DUENDES: TRES NARRACIONES IRLANDESAS

«…toda la naturaleza está llena de gente invisible…».
William Butler Yeats

Hoy dedico la entrada a la buena gente, a los elfos nocturnos: los duendes. Hoy, las gentecillas de aspecto humanoide, divertidas, caprichosas, mágicas, fiesteras, amantes de la música y el aguardiente, renegonas del trabajo, amiga de los niños y de los trovadores, tendrán su pequeño espacio en este blog donde vuelco todo aquello que me place.

Los seres diminutos, que hicieron las delicias de nuestros cuentos de infancia, han estado presentes en la literatura oral europea desde mucho antes de la Edad Media. Se hallan en los relatos desde que el hombre comenzó a aplicar a lo desconocido respuestas maravillosas, respuestas que crearon un mundo irreal y fascinante; desde entonces, desde los comienzos de la vida humana, las leyendas sobrenaturales, que recogen cultos antiquísimos, han ido incorporando personajes a la par que crecían los temores trascendentales en los humanos.

Los elfos de luz, de noche y de penumbra, han sobrevivido gracias a los textos que recogen las historias de los narradores de cuentos. Los duendes forman parte, junto con las hadas y otros personajes fantásticos, del folklore europeo que se pierde en la naturaleza virgen y en el túnel del tiempo. Por la literatura sabemos que las criaturas pequeñas podían ser vengativas o generosas —los duendes responden al segundo grupo; al primero, los enanos— y que no había campesino o aldeano que no estuviese pendiente de ellas.

Los seres legendarios de la literatura oral fueron figuras muy poderosas que tuvieron que vérselas con el cristianismo, porque les arrebató el primer puesto en el oficio de meter miedo para otorgárselo al diablo. Los duendes pelearon con sus armas más letales —la capacidad de volverse invisibles y la ventaja que les otorgaba el no poder ser exorcizados— y consiguieron, al menos, no ser eliminados. Estos seres paganos, que dieron muchos dolores de cabeza a la iglesia católica, siguen formando parte de nuestro imaginario.

Los duendes son adictos al licor, a las bromas pesadas y a la algarabía. Los duendes gustan de los gorros y de los sombreros pequeños, de los trajes de colores rojos, grises y verdes —aunque algunos andan desnudos— y de los zapatos con grandes hebillas. Enrollan sus cuerpos con gran maestría, como si fueran pájaros, y tienen como flor predilecta la dedalera, planta que crece en los acantilados, en los claros de los bosques y en los bordes de los caminos. Los duendes tienen la facultad de cambiar de forma y de tamaño, poseen poderes sobrenaturales, no saben cantar y no utilizan en sus guisos ni especias ni sal.

Los elfos son astutos, inteligentes y guasones, pero no malévolos como los enanos. Los duendes tienen fama de escurridizos y de ejercer de intermediarios entre los espíritus y nosotros. Viven en entornos naturales y sombreados, tienen mucha labia y muy poca estima por los bienes materiales. Los duendes son enemigos de las mudanzas, una vez que escogen un sitio para vivir sólo lo abandonan si este pierde la característica por la que fue escogido. Los elfos destacan en dos oficios: el de herrero y el de zapatero.

Los duendes son hijos legítimos de celtas y germanos, aunque se propagaron por toda Europa a través de la literatura. Los manuscritos de los monjes, los sínodos, las peregrinaciones, las fiestas, las ferias, los juglares… les ayudaron a expandirse por todo el continente. Este hecho ha provocado que existan una gran variedad de ellos y que, con frecuencia, sean confundidos con otras criaturas minúsculas de la baja mitología.

Cuenta el investigador Claude Lecouteux que los viajeros de la Antigüedad clásica descubrieron en las islas Andamán, en el golfo de Bengala, a un pueblo de origen africano que había emigrado hasta allí y cuyas características fundamentales eran su color de piel y su pequeña estatura. Cuenta que aquellos trotamundos llevaron la noticia a Europa y, no contentos con el descubrimiento que tanto los había impresionado, agregaron a la noticia, ya de por sí novedosa, algo de su propia fantasía: en aquellas islas los animales eran del mismo tamaño que sus dueños.

Dicen que los contadores de historias se inspiraron en los pigmeos (los habitantes africanos de las islas recibieron el nombre latino de pygmaeus) para crear las figuras de enanos y de elfos que aparecen en la literatura de la Edad Media —en el siglo XII, lo maravilloso se puso de moda en la escritura. La afición a lo fantástico originó que saltaran al papel las historias orales protagonizadas por los diminutos seres.

Los escritores medievales, para darles un aspecto físico a estas criaturas, mantuvieron la tradición de describirlos con los rasgos reseñados en las narraciones de los cuentacuentos. Esos rasgos respondían a aquellos hombres pequeños que hicieron cuestionarse a San Agustín (354 d.C-430 d.C) si, realmente, los pigmeos provenían de Adán; o que hicieron que San Alberto Magno (1206-1280) los ubicara entre el hombre y el mono; o que llevaron a Aristóteles (384 a.C -322 a.C) a pensar que eran el resultado de unos úteros muy pequeños y de madres malnutridas. No es hasta el siglo XIV que un misionero franciscano llamado Odorico de Pordenone (1286-1331) se refiere a los pigmeos como «almas racionales».

En Europa también nacían enanos y personas con serias malformaciones, pero muchos de ellos morían al poco de nacer; además, los enanos blancos no eran un pueblo, eran el resultado de carencias alimenticias, médicas, higiénicas… El descubrimiento de los pueblos pigmeos y los casos de personas deformadas, conocidas por los autores de los textos —eran exhibidas en las plazas y ferias—, constituyen la fuente en la que se inspiraron los poetas y escritores para crear los prototipos de elfos que hoy conocemos. La literatura medieval ayudó a mantener la creencia de que los ríos, los bosques, los acantilados, las raíces de viejos árboles y los mares estaban habitados por duendes, enanos y demás integrantes del animalario y del bestiario fantástico.

