DOCE FÁBULAS ESCRITAS POR LEONARDO DA VINCI
«Una ostra estaba enamorada de la luna».
Hoy vamos a disfrutar de una faceta poco conocida del artista florentino Leonardo da Vinci (1452-1519). Debe la humanidad a este hombre, sabio adelantado a su tiempo, la eterna sonrisa de la Gioconda y múltiples inventos, como esa especie de máquina voladora, inspirada en los vuelos de las aves y de los murciélagos, que denominó «ornitóptero». Leonardo da Vinci no sólo fue uno de los grandes pintores del Renacimiento, también fue escritor de fábulas que gozaron de gran popularidad en su época. Y es a sus leyendas, que realzan la paciencia, la generosidad y la prudencia, a las que hoy dedico mi entrada.
Las fábulas deben ser breves, como son las de Leonardo, y deben, como las del pintor, mostrar al lector, a través de animales que charlan o de cosas inanimadas parlantes, las diferencias que existen entre el bien y el mal hacer; pues son composiciones literarias creadas con la finalidad de ofrecernos una lección de vida.
Las fábulas de Leonardo da Vinci nos brindan variadas moralejas, muchas de ellas son adecuadas para jóvenes lectores. Hoy voy a dejarles algunas que he escogido con la intención de que puedan ser comprendidas por cualquiera que decida probar este manjar literario.
Las leyendas de Leonardo, que están inspiradas en los bestiarios medievales y en las fábulas de Fedro y de Plinio, comparten un objetivo común: redactadas de derecha a izquierda —el pintor escribía como los orientales—, y haciendo gala del humor y de la sátira, ensalzan la libertad. Es la libertad, bajo el protector paraguas del paisaje natural, la protagonista de sus leyendas humanistas.
Leonardo da Vinci sentía gran preocupación al ver cómo sus contemporáneos devastaban su entorno. Para el artista, que disecaba cadáveres en tiempos de la Inquisición y que dedicaba horas a analizar el agua o los fenómenos astrales, las obras de los hombres y de la naturaleza eran todas hijas de Dios. Sin embargo, puede decirse que la fe que tenía en sus semejantes no era muy férrea. En el Libro de las profecías, escribió: «El hombre es el que estropea todo lo creado».
Vencejos, urracas, tordos, sauces, castaños, higueras, parras, cedros, melocotoneros, cangrejos, sapos, leones, cisnes, mariposas, lirios…. Flora y fauna son protagonistas de sus enseñanzas; moralejas escritas de forma lineal —introducción, nudo, desenlace— y donde el sacrificio personal goza de buena recompensa.
Leonardo premia el razonamiento en la balanza donde pesa valores y contravalores. La ignorancia, la soberbia, la envidia, la imprudencia, la arrogancia, el rencor, la intolerancia son actitudes interpretadas por animales y objetos que representan a las clases sociales de su tiempo: aristocracia, curia, burguesía y ¡cómo no!, a los humanistas, linaje hijo del Renacimiento.
Las fábulas del pintor no sólo fueron aplaudidas en las plazas de los pueblos, también fueron esperadas en las cortes italianas y francesas. Eran tan estimadas que corrían de boca en boca, enriquecidas con los añadidos de los que las compartían.
No todas las fábulas de Leonardo da Vinci se conservan. Nos han llegado las que se encuentran recogidas en el Códice Atlántico, aunque hay algunas en el Código H. Yo las rescato del libro Fábulas y leyendas, editado en Círculo de Lectores en 1973.
Fábulas y leyendas es una pequeña joya, pues, para más alegría, la traducción está a cargo de María Teresa de León y de Rafael Alberti. El álbum cuenta con las sencillas ilustraciones de Adriana Saviozzi Mazza, de las que utilizo detalles para ilustrar las moralejas. El libro también incluye breves anotaciones del editor, quien ofrece aclaraciones sobre las narraciones que considera más sombrías.
