EL PROBLEMA DE LA LIBERTAD

«Este legado cristiano de la gran Revolución burguesa, en el que los dos principios, el individualista y el social, la libertad y la igualdad, se unen y se justifican mutuamente, es la exigencia y el estatuto del Derecho del Hombre».

Ofrenda a Júpiter, Giorgio Chirico, óleo sobre lienzo, 1971.

Es costumbre de los libreros, cuando acuden a las ferias, identificar sus casetas con el nombre de su negocio y el lugar habitual donde se encuentra su comercio, de manera que uno sabe que tal librería está ubicada en tal provincia.

Ayer estuve visitando la Feria del Libro Viejo de Madrid y como siempre, teniendo en cuenta que la Feria cansa —es un festín de tesoros—, inicié mi ritual dando prioridad a los libreros amigos. Pero cual no fue mi sorpresa, cual no mi desconcierto, al comprobar que uno de ellos, uno que tiene su negocio en Barcelona, había decidido, dada la situación de delirio colectivo y libertinaje social que estos días vive la provincia de Cataluña, poner en su tablón de anuncio sólo el nombre de su negocio. Al preguntarle el por qué de esta mutilación contestó: «Me han sugerido que este año no ponga que mi librería está ubicada en Barcelona. Es para evitar percances desagradables, no sea que me quemen la caseta durante la noche».

No sé cómo hemos podido llegar a una situación así en un país como España. Un país democrático que defiende los derechos y las libertades de sus ciudadanos y que se rige por una Constitución aprobada por todos —para ser honesta, sí sé por qué estamos atravesando esta crisis, pero, en vez de dar mi opinión, prefiero dar espacio al ensayo de Thomas Mann.

Thomas Mann se apoya en las obras tardías de Goethe, en los escritos de Enrique Heine, en las teorías del sansimonismo, en la esencia del Cristianismo, en las bases del socialismo, del fascismo, de la democracia social, en la Revolución Industrial y en la Revolución Francesa para dar voz en El problema de la libertad a su tesis sobre la democracia y sobre el valor que tiene el individuo, como ser único, dentro del colectivo social.

Thomas Mann pronunció esta conferencia en Estocolmo, en la sesión del XVII Congreso Internacional del P.E.N. Club, en septiembre de 1939, mes y año en que se inicia la Segunda Guerra Mundial. Copio el texto íntegro de la edición publicada por EMECÉ en 1947, cuadernillo que rescato de mi biblioteca. Y ahora los dejo con El problema de la libertad.

«La política convertida en algo absoluto (…) es el aniquilamiento de la libertad.»

CONFERENCIA

Composición con cabeza de Júpiter, Giorgio Chirico, óleo sobre tela, 1942.

EL PROBLEMA DE LA LIBERTAD

Señoras y señores:

La democracia moderna no es, históricamente, más que la forma de dominio adoptada por la burguesía, el tiersétat (Estado llano) que, sobre los escombros del feudalismo, erige su imperio mercantil e industrial universal. Este dominio mundial que se ha impuesto a las viejas fuerzas de la desigualdad, del privilegio y de la opresión espiritual y material, apoyado por las fuerzas de la Aufklärung (Iluminismo) y de la razón sentida como algo divino y bienhechor que rompe con ataduras y prejuicios, es un imperio de la libertad y, al mismo tiempo, un imperio de la paz, del trabajo, del provecho y del bienestar.

«Después de la histórica época de la guerra», escribe Benjamin Constant en el año 1813, es decir, hacia el final de la epopeya napoleónica, entre la gran Revolución francesa y la Revolución de París de julio de 1830, «después de la época de la guerra hemos llegado a la del comercio; la guerra es el impulso bárbaro, el comercio es el cálculo civilizado. Las naciones más jóvenes sólo aspiran a la tranquilidad y, con ésta, al bienestar, cuya fuente es la industria». Es bastante curioso observar cómo en esta expresión del novelista francés y moralista político se revela la misión sensitiva del escritor, que es la de llegar a descubrir y señalar la voluntad de la época y la de registrar, con una precisión que es el fruto de una aguzada facultad perceptiva y reacción nerviosa, los cambios y las transiciones de la vida espiritual, moral y social, aun cuando las circunstancias exteriores los hacen ahora, para el ojo menos avizor, tan difíciles de comprender como en aquel entonces. Era aventurado declarar, entre Moscú y Waterloo, que el período de la guerra había sido reemplazado por el del comercio y del bienestar racional; pero a pesar de todo, la observación, tomada en su conjunto y en su parte esencial, era acertada, ya que la función de la guerra napoleónica fue la de diseminar por Europa la Revolución y sus ideas burguesas.