Los enanos y elfos nos copian en muchos aspectos; sin embargo, tienen algo que nosotros no poseemos: tienen… ¡poderes mágicos!

Claude Lecouteux señala que estos seres ambiguos responden a «la realidad de las creencias», más que a la literatura de ficción. Nuestros antepasados creían de corazón que los elfos y los enanos intervenían activamente en sus vidas, que muchas de sus dichas y desdichas eran el resultado de un acto de magia realizado por los diminutos seres. Los hombres del pasado creían que las criaturas de la baja mitología intervenían en el amor, en la fecundidad, en las cosechas, en la pesca, en la navegación… Nuestros antecesores crearon, para defenderse de encantamientos, conjuros-antídotos —de sus creencias dan fe las tradiciones folklóricas que la literatura escrita rescató de las narraciones orales.

Hay duendes que viven en tribus, duendes solitarios, duendes que se cambian por niños y duendes marinos. Para la entrada de hoy escojo dos cuentos irlandeses de duendes. En ellos podrás apreciar que, aunque no siempre son los protagonistas principales de las historias, son los que condicionan la acción.

Los dos cuentos que aquí dejaré sugiero que los leas cuando el silencio se apodere de la noche, porque puede que entonces sientas que alguien te sopla al oído, te levanta las mantas o cosquillea tus pies. Si es así, estarás de suerte, pues son síntomas inequívocos de la presencia de duendes. Recuerda que son buenos zapateros —gastan mucha suela bailando—, así que si tienes algún zapato ajado no pierdas la oportunidad. Eso sí, ten a mano un cuenco con leche hervida con su toquecito de azafrán, porque así tendrás que pagar. Y no tengas miedo, los duendes no son ni buenos ni malos, su comportamiento está proporcionalmente de acuerdo con el recibimiento que se les da. Por tanto, es prudente no hacer uso de palos.

Hoy los duendes se sienten como esas tribus a las que se les ha ido robando el sitio natural donde habitan. Están muy escondidos y hacinados. Ya no se les ve a lo largo de las márgenes de los ríos —están contaminados—, ni en los campos trillados —las cuchillas de las máquinas industriales son mortales para ellos—, ni en los jardines de las casas —abonos e insecticidas los hacen caer en la cama.

Pero siguen ahí. Sobreviven en los bosques y en las costas marinas, en los resquicios donde la mano del hombre no ha podido mostrarse en toda su fiereza. Ellos siguen bailando y cantando, sólo que ahora puede que lo hagan a ritmo de reguetón.

A continuación podrás leer dos de las narraciones recogidas en el libro Cuentos de duendes de la editorial Miraguano. Se trata de un librillo curioso que agrupa una serie de historias de duendes irlandeses. Los textos están traducidos por Ramón Martínez Castellote y la antología cuenta con un prólogo del editor. El volumen está dividido en cuatro capítulos que se hacen eco de las narraciones de un viejo irlandés, amante de la buena gente.

Existe un libro que recoge abundantes historias irlandesas de seres mágicos. Es una obra que ha tenido un papel importante en el renacer de la literatura de ese país. El libro, que se publicó por primera vez en 1834, se titula Leyendas de hadas y tradiciones del sur de Irlanda y fue escrito por Thomas Crofton Croker (1798-1854). El volumen no sólo recoge las narraciones de el Puca y el Merrow  —representantes de distintas ramas de duendes que protagonizan los relatos que podrás leer a continuación—, sino que añade otros donde aparecen más variedades de criaturas, como son el shefro, el cluricaune, el banshee, el dullahan y el firdarig.

Antes de finalizar mi introducción vuelvo a recordar que no es lo mismo un duende que un enano, así que ten siempre a mano un conjuro por si acaso.

UN CUENTO DE DUENDES SOLITARIOS

EL GAITERO Y EL PUCA
(El Puca o Pooka es un duende encarnado en un animal. Vive en las montañas o en los castillos derruidos y sólo se deja ver en el mes de noviembre).

Hace mucho tiempo había un hombre medio tonto que vivía en Dunmore, en el condado de Galway, que a pesar de ser tremendamente aficionado a la música y tocar bien la gaita era incapaz de aprender otra canción que no fuera The Black Rogue (El negro canalla). Solía sacarse un buen dinerillo de los caballeros, porque estos acostumbraban a divertirse con él. Una noche, el gaitero volvía a su morada, de una casa donde había habido un baile, e iba medio borracho. Cuando llegó a un pequeño puente que había cerca de la casa de su madre, apretó la gaita y comenzó a tocar The Black Rogue. De pronto, un Puca vino por detrás y, de un empujón, lo tiró sobre su espalda. El Puca tenía largos cuernos y el gaitero se agarró fuertemente a ellos. Entonces le dijo:

—¡Maldita seas, bestia asquerosa; déjame ir a casa! Tengo una moneda de diez peniques para mi madre en el bolsillo, y ella quiere rapé.

—No te preocupes por tu madre y mantente agarrado —dijo el Puca—. Si te caes, te romperás el cuello y también se romperá la gaita. Toca el Ant-seannbhean bhocht para mí.

—No me la sé.

—No importa si la sabes o no. Toca y yo te la dejaré saber —respondió el Puca.

El gaitero llenó de aire la bolsa y comenzó a tocar tan buena música que quedó él mismo maravillado.

—Palabra de honor que eres un gran maestro de música —dijo entonces el gaitero—; pero dime a dónde me llevas.