Bueno, amigos, ahora los dejo con las leyendas que muestran la fantasía que reinaba en la mente de su autor. He descartado, porque quiero que vayan a un público amplio, aquellas que tienen desenlaces más crueles, como la de El cocodrilo y la langosta.
Las fábulas de Leonardo da Vinci buscaban que sus contemporáneos comprendieran lo importante que es educarse en el respeto hacia los demás y hacia la naturaleza, que entendieran que todos los actos que realizamos tienen consecuencias y que el éxito en la vida depende, en gran parte, de la confianza que tengamos en nosotros mismos.
No deseo finalizar esta introducción sin recordar que toda manifestación intelectual es deudora no sólo de las circunstancias en las que surge, sino, fundamentalmente, del aliento del alma de su autor. Leonardo da Vinci utilizaba sus fábulas y aforismos para instruir a sus discípulos; él, en no pocas ocasiones, manifestó lo mucho que le importaba ser maestro.
En El jilguero, el padre de los pichones, luego de comprobar que no puede liberarlos —han sido enjaulados— les da a sus crías una yerba venenosa, porque es «mejor morir —dice— que perder la libertad». Comienzo la selección con esta leyenda de sacrificio, amor e independencia.
FÁBULAS
*
EL JILGUERO
Cuando volvió al nido, con un gusanito en la boca, el jilguero no encontró a ninguno de sus hijitos. Alguien, durante su ausencia, se los había robado.
El jilguero empezó a buscarlos por todas partes, llorando y trinando: todo el bosque resonaba con sus desesperados reclamos, pero nadie respondía.
Un día, un pinzón le dijo:
—Me parece que he visto a tus hijos en casa del campesino.
El jilguero voló lleno de esperanza, y en poco tiempo llegó a casa del campesino. Se posó en el tejado: no había nadie. Bajó a la era: estaba desierta.
Pero al levantar la cabeza vio una jaula en la ventana. Sus hijos estaban dentro, prisioneros.
Cuando lo vieron, agarrado a los palos de la jaula, se pusieron a piar pidiéndole que los libertase. Él trató de romper con el pico y las patas los barrotes de la prisión, pero fue en vano.
Entonces, llorando con desconsuelo, los dejó.
Al día siguiente volvió el jilguero de nuevo a la jaula donde estaban sus hijos. Los miró. Después, a través de los barrotes, los besó uno tras otro, por última vez.
Había llevado a sus crías una yerba venenosa, y los pajaritos murieron.
—Mejor morir —dijo— que perder la libertad.
LA HIGUERA
Había una vez una higuera que no daba frutos. Todos pasaban a su vera, pero ninguno la miraba.
En primavera le brotaban las hojas, pero en verano, cuando los demás árboles se cargaban de frutos, en sus ramas no aparecía ninguno.
—Me gustaría tanto ser elogiada por los hombres —suspiraba la higuera—. Bastaría con que fructificase como los otros árboles.
Probando, y volviendo a probar, finalmente, un verano, se encontró también ella colmada de frutos. El sol los hizo crecer, los llenó, les dio un dulce sabor.
Los hombres repararon en ello. Nunca habían visto una higuera cargada de frutos. Y pronto apostaron a ver quién cogía más. Se encaramaron por el tronco, con palos doblaron las ramas más altas, y muchas se partieron con su peso: todos querían probar aquellos higos deliciosos, y así, la pobre higuera, bien pronto se encontró abatida y rota.
Moraleja: La ambición medida es virtud apreciable, pero no cuando no se fundamenta en realidades, sino en alimentar la propia vanidad; en tales casos suele ser nefasta y volverse contra el ambicioso aún después de logrado su propósito.
EL PAPEL Y LA TINTA
Una hoja de papel, que estaba sobe una escribanía junto a otras hojas iguales a ella, se encontró, un buen día, completamente manchada por unos signos. Una pluma, bañada en una negrísima tinta, había escrito en ella multitud de palabras.
