CUENTOS ZEN

«Aquel que sólo ve mi cuerpo, no me ve. Sólo el que acepta mi enseñanza me ve realmente».
Buddha Shakyamuni

Los cuentos zen son piezas bellas, poéticas y tramposillas, pues bajo la apariencia de una forma sencilla se esconden mensajes elevados que exigen una lectura sosegada. En la época en la que vivimos, en que hasta los artículos de prensa, por muy llamativos que sean, son ojeados por encimita, resultan los cuentos zen un ejercicio complicado, pues hay que leerlos y… pensarlos.

Las civilizaciones orientales nos han legado pequeñas ficciones cargadas de sentido común. Son escritos que tienen el propósito de ayudarnos a ser respetuosos con las personas y con la naturaleza. Por eso, porque para admirar lo que uno tiene debe conocerlo, las narraciones nos proponen, haciendo casi siempre uso de las paradojas, una lectura serena. Los cuentos zen ven en la reflexión el instrumento imprescindible para una buena convivencia.

Las historias que nos han llegado de China, India y Japón casi siempre tienen como protagonistas a personajes reales en situaciones verídicas. Son historias que provienen de las enseñanzas del fundador del budismo Budda Shakyamuni (c. 563 a.C- 483 a.C).

Cada país ha aportado su propio sello a estas narraciones, aunque siempre respetando el sentido espiritual de las mismas. Las que provienen de China son más religiosas y tienen una estructura más simple. Las que proceden de Japón son más delicadas y resolutivas y las originarias de la India son más prolijas; sin embargo, todas comparten un recurso literario: la precisión.

Pero, ¿qué encontramos en estas particulares moralejas? Los cuentos zen están íntimamente relacionados con aspectos como la caridad, el altruismo, el esfuerzo, la condescendencia, la receptividad, la espiritualidad, la serenidad… Son enseñanzas destinadas a enriquecer la vida interior del hombre y por muy escuetos que sean ofrecen buenos consejos.

El ilustrador japonés Ohara Koson (1877-1945) se especializó en pintura Kachô-e (dedicada a la naturaleza). Son sus grabados los que he elegido para acompañar los relatos que dejo a continuación. Ohara Koson dibujó flores y árboles, aunque se especializó en aves y truchas. También pintó monos, perros y zorros.

Los cuentos zen y la pintura Kachô-e  buscan sosiego para el hombre. La chispa de la vida es fugaz y hay que aprender a dominar la llama antes de rendir cuentas al «eterno ciclo».

CUENTOS ZEN

1915

EL RECEPTÁCULO PERFECTO

Hôtan escuchaba la enseñanza de un maestro. La primera vez la asistencia era numerosa pero, poco a poco, a lo largo de los días que siguieron, el local se vació. Un día, finalmente, Hôtan estuvo solo en la sala con el maestro. Este le dijo:

—No puedo dar una disertación sólo para ti, y además estoy cansado.

Hôtan prometió volver al día siguiente con mucha gente. Pero al día siguiente acudió solo. Sin embargo, dijo al maestro:

—Puedes dar tu conferencia hoy, he traído una compañía numerosa.

Hôtan había llevado unas pequeñas muñecas que había instalado en la sala. El maestro le dijo:

—¡Pero si no son más que muñecas!

—En efecto —le respondió Hôtan—; pero todos los que han venido aquí no valen más que estas muñecas, no comprenden nada de tu enseñanza. Sólo yo he comprendido su profundidad y su verdad. Aunque hubiesen venido muchas personas, no serían más que rellenos, ornamentos, vacío sin fondo.

Nota: Cuento chino.

EL ESPEJISMO

Una vez un hombre fue invitado a casa de un amigo. En el momento en que iba a beber el vino que le habían ofrecido, creyó ver una pequeña serpiente en el fondo de la copa. Para no importunar a su anfitrión no le dijo nada y se lo tragó todo.

Cuando regresó a su casa comenzó a sentir fuertes dolores de estómago. Le prescribieron numerosos medicamentos, pero, como cada vez se sentía peor, creyó que moriría. Su amigo, alertado por lo sucedido, lo invitó nuevamente a su casa. Lo hizo sentar en el mismo lugar y le ofreció una copa de vino avisándole de que era medicina.