—Hay un gran festín esta noche en casa de la Banshee, en la cima de Croagh Patric, y voy a llevarte allí para que toques, y te doy mi palabra de que saldrás recompensado por las molestias.

—¡Vaya!, pues créeme que me vas a ahorrar un viaje —respondió el gaitero—, porque el padre William me puso un viaje a Croagh Patric de penitencia por haberle robado su ganso blanco el día de San Martín.

El Puca lo transportó a toda velocidad a través de colinas y ciénagas y escabrosos parajes, hasta que llegaron a la cima de Croagh Patric. Entonces el Puca golpeó tres veces con su pata. Una gran puerta se abrió y pasaron los dos a una elegante habitación.

El gaitero vio una mesa dorada en el centro de la habitación y cientos de ancianas sentadas alrededor. Una mujer se levantó y dijo:

—Recibe cien mil bienvenidas, oh Puca de noviembre (na Samhna). ¿Quién es este que has traído contigo?

—El mejor gaitero de Irlanda —contestó el Puca.

Una de las ancianas dio un golpe en el suelo y se abrió una puerta en uno de los muros y ¿a quién vio el gaitero saliendo de ella sino al ganso blanco que había robado al padre William?

—Por mi conciencia —exclamó el gaitero— que yo mismo y mi madre nos comimos hasta el último bocado de ese ganso; sólo dejamos un ala, y yo se la di a Moy-rua (Roja María), y ella fue quien le dijo al cura que yo había robado su ganso.

El ganso limpió y retiró la mesa, y el Puca dijo:

—Toca algo de música para estas señoras.

El gaitero se puso a tocar, las mujeres comenzaron a bailar y estuvieron bailando hasta que se cansaron. Entonces el Puca dijo de pagar al gaitero y cada una de ellas sacó una moneda de oro y se la dieron.

—Por el diente de Patric, soy tan rico como el hijo de un Lord —afirmó el gaitero.

—Ven conmigo y te llevaré a tu casa —dijo el Puca.

Salieron y, justo cuando estaba a punto de montarse sobre el Puca, vino el ganso hasta él y le entregó una gaita nueva. No tardaron mucho en llegar a Dunmore de nuevo, y una vez allí, el Puca arrojó al gaitero de su espalda sobre el pequeño puente y le dijo que se fuera a casa, y le habló así:

—Ahora tienes dos cosas que nunca tuviste antes: sentido musical (ciall agus éol) y nuevas canciones.

El gaitero llegó a su casa y llamó a la puerta diciendo:

—Déjame entrar, soy tan rico como un Lord: y soy el mejor gaitero de Irlanda.

—Estás borracho —contestó la madre.

—No precisamente, no he bebido ni una gota.

La madre le dejó pasar y él le dio las monedas de oro y dijo:

—Espera ahora a que oigas la música; voy a tocar.

Se acopló la gaita y comenzó a soplar, pero, en lugar de música, se oyó un sonido como si todas las ocas y gansos de Irlanda gritaran al mismo tiempo. Despertó a los vecinos, que comenzaron a burlarse de él, hasta que cambió la gaita nueva por la vieja, y entonces tocó una melodiosa música para ellos. Después les contó todo lo que le había pasado aquella noche.

A la mañana siguiente, cuando la madre fue a mirar las monedas de oro, no encontró más que hojas de una planta rarísima en su lugar.

El gaitero fue a ver al cura y le contó su historia, pero el cura no le creyó ni una sola palabra, hasta que se puso a tocar la gaita y los chillidos de ocas y gansos aturdieron sus oídos.

—Vete de mi vista, ladrón —dijo el cura.

Pero el gaitero no le hizo ningún caso, y tomando la gaita vieja para demostrar al cura que su historia era verdadera, comenzó a tocarla, y sonó una música espléndida y desde aquel día hasta el día de su muerte no hubo nunca en el condado de Galway un gaitero tan bueno como él.

UN CUENTO DE DUENDES MARINOS

COOMARA, EL MERROW
(El Merrow es un duende marino que habita entre las rocas de los acantilados a la espera de naufragios. Tiene la misión de pescar almas).

Vivía Jack Dogherty en la costa del condado de Clare, en Irlanda. Jack era pescador, y lo mismo había sido su padre y su abuelo. Igual que ellos, vivía completamente solo con su mujer y justo en el mismo lugar. La gente se preguntaba por qué la familia Dogherty era tan aficionada a vivir en tan salvajes condiciones, apartados de la humanidad, en medio de grandes rocas despedazadas, sin otra panorámica que el ancho océano. Pero ellos tenían sus buenas razones para ello.

El lugar era precisamente el único sitio de aquella comarca donde nadie había ido a vivir. Había allí una pequeña y limpia cala, donde una barca podía descansar tan cómodamente como un pájaro frailecillo en su nido, y desde ella, un saliente de rocas hundidas se prolongaba hasta sumergirse en el mar.

Pero cuando el Atlántico, siguiendo su costumbre, se enfurecía y la tormenta se desencadenaba y los fuertes vientos del oeste soplaban sobre la costa, los barcos ricamente cargados que regresaban de las Indias y en su ruta pasaban frente a la costa se hacían astillas contra aquellas rocas; y entonces, las balas de algodón o tabaco, u otros géneros por el estilo, y las pipas de vino, y los barriles de ron, y los toneles de brandy, y los cuñetes holandeses, iban indefectiblemente a parar a la orilla. Dunbeg Bay era como un pequeño estado para los Dogherty.

No obstante, eran caritativos y humanos con los marineros desgraciados; y ciertamente, muchas fueron las veces en que Jack sacó su pequeño bote para echar una mano a los ocupantes de un barco naufragado. Pero cuando un barco se hacía pedazos y toda la tripulación se perdía, ¿quién podía culpar a Jack de recoger todo aquello que encontraba?

