EL NIÑO EN LOS CUENTOS:  ANDERSEN, DICKENS, BARRIE, STEVENSON, COLLI…

I

¿Cómo inculcar en los niños las buenas maneras, los valores universales y la sabiduría sin que pierdan la atención? ¿Cómo integrarlos a la sociedad, cómo desarrollar su imaginación de forma divertida? En definitiva, ¿cómo llamar su atención, cómo encantarlos si no es a través de las moralejas que esconden los  cuentos?

Los animales parlantes y los hechiceros, las hadas y los elfos, los caballeros y las princesas, los dragones y las brujas han sido desde siempre —desde que las leyendas y las fábulas se transmitían de forma oral— los mejores aliados que han tenido los adultos en esa hermosa y difícil tarea que es la enseñanza.

Tal es así que puede decirse que las narraciones infantiles se vuelven inmortales. Hans Christian Andersen,  Charles Dickens, los Hermanos Grimm, Charles Perrault, Lewis Carroll… forman parte de la larga lista de escritores célebres que se esforzaron por crear un mundo de ensueño rico en alegorías educativas.

Cuando un niño escucha un cuento con atención está dando el primer paso hacia su integración social. Pero cuando ya puede leer tiene la capacidad de identificar lo que está bien hecho y lo que está mal hecho. El primer lector muestra una actitud ante su entorno, pues ha adquirido conocimientos básicos sobre el amor, la amistad, la familia, la naturaleza, la alegría, la tristeza…

Los personajes buenos de los cuentos infantiles les revelarán que existen la prudencia, la virtud, la obediencia, el esfuerzo, la sinceridad, la entrega, la libertad, la reciprocidad… Y los personajes malvados le enseñarán que existe la pobreza, la soledad, el abuso, la discriminación, la injusticia, el egoísmo…

Los críos a través de la lectura aprenden a valorar su entorno y esto creo que es muy importante, porque quiere decir que son capaces de hacer un juicio sobre aquello que les atañe. Y un juicio siempre es resultado de una valoración ética.

En Los músicos de Bremen los animales vencen la adversidad gracias a la amistad. En Ricitos de Oro, los niños aprenden que es importante adquirir buenos modales. En Blancanieves descubren que el amor es el mayor antídoto contra la envidia. En Los zapatitos rojos confirman que la coquetería y la vanidad nada bueno dan. En El hueso de la cereza advierten que la constancia y la paciencia son los mejores instrumentos que tenemos para hacer realidad los sueños.

Los cuentos de princesas, príncipes y malvados, como La Cenicienta o La bella durmiente, revelan que el amor es la recompensa que obtienen los buenos en su lucha contra los malos.

¡Ah…!, pero con El soldadito de plomo los pequeños se adentran en un terreno más hondo; pues el cuento descubre que hay amores que la muerte no puede silenciar. El soldadito, que al fuego cayó, y la bailarina, que en su auxilio acudió, terminan fundidos en un corazón de plomo que eterniza su unión.

En las narraciones infantiles los animales hablan y los objetos inanimados se mueven: animales y objetos «sienten emociones». Son facultades de las fábulas, género literario que facilita el acercamiento del niño a la vida real. Eso sí, pienso que todo cuento infantil debe ofrecer un final explícito, pues una historia incomprendida pronto será olvidada.

Los clásicos de la literatura infantil no tienen fecha de caducidad, pero sí tienen fecha de nacimiento y para nadie es sorpresa que todo autor escribe para su época.

II

¿Cómo eran los niños para los que escribieron Andersen,  Dickens, Stevenson, Collodi, Swift, Kipling, Barrie?

En una vieja librería compré un ensayo de Sylvia Lynd (1888-1952) titulado Los niños ingleses. Se trata de un texto muy interesante, pues hace un recorrido por la historia del niño en Gran Bretaña; una historia que abarca un período muy amplio: empieza en la Edad Media y finaliza en la Revolución Industrial.

Los cuentos y las fábulas infantiles tienen como receptores a la parte más frágil de la sociedad. Son los niños los más indefensos y, sin embargo, son los más receptivos, los más curiosos y los más dispuestos a entender el entorno donde crecen. El ensayo de Sylvia Lynd da fe de lo que digo, pues aunque se centra en el niño inglés lo que describe es un comportamiento que bien puede aplicarse, como regla general, a los demás chicos de los países europeos.