En el momento en que el enfermo se llevaba la copa a los labios, vio nuevamente, en el fondo de la misma, a la pequeña serpiente. Esta vez se lo comunicó a su convidante, quien, sin decir ni una sola palabra, señaló un arco que colgaba del techo. De pronto, el enfermo se dio cuenta de que la «cría de serpiente» era el reflejo del arco que colgaba encima de él. Los dos hombres se miraron y se pusieron a reír y el enfermo recuperó la salud.

1910

MENSAJE ESENCIAL

En la época de la dinastía T’ang había un maestro que meditaba entre las ramas de un árbol. Su nombre era Viejo Maestro Nido de Pájaro. El gobernador de la provincia, Po Chu-i, que era también un poeta ch’an, fue a visitarle.

—Pareces estar en una posición poco segura, Viejo Maestro Nido de Pájaro. Pero ¿podrías decirme qué es lo que todos los buddhas han enseñado?

Nido de Pájaro respondió:

—Haz siempre el bien. No hagas nunca el mal. Cultiva tu espíritu. Todos los buddhas han enseñado esto.

—Haz siempre el bien, no hagas nunca el mal y cultiva tu espíritu. Esto ya lo sabía yo cuando tenía tres años —respondió Po Chu-i.

—¡Oh, sí! —dijo Nido de Pájaro—, un niño de tres años puede saber esto; pero ni siquiera un hombre de ochenta años puede llevarlo a cabo.

Nota: Cuento chino.

1912

EL GALLO DEL REY

Un rey deseaba tener un gallo de combate fuerte y había encargado a un súbdito que educara a uno. Al principio, este enseñó al gallo la técnica del combate. Al cabo de diez días, el rey le preguntó:

—¿Podemos organizar una lucha con este gallo?

—¡No, no, no! Es fuerte, pero esa fuerza está vacía, está excitado y su vigor es efímero —respondió el instructor.

Diez días después, volvió a preguntar el rey:

—¿Podemos ahora organizar el combate?

—¡No, no, no! Todavía no. Todavía es apasionado, siempre está deseoso de combatir. Cuando escucha la voz de otro gallo, aunque sea de una aldea vecina, se irrita.

Al cabo de otros diez días de entrenamiento, el rey volvió a preguntar:

—¿Y ahora?

El instructor respondió:

—Ahora ya no se apasiona, si oye o ve otro gallo permanece en calma. Su postura es correcta y está fuerte. Ya no monta en cólera. La energía y la fuerza no se manifiestan en la superficie.

—Entonces —dijo el rey—, ¿está dispuesto para combatir?

—Quizás —respondió el súbdito.

Trajeron numerosos gallos de combate y organizaron un torneo. Pero los gallos de combate no podían acercarse a aquel gallo. ¡Huían espantados! No hubo necesidad de combatir. El gallo de pelea se había convertido en un gallo de madera. Había sobrepasado el entrenamiento de lucha. Tenía en su interior una energía que no se exteriorizaba.

La fuerza se encontraba en él y, por eso, los otros gallos no podían más que inclinarse ante su seguridad y su verdadera fuerza oculta.

Nota: Cuento chino.

LA NATURALEZA DE LAS COSAS

En la época en que Yaoshan Weiyan todavía enseñaba, Rikoh, gobernador de Ho-shu y su gran confuciano, visitó a Yaoshan, al que admiraba mucho.

Yaoshan estaba leyendo Sutra cuando un monje hizo entrar a Rikoh en la habitación del maestro. Yaoshan no levantó los ojos para mirar al gobernador. Parecía absorto en su lectura. Al cabo de un momento, Rikoh, que tenía un carácter colérico, no lo aguantó más y dijo malhumorado:

—Vale más oír tu nombre que ver tu rostro —y se incorporó para marcharse.

Entonces, Yaoshan dijo:

—¿Por qué respetas el oído y desprecias los ojos?

Rikoh juntó las manos y se inclinó.

—¿Tendrías la gentileza de decirme qué es el Tao? —preguntó.

Yaoshan levantó y bajó inmediatamente las manos, y dijo:

—¿Comprendes?

Rikoh respondió que no.

—¡Las nubes están en el cielo, el agua está en el pozo! —gritó Yaoshan.

Rikoh comprendió súbitamente y sintió que le invadía una gran alegría. Se inclinó y ofreció a Yaoshan el siguiente poema:

Forma perfecta se parece a la forma del cráneo.
Bajo los miles de pinos, la vía de los dos polos.
Pregunto qué es el Tao: no hay discusiones inútiles.
¡Las nubes están en el cielo, el agua está en el pozo!