«¿Y a quién perjudico yo con ello?», decía él. «Por lo que al rey respecta, ¡Dios lo bendiga!, todo el mundo sabe que ya es bastante rico sin lo que flota en el mar».

Jack, a pesar de ser un ermitaño, era un tipo jovial y amable. Ningún otro, con toda seguridad, habría podido nunca engatusar a Biddy Mahony y hacerle abandonar la cálida y confortable casa de su padre, en medio de la ciudad de Ennis, para ir a vivir entre las rocas a tantas millas de distancia, con las focas y las gaviotas por «vecinos de al lado».

Pero Biddy sabía que Jack era el hombre perfecto para toda mujer que deseara vivir cómoda y feliz; porque, sin hablar del pescado, Jack, con todo aquel «maná» que llegaba a la bahía, estaba mejor abastecido que la mitad de las mansiones nobles de toda la región juntas. Y ella acertó con su elección; porque ninguna mujer comía, bebía y dormía mejor, ni mostraba una apariencia tan digna los domingos en la iglesia como la señora Dogherty.

Muchas fueron las escenas extrañas que, como puede suponerse, vio Jack; y muchos sonidos extraños oyó a lo largo de aquella vida junto al acantilado, pero nunca se amedrentó. Tan lejos estaba de tener miedo de sirenas, Merrows u otros seres semejantes, que el más grande deseo de su corazón era, sin duda, encontrarse con uno de ellos. Jack había escuchado que allí los había y que eran tan grandes como los hombres, y que el encuentro con ellos siempre traía en el fondo buena suerte. Pero nunca había visto, ni vagamente, a los Merrows deslizarse sobre la superficie de las aguas, envueltos en sus vestidos de bruma, por más que los buscara; y muchas veces le regañaba Biddy por pasarse todo el santo día en el mar y volver a casa sin un pez. ¡Poco se imaginaba la pobre Biddy tras qué clase de pez andaba su Jack!

Resultaba bastante irritante para Jack que, aun viviendo en un lugar donde los Merrows abundaban como las langostas, nunca hubiera podido ver ni la sombra de uno. Lo que más le fastidiaba era que tanto su padre como su abuelo los habían visto veces y veces; y hasta recordaba él que, siendo niño, había oído cómo su abuelo, que fue el primero de la familia en asentarse junto a la cala, había intimado tanto con un Merrow que, si no hubiese temido indignar al cura, lo habría adoptado como un hijo más. Jack, sin embargo, no se decidía a acabar de creer esto del todo.

Al fin, la fortuna creyó justo que Jack conociera aquello que su padre y su abuelo habían conocido. De modo que, un día que Jack se había alejado un poco más que de costumbre a lo largo de la costa, en dirección norte, llegando a determinado punto vio algo que, sin asemejarse a nada de cuanto anteriormente hubiese visto, se posaba sobre una roca que se encontraba ligeramente apartada de la orilla. Según le pareció discernir en la distancia, su cuerpo era verde, y, de no ser cosa imposible, habría jurado que sostenía un sombrero de tres picos en la mano. Jack permaneció allí media hora larga, esforzando su vista y maravillándose ante la visión, sin que en todo ese tiempo aquel ser moviera una mano ni un pie. Al fin la paciencia de Jack se agotó, y emitió un fuerte silbido, seguido de un grito de saludo con lo que el Merrow (porque eso es lo que era), sobresaltado, se puso el sombrero de tres picos y zambullóse de cabeza en el agua.

Jack sintió ahora que su curiosidad se excitaba, y dirigió sus pasos hacia aquel punto; pero ni rastro vio del acuático y enigmático caballero del sombrero, y dando vueltas y más vueltas al asunto en su cabeza, comenzó a creer que había estado simplemente soñando.

Sin embargo, un borrascoso día en que el mar se alzaba violentamente contra las montañas, Jack Dogherty decidió ir a echar una ojeada a la roca del Merrow (porque hasta ahora siempre había escogido días tranquilos), y allí vio a aquel extraño ser haciendo cabriolas encima de la roca, y luego sumergiéndose, y luego subiendo otra vez de un salto, y volviéndose a sumergir.

Jack sólo tenía que escoger por tanto el tiempo apropiado (que fuera un día bien agitado), y podría ver al hombre del mar tantas veces como quisiese. Todo esto, sin embargo, ya no le parecía suficiente: «Debe de haber mucho más»; y ahora sólo ansiaba entrar en contacto con el Merrow, lo que también al fin logró.

Un día tremendamente tormentoso, antes de que llegara al punto desde donde había divisado la roca del Merrow, la tormenta se desencadenó con tanta furia que Jack se vio obligado a buscar abrigo en una de las numerosas cuevas existentes a lo largo de la costa; y allí, para su absoluto asombro, vio sentado ante él un ser de pelo verde, largos dientes también verdes, nariz roja y ojos de cerdo. Tenía una cola pez, piernas cubiertas de escamas y unos brazos cortos como aletas. No llevaba ropas, pero sostenía el sombrero de tres picos bajo su brazo, y parecía estar pensando seriamente en algo.

Jack, con todo su valor, pues estaba algo asustado, pensó: «Ahora o nunca», y se acercó al pensativo hombre-pez. Quitándose el sombrero, hizo su mejor reverencia diciendo:

—Para serviros, señor.

—Para servirte atentamente, Jack Dogherty —contestó el Merrow.

—¡Creedme que me sorprende que conozcáis mi nombre, señor!

