EL HOMBRE Y ELLA

«Escúchame y levanta tu caída cabeza».
Ovidio

Corazón que no siente (De la serie «Refranes»), Flavio Garciandia de Oraá, acrílico sobre masonite ensamblado, 1985.

 

EL HOMBRE Y ELLA

—¿Cuántos años tienes?

—No lo sé —contestó la muchacha que, durante todo el trayecto, no había levantado la mirada del suelo.

Olía a mangos maduros y las nubes, inquietas, pasaban por delante de la luna llena haciendo de esta una parpadeante vela.

—¿No lo sabes? ¿Cómo es eso? —insistió el hombre que la acompañaba.

—No sé…, no he tenido cumpleaños —fue toda la conversación que se produjo hasta llegar a la casa de una sola habitación y de amplias ventanas abiertas a una noche cálida.

—Siéntate —la muchacha se sentó y, luego de mirar con desgana el sitio, preguntó—: ¿Para qué quieres saberlo? ¿Acaso importa? Estoy aquí, ¿no?

—Así es… —el hombre puso la gorra sobre la mesa.

—Oye, esto está más lejos de lo que pensé —la chica comenzó a desbotonarse la blusa.

—¡No…, por favor! ¿Qué haces…? No te contraté para…

—Ah…, ¿no? ¿Entonces…, qué hago aquí?

—Sólo deseo conversar. Quiero que me cuentes anécdotas de tu vida —el hombre encendió dos cigarros, pasándole uno a ella.

—¿Conversar de mi vida? Lo que pide… no se lleva —la joven caracoleó el humo del pitillo.

(Pausa convertida en un largo silencio, un silencio diferente al que los había acompañado durante el camino hasta aquella morada con apariencia de abandono.)

—Debo escribir un guion para un nuevo programa de radio y… ¡no tengo nada que contar! Estoy desesperado, ¿comprendes? —el hombre comenzó a sudar y a dar vueltas por la habitación—. Por eso pensé que una joven como tú…

—¿Cómo yo, qué? ¡Tampoco tengo nada de qué hablar! No se lleva.

—Pero te relacionas con gente, algo se dirán mientras…

—¡Ah…!, ¿quieres escribir sobre sexo? ¡Practiquemos! —y otra vez los dedos se enredaron en los botones de la blusa.

—¡Anda!, deja la bobería —el hombre la miraba sin deseos—. Ahora sí que no sé qué hacer. ¡No se me ocurre nada! —la brisa movió las hojas del aguacatero.

—¿Tendrá final feliz lo que escribas? Eso podría llamar la atención de la gente y…, ¡como no se lleva!

—¿Final feliz? ¿Qué final feliz pueden tener unas vidas como las nuestras, muchacha?

—Pues yo no veo dónde está el problema —interrumpió ella—. Es más cómodo así, no hay ni fieles, ni infieles…; además, hay más tiempo libre desde que se hizo obligatorio no importarle a nadie —se desató el pelo, volvió a hacerse la cola y soltó—: ¡Pregunte!

—Pero, ¿sobre qué? ¡Si es que no sé preguntar…! —la punta de la zapatilla del hombre apretó la colilla contra el suelo. La luna, que era la única luz de aquella casa, alumbró el rostro de ella, descubriendo una cicatriz en su frente.

—¡¿Y eso?! —exclamó el hombre.

—¿Esto? ¡Bah…!, nada importante; un forcejeo con un marinero al que los tragos le sientan mal.

—¡¡¡Cuéntame…!!! —por fin, una anécdota salía a relucir. No importa que fuera ordinaria, era un rubí brillando en el desierto. El hombre se sentó frente a ella.

La joven comenzó a relatar su historia. Al principio, su tono era monocorde y bajo; pero, en la medida en la que el relato avanzaba, su voz se volvió temblorosa hasta que llegó un momento en el que las palabras se tornaron firmes y fluidas. Sucedió cuando la emoción, como rayo, atravesó el cielo abriendo paso velozmente a la ira, al miedo, a la nostalgia y también a la ilusión.

Al terminar la narración, aquellas aves de alas rotas sintieron que volaban. Parecía impensable que pudiera darse el prodigio de la comunicación en un mundo que había olvidado el por qué de las sillas junto a la lumbre.

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