Nota: Yaoshan Weiyan (745 d.C- 834 d.C), monje budista chino.

1910

LA CONVERSIÓN DE KISHO

Un gran maestro de tiro al arco (kyûdô) tenía un discípulo llamado Kisho que se sentía inferior ante su maestro. El maestro era el maestro. Por eso, Kisho esperaba la muerte de su maestro. Pero este, fuerte y de salud excelente, estaba lejos de morir. El discípulo Kisho decidió, pues, matar a su maestro.

Un día Kisho se entrenaba disparando flechas en un campo cuando el maestro Kyodo fue a reunirse con él.

Justo en aquel momento el discípulo disparó una flecha apuntando a su maestro; pero este disparó igualmente… Las dos flechas se encontraron en pleno vuelo y cayeron.

El discípulo disparó otras nueve veces y cada una de ellas fue detenida por el maestro. Kisho tenía diez flechas. El maestro no tenía más que nueve. El discípulo disparó la última flecha, pero el maestro tomó su lanza, la arrojó y cortó al vuelo la flecha.

El discípulo admirado se prosternó.

Maestro y discípulo se abrazaron.

—¡Oh, gran maestro!

—Oh, gran discípulo!

Con su ego esfumado entraron en las relaciones eternas de maestro a discípulo.

Nota: Cuento japonés.

LA ENSEÑANZA DE LAS FLORES

Rikyu, el fundador de la ceremonia del té de la escuela de Chanoyu, recibió un día, de parte del jefe del templo vecino de Daitoku-ji, unas flores muy bellas como regalo.

Un joven monje se las trajo pero, justo delante de la sala del té, se le cayeron al suelo. Todos los pétalos se esparcieron, no quedando más que tallos. El joven monje, turbado, se excusó.

—Entra en la sala de té —le solicitó Rikyu.

Delante del pequeño espacio decorado, Rikyu colocó un jarro para arreglos florales que estaba vacío. Luego, clavó los tallos de las flores en él y sobre el tatami, alrededor del jarro, distribuyó los pétalos. Era un adorno muy bello, natural y simple.

Rikyu dijo entonces al pequeño monje:

—Cuando me has traído las flores, eran shiki: Shiki soku ze shiki (el fenómeno es el fenómeno). Al caer, se han convertido en Ku (Nada), ya no eran flores: Shiki soku ze ku (el fenómeno es Nada). Según el sentido común, habrían podido quedarse Ku Soku ze ku, Ku es Ku (Nada es Nada).

Nota: Cuento japonés.

1910

LA TRANSFORMACIÓN DE GONZO

Gonzo, el barquero, era conocido por ser un hombre de temperamento colérico. Además era malo y el hecho de ser rechazado por todo el mundo lo dejaba indiferente. Uno tenía la certeza de que se creía que no había nadie en el mundo tan extraordinario como él.

De tanto oír hablar de Ryôkan a los aldeanos de los alrededores —«Ryôkan Sama por aquí, Ryôkan Sama por allá. ¡Cuánto quiere la gente a Ryôkan Sama…!»—, Gonzo enfurecía.

—¿Por qué todos alaban a ese imbécil, a ese monje que no es más que un mendigo?

Un día, Gonzo reunió a los niños de la aldea y con su potente voz les lanzó esta pregunta:

—¿Podrían decirme por qué están todos tan entusiasmados con ese Ryôkan? ¿Por qué le quieren tanto?

—En primer lugar, no es necesario saber por qué se le quiere para quererle —balbució un niño.

—¿Por qué le queremos? Pues yo tampoco lo sé —dijo otro.

—A Ryôkan le queremos mucho, eso es todo. Y todo el mundo lo quiere mucho.

—Sí, eso es. Yo también, es así —afirmó otro niño.

Estaban todos de acuerdo y ninguno de ellos podía explicar la razón por la que querían a Ryôkan.

De pronto, Gonzo se puso a reír:

—¡Atajo de idiotas! ¡No hay ninguna razón, pero todos quieren a Ryôkan! ¡Ese monje les ha engañado! ¡Tiene que haber una razón y yo os la diré!

A pesar de las blasfemias de Gonzo los niños no cedían. El mayor de ellos volvió a tomar la palabra:

—El corazón de Ryônkan es dulce y sincero. Pase lo que pase, contrariamente a Gonzo, nunca se enfada. Gonzo es colérico, no me gusta.