—¿No podías ahorrarme esta humillación? —dijo enojada la hoja de papel a la tinta—. Me has ensuciado con tu negro infernal, me has arruinado para siempre.
—Espera —le respondió la tinta—. Yo no te he ensuciado, te he revestido de palabras. Desde ahora ya no eres una hoja de papel, sino un mensaje. Custodias el pensamiento del hombre. Te has vuelto un instrumento precioso.
En efecto, poco después, ordenando la escribanía, alguien vio aquellas hojas esparcidas y las juntó para arrojarlas al fuego. Pero de pronto advirtió la hoja «sucia» de tinta: entonces tiró las demás y devolvió a su lugar la que llevaba, bien visible, el mensaje de la palabra.
LA ORUGA
Inmóvil sobre una hoja, la oruga miraba a su alrededor: unos cantaban, otros corrían, aquellos volaban; todos los insectos estaban en continuo movimiento. Sólo ella, pobrecita, no tenía voz, ni corría, ni volaba.
Con gran fatiga conseguía moverse, pero tan despacio, que cuando pasaba de una hoja a la otra le parecía que había dado la vuelta al mundo.
Sin embargo, no envidaba a nadie. Sabía que era una oruga, y que las orugas debían aprender a hilar una saliva finísima para tejer con arte maravilloso su casita.
Por eso, con mucho afán, empezó su trabajo.
En poco tiempo la oruga se encontró envuelta en un tibio capullo de seda y aislada del mundo.
—¿Y ahora? —se dijo.
—Ahora, espera —le respondió una voz—. Ten aún un poco de paciencia, y ya verás.
En el momento justo la oruga despertó y ya no era una oruga.
Salió del capullo con dos alas preciosas, pintadas de vivos colores, y rápidamente voló a lo más alto del cielo.
Moraleja: No es bueno juzgar a los demás, ni a uno mismo, por las apariencias. Detrás de un exterior vulgar y feo puede ocultarse la virtud más bella. Esta fábula también nos enseña a tener confianza en nosotros mismos y a creer en la efectividad futura de un trabajo continuo, en apariencia inútil.
EL CAMELLO
El camello, arrodillado, esperaba impaciente a que su amo terminase de cargarlo. Un saco, dos, tres, cuatro…
—Pero, ¿cuándo terminará? —decía para sí.
Al fin el hombre chasqueó la lengua y el camello se alzó.
—¡Vamos! —ordenó su dueño tirándole de la brida. Pero el camello no se movió.
—¡Venga! ¡Adelante! —gritó el hombre, dando un tirón a la cuerda. Pero el camello, apuntalado sobre sus patas, permaneció inmóvil.
—Ya comprendo —dijo el patrón; y dando un suspiro le quitó dos sacos de la grupa.
—Ahora el peso me parece el justo —murmuró para sí el camello, y se puso en marcha al instante.
Caminaron a buen paso todo el día y el hombre pensó que llegarían hasta el pueblo. Pero el camello, al llegar a cierto lugar, se paró.
—Haz un esfuerzo —pidió el camellero—; unas leguas más y llegamos a casa.
Por toda respuesta, el camello se tumbó en el suelo.
—Mis patas —se dijo— aseguran que por hoy ya han caminado bastante.
Y el hombre se vio obligado a descargarlo y a acampar toda la noche en el desierto junto a él.
Moraleja: Es bueno ocuparse de nuestros semejantes; pero no debe perderse de vista la realidad de que la propia supervivencia está, en definitiva, en manos de nosotros mismos.
LA OSTRA Y EL CANGREJO
Una ostra estaba enamorada de la luna. Cuando en el cielo resplandecía la luna llena, se pasaba las horas con las valvas abiertas, mirándola.
Un cangrejo, desde su puesto de observación, se dio cuenta de que la ostra se abría completamente en el plenilunio, y pensó comérsela.
La noche siguiente, cuando la ostra se abrió de nuevo, el cangrejo le echó dentro una piedrecilla.
