DUALIDAD Y SÍNTESIS EN ORTEGA
«Tu talento matemático me revela que yo no lo tengo. Tu garbo en el decir me hace caer en la cuenta que yo no lo tengo. Tu recia voluntad me demuestra que soy un blandengue. Claro que también viceversa; tus defectos destacan a mis propios ojos mis dotes. De este modo, es en el mundo de los tus y merced a éstos donde se me va modelando la cosa que yo soy, mi yo…»
(«El hombre y la gente».)
José Ortega y Gasset, Joaquín Sorolla, óleo sobre lienzo, 1918.
¿Qué vamos a encontrar en el ensayo Dualidad y síntesis de Ortega?
El Yo y el Tú: la «con-vivencia».
La realidad relacional.
La conciencia y la realidad.
La realidad y el pensamiento como reflejo de la existencia.
El «fenómeno cósmico y la realidad».
La razón y el «fenómeno cósmico».
El mundo y la conciencia.
La objetivación de la conciencia.
La esencia y la existencia.
Las circunstancias y sus dependencias.
La cosa. La cosa vista desde la realidad externa.
La cosa en relación con otras cosas.
La esencia de la cosa.
Lo Uno como fusión de espíritu y materia.
Lo Uno y la coexistencia.
La coexistencia y la vida.
La vida y la perspectiva.
Dualidad y síntesis en Ortega desmigaja teorías y doctrinas. Jorge Mañach analiza en su conferencia el pensamiento orteguiano, que está estrechamente vinculado a la vida humana, al hombre que, contemplándose y contemplando, transforma el mundo, al hombre como sujeto individual, al hombre como parte de un colectivo anónimo y a la relación que se establece entre el Yo y la conciencia.
En Dualidad y síntesis hallamos las ideas filosóficas de Ortega y también las de su admirador Mañach, quien, al analizar las de Ortega, se nos muestra. Para el pensador liberal cubano la tesis más importante de Ortega y Gasset es la que revela «una nueva función de la racionalidad» basada en la coexistencia, en la interrelación de las cosas.
Aquí les dejo el texto íntegro publicado en el año 1957. Todo él conduce a una conclusión que tiene que ver con la frase de Ortega: «yo soy yo y mis circunstancias». En esta conclusión, Mañach modifica la célebre expresión, enriqueciéndola, agregándole el factor relacionista. Jorge Mañach la reelabora y no las muestra así: «Mi vida está hecha de mí y de todo lo que me rodea».
CONFERENCIA
Jorge Mañach en el Liceo Artístico y Literario de Guanabacoa, 1939.
DUALIDAD Y SÍNTESIS EN ORTEGA
La doble condición de filósofo y escritor con que Ortega se nos presenta no hubiera podido darse con tan pareja eminencia y armonía si ambas formas de expresión, la reflexiva y la literaria, no se nutriesen del mismo profundo hontanar. Tiene que ser significativa de una dualidad aún más radical, de un núcleo de su espíritu en que la inteligencia y la sensibilidad se integren o, por lo menos, concurran de tal suerte, con tan equiparadas primordialidad y potencia, que, a riesgo de entrar en equívocos conflictos, acaben por servirse recíprocamente, poniendo la una de iluminación lo que la otra de trémulas vivencias. Ortega es esencialmente —y no por mera versatilidad— esa armonía de talentos, esa conciliación de vocaciones dispares.
La alianza en él de pensamiento sensitivo y de sensibilidad caviladora da razón, entre otras cosas, de su predilección por el ensayo como género. Su ideación no es nunca secamente abstracta, sino transida de concreciones y de resonancias emotivas, densa de imaginación y de goce de los sentidos; su expresión hace de la agudeza, del rigor y de la claridad no menos un deber que de la poesía y de la elegancia. El puro teorizador, el captador de platónicas esencias, se desdobla en espectador curioso de la vida, amador voluptuoso del íntimo sentido de las cosas, activista del pensamiento, político de la cultura.