—¡Eso es, Ryôkan nunca se enfada! —repitió, enfurecido, Gonzo—. No hacen más que adularle…, porque yo les digo: ¡todo el mundo se encoleriza cuando siente que la ira le sube por dentro!

—¿Sí? A Ryôkan Sama no lo he visto encolerizado ni una sola vez. Y no soy el único que opina así, también lo dicen mi padre y mi madre.

—¡Tonterías! Cuando alguien siente que le sube el sentimiento de cólera, revienta de cólera.

—Pero Ryôkan no tiene ese sentimiento y por eso no se enfada.

—¿Qué? ¡Pedazos de asnos! —gritó a los niños con desprecio y los hizo callar.

—¡Ya está! ¡Ya está! ¡Gonzo está furioso! Ryôkan nunca se enfada. ¡Gonzo está furioso! ¡Ryôkan nunca se enfada!

Y los niños se fueron corriendo sin dejar de lanzar todo tipo de burlas.

∞¡Maldito Ryôkan! Como me llamo Gonzo que con toda seguridad te veré enfurecido —sentenció con el rostro rojo de ira.

Un día, sin saber muy bien por qué, nuestro Ryôkan, siempre despistado, se presentó en el paso del río, justo donde estaba Gonzo.

—Por favor, señor Gonzo, le pido perdón, pero ¿podría acercarme a la otra orilla con su barca?

—¡Sí, con mucho gusto! Por favor, suba, acomódese.

«¡Vaya suerte!», pensó Gonzo sin más reflexión, mostrando una sonrisa malvada que Ryôkan fingió no ver.

—Ryôkan Sama, hace muy buen tiempo, ¿verdad?

—¡Oh, sí! Hace realmente muy buen tiempo.

—Con este buen tiempo, ¿a dónde va, pues, Ryôkan Sama?

—¿A dónde, dice usted? Aún no lo he decidido.

«¡Subir a la barca sin saber a dónde va! ¡Vaya!», pensó Gonzo.

Bruscamente, el barquero se sintió exasperado. Y, mientras buscaba la primera ocasión, se dijo: «¡Ya verá este dichoso monje cómo voy a maltratarlo!»

Entonces, en el mismo momento en que llegaban al centro del río, Gonzo se apuntaló y comenzó a mover la barca, sacudiéndola en todos los sentidos.

—Señor Gonzo, hoy hace muy buen día, sin embargo hay grandes olas. Tenga cuidado —dijo Ryôkan.

«Este tipo sabe que soy yo quien sacude la barca y habla como si no viera nada», pensó Gonzo.

Esto no hizo sino provocar más al barquero, que sintió cómo su corazón se hinchaba de cólera. Entonces meneó la barca con tanta violencia que hizo vacilar a Ryôkan y ¡plof!, el monje cayó al agua.

Con las manos y los pies enredados en su kimono, Ryôkan no podía nadar y, aunque luchaba, empezaba por hundirse en el agua helada.

«Ja, ja, ja…! Bueno, de todos modos me da pena verlo hundirse así. Voy a repescarlo», se dijo el barquero.

Gonzo lanzó una vara de bambú a la que Ryôkan consiguió agarrarse. Pero, como había tragado mucha agua, cuando la barca llegó a la orilla aún le costaba respirar bien. Agotado y sin fuerzas, juntó las manos y se dirigió al barquero:

—Señor Gonzo, muchas gracias. Un poco más y pierdo la vida. Usted me ha salvado. Se lo agradezco mucho —y repitió varias veces sus palabras de agradecimiento.

Mientras se alejaba, Ryôkan no dejaba de manifestar gratitud. Gonzo no podía apartar la mirada del monje que estaba completamente empapado. De pronto, se arrojó al suelo, se puso de rodillas y juntó las manos, exclamando:

—He sido malo, he sido verdaderamente malo. Ryôkan Suma, se lo ruego, perdóneme. A partir de ahora haré todo lo que pueda para transformarme, haré lo posible para ser bueno con todo el mundo.

A partir de aquel día, Gonzo inició una nueva vida, como si le hubieran dado la oportunidad de nacer de nuevo. A partir de entonces, Gonzo manifestó bondad hacia todo el mundo.

Nota: Ryôkan (1758-1831), monje budista japonés.