Los pequeños lectores u oyentes a los que la escritora y poeta Sylvia Lynd prestó atención no sólo se enfrentaron a las hambrunas, las guerras, el desamor, las pestes, las inclemencias de la naturaleza y las supersticiones…; esos niños también sufrieron los métodos educativos de sus respectivas épocas que, como podrás comprobar a continuación, eran bastante drásticos.

Como Los niños ingleses es un título descatalogado he decidido hacer un resumen del mismo para acercarlo a tu hogar. ¡Hay tantos libros injustamente olvidados…!

Ilustro esta introducción con imágenes de diferentes publicaciones de Alicia en el país de las maravillas. Para la segunda parte he escogido los dibujos que Ibam Barrenextxea hizo para el cuento Blancanieves (Nórdica Libros).

Dedico mi entrada a los niños que hoy viven esquivando golpes y que intuyen que hay un mundo de fantasía que se manifiesta cada vez que se pronuncia Había una vez…firma gabriela2

CURIOSIDADES SOBRE LA FORMA DE VIDA DE LOS NIÑOS INGLESES, NIÑOS A QUIENES IBAN DESTINADOS MUCHOS DE LOS CUENTOS INFANTILES QUE HOY CONSIDERAMOS CLÁSICOS
SYLVIA LYND

LOS NIÑOS EN LA EDAD MEDIA

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En los comienzos del medievo no había camas para dormir, ni sillas para descansar. En aquella época «todos los invitados a un festín bebían en el mismo jarro» y «la pérdida de una aguja ponía en conmoción a toda una aldea».

En aquellos tiempos, la mayor parte de las casas inglesas tenían la techumbre de paja y una sola habitación; aunque los grandes castillos de piedra normandos poseían varias estancias, pisos superiores, escaleras y galerías.

Por aquel entonces, los anglosajones tenían la costumbre arraigada de «vender a (…) los hijos de sus colonos a mercaderes extranjeros de esclavos», práctica que no fue abolida hasta finales del siglo XI.

El niño de los albores de la Edad Media dormía en un cesto de juncos —las cunas de mimbre o de madera se construyeron siglos más tarde—. El cesto se encontraba sobre un suelo de piedra si el niño era rico, y si era pobre la canasta descansaba sobre la tierra. Pero cuando el bebé ya no cabía en la cuna, entonces dormía con el resto de su familia. Todos descansaban juntos, en la misma habitación, fueran pobres o ricos. Con el transcurrir del tiempo, los artesanos comenzaron a fabricar colchones y jergones, de paja y de heno, para los hogares acaudalados.

El frío era el primer enemigo natural de los peques. Pero Inglaterra, tierra de ganado lanar, contaba con mantas de hilo y de lana, que tejían las amas de casa.

Los chicos de aquellos tiempos dormían aseados, pues se le daba mucha importancia a la ropa interior limpia; además, los baños eran considerados un remedio medicinal. No se bañaban para asearse, sino para eliminar enfermedades provocadas por el sudor. La higiene personal era un tratamiento preventivo contra las bacterias.

Los chavales descansaban escuchando el golpeteo de los telares, que era el sonido habitual en los hogares medievales: «Durante doce siglos los niños se durmieron oyendo hilar y cantar», nos cuenta Sylvia Lynd, quien además señala que los niños ricos vestía telas de colores, mientras los pobres lo hacían con telas sin tintar.

En la Edad Media, los varones comenzaban a usar pantalones a partir de los seis años y vestían camisa, túnica y cinto, del cinturón colgaban navaja y bolsa. Las niñas usaban enaguas y trajes que llegaban hasta el suelo. Los pobres iban descalzos.

En cuanto a la comida, los bebés eran amamantados y luego alimentados con pan y leche; sin embargo, los chicos que había cumplido seis años ya podían beber cerveza.

En el medievo, los niños se convertían en aprendices a muy corta edad. Con menos de diez años conocían los oficios, los deportes y el manejo de las diferentes armas, pues los talleres y los negocios familiares estaban dentro de sus hogares, o muy cerca de ellos. «Si era un niño pobre aprendía a cuidar gallinas y cerdos, a arar, a injertar, podar, cavar; y si era rico, la cetrería, la caza y el uso de las armas», nos cuenta la autora de Los niños ingleses.

Otra curiosidad de esta época tiene que ver con el juego preferido de los muchachos, y que no era otro que la pelota. Digo que es una curiosidad porque en ese juego participaban niños y niñas por igual.

«En los días húmedos permanecían en casa con sus mayores, en la habitación que era al mismo tiempo comedor, cocina, dormitorio y, sobre todo, sala de estar. Todo el día se encontraban los niños envueltos en una marea incesante de conversaciones (…) Las casas señoriales de los tiempos medios eran, en muchos aspectos, como la cocina de una casa de campo moderna.»