Ávido de conciliar «idealismo» y «realismo», aspira a una aprehensión tal de la realidad que, siendo verdadera, y hasta absoluta en su dimensión cósmica, resulte a la vez apta para ajustarse a las variaciones mutuamente condicionadas de lo real, para explicar lo relativo en la humana experiencia y la mutación incesante de la historia. Enemigo un tiempo de la espontaneidad como adversa a la «cultura», acaba por conciliarlas en lo que virtualmente equivale a una síntesis de lo romántico y lo clásico. ¿Cómo se integró su pensamiento desde esa dualidad radical?
Hablando de Goethe, Ortega señaló como lo característico del pensar filosófico alemán su incapacidad para proyectarse fuera de su propio ámbito interior, es decir, su tendencia al subjetivismo. En una forma o en otra, para el alemán lo primariamente real, y a veces lo único real, es el yo, la conciencia. Esto es lo que Santayana llamó el «egotismo» de la filosofía alemana. Ese egotismo se percibe también en Ortega al menos como una tentación casi constante. Si en su estudio temprano sobre Renán había escrito que «lo subjetivo es el error», seis años después renegará ya de ese juicio, al extremo de considerarlo nada menos que como «una blasfemia».
Aquello de que el hombre está primordialmente seguro, como arguyó Descartes, es su propia conciencia. Cierto que ésta es siempre conciencia de «algo». Pero no necesariamente de algo externo. En su ensayo sobre El concepto de la sensación —donde Ortega muestra su raíz cartesiana y su adhesión inicial al método fenomenológico—, afirma que ese algo de que estamos conscientes es como un contenido de la conciencia misma; más aún: algo que ésta crea.
La conciencia —dirá en un ensayo algo posterior— es «aquella instancia definitiva en que, de una manera o de otra, se crea el ser de los objetos». Nótese bien, sin embargo, que este «ser» no es el «existir» de ellos; es sólo su «consistir». La quimera, por ejemplo, tiene un ser en mi mente; aunque yo sepa que no existe. Esta distinción, muy vieja en la filosofía, entre esencia y existencia es capital. En el primer momento, Ortega carga la atención sobre el ser como cosa subjetiva, no como ente.
Pero ese subjetivismo es en él sólo una tentación —tentación de origen germánico—, no una tendencia natural de su espíritu. Porque Ortega es un español, y el español se caracteriza por su fuerte sentido de las cosas como realidades, no como meras imágenes. Las cosas, sin duda, existen, y la función de la mente al conocer es ajustarse a ellas. En su ensayo acerca de Kant, Ortega dirá cuánto nos repugna a «nosotros, gente mediterránea», la exigencia kantiana de que la realidad se tenga que acomodar a la conciencia, y no al revés. De modo que el otro polo de Ortega, el más firme sin duda, es el sentido de la realidad exterior. No se cansará de pedirnos que abramos bien los ojos para ver las cosas tal como ellas son, sin imponerles nuestro querer o nuestros prejuicios.
Está, pues, solicitado a la vez por las demandas del pensamiento y las de los sentidos. Sabe que, por más que hagamos —como había dicho ya Hume antes que Kant— no podemos salirnos de nuestra conciencia, ni más ni menos que de nuestra piel. Los datos de la realidad son, en última instancia, imágenes. El pensamiento es quien construye la única visión del mundo que podemos tener. Mas, por otro lado, Ortega tiene también la sensación, como la tenemos todos, de que esas imágenes no las fabricamos, no las inventamos nosotros, sino que hay algo fuera de nuestra conciencia de lo cual proceden, algo que no podemos cambiar a nuestro antojo y que se nos acusa, pues, con un carácter general de «resistencia». ¿Cómo resolver esa dualidad a que el conocimiento se ve sujeto?
Recordemos que todo filósofo genuino es un apasionado de la unidad. Ortega no puede evadir ese desiderátum, raíz de todo anhelo de sistema. Él mismo señaló, además, el carácter conciliatorio de la filosofía de nuestro tiempo. Se trata, pues, de ver cómo nuestro filósofo concilia lo subjetivo con lo objetivo, y la demanda unitaria de la conciencia con la intuición insuprimible que tenemos de la variedad de las cosas.