—¿Cómo no iba a conocer tu nombre, Jack Dogherty? ¡Yo conocía a tu abuelo mucho antes de que se casara con Judy Regan, tu abuela! Ah, Jack, Jack, yo apreciaba a tu abuelo; fue un hombre de gran valía en su tiempo: jamás hallé su igual, ni arriba ni abajo, ni antes ni desde entonces, en lo que a beber de una caracola de brandy se refiere. Espero, querido muchacho —dijo aquel viejo ser con un alegre centelleo en sus ojos—, espero que seas un nieto merecedor de él.

—No temáis por eso; si mi madre me hubiese criado con brandy, ¡os aseguro que habría seguido siendo un niño de pecho hasta ahora!

—Bien, me gusta oírte hablar como un hombre; tú y yo deberíamos conocernos más, aunque sólo sea por la memoria de tu abuelo. ¡Pero tu padre, Jack, era otra cosa! Él no tenía cabeza.

—Estoy seguro —dijo Jack— de que, puesto que vivís debajo de las aguas, debéis estar obligado a beber lo vuestro para manteneros caliente en tan cruel, húmedo y frío lugar… Bueno, siempre he oído hablar de cristianos que beben como peces; pero, ¿podría atreverme a preguntaros de dónde sacáis el licor?

—¿De dónde lo sacas tú, Jack? —dijo el Merrow, retorciendo su nariz entre sus dedos gordos e índice.

—¡Uuuuhbb! —exclamó Jack—, ya veo cómo es; supongo, señor, que tenéis una bonita bodega allá abajo donde lo guardáis.

—Déjate de bodegas —dijo el Merrow con un guiño de complicidad en su ojo izquierdo.

—Estoy seguro de que debe ser sin duda algo digno de verse.

—Bien puedes decirlo, Jack, y si acudes aquí el próximo lunes, a esta misma hora, podremos charlar un poco más sobre este asunto.

Jack y el Merrow se despidieron como los mejores amigos del mundo. El lunes siguiente se encontraron de nuevo, y Jack se sorprendió mucho al ver que el Merrow llevaba dos sombreros esta vez, uno bajo cada brazo.

—¿Puedo tomarme la libertad de preguntaros, señor, por qué habéis traído hoy dos sombreros? —dijo Jack—, sin duda no será para darme a mí uno, ¿verdad?, si me permitís expresar tal curiosidad.

—No, no, Jack —contestó el Merrow—, no consigo mis sombreros tan fácilmente como para repartirlos de esa manera; pero quiero que bajes a comer conmigo, y te traje este sombrero para que te sumerjas con él.

—¡Dios nos bendiga y nos guarde! —exclamó Jack lleno de asombro—. ¿Queréis que yo descienda hasta el fondo del frío océano? ¡Sin duda alguna me asfixiaría y me ahogaría ahí dentro! ¿Y qué haría entonces la pobre Biddy, y, sobre todo, qué diría?

—¿Y qué importa lo que ella diga?, ¿a quién le preocupan los gritos de Biddy? Tu abuelo nunca habría hablado de esa manera. Hartas veces se colocó ese sombrero sobre su cabeza, y valientemente zambullíase tras de mí; y no pocas fueron las suculentas comidas y las caracolas de brandy que él y yo disfrutamos juntos allí abajo, bajo las aguas.

—Entonces, ¿es cierto, señor?, ¿no es ninguna broma? —quiso saber Jack—. Bueno, pues si es así, ¡jamás me abandonaría la vergüenza desde ahora, si no demostrase ser un hombre tan valiente como era mi abuelo! Así que allá voy, y jugad limpio conmigo, porque ¡o todo o nada!

—¡Ahí sí que veo a tu abuelo! —contestó el anciano sireno—, vamos, pues, y haz lo que yo haga.

Abandonaron la cueva y se adentraron en el mar, nadando un tramo hasta llegar a la roca. El Merrow trepó hasta arriba y Jack le siguió. Por el lado posterior era tan recta como la pared de una casa, y por debajo de ella, el mar parecía tan profundo que Jack casi se acobardó.

—Ahora mira, Jack, simplemente, ponte este sombrero y procura mantener los ojos bien abiertos. Agárrate a mi cola, y si me sigues, verás lo que verás.

Y, diciendo esto se hundió en las profundas aguas y tras él lanzóse con valor Jack. Sumergiéronse y sumergiéronse, y Jack creyó que nunca iban a detenerse. Muchas veces deseó estar en casa, sentado junto al fuego con Biddy, aunque de poco servía desear nada ahora, cuando se encontraba, según le parecía, a tantas millas por debajo de las olas del Atlántico.

Jack no dejaba de agarrarse con fuerza a la cola del Merrow, resbaladiza como era; y entonces, para gran sorpresa suya, salieron del agua y se encontró de pronto sobre tierra firme en el fondo del mar. Emergieron justo en frente de una bonita casa primorosamente construida a base de ostras dispuestas a modo de tejas, y el Merrow, volviéndose hacia Jack, le dio la bienvenida.

Jack apenas podía hablar, en parte por encontrarse maravillado, y en parte por faltarle el aliento a causa de tan rápido viaje a través de las aguas. Miró a su alrededor y no pudo ver seres vivientes, aparte de cangrejos y langostas, que paseaban tranquilos por la arena. Por encima estaba el mar como un firmamento, y los peces, cual pájaros, que nadaban en él.

—¿Por qué no hablas, hombre? —dijo el Merrow—. Yo diría que tú no tenías la más mínima idea de que poseía un refugio tan acogedor por aquí, ¿eh? ¿Te has asfixiado o ahogado, o acaso estás preocupado por Biddy?

—¡Oh!, no, no; ¡qué va! —contestó Jack, enseñando sus dientes en una sonrisa de placer—; pero, ¿quién en este mundo podría siquiera pensar en ver nunca algo semejante?

—Bien, ven conmigo y veamos lo que nos han preparado para comer.

