EL BOSQUE

«Puedes vivir como si nada fuera un milagro y puedes vivir como si todo fuera un milagro».
Albert Einstein

El bosque, Natalia Gonchova, óleo sobre lienzo, 1913.

EL BOSQUE

 

—¡No acudas allí! ¡El bosque está maldito: el fuego lo arrasó y desde entonces ni un pequeño brote ha nacido!

—¡Cuidado! ¡Oh…, no te acerques, que la luz en el bosque duerme!

—Nada puede hacerse… ¡Está todo perdido!

—El bosque ardió en el verano y en la más absoluta pobreza hemos quedado.

—¡Por favor, no vayas donde el silencio a la muerte llama!

Estos eran los consejos que unos aldeanos harapientos daban a un hombre desconocido que, un día de invierno, apareció, como por arte de magia, en el lindero del bosque.

El hombre iba descalzo y vestía su cuerpo con un largo camisón de lino blanco. Tenía una mirada intensa, grandes cejas pobladas y una nariz como el pico de un tucán. La boca, desde donde salía una voz segura, se protegía detrás de una espesa barba.

—Agradezco sus consejos —dijo, y, observando detenidamente al grupo, preguntó sobre las decisiones que habían tomado para salvar la arboleda.

La aparición de aquel ser, surgido desde la nada, inquietó a los aldeanos que lo rodeaban, que empezaron a hacerle preguntas, preguntas que el extraño respondía con una enigmática sonrisa. Cuando los lugareños se cansaron de interrogarlo, señalando el bosque calcinado, el extranjero comentó:

—Les he garantizado la existencia durante mucho tiempo; espero que, al menos, lo hayan llorado…

—¡¿Quién llora por un alcornoque?! ¡¿Quién por una liebre o un corzo, quién por un oso o un zorro?! —contestaron, a voces, los leñadores.

—Pero, ¿entonces…?

—Nosotros sólo lloramos por el trabajo perdido: ¡por la mala suerte que hemos tenido!

—¿Y qué han hecho contra la adversidad?

—Llevamos meses planeando cómo salir de aquí.

—¿Eso quiere decir que, desde que el bosque ardiera, sólo piensan en huir?

—¿Qué otra cosa puede hacerse con una arboleda mudada en un montón de cenizas?

—Veo que el fuego también quemó las voluntades —comentó el extranjero y, afligido, dirigió su andar a la tierra calcinada.

—¡No entres! ¡No podremos rescatarte! ¡Mira que está maldito! ¡Andarás a oscuras! ¡Te asfixiarás! —gritaron, acobardados, al ver que el hombre no les hacía caso.

Girando sobre sus pasos, el extraño los desafió:

—Tú, acércate y dime: ¿acaso el bosque no te alimentó? Tú, ven aquí y responde: ¿por qué, si del bosque desconfiabas, le confiaste tu vida y la de los tuyos? Entonces…, ¿a qué tanto quejarse?

Nadie contestó. El viajero comenzó a retirar con los pies descalzos los rastrojos y cuando llevaba andado un buen trecho, y el camino estaba marcado, exclamó:

—¡Bienaventurados sean los que consigan que el viento vuelva a mecer las ramas de las hayas! Aquel que decida seguirme… ¡recuperará la fe!

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