Y no estaba solo el autor de Adolfo con sus impresiones sobre la época. Otro crítico francés de la sociedad observó, por esos mismos años, cómo «desde ahora el dinero, las ciudades, el espíritu y el comercio ocupan el lugar de los bienes inmuebles, de los castillos y del honor de las armas», señalando que en ello se reconocía el nuevo orden social que ya había penetrado en los Consejos de los monarcas, desde donde se reflejaba en el pueblo.

No se puede definir en forma más sencilla y satisfactoria la transformación de la época del feudalismo en la de la burguesía y de la democracia. Lo que en aquel entonces se comprobó críticamente, en base a los acontecimientos contemporáneos, responde con exactitud a nuestro sentimiento cuando intentamos definir históricamente el nuevo espíritu social, la esencia de la democracia.

El cambio se sintió intensamente en todas partes y ocupó, ya en forma de lamentaciones, ya en la de una aquiescencia esperanzada, a todos los espíritus observadores. Enrique Heine, con su manera ambivalente, medio afirmativa y medio irónica, escribió desde París en el año 1832: «Al declararse el cólera, la buena reina reunió a sus amigos y servidores y repartió entre ellos fajas de franela, hechas por ella en su mayor parte. Las costumbres de la antigua Caballería no se han extinguido; sólo se han transformado en burguesas, pues las grandes damas entregan a sus paladines bandas menos poéticas, pero más sanas. Ya no vivimos en los viejos tiempos de los yelmos y arneses de la belicosa Caballería, sino en el pacífico período burgués de las abrigadas fajas y camisetas; no vivimos más en la edad de hierro, sino en la de la franela». Es ésta la chanza algo maliciosa de un poeta irónico que, un poco en secreto, añoró la piadosa generosidad de los viejos tiempos en medio del prosaico espíritu utilitario de los tiempos nuevos, que sin embargo aceptó sin ironía alguna en los momento graves, como defensor de las libertades cívicas, como partidario de la razón y como paladín de los derechos del hombre.

La posición de Goethe (que habiendo nacido en el siglo XVIII alcanzó a vivir una buena y decisiva parte del XIX y fue espectador emocionado de las transformaciones sufridas por los Estados, durante los cuales las estructuras políticas se iban adaptando en forma intermitente a las nuevas condiciones ético-sociales), su actitud frente a la democracia vencedora, más profunda y poderosamente discrepante —debido a su personalidad— que la de Heine, evidencian un interés muy personal y objetivo. Graves preocupaciones culturales que ensombrecen su vejez se enlazan, a su manera de ver, con la edad de las facilidades del intercambio, del dominio del dinero y de las masas, cuyo advenimiento presiente. Pero su sentido de la realidad, su instinto que lo impulsa a permanecer en las alturas de la vida, a absorber e incluir todo, hasta el último instante, en su obra gigantesca, fueron tal vez tanto o más fuertes, y todos conocen el homenaje que ofreció al «Nuevo Mundo», para emplear esta expresión en su doble sentido geográfico y social, en aquellos versos:

¡América, tú vives con más holgura
que nuestro viejo Continente!
No tienes castillos derruidos
ni tampoco basaltos.

