lo has visto. Un pobre… —Perico estaba en sus anchas—, un pobre es… un ser que necesita algo de sus semejantes.

—¿Es que no tiene nada, papá?

—Muy poco, hijo mío, muy poco. Por eso se les debe de ayudar —su mano se alzaba gloriosamente, como debió alzarse la de Santa Isabel de Hungría cuando los panes se le convirtieron en flores.

—¿Y se les ayuda con barras de pan?

—Pan o alguna otra cosa —aclaró Matilde.

—También se les da dinero, Periquín —añadió doña Asun.

—Aunque tiene sus peligros —Perico movía el dedo índice de la mano derecha sentenciosamente—. Lo cierto es que los niños buenos deben ser caritativos con los pobres —añadió, lanzado por el camino de la bondad como una bola de nieve por una ladera.

—Y a los Reyes Magos les gusta que sean así. ¿Serás tú siempre bueno con los pobres, Periquín?

—Sí, mamá.

—¡Qué rico es este niño! —Doña Asun se había contagiado de aquel generoso campeonato de virtud—. Muy revoltoso, pero con un corazón… Dame un besito, Periquín.

—No, eso no —y se echó hacia atrás para librarse del tal riesgo, fastidiado de que la gente se empeñara en besar a los niños a todas horas.

—Si es que me marcho, hombre.

—¿Dónde va usted, doña Asun? —preguntó Matilde.

—A felicitar a don Urbano.

—Es usted la persona más cumplida del vecindario. La acompañamos.

—Por mí no lo hagáis.

—Si pensábamos subir, de todas formas. Como es tan quisquilloso y ocurrió lo que ocurrió…

—Bien que me acuerdo. Menudo disgusto…

—Teníamos decidido subir nosotros para que nunca pueda creer que se nos había quedado algo dentro. Yo prefiero estar a bien con todo el mundo.

—Es lo mejor. ¿Vamos, pues, arriba?

—Vamos, doña Asun.

—¿Y yo? ¿Voy con vosotros?

—No, tú te vas a quedar solito aquí.

Periquín se puso a gimotear con su magistral dominio de un recurso tan socorrido.

—Yo quiero ir.

—¡Ni hablar! Eres muy revoltoso, Periquín, y no quiero que nos des la tarde.

—¡Ni que la organices, sin más ni más, por cualquier cosa! ¡Con lo susceptible que es el vecinito!… ¡Aún recuerdo lo de la manzanita, hijo! —a Perico, el recuerdo de aquella tragedia le produjo un escalofrío, se repuso rápidamente con el temple de gladiador romano que le caracterizaba.

—Además, volveremos enseguida. Es un momento. ¡Anda, alegra esa cara, Periquín! ¿No hemos quedado en que hoy tienes que ser muy bueno?

—Sí, mamá. Pero no tardéis. Me da miedo estar solo.

—¡Tonto, si no salimos de esta casa! ¡Pues vaya un hombre! —Perico respiraba hondo sintiéndose, a pesar de su desprecio de la vanidad, un modelo de hombres decididos.

—Antes de que te quieras dar cuenta estamos aquí de nuevo, ¿eh?

—Bueno, mamá.

—Vamos, doña Asun.

Cuando salía del comedor, se volvió Perico, asaltado por una ligera sospecha:

—Periquín…

—¿Qué, papá?

—Ojo con el mazapán y con el turrón. Te advierto que sé muy bien lo que queda.

Periquín.

Ya solo, a Periquín se le ocurrieron bastantes ideas sobre lo que tenía que hacer: estarse quieto, pero esto le resultaba demasiado aburrido, y antes de ponerlo en práctica, ya había renunciado a tan buen propósito; mirar tebeos; sacar los juguetes y distraerse con cualquiera de ellos; comerse el turrón, a pesar de la advertencia de su padre, cortando una rajita muy delgada de cada barra, seguro de que así no habría quien lo notase; no comerse el turrón e ingresar en el santoral aquella misma tarde… Desde luego, se comió el turrón a base de rajita de cada bloque.