LA PARTIDA DE AJEDREZ

Un joven presa de la ilusión fue a ver al abad de un monasterio Zen para consultarle si conocía un método breve para despertarse, pues no creía que pudiera meditar largo tiempo sin regresar fácilmente al mundo.

—¿Puedes mantener mucho tiempo tu atención en algo? ¿En qué te concentras más? —quiso saber el abad.

—En nada especial. Soy rico y no tengo obligación de trabajar. Lo que más me apasiona es el juego de ajedrez.

Entonces, el abad mandó que trajeran un tablero y pidió a uno de sus asistentes que fuera el adversario del joven. Después pidió una espada.

—Me has prestado voto de obediencia y ahora tengo necesidad de ti —dijo a su asistente, y continuó—: Jugarás una partida con este joven y si pierdes te cortaré la cabeza. Si ganas, se la cortaré a él. Si el ajedrez es la única cosa de la que se ha preocupado en esta vida, merece perder la cabeza.

La partida empezó. El joven sentía cómo el sudor lo cubría, pues se estaba jugando la vida. El juego de ajedrez se convirtió en el mundo entero, estaba concentrado en ello. En un momento dado de la partida, aprovechó y lanzó un fuerte ataque. Estaba a punto de ganar. Miró al asistente que jugaba contra él. Vio aquel rostro inteligente, sincero, gastado por años de austeridad y esfuerzo. Pensó en su vida desprovista de valor y una vaga compasión lo dominó. Cometió deliberadamente un error, luego otro, hasta quedarse sin defensa.

De pronto, el abad volcó el tablero dejando a los dos adversarios sin aliento.

—No hay ganador ni perdedor —sentenció el abad—, no se cortará ninguna cabeza —y, volviéndose hacia el joven, dijo:

—Sólo dos cosas son necesarias: concentración completa y compasión. Hoy has aprendido las dos. Aunque estabas completamente concentrado en el juego, has podido sentir compasión y sacrificar tu vida por ella. Quédate aquí y, si continúas instruyéndote con este espíritu, tu despertar es seguro.

LA CONVERSIÓN DEL PRÍNCIPE ÁYATA SHASTRU

Antaño, en la India, en la época del Buddha Shakyamuni, vivían el rey Bimbisara y la reina Vaideji. Eran un buen rey y una buena reina, pero no tenían hijos.

La reina Vaideji era bella, muy bella, y en su juventud había tenido muchos amantes, pero ya no podía concebir. El rey manifestó:

—Es necesario que tengamos un hijo, un sucesor.

Pidieron consejo a un célebre adivino, que dijo:

—Rey, en ti no tienes semillas de hijo. Estas semillas están ahora en posesión de un ermitaño que vive en la montaña profunda. Medita entre los peñascos. Cuando este ermitaño muera, podrás engendrar un hijo, pues se te trasmitirá esta semilla. Mientras él viva, el vientre de tu mujer no tendrá hijos.

El rey se dirigió a la montaña con un gran séquito. Encontraron a un hombre con largos cabellos y una bella barba blanca. Su aspecto era noble, fuerte, de un verdadero ermitaño. Sabio, inmortal. Era esto lo que les preocupaba, pues pensaban que el sabio no moriría jamás. El rey se puso de acuerdo con sus acompañantes y se tomó la decisión de matar al santo varón. Uno de los cortesanos atravesó rápidamente con su espada al ermitaño, que no había interrumpido su meditación.

En aquel instante, el vientre de la reina comenzó a crecer. Regresaron al palacio y consultaron nuevamente al adivino, quien, considerando el vientre de Vaideji, dijo:

—¿Por qué lo han matado? Bastaba con encontrarlo para que la reina pudiera tener un hijo. Pero lo han matado, y por eso cuando el niño crezca ocurrirá una desgracia. Sin embargo, sin consiguen que llegue al mundo encima de una espada, la falta se reducirá.

Al cabo de diez meses la reina puso en el mundo a aquel bebé encima de una espada. No murió por ello. Sólo se cortó un dedo del pie. Este bebé se convirtió en el príncipe Áyata Shastru. Creció en belleza e inteligencia.

—¿Cómo un niño tan hermoso podría ocasionar una desgracia? —pensaban Bimbisara y Vaideji. El ambiente del palacio era feliz.