La ostra, al instante, intentó cerrarse, pero el guijarro se lo impidió.
Así sucede a quien abre la boca para decir su secreto: que siempre hay un oído que lo apresa.
LA MARIPOSA Y LA LUZ
Una gran mariposa multicolor y vagabunda volaba una noche en la oscuridad cuando vio a lo lejos una lucecita. Inmediatamente torció en aquella dirección y, cuando estuvo cerca de la llama, se puso a girar ágilmente en torno de ella, mirándola maravillada. ¡Qué hermosa era!
No contenta con admirarla, la mariposa comenzó a pensar que con ella podía hacer lo mismo que con las flores olorosas. Se alejó, dio la vuelta y, dirigiendo valerosamente su vuelo hacia la llama, pasó volando por encima de ella.
Se encontró, aturdida, al pie de la luz, y se dio cuenta, asombrada, de que le faltaba una pata y las puntas de las alas se le habían chamuscado.
—¿Qué me ha sucedido? —se preguntó, sin encontrar explicación. De ningún modo podía admitir que de una cosa tan bella como una llama pudiese venir ningún daño; así que, después de haber recuperado algo las fuerzas, de un aletazo emprendió el vuelo.
Revoloteó unos instantes y de nuevo se dirigió hacia la llama para posársele encima. Pero en seguida cayó, abrasada, en el aceite que alimentaba la vida de la llama.
—Maldita luz —murmuró la mariposa al borde de la muerte—. Creí encontrar en ti mi felicidad, y en lugar de ella he hallado la muerte. Lloro por mi loco deseo, porque he conocido demasiado tarde, y para daño mío, tu naturaleza peligrosa.
—¡Pobre mariposa! —respondió la luz—. Yo no soy el sol, como ingenua creíste. Yo sólo soy una llama; y el que no sabe usarme con prudencia se quema.
Moraleja: El que elige sus ídolos sin reparar en su peana de barro, puede verse arrastrado en su caída cuando aquellos, tarde o temprano, se desplomen.
LA NUEZ Y EL CAMPANARIO
Una corneja cogió una nuez y la llevó a la punta de un alto campanario. Sosteniendo la nuez con las patas, el pájaro la empezó a picotear para abrirla; pero, de pronto, la nuez rodó y desapareció en una hendidura de la pared.
—¡Pared, buena pared —suplicó entonces la nuez al verse liberada del pico mortífero de la corneja—, en nombre de Dios, que ha sido tan bueno contigo haciéndote tan sólida y alta, rica en hermosas campanas que suenan tan bien, socórreme, ten compasión de mí! Yo estaba destinada a caer bajo las ramas de mi viejo padre —continuó— para descansar sobre la tierra fértil cubierta de hojas amarillas. ¡No me abandones, te lo suplico! Cuando estaba en el pico de la feroz corneja hice un voto: si Dios me concede escaparme de ella, prometo terminar el resto de mis días en cualquier rincón.
Las campanas, con un leve murmullo, advirtieron a la pared del campanario que fuera con cuidado, porque la nuez podía ser peligrosa; pero la pared, movida a compasión, decidió hospedarla, permitiendo que se quedase donde había caído.
Sin embargo, en poco tiempo, la nuez comenzó a abrirse y a echar raíces entre las grietas de las piedras; después las raíces crecieron, alargándose entre las piedras mientras las ramas asomaban fuera del agujero; y crecieron las ramas y se robustecieron y se alzaron hasta el campanario, y las raíces, gruesas y retorcidas, comenzaron a abatir la pared, derribando las viejas piedras.
La pared se dio cuenta demasiado tarde de que la humildad de la nuez y su voto de quedarse arrinconada no fueron sinceros, y se arrepintió de no haber escuchado el sabio consejo de las campanas.
El nogal continuaba creciendo, fuerte e indiferente, y la pared, la pobre pared, seguía desplomándose.
LA OSTRA Y EL RATÓN
Una ostra se encontró, junto a otros peces, en la casa de un pescador, poco distante del mar.