Jack estaba realmente hambriento, y no fue pequeña su sorpresa cuando percibió una fina columna de humo elevándose por la chimenea, anunciando lo que dentro tenía lugar. Siguiendo al Merrow entró en la casa, y allí vio una buena cocina provista de todo. Había un elegante aparador y gran cantidad de ollas y cacerolas, y dos jóvenes Merrows cocinaban. Su anfitrión le condujo entonces al salón, el cual, en cambio, estaba muy pobremente amueblado. No había mesa ni silla alguna en él; nada, aparte de troncos y tablones de madera, para sentarse. Sin embargo, había un buen fuego ardiendo en el hogar, una visión confortable para Jack.

—Ahora ven y te enseñaré dónde guardo ya sabes tú qué —dijo el Merrow con una mirada astuta; y, abriendo una pequeña puerta, mostró a Jack una soberbia bodega, colmada de pipas, barriles y cuñetes.

—¿Qué dices a eso, Jack Dogherty? ¡Eh! ¿Creías que no se puede vivir confortablemente bajo el agua?

—Jamás lo he puesto en duda —contestó Jack con un convincente chasquido de labios, evidencia de que realmente pensaba lo que decía.

Volvieron al comedor y encontraron la comida ya servida. Desde luego no había mantel alguno, pero, ¿qué importaba? No siempre tenía Jack uno en su mesa. La comida no habría desacreditado a la mejor casa del país irlandés en un día de abstinencia. Ahí estaban, qué duda cabe, los pescados más selectos desplegados sobre las tablas, junto con el más fino surtido de licores extranjeros: los vinos, explicó el Merrow, eran demasiado fríos para su estómago.

Jack comió y bebió hasta que ya no pudo más; entonces, tomando una caracola llena de brandy, dijo:

—A vuestra salud, señor; aunque, si me perdonáis, no deja de ser inapropiado que, en lo que llevamos tratándonos, no conozca aún vuestro nombre.

—Tienes razón, Jack, no se me había ocurrido pensar en eso antes, pero es mejor tarde que nunca. Mi nombre es Coomara.

—Y un buen nombre es, sin duda —dijo Jack, tomándose otra caracola—: A vuestra salud, pues, Coomara, ¡y que viváis los próximos cincuenta años!

—¡Cincuenta años! —repitió Coomara—. Desde luego te lo agradezco. Pero si hubieses dicho quinientos, ya habría sido algo que merece más la pena.

—¡Por los cielos, señor! ¡Veo que alcanzáis unas edades prodigiosas bajo las aguas! Vos conocisteis a mi abuelo y él está muerto desde hace más de sesenta años. Sin duda alguna debe ser este un lugar saludable para vivir.

—Así es, en efecto; pero, vamos Jack, no dejes que el licor se avinagre.

Vaciaron caracola tras caracola, y, para su enorme sorpresa, Jack observó que la bebida nunca se le subía a la cabeza, debido al hecho de encontrarse el mar por encima de ellos, lo cual mantenía sus molleras frescas.

El viejo Coomara, no obstante, se sintió bastante animado y entonó algunas canciones; pero Jack, aunque de ello hubiese dependido su vida, nunca fue capaz de recordar más que:

¡Rum fum boodle boo,
Ripple dipple nitty dob;
Dumdoo doodle coo,
Raffe taffe chittiboo!

Era el estribillo de una de ellas; y, a decir verdad, nadie que yo sepa ha sido capaz de cazarle sentido alguno; aunque este, con toda seguridad, es el caso de la mayoría de las canciones de hoy día.

—Ahora, mi querido muchacho, si me sigues, te mostraré mis «curiosidades» —dijo el Merrow a Jack.

El Merrow abrió una puertecita y condujo a Jack al interior de una gran cámara en donde pudo ver una gran cantidad de chismes y restos que Coomara había ido recogiendo en sus innumerables expediciones. Pero lo que más le llamó la atención fueron, sin embargo, unas cosas como tarros de langostas que había en el suelo, alineadas a lo largo de la pared.

—Bien, Jack, ¿qué te parecen mis curiosidades?

—Por mi alma, señor, verdaderamente merecen la pena verlas; pero, ¿me permitís la libertad de preguntaros qué son esas cosas que parecen tarros para langostas?

—¡Oh!, te refieres a las jaulas de almas, ¿no?

—¡¿Las qué, señor?!

—Estas cosas donde guardo las almas.

—¡Caramba! ¿Qué almas, señor? —preguntó Jack, que no salía de su asombro—. ¿Acaso los peces tienen alma?

—¡Oh, no! —replicó Coo con cierta indiferencia—, de eso no tienen, estas son las almas de los marineros ahogados.

—¡El Señor nos proteja de todo mal! —murmuró Jack—. ¿Cómo diablos las habéis conseguido?

—Bastante fácil: sólo tengo que, cuando veo avecinarse alguna tormenta, colocar un par de docenas de ellas por ahí, y entonces, cuando los marineros perecen ahogados y sus almas les abandonan bajo las aguas, las pobrecitas, al no estar acostumbradas al frío, corren también peligro de morirse; así que se meten en mis botes en busca de abrigo, y ahí las tengo yo tan cómodas y calientes; entonces las traigo a casa, y ¿no iba a parecerles bien a ellas tener tan buenos refugios donde estar?

Jack se había quedado tan pasmado que no sabía qué decir, así que no dijo nada. Volvieron al comedor y tomaron un poco más de brandy, que era excelente, y después, como Jack sabía que se estaba haciendo tarde y pensaba que Biddy debía de estar intranquila, se levantó y dijo que creía que ya era hora de regresar.

—Como quiera, Jack, pero tómate un último trago de partida; te espera una fría travesía.