En América, particularmente, estaban puestos los ojos del octogenario. Así lo demuestran las últimas partes del Wilhelm Meister. Extraordinario era el interés del anciano —siempre al acecho y ávido de vida— en utópicos proyectos de técnica mundial, su entusiasmo por la apertura del canal de Panamá, de la cual habla con tanto ardor y lujo de detalles como si fuera para él más importante que toda la poesía. Y al último, realmente fue así. Esta alegría esperanzada que hacen nacer en él la técnica bajo su aspecto civilizador y el incremento de las comunicaciones, no puede sorprender en el poeta del último Fausto que vive el momento culminante de su vida al ver materializarse su sueño utilitarista, la desecación de un pantano, que es una extraña ofensa dirigida al interés estético-filosófico unilateral de la opinión alemana de entonces.

Él, el anciano poeta, se explaya en disquisiciones sobre las posibilidades de unir el golfo de México con el Océano Pacífico y sobre las consecuencias imprevisibles de semejante empresa. Aconseja a los Estados Unidos de América que emprendan la obra, y fantasea sobre las florecientes ciudades comerciales que surgirán, una tras otra, en esa costa del Pacífico. Le resultaba difícil aguardar la realización de todo esto, como también de la comunicación entre el Danubio y el Rin, obra gigantesca que sobrepasaba los límites de toda esperanza, y de algo más aún, de algo excepcionalmente grande: el canal de Suez para los ingleses. «¡Para ver todo esto -exclama- bien valdría la pena aguantar unos cincuenta años más sobre la tierra!»

Y esta inclinación por lo útil y amplio, por lo que uno los continentes, es un rasgo de la época, un rasgo democrático, que encuentra otra forma de expresión en ciertas aplicaciones de principios económico-liberales a la vida espiritual, como, por ejemplo, cuando el anciano Goethe habla de un «libre intercambio de ideas y sentimientos», o cuando declara que una literatura nacional ya no importa tanto y que lo corriente es la literatura universal.

Sin embargo, quiero citar un pasaje de una carta del poeta del Fausto, que encontré hace poco, y en el cual me parece que se pone de manifiesto en forma singularmente clara y perfecta el espíritu y la esencia de lo que llamamos Democracia, como también la favorable disposición interior del poeta, ya próximo a su fin. Un amigo había encargado, a pedido suyo, algunos dibujos de una cosa de campo recientemente adquirida por Goethe y se los había enviado. En diciembre de 1831 el poeta le escribe:

«Ahora que puedo contemplar de vez en cuando la imagen del paisaje situado en un lugar tan razonable y hasta me atrevería a decir sosegado, me alienta la esperanza de que también la buena naturaleza se haya apaciguado y abandonado para siempre sus locas y febriles conmociones, afianzando con ello, por toda la eternidad, tanto la belleza circunspecta y complaciente, como también el bienestar que de ella deriva, para que, en medio de las problemáticas ruinas del pasado, le sea permitido a usted y a sus descendientes perseverar con firmeza y serenidad y ver convertirse en placer imperecedero y libre de preocupaciones aun lo real, tangible y útil, tal como lo reflejan los dibujos extendidos ante mis ojos».

Creo que dentro de los límites del idioma no existe ninguna construcción de palabras que traduzca aproximadamente nuestro sentir sobre lo que en realidad debe entenderse por democracia y luego por civilización en un sentido histórico y superhistórico.

Lo real, lo tangible y lo útil; la belleza circunspecta de la cual deriva un seguro bienestar; el fondo sobre el cual se destacan las ruinas problemáticas del pasado, que recuerdan los castillos derruidos y los basaltos de la alocución a América, y, además, la humanización de la naturaleza, que el poeta se imagina no solamente como sometida y obligada a ser útil, sino también como apaciguada por su propia voluntad y dispuesta a comportarse de manera pacífica y provechosa, todo esto forma un cuadro tan perfecto que nos vemos obligados a admirar la vitalidad de un genio que, educado todavía dentro de una estructura mundial tan distinta, es capaz, al más leve roce del nuevo espíritu, de dirigirse a él y expresarlo con palabras en las cuales es casi imposible distinguir entre la sensibilidad y la afinidad.