«Aquí moriremos todos», pensó la ostra mirando a sus compañeros, que jadeaban esparcidos por el suelo.
Pasó un ratón.
—Ratón, ¡escucha! —dijo la ostra—; ¿me llevarías, por favor, hasta el mar?
El ratón la miró: era una ostra hermosa y grande, y debía de tener una rica y sustanciosa pulpa.
—Claro que sí —contestó el ratón, que había ya decidido comérsela—, pero tienes que abrirte un poco, porque no puedo llevarte cerrada.
La ostra se entreabrió con cautela, y el ratón, rápido, metió el hocico para morderla. Pero, con la prisa, el ratón la movió demasiado, y la ostra se cerró de improviso, aprisionando la cabeza del roedor. El ratón chilló. La gata lo oyó. Llegó de un salto y se lo comió.
Moraleja: La seguridad en uno mismo y en nuestros actos es premisa irremplazable para emprender acciones peligrosas para la propia integridad. En su defecto, el fracaso es poco menos que seguro.
LOS TORDOS Y LA LECHUZA
—¡Somos libres! ¡Somos libres! —gritaron un día los tordos, viendo que el hombre había capturado una lechuza.
—Ahora la lechuza ya no nos atemorizará. Ahora dormiremos tranquilos.
La lechuza, efectivamente, había caído en una trampa y el hombre la había encerrado en una jaula.
—Vamos a ver a la lechuza en su cárcel —decían los tordos, volando y cantando en torno a la jaula de su enemiga.
Pero el hombre había capturado a la lechuza con otro fin: hacerse con los tordos. Así la lechuza pronto se alió con su vencedor, el cual, después de atarla por una pata, la colocaba diariamente sobre un palo. Los tordos, para verla, se amontonaban en los árboles vecinos, donde el hombre había escondido sus cañas untadas de liga. Y los tordos, además de perder la libertad como la lechuza, perdieron la vida.
Esta fábula está dedicada a todos aquellos que se alegran cuando alguien que es más que ellos y está sobre ellos pierde la libertad. Porque el vencido, cuando es importante, se vuelve pronto aliado e instrumento del vencedor, mientras que todos los otros que antes dependían de él, caen en poder de un nuevo dueño, y junto con la libertad, pierden muchas veces hasta la vida.
EL LEÓN Y EL CORDERO
Un día, a un león enjaulado le llevaron como comida un corderito.
Era tan inocente y humilde aquel cordero que no tuvo miedo al león, sino que se le acercó como si fuese su madre y lo miró con ojos llenos de devoción y asombro.
El león, desarmado ante tanta confianza inocente, no tuvo valor para matarlo y, refunfuñando, se quedó con el hambre en el cuerpo.
Moraleja: Por fiero y poderoso que sea el adversario, si es justo y noble quedará siempre desarmado ante la inocencia y humildad sinceras de su supuesta víctima.
EL HUEVO ROBADO
Una vez, en un huerto, había dos nidos de perdices: el uno sobre un ciprés y el otro sobre un olivo.
Un día la perdiz que vivía sobre el ciprés robó un huevo a la del olivo, para añadirlo a los que estaba incubando.
Después de algún tiempo se abrieron los huevos de ambos nidos y las dos perdices fueron madres. Y sus hijos crecieron, se vistieron de plumas y al fin llegó el día del primer vuelo.
Uno tras otro, los pajaritos que vivían en el olivo se soltaron, dieron unas vueltas y después regresaron, felices, a su nido.
Uno tras otro, también los que vivían sobre el ciprés se lanzaron a revolotear por el huerto. Pero uno de ellos, en vez de regresar al ciprés, voló hasta el nido que estaba en el olivo.
Era el pájaro que había nacido del huevo robado y que, por instinto, regresaba con su verdadera madre.
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Bashevis y Sendak. «El primer Shlemiel» y «La cabra Zlateh».
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