Yo creo que en el modo de esa conciliación está el gozne de la filosofía orteguiana, Cuando, bajo una influencia cronológica, o bien de mero énfasis posterior, se hace partir a esa filosofía de la sobadísima frase «yo soy yo y mi circunstancia», se está erigiendo en clave del pensamiento de Ortega lo que es sólo piedra angular de su antropología, sacada de su cantera metafísica general. Cuando se habla de que esa filosofía suya es la de la razón vital, se hace referencia al resultado de ella, a la general interpretación de la vida y de la cultura en que desemboca; pero lo que hay que poner en claro es el fundamento mismo de que Ortega enlace cosas que hasta ahora nos habían parecido tan dispares como la conciencia y el mundo, como la razón y la vida.
El verdadero concepto clave en Ortega es el de la relación. Es ésta, como se sabe, una de las viejas categorías aristotélicas. Desde entonces se ha visto en ese concepto uno de los modos fundamentales de «pensar» el ser de las cosas. Relacionar es comprender en un acto intelectual único dos o más objetos del pensamiento, como cuando hablamos de identidad, de coexistencia, de sucesión, de correspondencia, de cualidad, etc. Pero ya Aristóteles dijo que la relación es una de las maneras que tenemos de hablar «del ser»; es decir, una atribución que se hace a la realidad misma. Así, por ejemplo, cuando se consideran dos objetos como dependientes entre sí, de tal modo que cualquier modificación que en uno de ellos se haga conlleva una modificación en el otro. Esto es lo que hoy día llamamos una «función».
Pues bien: Ortega hace de la relación la categoría básica, primero del conocer; después del ser mismo, del ser que existe, que está en realidad y no sólo en nuestra mente.
Conocer es relacionar ideas —la palabra «razón» no significa otra cosa—, ideas derivadas a su vez de una relación efectiva entre el sujeto y el mundo exterior. Esta relación no puede ser sino una perspectiva. La realidad externa, como quiera que ella intrínsecamente sea, es demasiado vasta y varia para abarcarla con una sola mirada. No es posible sino un conocimiento parcial de ella, obtenido desde determinado punto de vista.
Pero Ortega tiene fe —no creo que sea más que una fe— en que cada una de esas miradas, si es de buen ojo, nos entrega efectivamente la verdad. Cualitativamente, por así decir, es un conocimiento absoluto, aunque no sea total. El conocimiento absoluto en el sentido de cabalidad sólo puede alcanzarlo, en todo caso, el punto de vista de Dios. Pero cada una de nuestras perspectivas nos descubre una realidad, y por tanto «hay tantas realidades como puntos de vista». Por todos los ángulos se ven árboles que son un trasunto del bosque.
Ortega va aún más allá. Va del conocimiento al ser. Afirma que la realidad misma es relativa, o, más exactamente, relacional. Esto es lo más importante y lo más nuevo. En uno de sus primeros ensayos filosóficos, el titulado Adán en el Paraíso, que aspira a ser nada menos que «una visión sistemática del universo» se pregunta qué es una cosa. Y responde: «un pedazo del universo». Para explicar este simplismo aparente añade: «Nada hay solitario y estanco. Cada cosa es un pedazo de otra mayor, hace referencia a las demás cosas, es lo que es merced a las limitaciones y confines que éstas le imponen. Cada cosa —concluye— es una relación entre varias». Y más abajo insiste: «La esencia de cada cosa se resuelve en las relaciones».
En otras palabras, la realidad que efectivamente existe se nos presenta siempre en nuestra perspectiva como una co-realidad. Este vocablo no ocurre en Ortega; pero me parece útil para sugerir en toda su dimensión la idea central de que se trata. La palabra que Ortega emplea es «coexistencia».
El tipo de relación que considera dominante en el mundo físico, al que se refiere en seguida, no es la causación, la sucesión o la identidad; es la coexistencia, la correspondencia. Coexistir —dice— no es «un mero yacer una cosa junto a la otra», sino un corresponderse entre sí. Esa correspondencia es lo que determina el ser de cada cual. Así, «la Tierra coexiste con el Sol, porque sin la Tierra el Sol se desbarataría y viceversa». Se ve, pues, cómo, ya en el orden cósmico, el ser de las cosas, más aún, su existir, su «vida», está determinado por lo que las rodea, por su «circunstancia». ¿No descubrimos aquí el trasfondo de la doctrina que luego aplicará Ortega al ser del hombre y a la vida humana?