Las familias eran numerosas, aunque la mayoría de los peques no llegaban a la edad adulta. Una vaca con leche garantizaba un niño feliz. Un niño enfermo, nos cuenta Sylvia Lynd, «era destinado al sacrificio. Vivía desaliñado, y entre suciedad de todas clases».

Los mayores inventaban historias de brujas y lobos para asustar a los chavales y evitar que se alejaran de las casas y que se introdujeran en los bosques a comer bayas venenosas. Muchas de estas narraciones, que eran orales, están recogidas en los cuentos infantiles de los Hermanos Grimm.

En la iglesia aprendían, de oídas, cantos y salmos. Los niños con buena voz entraban en las escuelas de coros, donde les enseñaban, además de música, a leer, a escribir y a contar. También estaban las Escuelas de Gramática, aunque hay que decir que eran escasas y poco atractivas. «La idea de educación equivalía a sometimiento, y esta fue la base sobre la que más tarde se fundó el Puritanismo», leemos en el ensayo.

Entre los siglos XIII y XVI fueron muchos los libros destinados a la urbanidad y a la educación, aunque en todos aparece el mismo consejo en cuanto a buena conducta: «silencio e inmovilidad».

A finales del siglo XIV los niños salían de sus casas con ocho años. Si eran chicos servían como pajes; era la forma de aprender a cazar, a montar a caballo y a manejar las armas. Si eran chicas servían como damas de compañía; era la forma de aprender lo necesario para encontrar marido y poder crear un hogar. Las muchachas que no se casaban o se dedicaban a hilar o eran recluidas en conventos.

En 1382, el obispo de Winchester, Guillermo de Wykeham (1324-1404), fundó la primera gran escuela con internado. Lo hizo con la idea de preparar sacerdotes «con conocimientos de las letras», pues opinaba que un joven instruido garantizaba «el culto a la justicia» y, por tanto, la «prosperidad humana». En este propósito no excluyó a los necesitados. Los graduados, ricos o pobres, eran enviados a un colegio universitario fundado por el mismo obispo. Por cierto, en el internado se señaló un día para ajustar cuentas: tocó el viernes. Escribe Sylvia Lynd que esto era todo un privilegio, pues los padres eran los primeros en aplicar la disciplina a base de zurras continuas.

En la Edad Media, como hemos podido apreciar, el modo de vida hacía del niño un ser responsable sin privilegio alguno por su condición de niño. Los menores, desde que tenían uso de razón, conocían su destino y se preparaban para enfrentarlo lo mejor posible.

La sociedad funcionaba como una máquina de reloj, así que cada hombre tenía una función determinada dentro del engranaje. Y los chavales, a los que iban destinados cuentos y nanas, no eran una excepción.

Pero antes de despedir a la Edad Media, creo que es bueno destacar que los niños estuvieron bajo la tutela de los adultos, que vivieron la misma vida que sus progenitores y que fueron amamantados y criados por sus madres. No fueron abandonados a su suerte, ni fueron depositados en manos de extraños, como sí sucedió en épocas posteriores.

LOS NIÑOS EN LA ÉPOCA ISABELINA

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Mala suerte tuvieron los niños del siglo XVI, pues ni siquiera en la Corte eran bien recibidos. «Lloriqueaban y vomitaban en los brazos de sus nodrizas», describe Sylvia Lynd.

Niñeras de mano dura sustituyeron a las madres medievales, tan apegadas a sus hijos. «Se calcula que de cada cinco niños ricos, dos morían durante la infancia, y otro más en la niñez», leemos en Los niños ingleses. Imagínense los chicos pobres, muchos de ellos ni siquiera censados.

Había mejores casas que en el medievo, casas de grandes ventanales e imponentes cristaleras; sin embargo, la falta de ventilación se convirtió en un verdadero problema.

Las pestes, las enfermedades hereditarias, provocadas por matrimonios entre miembros de una misma familia, y las sequías fueron factores que aumentaron las supersticiones y las dolencias: a la muerte por trastornos de la salud se añadió la muerte por asesinato en rituales de brujería.

Contra todo pronóstico los actos de magia negra aumentaron en el siglo XVI, pues pobres y ricos la practicaban. Se creía que muchas parteras eran nigromantes y que podían transformar a un bebé en brujo. Los niños escuchaban por todas partes historias de hechicerías. «Los hogares severos, ultra-puritanos, parecen haber producido el mayor número de criaturas neuróticas», afirma Sylvia Lynd en su ensayo. Esta desquiciante situación duró hasta mediados del siglo XVI, que es cuando el poder legislativo dicta normas que tienen como fin acabar con la brujería.