Lo que surge de estas palabras es esperanza, una esperanza de dicha y de paz para el género humano, rayana en lo utópico, equivalente a una sorprendente concesión del anciano poeta, que en el fondo era un pesimista en lo que respecta a la cultura, al espíritu de su época. Porque la esperanza, sí, la utopía, son realmente una característica de la joven democracia que enlaza en la forma más extraordinaria el industrialismo y el entusiasmo de la humanidad, lo prosaico y la fe en una próxima Edad de Oro. «L’age d’or —expresa una frase de la literatura profético-social de aquella época—, qu’une aveugle tradition a placé jusqu’ici dans le passé, est devant nous». «La edad de oro, que una ciega tradición ha colocado hasta ahora en el pasado, está delante de nosotros».

Esta fe es el fruto espiritual de un impetuoso progreso —libre de trabas clericales y de poderío feudal— en materia de conocimiento y dominación de la naturaleza, de una técnica centralizada y de una actividad industria productora de riqueza. Esta fe está fuertemente ligada a la moral y a la religión, y entre tanto materialismo y sentido utilitario revela las propiedades más profundas del espíritu. «Dinero, ciudades, espíritu y comercio»: espíritu es la «tercera palabra» que en este conjunto desempeña un papel de no poca importancia.

Es convicción general que una vez que desaparezcan las instituciones basadas en la antigua clase militar y en la fe enseñada por la Iglesia, la sociedad tendrá que cimentarse sobre los dos nuevos poderes: la ciencia y la industria, y que sabios e industriales tendrán que gobernar juntos el mundo. Heine defiende esta convicción lleno de ardor en sus Französische Zustände (La situación francesa), obra en la cual se ve claramente la influencia de Saint-Simon, el fundador de sectas social-religiosas, que en 1825 había publicado sus Opinions littéraires, philosophiques et industrielles.

Otro de los libros de Saint-Simon lleva el título harto característico de Nouveau Christianisme. Su alumno Dunoyer escribe De la morale et de l’industrie, y esta amalgama de la moral y de la industria es más característica y frecuente que la de la industria y la ciencia. En colaboración con Auguste Comte, el mismo Dunoyer publica el periódico Producteur, cuya finalidad es la de «promover el progreso de la humanidad en lo que respecta a las ciencias, a la moral y a la industria, fomentando el espíritu de asociación de los hombres».

La fe y el amor por la humanidad encaminados hacia la Association Universalle para lograr la explotación racional de la naturaleza, la felicidad y la riqueza, nos causan precisamente en nuestros días una impresión casi demasiado conmovedora, que al mismo tiempo nos confunde. Se trata aquí de una utopía del progreso que, a pesar de sus intenciones y obligaciones terrenales, se funda sobre una base muy religiosa y se orienta espiritualmente. Esta utopía, en la que se mezcla lo materialista-sensual con lo moral, está dominada por las ideas de paz, trabajo, comunidad, bienestar.

Con ello no se alude tanto al bienestar individual y egoísta como al general y social, y esto, precisamente, es lo moral. Moral y social son sinónimos en esta esfera; la moral es espíritu social, apenas algo más que eso; y, sin notarlo, sin ruptura y como si se entendiera de por sí, vemos aquí, en la primera floración mental de la democracia, cómo ésta se va transformando en socialismo.

Es sumamente interesante e instructivo  observar en los poemas de vejez de Goethe este acercamiento espiritual, aparentemente necesario, de la moral democrática a la moral socialista, como también el relampagueo de profecías colectivistas que aparece en los Wanderjahre (Años de peregrinaje), obra que, en el fondo, trata del dominio sobre sí misma que ha conquistado la humanidad individualista y del concepto de cultura, que Goethe fue el primero en crear y acuñar. En realidad se renuncia aquí al ideal de la superinstrucción del hombre privado, de la superación máxima y de la universalidad, y se proclama la era de las unilateralidades. Con ello se tiene ya el concepto de la deficiencia del hombre como individuo, pues solamente el conjunto de los hombres puede realizar lo humano. El individuo se convierte en función y surge el concepto de la colectividad, de la comunidad; el espíritu de la Providencia pedagógica amenizado por las Musas puede llamarse tanto jesuítico-militarista como socialista.