La teoría de Einstein vino a corroborar, según Ortega, esa concepción suya. ¿Qué había hecho el gran físico, sino confirmar la tesis orteguiana de que nuestro conocimiento, aunque dependa de una perspectiva, es absoluto, y que la realidad física, en cambio, aunque parezca absoluta, es relativa, porque las cosas que la constituyen están mutuamente condicionadas? En esto se funda Ortega para afirmar que la realidad misma «cosiste en tener una perspectiva».
«La teoría de Einstein —añade— es una maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de los puntos de vista. Amplíese esta idea a la moral y a lo estético y se tendrá una nueva manera de sentir la historia o la vida». Esa ampliación es precisamente la que Ortega va a efectuar. Mas no sólo en las direcciones especiales que indica, sino también en su concepción final de la realidad.
Pues ese relacionismo del mundo físico se da también en el orden del tiempo, donde los hechos se corresponden sucesiva y coetáneamente. Una época es como un sistema de relaciones que constituye lo que Ortega llama un «estilo vital».
«Vital», he aquí ya la gran palabra. Porque, nótese bien, esa dependencia que, según Ortega, constituye el ser de cada cosa, eso es su vida. Nos encontramos con la dimensión metafísica mayor en que Ortega emplea esta palabra. Vivir no es sólo «ser» —como son, por ejemplo, los contenidos de la conciencia—; ni siquiera existir con existencia aislada y autónoma.
Vida es «coexistencia»; es «convivir, vivir una cosa de otra, apoyarse mutuamente, conllevarse, tolerarse, alimentarse y potenciarse». A pesar del sentido «humano» que estas palabras tienen, se ve, por el contexto en que aparecen, cómo la idea de vida en Ortega, y de vida como relación constitutiva del ser real de los seres, es anterior a toda biología y antropología.
Es verdad que más tarde Ortega tenderá a contemplar la vida sólo como vida del hombre. Pero esto, a mi juicio, es una especificación de su concepto metafísico general. La vida humana no es toda la vida; es sólo vida por antonomasia, vida en su manifestación superior y más característica. En rigor, todo el universo es vida, y ella consiste en la inter-relación o interdependencia de los seres, en su apoyarse unos en otros. La vida es la gran unidad en que todo se integra.
Este panvitalismo explica el acento panteísta con que Ortega tan frecuentemente nos habla, aunque sea en momentos más bien literarios. Por ejemplo, cuando elegía la inspiración de Spinoza y aún la de Renán; cuando alude a «la razón fluida en que va flotando el mundo»; cuando dice que «Dios es el símbolo del torrente vital» del Universo y que «no hay cosa en el orbe por donde no pase algún nervio divino». Tales alusiones a Dios tienen, sin embargo, mucho de metáfora.
La filosofía de Ortega no incluye postulado categórico alguno sobre una realidad trascendente, es decir, separada de la Naturaleza y del hombre. Dios es sólo objeto de referencias incidentales y no siempre congruas. Por un lado Ortega nos dirá que es conciencia absoluta; por otro que es «la absoluta objetividad», la «Cosa» suma. El sentimiento religioso, del que Ortega se confiesa por lo menos respetuoso y hasta nostálgico, sólo le permitirá concebir la Divinidad vagamente, como «lo que es ilimitado, infinito en extensión o en realidad», lo que «rebosa nuestro poder de medir y prever». Su famoso artículo Dios a la vista no es , como se sabe, más que un pronóstico cultural del gran periodista de las ideas que en Ortega había junto al filósofo.
La idea de lo espiritual mismo le parece relativa. Metafísicamente, como acabamos de ver, lo existente es unidad relacional de correalidades que se explican las unas por las otras, definiéndose según el punto de vista desde el cual se las mire. Materia y espíritu no son, por tanto, sino vertientes de lo Uno, o más exactamente, modos distintos de mirarlo.
«¿Cuándo nos abriremos a la convicción —escribe Ortega— de que el ser definitivo del mundo no es ni materia ni alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva?…» «Nada hay que sea sólo materia —agrega—, la materia misma es una idea; nada que sea sólo espíritu, el sentimiento más delicado es una vibración nerviosa». Materialismo y espiritualismo se integran también en el perspectivismo de este resuelto conciliador.