Jack era un hombre de buenas maneras y no podía rechazar aquel vaso de despedida.

—Me pregunto si recordaré bien el camino de vuelta —dijo.

—No te preocupes por eso, yo te mostraré el camino —contestó Coo.

Salieron de la casa y Coomara tomó uno de los sombreros y lo puso sobre la cabeza de Jack con sus picos orientados en dirección contraria; luego lo elevó sobre los hombros, tirando de él hacia las aguas.

—Ahora —dijo dándole un impulso—, irás a parar justo al mismo lugar en que te sumergiste; y, Jack, no olvides lanzarme el sombrero de vuelta.

Desprendióse entonces de Jack con una inclinación y este salió disparado como una burbuja whissshh a través del agua, hasta llegar exactamente a la roca de la que había saltado, y allí arrojó el sombrero, que se hundió como si se tratara de una piedra.

El sol estaba descendiendo por el bello cielo de aquella apacible tarde de verano. Pronto se podría ver a Feascor titilar vagamente en aquel cielo sin nubes, como una estrella solitaria; y las olas del Atlántico comenzarían a brillar cual una inundación de luz dorada. Y Jack, percibiendo lo tarde que era, se apresuró hacia casa; pero cuando llegó no le dijo a Biddy ni una palabra de cómo y dónde había pasado el día.

El estado de aquellas pobres almas, encerradas en tarros para langostas, era para Jack motivo de gran preocupación, y pasó largos ratos pensando en cómo liberarlas. Pensó, primero, en hablar del asunto con el cura. Pero, ¿qué podía hacer el cura?, y, ¿qué le iba a importar a Coo el cura? Además, Coo parecía un buen tipo y no pensaba que estuviese haciendo daño alguno.

Jack también pensaba en sí mismo, y puede que tampoco hubiera sido beneficioso para su reputación si se hubiera sabido que andaba por ahí comiendo con un Merrow. Por fin, pensó que el mejor plan sería invitar a Coo a comer, y, si era posible, emborracharlo, y entonces coger el sombrero, bajar y volver los tarros boca arriba. Ante todo, era necesario, sin embargo, evitar la presencia de Biddy en tales acontecimientos; porque se trataba de una mujer después de todo, y Jack era lo bastante prudente como para mantener la cosa en secreto incluso con respecto a ella.

De acuerdo con su plan, Jack se volvió de pronto extraordinariamente piadoso, y le dijo a Biddy que había pensado que sería bueno para sus almas que ella hiciese su visita anual al pozo de Saint John, cerca de Ennis.

Biddy pensó lo mismo y, en consecuencia, una buena mañana al amanecer partió, no sin antes dar a Jack estrictas instrucciones para que vigilara la casa. No habiendo ya moros en la costa, Jack fue hasta la roca para dar a Coomara la señal convenida, que consistía en arrojar una gran piedra al agua. Jack lo hizo, ¡y allí apareció Coo!

—Buenos días, Jack, ¿qué quieres de mí?

—Nada de lo que haya que hablar mucho, señor —respondió Jakc—, sólo que vengáis a comer conmigo, si se me permite la libertad de pedíroslo, aunque ya lo haya hecho.

—Es una proposición agradable, Jack, te lo aseguro; ¿a qué hora te parece?

—A cualquiera que os sea más conveniente, señor. Digamos… ¿a la una? para que podáis regresar a casa, si lo deseáis, con la luz del día.

—Estaré contigo —dijo Coo—. No temas.

Jack volvió a casa, preparó una suculenta comida a base de pescado, y sacó un buen acopio de sus mejores licores extranjeros, suficiente, si a eso vamos, para emborrachar a veinte hombres. A la hora en punto apareció Coo con su sombrero de tres picos bajo el brazo. La comida estaba dispuesta; se sentaron, y comieron y bebieron generosamente. Jack, pensando en las pobres almas encerradas allá abajo en sus potes, no daba a Coo descanso con el brandy y le animaba a cantar, esperando verle caer bajo la mesa; pero el pobre Jack olvidaba que ahora no tenía el mar sobre su cabeza para mantenérsela fresca. El brandy se le subió e hizo su efecto, y Coo se retiró tambaleante, dejando a su anfitrión tan frito como una merluza en Viernes Santo.

Jack no se despertó hasta la mañana siguiente, y lo hizo en un triste estado de ánimo. «No tiene objeto pretender emborrachar a ese viejo jaranero», se dijo Jack. «¿Y cómo diablos voy a poder yo sacar a las pobres almas de los tarros de langostas?» Después de rumiar casi todo el santo día, le vino una idea a la cabeza. «Ya lo tengo», se dijo, dándose una palmada en la rodilla; «juraría que Coo jamás ha visto ni una gota de poteen, por viejo que sea; ¡eso sí que lo dejaría fuera de combate! ¡Oh!, pero entonces he de aprovechar que Biddy no volverá a casa hasta mañana; voy a hacerle otra propuesta».

Jack invitó a Coo de nuevo, y Coo se reía de él por tener tan mala cabeza, diciéndole que nunca llegaría a igualar a su abuelo.

—Bien, pues probadme otra vez y veréis cómo soy capaz de beber mientras vos os emborracháis, os serenáis y os volvéis a emborrachar —dijo Jack.

—Todo cuanto esté en mi mano para servirte —comentó Coo.

Para esta comida Jack se cuidó de aguar su propio licor y dar a Coo el brandy más fuerte que tenía, y al final le dijo:

—Excusadme, señor, ¿habéis probado alguna vez el poteen, auténtico rocío de mañana?

—No, ¿qué es eso y de dónde viene?