También en el sansimonismo el individuo vale únicamente por su contribución al mejoramiento del destino de los muchos, de la comunidad, a la cual tiene que asimilarse. La atenta sensibilidad y receptividad del anciano Goethe para todo lo relacionado con esa época no lo eximieron de ser tildado por el joven socialismo francés de egoísta e indiferentista y de espíritu sans but sympathique, precisamente porque en lo espiritual fue un individuo tan poderoso como en lo económico y social, en cuya esfera representó al tipo del comerciante real  sazonado por la democracia, en el cual se encarnaba la figura del Rey, de la Industria surgido del tercer estado—-la burguesía— y la del gran amasador de fortunas y conquistador del capital, que en torno al 1830 ocupaba la imaginativa de los hombres del viejo y del nuevo mundo.

Es este rasgo plutocrático de la democracia, el dominio materialista del dinero que ella engendra y que la Revolución burguesa ha colocado como lo más moderno, pero no como lo más noble, en el lugar de los privilegios y de las desigualdades feudales, lo que el joven socialismo, hijo respetuoso y creyente admirador de la democracia, siente como una tacha moral y un defecto de la misma. No puede extrañar entonces que presente la exigencia radical de la abolición del derecho de sucesión, creyendo coronar con ello a la democracia. Es posible que esta exigencia revele un desconocimiento de la naturaleza humana, pero es ya muy antigua.

Platón, en su libro sobre el Estado, que en su conjunto no es más que una utopía socialista, ya había exigido la abolición de la propiedad personal y la de la familia. La tesis sansimoniana sostiene que la desigualdad existirá siempre, pero que la única que debe haber es la permitida por Dios mismo. El derecho de sucesión es el que crea ricos y pobres, cultos e ignorantes, y hasta lo bueno y lo malo. Suprímase, y el azar ya no hará llegar los medios de producción a las manos de holgazanes e incapaces. Cada uno recibirá según su capacidad y cada capacidad según sus obras: ésta es la fórmula de la justicia, y el joven socialismo de 1830 está convencido de que ella responde a la voluntad original de Dios. No hay duda de que sus pensamientos y sus propósitos están regidos por la religión, y sus contemporáneos llegaron hasta a ver en él una religión que llamaron la religión de St. Simonienne. «La religión —declara  Saint-Simon— debe conducir a la sociedad, lo antes posible, a la gran meta del mejoramiento del destino de la clase más numerosa».

Esto está sentido cristianamente, pero es un cristianismo evolucionado, desligado del dogma y de la tierra, vuelto hacia la vida de la comunidad; un humanismo cristiano que ve en la humanidad a la fille de Dieu (hija de Dios) y que le desea un porvenir brillante. El hombre no debe, según la costumbre pagana, cuidar y fomentar únicamente su vida física ni, de acuerdo con el cristianismo ascético, atender sólo a su vida espiritual, sino a ambas. Él no es en este mundo un mero viajero y forastero, o un ángel caído cuya única ocupación consiste en dirigir sus miradas hacia el otro mundo, sino que ha venido a la tierra con la misión de realizar la obra de paulatino perfeccionamiento de todas las cosas. La reorganización de todo el sistema es necesaria, pero debe confiarse al tiempo que progresa gracias al trabajo de cada individuo.

También en nuestros días sería imposible determinar, con más precisión que entonces, la idea de un socialismo cristiano o de un humanismo social. En la antigua Roma —según refieren las obras de aquella época— la decadencia de la religión del Estado y la del Pontificalismo produjo una anarquía moral, una confusión de ambiciones y conceptos del mundo contradictorios e inconsistentes, que condujeron a la ruina. Los viejos pueblos primitivos se hundieron, en realidad, porque la religión y la política constituían una unidad indisoluble y porque aquella estaba ligada especialmente a un clero fuerte.