Ese constante designio de superar dualidades se advierte en otra de sus doctrinas más sugestivas, que guarda mucha relación con su teoría estética: la de «la expresión como fenómeno cósmico». En efecto: la expresión no es sólo un hecho humano. Es como una manera que el Universo tiene de revelarse, semejante a aquella «astucia de la Razón» de que hablaba Hegel. Aunque para Ortega no hay distinción real entre materia y espíritu sino en la medida en que toda perspectiva es real, su sensibilidad le obliga a reconocer en ellos formas distintas del ser.
«Mientras que por materia —dice— entendemos lo inerte, buscamos en el concepto de espíritu el principio que triunfa de la materia, que la mueve y agita, que la informa y transforma y en todo instante pugna contra su poder negativo, contra su trágica pasividad… Y esto es, de uno u otro modo, el espíritu: sobre la mole muerta del universo, una inquietud y un temblor…»
Que esas palabras un poco literarias no nos engañen, sin embargo. En otro ensayo ya ha dicho que, si bien a la hermandad radical entre alma y espacio, entre el puro dentro y el puro fuera, es uno de los grandes misterios del Universo, la relación entre ellos está ya clara. Ahora vemos que más allá de estas formas de relacionarse alma y mundo hay entre ellos un nexo nada físico, un influjo irreal: la funcionalidad simbólica. «El mundo como expresión del alma». La función es el concepto lógico de que Ortega generalmente se vale para integrar contrarios.
Ese vasto mundo integral es el Todo: es la gran Circunstancia metafísica de todas las cosas. «Toda circunstancia —escribe Ortega— está inscrita en otra más amplia; ¿por qué pensar que nos rodean sólo diez metros de espacio? ¿Y los que circundan esos diez metros? ¡Grave olvido —prorrumpe—, mísera torpeza, cuando en realidad nos rodea todo!»
¿No se va viendo ya cómo aquello de que «yo soy yo y mi circunstancia» resulta ser sólo una fórmula particular, meramente humana y subalterna, comparada con esa concepción última que Ortega tiene de la realidad toda, como vida? Si por esa fórmula se entiende que mi ser en cuanto «yo», es decir, para mí mismo, consiste en la conciencia que tengo de una objetividad interna y externa, no se haría más que repetir, con una imagen nueva, el «cogito» cartesiano. Pero si la fórmula tiene un sentido no metafórico, sino literal, no epistemológico, sino ontológico, como efectivamente ocurre en Ortega, entonces ese sentido queda inserto dentro de la concepción mayor de la realidad que acabo de indicar. No sólo mi ser, sino el de todas las cosas, conlleva una circunstancia.
Pero veamos aún la síntesis orteguiana final. El problema era éste: ¿cómo se explica que de esa realidad relativa que es el mundo y que sólo podemos aprehender parcialmente, se pueda, sin embargo, tener un conocimiento absoluto, intrínsecamente válido?
No parece que haya más que un modo: suponer que aquello con que se conoce, la razón integradora de nuestras imágenes, corresponde de tal manera a la realidad que es como una función de ella. Éste es el paso decisivo que Ortega se resuelve a dar ya en El tema de nuestro tiempo y en cuya dirección seguirá moviéndose su pensamiento hasta culminar en Historia como sistema. La razón no es un mero instrumento humano para aprehender la realidad; coincide en cierto modo con ella: es ella misma «un fenómeno cósmico». He aquí por qué no sólo todas las perspectivas pueden captar la realidad, sino que la realidad misma consiste en «tener una perspectiva».
El problema del conocimiento queda así, al parecer, resuelto. En términos generales, la inteligencia es una función simbólica de la realidad. El conocimiento racional es absoluto, es decir, objetivamente válido, porque cada uno de sus puntos de vista aprehende una o más de las relaciones en que el ser de las cosas consiste. La ciencia natural descubre así la «consistencia fija» de la realidad física. Una mayor complejidad del pensamiento matemático, como la que supera a la geometría euclidiana, pone de manifiesto, al aplicarse al mundo sideral, las complejas interdependencias que la relatividad einsteniana había revelado.
