EL BANCO DE PIEDRA

«En cualquier parte hay un centro en el mundo.»
Mircea Eliade

Fotografía de Omar Robles. Bailarinas de ballet en las calles de Cuba.

 

EL BANCO DE PIEDRA

Cuando llegó a la finca, luego de un viaje que duró varios días, halló el jardín deshecho: los rosales y los galanes de noche, los bojes y los laureles crecían desordenados, alejados de las podas rigurosas de antaño. Encontró la casa oscura y al polvo dormitando sobre los muebles afrancesados. Olía a humedad y la armonía reinaba sobre el abandono.

Nora sintió que su respiración rompía la calma que se había instalado tan cómodamente en aquel lugar. Se acercó a la mesa donde las fotos familiares, sostenidas aún por las molduras de perfiles dorados, seguían empeñadas en conservar los instantes para las que fueron creadas. Las observó, pero no tuvo la tentación de acariciarlas, pues a su mente regresó el pasado ordenado y sometido a los deseos de Torvaldo Helmer. Y recordó el día en que decidió partir, a pesar de su reconfortante casa y de sus adorables hijos.

Nora estornudó y cerró la puerta. Ni siquiera se llevó consigo la foto en la que toda la familia aparecía riendo, todos sentados a la mesa a la espera de que Torvaldo tronchara el pavo.

Las flores de la buganvilla cubrían la tapia. Se sentó en el banco de piedra, frente al emparrado cargado de frutos. Los trinos de los pájaros asaeteaban el silencio impidiendo que este se adueñase de la tarde. La fuente, donde sus hijos jugaron con barcos de papel, vestía de verde musgo. En el agua flotaban hojas secas y pardas. Nora recogió una rama y se acercó para remover el agua. Una rana saltó.

Comienza a llover en ese trozo de cielo. Nora se levanta, se dirige a la puerta de la verja y el atardecer se hace eco de un nuevo portazo —el agua cae sobre su pelo. Ríe.

Nota: Esta es mi respuesta al final abierto que dio Henrik Ibsen a «Casa de muñecas», su más afamada obra de teatro.

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