«Con la Reforma, las escuelas de la Iglesia fueron cerradas o pasaron a manos de los protestantes, aunque no hubo cambios en el plan de enseñanzas.» Los estudios eran una mezcla de literatura y torneos, cacerías y deportes varios.

Niños y niñas aprendían latín, y también griego —idioma que comenzó a estudiarse a principios del XVI— entre pellizcos y palos. La vara de abedul estaba tan presente como las plumas de ave con las que tomaban notas en clase. «El castigo corporal era la regla, hasta el punto de que algunos maestros de escuela de la época Isabelina se conducían como locos. Los golpes y los gritos atronaban las aulas», apunta Lynd.

El puritanismo extendió por Inglaterra su rigurosa vida moral, que contemplaba el castigo como forma de reconducir lo que ellos entendían como malas conductas, entre las que se incluían la lentitud y la torpeza, consideradas «pecado de pereza».

Pero nada es del todo bueno o del todo malo. El calvinismo consideraba la educación como un punto importante, pues aquel que supiera leer tendría acceso directo a la Biblia. De ahí que, a la hora de enseñar a leer y a escribir, no hacían distinciones entre ricos y pobres.

Michel de Montaigne (1533-1592) alzó la voz contra aquella norma que afirmaba que la letra entraba con sangre. Montaigne defendió que las escuelas debían ser «lugares de deleite, adornados con ramas verdes, y no lugares de tormento decorados con varas ensangrentadas».

EL SIGLO XVII

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Termina el siglo XVI y comienza el XVII trayendo consigo otro peligro añadido: la investigación científica. Los tratamientos y los medicamentos necesitaban conejillos de Indias para los experimentos.  Así que…, ¿dónde se posaron los ojos inescrupulosos de los investigadores? En el niño. 

La Ley de Pobres fue otro contratiempo importante en el siglo XVII, porque declaró la mendicidad como un delito e hizo responsables a las iglesias de los desamparados que pertenecían a ellas. Así que las vicarías «procuraban ahuyentarlos, y los pobres iban de parroquia en parroquia en viaje interminable. Se conservan registros con la mención de entierros de niños muertos de hambre en los caminos», leemos en Los niños ingleses.

En el siglo XVII surge el oficio de deshollinador. ¿Y quién es apto para realizar este trabajo? El niño.

Al finalizar la centuria, las armas de fuego eran parte del menaje del hogar. ¿Se guardaban en sitios seguros? No. Las armas estaban al alcance de los chavales, que jugaban con ellas.

Terminaba el siglo con otro peligro añadido: la pólvora.

LOS NIÑOS BAJO LA REINA ANA Y LOS JORGES (SIGLO XVIII)

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En los tiempos de la reina Ana la muerte se cebó en los niños: «La Restauración trajo consigo libertinaje; las enfermedades sexuales campeaban por sus respetos; la embriaguez había aumentado (…) Ricos y pobres bebían cognac y ginebra y las mujeres también empinaban el codo (…)».

La moda imponía a las mujeres unos apretados corsés que oprimían la cabeza de los fetos. Trece hijos tuvo la reina Ana y ninguno sobrevivió. «El orgullo sencillo medieval de traer hijos al mundo había desaparecido, y el orgullo de procrear niños sanos no comenzó hasta pasado dos siglos», afirma Sylvia Lynd en su ensayo.

La mayoría de las madres no querían amamantar a sus hijos, que se «criaban a mano» con alimentos inapropiados para un bebé. Esta situación se dio durante todo el siglo XVIII y hasta comienzos del XIX. «De veintiséis niños criados a pecho, cinco muertos; de sesenta y tres alimentados a mano, treinta y cuatro muertos», es la conclusión a la que llegó Hans Sloane, el médico más reputado de la época.

Otra consecuencia negativa, que trajo el calvinismo con su asfixiante sentido de la moral, fue el abandono de los hijos ilegítimos —en el Medievo los padres reconocían a sus bastardos y se hacían cargo de ellos—. Las mujeres repudiadas dejaban a sus hijos en las calles o, simplemente, los asesinaban para «ocultar su vergüenza».

En 1739, entre tantos peligros y desatinos, surgió el Hospicio. Fue idea del capitán de barco Thomas Coram (1668-1751), quien donó toda su fortuna para la creación de una casa de acogida que garantizara a los chicos un oficio, además de comida, ropa y educación.