Ahora bien: esa realidad física no es la única realidad. Hay, además, la realidad del hombre, supremamente importante, puesto que es en su conciencia donde todas las demás realidades se acusan. Y esa realidad no es ya un sistema de relaciones espaciales, sino temporales, que exige ser pensada mediante «conceptos radicalmente distintos de los que nos aclaran los fenómenos de la materia». Aunque, en rigor, toda correalidad es vida, son esas coexistencias y sucesión en el tiempo lo que más ceñidamente llamamos vida.
La vida por antonomasia es la vida humana. El conocimiento de ella implica una función vital de la razón. Si el problema del hombre como tal no ha podido ser hasta ahora resuelto, suscitándose así en los últimos tiempos una pérdida de confianza en la ciencia, es —dice Ortega— porque se ha insistido en tratar al hombre como «naturaleza», llevando incluso a la investigación de su vida espiritual los procedimientos de la razón física, que concibe siempre el ser al modo fijo y estable de Parménides.
Pero el hombre no es fijeza de relaciones, sino fluidez de ellas; no es necesidad, sino libertad; no vida rígida y uniforme, sino vida que se crea a sí misma. «Para hablar, pues, del ser del hombre —escribe Ortega en Historia como sistema— tenemos que elaborar un concepto no-eleático del ser, como se ha elaborado una geometría no-euclediana. Ha llegado la hora de que la simiente de Heráclito dé su magna cosecha». Lo que a ese otro tipo de realidad cuadra es la razón vital o viviente, en que el conocimiento es una «como función interna de nuestra vida». Y como este vivir nuestro es una sucesión y relación de actos en el tiempo, como «para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia», a ese nuevo tipo de razón, que nos permitirá ya conocer al hombre como el ser fluido y sin sustancia que es, lo podemos llamar también razón «histórica».
Tal es, en forma escuetísima, la epistemología y la ontología general de Ortega, como yo al menos la interpreto. Tal vez ahora podamos comprender mejor qué sentido, a la vez último e inmediato, tiene aquello de que «yo soy yo y mi circunstancia».
La frase se hubiera entendido mejor si Ortega hubiese dicho: «mi vida está hecha de mí y de todo lo que me rodea». Estrictamente, el yo es la conciencia; en sentido más amplio es toda la persona, un sistema de relaciones, y aun podríamos decir de proporciones, entre la vitalidad, el alma y el espíritu de cada cual, y entre éstos y el mundo exterior. La circunstancia no la constituyen sólo tales o cuales condiciones inmateriales y físicas en redor mío; es todo aquello con que yo «me encuentro» para mi vida —incluso mi alma y mi cuerpo.
Ahora bien: lo uno condiciona lo otro. Lo que nos limita, también nos determina. El yo a secas, independiente, es una abstracción, porque no hay una naturaleza humana permanente. El yo se concreta en carne y hueso; pero lo que constituye la vida de esa concreción individual son sus relaciones con lo que está fuera de ella. El vivir de cada hombre es lo que le pasa y lo que hace; son las incitaciones que recibe y las reacciones con que contesta; es, sobre todo, el «hacer» que él mismo elige entre posibilidades innúmeras: un hacer hacia las cosas, un ocuparse y comprometerse con ellas. Tan poco la vida en abstracción existe, por consiguiente; su ser es su actividad, una constante elección de quehaceres que lleva implícita la libertad.
Las relaciones del hombre con su circunstancia constituyen la dimensión personal a que, por obra de su voluntad, puede exaltarse el mero individuo humano; por ellas la persona se logra o se frustra. De aquí que el problema de la vida para el hombre, su salvarse, implica siempre un salvar las circunstancias que le rodean. La «reabsorción de la circunstancia», que dice Ortega, no puede tener otro sentido que el de comprenderla y elevarla a un nivel tal de dignidad que responda a la universal armonía y congruencia del mundo.