El rey y la reina eran piadosos adeptos del Buddha Shakyamuni y su hijo fue educado del mismo modo.

En aquella misma época vivía en el reino un hombre que preocupaba a muchos por su ferocidad: Devadatta, el primo del Buddha, le tenía mucha envidia y aspiraba a tener el mismo éxito que él. Por donde pasaba destruía la aureola del Buddha. Fue entonces cuando conoció al príncipe Áyata; la oportunidad era excelente y, sin más preámbulos, le dijo:

—Tienes que matar a tu padre y ser rey de Magadha. Yo mataré a Shakyamuni Buddha y seré el verdadero Buddha, y tú y yo gobernaremos todo el país.

—¡Estás loco! —exclamó el príncipe.

—Eres demasiado honrado —replicó Devadatta—. Mira tu pie y explícame por qué te falta un dedo. ¡Lo ignoras! De hecho tus padres no son tus verdaderos padres, sino tus enemigos.

El príncipe se había preguntado a menudo sobre ese dedo del pie que le faltaba; tenía sospechas y encontró una respuesta fácil en las palabras de Devadatta. Se convenció sin reservas.

De regreso al palacio, hizo encerrar a su padre en un calabozo oscuro.

Shakyamuni Buddha comprendió que Áyata Shastru había actuado mal, incitado por Devadatta. Quiso socorrer al rey y decidió enviar al palacio a su discípulo Mahamaudgalyayana, que tenía poderes mágicos, a otro discípulo suyo, el muy elocuente Purna-Maitrayaniputra, y también a la más bella de sus monjas, la joven Uppalavanna. Y les ordenó que aliviaran las penas del rey.

Con sus poderes mágicos, Mahamaudgalyayana los hacía entrar en prisión. Purna-Maitrayaniputra contaba maravillosas historias y la bellísima Uppalavanna consolaba al rey. A veces la reina Vaideji acudía también. Le llevaba miel, frutos y toda clase de productos agradables. Cuando lo besaba, le dejaba en la boca lo que había disimulado en la suya. Así el rey pudo sobrevivir.

El príncipe era ahora rey. Un día quiso saber qué había sido de su padre, al que creía muerto. Hizo que le abrieran la puerta del calabozo y se quedó desconcertado: su padre tenía buena salud. Pensó que alguien lo ayudaba y pidió explicaciones al guardián:

—Shakyamuni Buddha lo socorre enviándole a sus discípulos y la propia reina Vaideji le trae comida. No se morirá —contó el vigilante.

A la vejación le siguió un irresistible deseo de venganza. La cólera le hizo matar al padre. Después, concibió una emboscada para matar a su madre. Escondido detrás de una columna, esperó a que la reina fuera a ver a su esposo. Finalmente la oyó acercarse, pero, en el momento en que iba a pasar por delante de la columna, dos ministros se precipitaron sobre el príncipe y lo detuvieron, diciéndole:

—Príncipe, ¿qué ibas a hacer? Has matado a tu padre ¿y ahora pretendes matar a tu madre? Son las peores acciones que se pueden cometer. ¿Es este el comportamiento de un rey? ¡Deja que actúen así las gentes de baja casta!

Entonces el rey detuvo su gesto, aunque su resentimiento seguía vivo. Siguiendo sus órdenes, su madre también fue encerrada. Pasó el tiempo, pasaron los meses, los años… Pero, aún siendo rey, no era feliz. Su salud se debilitaba y su humor era sombrío. Hicieron venir a numerosos sabios, médicos, astrólogos y nadie comprendía la razón de aquellos cambios.

Finalmente un adivino declaró:

—Eres castigado por los cielos por el asesinato de tu padre y por el encarcelamiento de tu madre.

Entonces, durante varios días, Áyata Shastru se encerró solo, negándose a recibir a nadie, y reflexionó profundamente sobre su karma. Cuando reapareció, todos se dieron cuenta de que la meditación solitaria había dado fruto. Hizo liberar a su madre y luego se convirtió a la enseñanza del Buddha, que observó fielmente.

Más tarde, Áyata Shastru hizo editar los discursos (sutras) del Buddha. Preparó las ceremonias que siguieron a la muerte del gran maestro y se dedicó durante el resto de su vida a proteger el buddhismo.

Nota: Cuento hindú.
Áyata Shastru reinó en la India durante el período 493-461 a.C. 

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Gustave Caillebotte. La pintura y el impresionismo.

 


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