Pensó que por otra rajita no había peligro de que se enterasen. Y así, de rajita en rajita, aquello amenazaba con desaparecer, cuando llamó alguien. Se subió a una silla detrás de la puerta y miró por el ventanillo. Allí delante había un hombre.

—¡Hola!

—Buenas tardes.

—¿Qué quiere?

El hombre se quedó indeciso.

—¿No están tus papás?

—No, no, señor. Estoy solito. Soy Periquín.

—¡Ah, Periquín! —lo mismo le hubiera dado que se hubiese llamado Cirilo; pero Periquín estaba convencido de la personalidad inconfundible que le prestaba su nombre.

—¿Y usted quién es?

—Pues… yo soy un pobre.

—¡Ah, sí! Ya sé —Periquín pisaba terreno firme.

Se dio cuenta de que el hombre llevaba la chaqueta rota, el pantalón remendado y una barba que parecía el cepillo de limpiar los zapatos. Este se acercó más al ventanillo, para decir, asombrado:

—¿Cómo que ya lo sabes?

—Sí, sí, señor; me lo ha dicho mi papá.

—¿Tu papá? No te entiendo. ¿Qué te ha dicho tu papá?

—Lo que era un pobre.

—¡Ah, vamos!

—Va usted muy sucio.

—Claro, hijo mío. ¿Cómo quieres que vaya?

—Y muy roto.

—Los pobres vamos así, Periquín.

—Mi papá me ha dicho que los niños buenos tienen que ser muy caritativos con los pobres.

—Sí, claro; eso está muy bien.

—¿Usted tiene hambre?

Su boca se abrió en un inacabable bostezo al oír la palabra aciaga.

—Pues… un poco —debió compadecerse de la cara de pena que puso Periquín, porque rectificó al comprender que de allí no iba a sacar nada—. Vamos, mucha, mucha, no tengo… ¡En fin, te dejo!

—¿Por qué? —Periquín estaba dispuesto a no dejar escapar un pobre que le había caído, como llovido del cielo—. ¿Por qué quiere marcharse?

—Porque yo venía a pedir una limosna. Pero como no están tus papás…

—¿Y eso qué? Se la daré yo.

—¿Tú?

—Sí, sí, señor. Me lo ha dicho mi papá —se bajó de la silla y se alejó corriendo—. Espere, espere…

—El caso es que… —el pobre no sabía cómo salir de aquella situación que ya le estaba resultando embarazosa; apretó la cara contra los hierros del ventanillo—. ¡Periquín! ¡Periquín!

Periquín le gritó desde el recodo del pasillo:

—¡Espere! ¡Espere usted!

Volvió al momento. Abrió la puerta, y en la oscuridad de la escalera le largó al pobre lo primero que había encontrado.

—¡Tome!

—¿Esto?

—Sí, señor.

—Pero…

—¿No le gusta? Es que… ¿sabe usted?…, no tengo otra cosa.

—Sí, sí me gusta. Me gusta muchísimo. Pero puede ocurrir que tu papá…

—¡Mi papá se va a poner loco de alegría!

—¿Crees? —no estaba acostumbrado a que los padres se volvieran locos de alegría por tal cosa.

—¡Estoy seguro!

—Bueno, rico, bueno. Te dejo. Y que Dios te lo premie, hijo mío, que Dios te lo premie.

Cuando se fue, a Periquín se le ocurrió que tal vez le hubiera agradado más un pedazo de turrón o de mazapán.

Estuvo a punto de salir a llamarlo. Vaciló un poco. Se hizo el ánimo y se asomó al hueco de la escalera, gritando con todos sus pulmones:

—¡Oiga, pobre! ¡Pobre, pobre!

Pero allí no había ya nadie. Resultó milagroso que, con tantas veces, no le oyera ningún vecino.

Cuando Matilde y Perico bajaron de casa de don Urbano, Periquín los abrazó, deseoso de demostrarles que era un digno retoño de ambos.

—¡Mamá! ¡Papá!

—¿Ves cómo no hemos tardado?

