EL CUERVO
«Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo».
Gálatas 6, 2
Fotografía, María Gabriela Díaz Gronlier.
EL CUERVO
«¡Por todos los santos, este zumbido me mata!», se dice el anciano mientras fija la vista en el reloj del salón. Aniano cierra el periódico y, mirando el atrapamoscas e impotente ante la avalancha de tanto insecto volador, se pone la gorra. Está decidido a adelantar su acostumbrado paseo. Antes de cerrar la puerta, agarra el bastón.
Las callejuelas están vacías aún. Ha llegado a la glorieta del parque, la piedra calcárea de la fuente resplandece y el débil chorrillo de agua parece quejarse. Aniano se sienta en un banco, cierra los ojos y suspira: «Es el sopor de la digestión». El aire es más fresco allí. Pero la modorra le dura poco; pues, de pronto, todo es bullicio y discusión: dos cuervos están en la hierba disputándose el amor de una córvida que, impasible, contempla cómo el más robusto picotea al mozalbete hasta hacerlo sangrar.
Graznan y luchan. Bandadas de pájaros llegan atraídos por los chillidos de las dos aves enfrentadas. Están excitados y se posan, ansiosos, en las ramas y en las copas de los árboles.
—¡Cobarde…! ¡Cobarde…! —Aniano separa a los cuervos con su bastón. Los pájaros huyen, el fortachón y la córvida marchan con ellos. En el césped, abandonado, queda el joven y maltrecho alado.
(El sol recalienta el asfalto. Las avispas beben en la fuente. Unas mariposas blancas aletean alrededor de las margaritas y de las malvas.)
—Vendrás conmigo a casa y te comerás las moscas del verano —el cuervo aletea. Ha quedado tuerto. No tiene fuerzas. Aniano lo mira y expresa con resignación:
—Acostúmbrate, el mundo es como es.
Cae la tarde y, en un juego de ilusión, la luz que desprende el astro rey convierte la cuchilla oxidada de una guadaña en un estilete de oro.
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