—Oh, eso es un secreto —respondió Jack—, pero es el mejor licor de su género. No me creáis nunca más, si no es veinte veces mejor que el brandy o el ron. El hermano de Biddy acaba de enviarme unas gotas a cambio de algo de brandy, y siendo vos un viejo amigo de la familia, lo he guardado para obsequiaros con él.

—Bien, veamos pues qué puede ser eso —contestó Coo.

El poteen era de los buenos y tenía el deje apropiado. Coo estaba deleitado: bebió y cantó «Rum bum boodleboo» una y otra vez; y rio y bailó hasta que cayó al suelo profundamente dormido. Entonces Jack, que se había cuidado de mantenerse sobrio, cogió el sombrero de Coomara y corrió hacia la roca, saltó y pronto llegó a la morada del Merrow.

Todo estaba tan tranquilo como un cementerio a medianoche; no había ningún Merrow ni viejo ni joven a la vista. Entró y dio la vuelta a los tarros, pero nada pudo ver; solamente oyó una especie de silbido o gorjeo cada vez que levantaba uno. Jack estaba realmente sorprendido, pero recordó que el cura a menudo le había dicho que ningún ser viviente podía ver el alma, del mismo modo que no podía ver el aire o el viento.

Habiendo hecho ahora todo cuanto podía por ellas, volvió a colocar los tarros tal y como estaban antes, y envió una bendición a las pobres almas para que llegasen con prontitud a donde quiera que fuesen. Hecho esto, Jack se dispuso a regresar; se puso el sombrero según procedía, con los picos invertidos, pero cuando salió, encontró el agua tan alta por encima de su cabeza que no veía cómo se las iba a arreglar para alcanzarla, ya que ahora no tenía al viejo Coomara para darle un empujón. Se puso a buscar para ver si hallaba una escalera, pero no pudo encontrar ninguna, y no había tampoco una roca a la vista. Al fin divisó un sitio donde el mar colgaba un poco más bajo que en ninguna otra parte y resolvió intentarlo allí. Cuando llegó, un bacalao vino a posarse a su lado y Jack, de un salto, le agarró por la cola, por lo que este, sorprendido, dio un tirón e impulsó a Jack hacia arriba.

En el momento que el sombrero tocó el agua Jack salió disparado como el corcho de una botella, arrastrando con él al pobre bacalao, a quien había olvidado soltar y que iba tras él con la cola por delante. Llegó a la roca en cuestión de momentos, y, sin perder ni un minuto, corrió a casa, regocijado por el bien que había hecho.

Pero, mientras tanto, otros sucesos tenían lugar en su hogar; porque apenas había Jack salido a llevar a cabo su trabajo de liberación de almas, cuando Biddy regresó de su expedición, salvadora de almas también, al pozo. Cuando esta entró en la casa y vio tal desorden sobre la mesa: «¡Bonito trabajo tengo aquí!», dijo, «ese canalla… ¿quién me mandaría a mí casarme con él? Seguro que se ha traído algún vagabundo mientras yo estaba rezando por su alma, y han estado bebiéndose todo el poteen que le regaló mi hermano y todos los licores que tenía que haber vendido para su beneficio».

Entonces escuchó un extraño gruñido, y, mirando hacia el suelo, vio a Coomara tumbado bajo la mesa. «¡La Virgen bendita me ayude», gritó la pobre mujer, «si no ha acabado haciendo de sí mismo una bestia! ¡No sería la primera vez que he oído de alguien que bebiendo terminó por convertirse en una bestia! ¡Oh, Dios mío! Jack, cariño, ¿qué voy a hacer contigo?, ¿y qué voy a hacer sin ti? ¿Cómo puede una mujer decente pensar en vivir con una bestia?»

Con tales lamentaciones, Biddy salió de la casa y comenzó a caminar sin saber a dónde iba, cuando escuchó la bien conocida voz de Jack cantando una alegre canción. Enorme fue su alegría cuando vio que su marido se encontraba sano y salvo, y no convertido en una bestia que no era ni pez ni hombre. Jack se vio entonces obligado a contárselo todo, y Biddy, aunque algo enfadada por no haberle dicho nada antes, comprendió que él había hecho un gran servicio a las almas.

Volvieron a la casa y Jack despertó a Coomara; y percibiendo que este se encontraba algo abatido, dijo que no se preocupara, porque eso le sucedía a los mejores hombres, y que todo se debía a que él no estaba acostumbrado al poteen; y, como medio de cura, le recomendó tragarse un pelo de un perro que le mordiese. Coo, sin embargo, consideró que ya había tenido bastante. Se levantó ligeramente indispuesto y, sin siquiera preocuparse de dar un saludo de despedida, se retiró para refrescarse con un viajecito por el agua salada.

Coomara nunca echó de menos las almas. Él y Jack continuaron como los mejores amigos del mundo, y nadie, seguramente, igualó jamás a Jack en libertar almas del purgatorio; porque solía encontrar cincuenta excusas para ir a la casa bajo el mar sin que su viejo amigo se enterase, y, volviendo los botes boca arriba, dejar libres a cuantas almas pudo. Con toda seguridad le intrigaba no poder verlas nunca; pero como sabía que eso era imposible, se resignaba y se consideraba satisfecho así.

Sus relaciones continuaron por algunos años, hasta que una mañana, cuando Jack arrojó al agua la piedra como de costumbre, no obtuvo respuesta alguna. Después de lanzar otra piedra, y otra, y otra, siguió sin haber respuesta, y Jack regresó a casa. A la mañana siguiente volvió al punto de cita de nuevo, pero fue en vano; y como no tenía el sombrero, no podía bajar a ver qué había sido del viejo Coo. Al fin se tranquilizó, pensando que, o bien el pobre hombre, o pez, o lo que quiera que fuese, había muerto, o bien había trasladado su morada a otra parte.

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