El hombre no es sólo espectador de su circunstancia; sino también, quiéralo o no, actor en ella. Además de la relación cognoscitiva, tiene con los demás seres una relación estimativa, por la cual su acción cobra sentido. Esa relación consiste en la percepción y enriquecimiento de los valores. En la teoría orteguiana del valor se echa de ver, una vez más, la tendencia del filósofo a conciliar lo ideal y lo real. Los valores son objetivos; el hombre no los inventa; no se le otorga a las cosas; los descubre en ellas. Pero, al mismo tiempo, éstas los tienen como cualidades «irreales», que no todos los hombres pueden, sin más, percibir o estimar.
El descubrimiento de los valores es la gran tarea de la cultura, y su realización la gran faena de la historia. En una cosa y otra se advierte el empeño de la razón para hacerse vida, por acreditarse como razón vital. Es en este linaje de pensamientos donde más se echa de ver la influencia de Hegel sobre el pensamiento orteguiano —no obstante las reservas que hacia él sustenta. Cuando Ortega nos describe el pensamiento «imperial» del creador de la Filosofía de la Historia, nos parece, «mutatis mutandis», estar hablando de sí mismo. Si la razón no es para Ortega lo que crea la historia, sí piensa, con Hegel, que toda historia tiene razón en el sentido de que toda vida lleva en sí sus propias razones de ser como es.
Profundamente informado por su intuición de lo vital como norma decisiva de los valores, ese pensamiento postuló siempre una correspondencia entre la conducta y el ser «auténtico» de cada cual el que resulta de las intimaciones más profundas del yo.
«Veo la característica del acto moral —escribió Ortega— en la plenitud con que es querido. Cuando todo nuestro ser quiere algo —sin reservas, sin temores, integralmente— cumplimos con nuestro deber, porque es el mayor deber la fidelidad consigo mismos». No se ha de «considerar la moral —escribe en otro lugar— como un sistema de prohibiciones y deberes genéricos, el mismo para todos los individuos. Eso es una abstracción…» Estas ideas se siguen lógicamente de la metafísica y de la antropología orteguianas: todo es racional; todo es en y para la vida, y ésta no tiene responsabilidad sino ante sí misma. Cada vida es su propia razón de ser.
Si echamos ahora una mirada de conjunto a la doctrina que he tratado de resumir, lo que más original e importante nos parece es la idea, poderosamente sustanciada, de un nuevo tipo de razón, o más exactamente, de una nueva función de la racionalidad. Por siglos se pensó que la inteligencia sólo tenía una tarea: penetrar, por la intuición y el análisis, en la realidad supuestamente única, a la que se atribuía una estructura fija y en la que se incluía la naturaleza del hombre. Al intuir que esa estructura no es una esencia, sino una coexistencia, y que es la relación de mutua dependencia lo que constituye el ser de las cosas individuales, su «vida», anticipó ya Ortega una revisión de la idea de la Naturaleza misma, ajustándola al concepto vitalista. Esta concepción le llevó a penetrar más hondamente en el ser del hombre.
Si tal dependencia se daba en la estática realidad espacial, más aún debería ocurrir en el dinamismo del ser temporal. Carente éste también de naturaleza fija, sólo podría atribuírsele una realidad fluida, esencialmente relacional. Más que ningún otro, su ser consistiría, no en sustancia alguna, sino en sucesión y dependencia.
Fiel a su dualismo originario y, sin embargo, integrándolo en un general relativismo metafísico, vino así Ortega a poner frente a la razón «física», naturalista, de construcciones matemáticas y procedimientos descriptivos, la razón vital por antonomasia, la razón histórica, intuidora de la única realidad que se da en el tiempo, la de la vida humana. Desde aquel trasfondo metafísico se proyectó hacia una filosofía autónoma del hombre y de la historia, una filosofía que, desasida de prejuicios «científicos», se valiera de sus propias intuiciones y procedimientos narrativos para captar y exponer una realidad distinta. Por eso, en definitiva, la impresión más general que el gran filósofo nos deja es la de un magnífico intérprete del espíritu humano y de su historia. Ortega es sobre todo un filósofo de la cultura.