Coram involucró en su proyecto a la aristocracia y a la intelectualidad de su época. Sylvia Lynd nos cuenta que «Handel le ofrendó el estreno del Mesías y le regaló el manuscrito original». Gracias a la fundación del Hospicio, los pobres tuvieron una formación que les garantizó cierta independencia.

Pero, en general, los centros infantiles eran «lugares agrios y crueles con inspección insuficiente por parte de los maestros»; eran sitios donde los muchachos «seguían siendo brutalmente apaleados». Y los menores desafortunados siguieron bajando por los conductos de las chimeneas, aunque hubiesen pasado por la escuela.

¡Ah…!, y otro peligro añadido surgió: la industria mecanizada, que trajo consigo la explotación infantil a gran escala.

LOS NIÑOS Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

blancaDe los campos a las ciudades llegaban en masa los vagabundos hambrientos; eran niños de la calle en manos de crueles y avariciosos empresarios. Esos chicos, que tan magníficamente retrató Dickens en Oliver Twist, fueron víctimas de la Revolución industrial.

«Con la invención de la máquina (…) los niños pobres fueron arrastrados a las fábricas y a las minas, y a veces también por el egoísmo de sus padres. La historia del industrialismo en toda Europa es la historia del martirio de los niños.

»En Inglaterra las casas-talleres facilitaban manadas de niños esclavos, huérfanos y desamparados, a cualquier contratista, por brutal que fuera, y para los trabajos más peligrosos y degradantes. Las máquinas deformaban y mutilaban a los niños y causaban nuevas enfermedades llamadas industriales. Vivían hambrientos y apaleados. Muchachos de diez, de siete, de cinco y hasta de tres años se pasaban doce horas seguidas y en ocasiones días y noches sin interrupción, en la oscuridad de las minas (…), sin otra compañía que el de las vagonetas que pasaban.» Esa era la realidad de los chavales de la era industrial. Y fue así a pesar de que en 1850 la ley prohibió el trabajo en las minas a niños menores de diez años.

UN APUNTE MÍO ANTES DE TERMINAR

En la segunda mitad del siglo XIX  los pensamientos de Jean-Jacques Rousseau calaron en la clase intelectual. Emilio, o de la educación fue un libro fundamental para combatir el puritanismo. Rousseau, siguiendo los pasos de Montaigne, defendió que no había necesidad de pegar palizas para enseñar. Rousseau contravino las ideas de Calvino, quien afirmaba que «los niños son malos por naturaleza y que sus pasiones perversas deben ser refrenadas por los padres piadosos y prudentes, haciendo uso de todos los medios que estén a su alcance».

A raíz de Emilio, o de la educación los escritores dieron un paso decisivo en favor de la infancia y no sólo denunciaron el maltrato infantil en sus obras, convirtiendo en argumentos los agravios y en protagonistas principales a los muchachos maltratados, sino que empezaron a escribir para un nuevo público. Ruskin, Thackeray, Caroll, Dicky Doyle, Dickens…, crearon un nuevo género: ¡la literatura infantil!

A finales del siglo XIX comenzaron a editarse libros profusamente ilustrados, que demuestran dos cosas: una, la importancia que los editores dieron a sus nuevos lectores y dos, la utilidad de este formato como vehículo educativo.

En 1870 se estableció la enseñanza gratuita y obligatoria en Inglaterra. Los niños tenían que pasar por la educación primaria antes de incorporarse al trabajo de las fábricas. Y también en ese año se fundó la Sociedad Protectora de la Infancia.

El primer texto que reconoce los derechos del niño, y la responsabilidad de los adultos en la educación y el bienestar de los mismos, es La Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño. Se firmó en 1924  y, ¡vergüenza!, no tuvo fuerza vinculante para los Estados.

No es hasta 1959, con la Declaración de los Derechos del Niño, que se reconoce al menor como «ser humano capaz de desarrollarse física, mental, social, moral y espiritualmente con libertad y dignidad». No es hasta 1959 que se obliga —¡qué penosa palabra!— a los Estados miembros de la ONU a cumplir con lo acordado.

Pero en plena época de avances tecnológicos e informáticos, ¿cuántos niños no siguen padeciendo enormes sufrimientos? Son muchísimos los que viven sin hogar, sin comida, sin estudios, sin atención médica, explotados, encerrados en campos de refugiados y sin identidad.

Quizás algún día los cuentos comiencen así: «Érase una vez un mundo donde los niños eran ,¡por fin!, respetados».

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