—Ya estamos aquí. Chico, el Nacimiento de Urbanín es una birria. El tuyo es mucho mejor.

—¿De verdad, mamá?

—Como lo oyes.

—Os tengo que decir una cosa.

—Dime, dime, Periquín —le indicó su padre.

—Y a mamá también.

-¿De qué se trata?

—Ha venido un pobre.

—¿Otro? —exclamó Perico, a quien ya le parecían demasiados pobres para una escalera.

—Sí, pero este era más viejo.

—¡No le habrás abierto la puerta! —apuntó Matilde, alarmada.

—Se la abrí luego.

—¿Cómo luego?

—Para que cogiera la limosna. Se fue enseguida —y añadió, satisfecho—: ¡Le he dado una limosna yo solo! ¿Sabes?

—Eso está bien, porque Dios nos está viendo —sentenció Perico.

—Sí, papá, se la he dado. Pero creo que no se ha ido muy contento.

—Claro —Perico sonrió pensando: «¡Qué se puede esperar de un niño!», y continuó—: Le habrás dado una tontería.

—No lo quería coger.

—¡A saber con lo que habrás salido! ¿Qué le has dado, Periquín?

—El pavo.

El pobre.

Matilde y Perico creyeron que les había caído un rayo. Les invadió un sudor frío que les dejó paralizados.

—¡El pavo! —lo dijeron los dos al mismo tiempo, como un suspiro y con un hipo nervioso, que se les rompió hacia dentro al querer pasar por la campanilla.

Periquín prosiguió feliz:

—Yo creo que debía haberle dado turrón.

—¿Y por qué no se lo diste? —lamentó Perico.

—Porque tú me dijiste que no lo tocara.

—¡Pues haberlo tocado, hijo, haberlo tocado!

Periquín respiró tranquilo, pensando en la cantidad de rajitas que había quitado a cada barra.

—De modo que el pavo… ¡Dios mío! ¡El pavo!

—¿He hecho mal, papá?

—No…, hijo…, no… ¿Qué crees que te puedo decir?

Periquín se sintió radiante de felicidad.

—Entonces, ¿se lo contarás a los Reyes Magos?

—Ya lo sabrán ellos.

—¡No, no, papaíto! Vas a escribirles la carta, y ahora mismo.

—¡Si ya lo saben!

—Bueno, pero tú les escribes y así se enteran mejor.

Le llevó papel. Le sacó la pluma del bolsillo interior de la chaqueta. Perico, que seguía sin reponerse del golpe sufrido, se dejaba hacer. No tuvo más remedio que escribir y pedir un balón de reglamento, unas botas de fútbol, un triciclo y otro tren eléctrico con el que poder jugar Periquín a sus anchas, sin tener que compartirlo con nadie.

Cuando llegó la noche de Reyes, Periquín se acostó muy temprano. De madrugada aparecieron, por un extremo de la calle, Melchor, Gaspar y Baltasar. Iban en sus grandes caballos, seguidos de muchísimos servidores con camellos cargados de juguetes, tantos, que tenían que ir hasta por las aceras. Al llegar al balcón de Periquín subieron unos pajes que revolvieron en unos sacos que llevaban al hombro, sacando un plumier, una cartera para ir al colegio, una caja de lápices y unos libros de cuentos. Muy previsores, lo dejaron bien pegadito a la puerta de cristales, cubiertos con un plástico, para que no se mojaran si llovía en lo que quedaba de noche. Periquín había puesto una cara que daba lástima. Los pajes habían cargado con sus sacos y se disponían a marcharse.

Pero en aquel momento aparecieron los tres Reyes. Eran igualitos a los que tenía Periquín en su Nacimiento. Se asomaron para ver lo que habían dejado sus servidores, y cuando lo distinguieron hicieron un gesto muy raro. Cuchichearon entre sí, y después de dirigirse a una enorme carroza, subieron personalmente al balcón de Periquín y allí, ellos mismos, fueron colocando el balón de reglamento, las botas de fútbol, el triciclo y hasta el tren eléctrico.

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