Por eso también su filosofía, para realizarse más allá de la pura teoría, necesitaba asistirse de un poderoso arte de escritor. Expuso sus ideas Ortega con un repertorio de virtudes intelectuales espléndidas. Rigor de información y de observación previas; audacia para pensar con cabeza propia y «renacer —como él decía— de un credo habitual a un credo insólito»; anchura de visión para abarcar todas las manifestaciones conexas de un hecho cualquiera, o de una idea, y penetración honda en sus implicaciones; pulcritud y sutileza en el razonamiento, frecuentemente ilustrados con sabias y amenas referencias a la vida y a la historia; y como resultado de todo ello, una claridad insuperable, un derroche de luz sobre las ideas y las cosas.
En esas cualidades se advierte también la síntesis orteguiana, por cómo combinan la sensibilidad con la inteligencia; la razón con la imaginación —esa especie de anticipo del conocimiento conceptual, al que la ciencia misma no escapa—. Muy fluido sin duda por la fenomenología alemana, Ortega estrenó en España toda una técnica nueva del pensar —mezcla de concentración en las esencias y de divagación sugestiva—, cuya influencia en todos los países hispánicos ha sido extraordinaria.
A eso, se añadió un don de expresión inigualable. La opulencia del vocabulario; el ingenio para usar giros populares potenciando su sentido; la prodigalidad y la belleza de las imágenes, nunca trilladas; la armonía estructural de la prosa y la gracia de sus quiebros; una amenidad expositiva, en fin, capaz de hacer seductora hasta la exposición de las ideas más abstrusas, se integraron para que el estilo de Ortega fuese uno de los más excelsos logros literarios de nuestra lengua y aun de todas las lenguas. Por rara ventura, junto al filósofo se dio un gran escritor, como en Unamuno y en Santayana. Ciertas páginas de Ortega, descriptivas, narrativas o de crítica estética, son de un primor y de una fuerza expresiva realmente prodigiosos. No creo, por ejemplo, que en español se haya escrito nada superior a algunos momentos de su meditación sobre la caza, en el Prólogo a un tratado de montería.
A ese estilo se le ha reprochado a veces su belleza, por considerársela reñida con la austeridad filosófica. Particularmente se le ha censurado a Ortega lo que estiman un abuso de imágenes. Ya él mismo se cuidó de responder a eso en su ensayo Las dos grandes metáforas y en otros lugares. La metáfora, arguyó con su habitual sutileza, no sólo no es un lujo, aun para el filósofo, sino que es «un instrumento mental imprescindible», incluso «una forma de pensamiento científico». Vale como símbolo e hipótesis. «Mediante ella conseguimos aprehender lo que se halla más lejos de nuestra potencia conceptual». No es difícil ver al fondo de esos argumentos una repercusión de la idea orteguiana de correalidad. En definitiva, la metáfora no hace sino aludir a las relaciones y correspondencias entre las cosas, interpretando «el fenómeno universal por medio de otro particular más asequible».
Lejos, pues, de ser el estilo de Ortega una especie de excrecencia o repujado, es, por lo pronto, la forma expresiva que naturalmente resulta de la pujanza enorme de sensibilidad y de intelección que en él se integra. Pero además, o por lo mismo, es también el «logos» que corresponde —como lo ha mostrado agudamente Julián Marías— a la orientación capital de su pensamiento: a su doctrina y método de la razón vital e histórica, la cual no es un discurso lógico, sino presentativo y narrativo, una suerte de fusión del pensamiento con las intuiciones sensibles.
No se trata de que Ortega sea un filósofo y, además, un escritor admirable, de tal manera que lo mismo pudiera haber sido lo uno sin lo otro, o lo otro sin lo uno; sino de que, precisamente por haber sido el tipo de pensador que fue y por haber pensado lo que pensó y cómo pensó, tiene su arte de escribir las calidades que tiene. En otras palabras, entre el filósofo y el escritor en Ortega hay una relación no casual o de mera coincidencia, sino necesaria y orgánica.
ENLACES RELACIONADOS
Albert Camus y la perspectiva permanente de la moral (Miguel Peydro).
Sobre la facultad mimética (Walter Benjamin). Texto íntegro.
Paul Valéry. “Filosofía de la danza”. Texto íntegro.
Destino del castellano en América (Antonio Tovar). Texto íntegro.
Albert Camus y la perspectiva permanente de la moral (Miguel Peydro).
Revolución y libertad (Georges Bernanos). Texto.