EL LIBRERO
«Ninguna de ellas dirá ni una palabra. Nunca. Eso es lo mejor de todo.»
Las criaturas malvadas de los cuentos infantiles de Roald Dahl (1916-1990) son la personificación de la inocencia comparadas con el propietario y la secretaria de su «William Buggage. Libros raros», una librería de lance muy particular, pues el dueño y su empleada se han hecho millonarios entre volúmenes de segunda mano cuyas ediciones no tienen valor especial.
En El librero nada es lo que parece. Buggage y su acompañante, dos personajes despreciables, no sienten el más mínimo apego por su profesión porque, realmente, ninguno de los dos se dedica al oficio señalado en el título.
En el trasfondo de la historia que nos narra el escritor —conocido por todos por Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda y James y el melocotón gigante— hay una denuncia al desprecio por la cultura, simbolizada en los libros que se apilan en las estanterías del local a la espera de cuatro buscadores de chollos que le presten atención. Ya sabemos que los libros no dan para vivir, y menos aún para hacer fortuna con ellos, que son otros los negocios que prosperan y ofrecen grandes beneficios en muy poco tiempo.
Es curioso cómo el autor de El librero consigue que el lector no se solidarice con las víctimas de su relato; pues son tan frívolas, tan incapaces de racionalizar lo que les pasa, tan cobardes… Claro que toda regla tiene su excepción y hasta aquí voy a leer.
El librero se publicó por primera vez en 1987. Ahora, la editorial Nórdica lo rescata y nos lo presenta con tapas duras, amplios márgenes y muy buena letra. El texto está traducido por Xesús Fraga e ilustrado por Federico Delicado.
La ironía y los finales sorprendentes son dos características que encontramos en la literatura de Roald Dahl y, por supuesto, en El librero no podían faltar.
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