A los pueblos cristianos, por el contrario, se les concede la metamorfosis en vez de la ruina, pues el cristianismo lleva implícita la espiritualización, es impulsado espontáneamente hacia ella y no muere al mismo tiempo que sus formas dogmáticas y pontificales, sino que subsiste como espíritu vital de los pueblos, y mientras purifica la vida cultural y del Estado es, a su vez, nuevamente incitado por ella a la propia glorificación.

Es preciso destacar que esta comprensión de la inmortalidad del cristianismo basada en su capacidad de espiritualización que le permite sobrevivir a sus formas eclesiásticas y conservar independientemente de ellas el espíritu vital y la razón de vivir de la civilización occidental, es uno de los grandes méritos del joven socialismo de principios del siglo XIX, surgido de la democracia burguesa, y es de la mayor actualidad para nosotros, los modernos, a quienes nos parece ver al cristianismo arrojado en la crisis de la democracia, por la cual atravesamos. Esto tiene su explicación lógica en el hecho de que la democracia y el cristianismo están íntimamente ligados y porque su solidaridad es tan grande que se puede afirmar que la democracia es la expresión política del temple cristiano y que bajo su nombre no defendemos otra cosa que la base moral de la vida occidental, la unidad espiritual de nuestro círculo de cultura.

Pero la democracia misma, como movimiento liberador, se engrandeció en la lucha emancipadora contra un clericalismo que no la dejaba surgir, lo que no le impidió seguir arraigada en el cristianismo como una nueva forma de vida de los pueblos y de las sociedades occidentales.

No es ella la que insiste en la conservación de las formas eclesiástico-pontificales del cristianismo cuando se comprueba que son anticuadas y embarazosas. Ella misma es ejemplo y testimonio de la espiritualidad y la capacidad de sublimación del cristianismo, que en los pueblos de los estados postantiguos elegidos por ella sustituyen el concepto de la muerte por el de la transformación; y la estrecha unión entre la democracia y el cristianismo no debe conducir a la conclusión de que se hundirán juntos, sino, por el contrario, de que juntos perdurarán.

El prematuro desarrollo de un socialismo de tinte religioso engendrado en la democracia burguesa recientemente instaurada, testimonia su íntima conexión, su raíz común, y esta raíz, esta razón común de vida, es el cristianismo. No se puede negar que entre ellos existe también una contradicción y un antagonismo: hay entre democracia y socialismo el mismo antagonismo que entre libertad e igualdad, lo cual, sin duda, es un antagonismo lógico, pues consideradas lógica y absolutamente, la libertad y la igualdad se excluyen mutuamente en la misma forma en que entre sí se excluyen el individuo y la sociedad. La libertad es una exigencia del individuo, mientras que la igualdad es la exigencia de la sociedad, y la igualdad social limita naturalmente la libertad del individuo.

Para el individuo que vive una vida de sociedad —¿es que existe algún otro?— hay libertad solamente en el sentido de la subordinación y sometimiento voluntarios a un orden, es decir, que en el fondo renuncia a la libertad porque comprende que la sociedad está fundada en la igualdad y que la libertad sólo se aviene a medias con aquella. Pero la lógica, y este ejemplo lo demuestra palmariamente, carece de un valor ulterior y definitivo, pues para el sentimiento del hombre y para sus necesidades morales, la libertad y la igualdad no constituyen, en realidad, un antagonismo. Con una diferente distribución del acento, tanto el socialismo como la democracia reúnen ambas aspiraciones, pues el antagonismo que los separa es neutralizado por el cristianismo, que lo cubre y une.

También la humanidad cristiana encierra dentro de sí, en una forma intuitivamente inatacable y natural, el principio social y el individualista, es decir, que el valor y la dignidad que ella le atribuye al individuo, al alma cercana a Dios, no están reñidos con la igualdad de todos ante Dios que esa humanidad cristiana sostiene, ni con el amor social que es un preamor que bajo la forma de Charitas se vuelve con preferencia hacia donde el amor es más necesario: hacia la mayoría, la clase más numerosa de los pobres, de los desheredados y de los oprimidos.

Este legado cristiano de la gran Revolución burguesa, en el que los dos principios, el individualista y el social, la libertad y la igualdad, se unen y se justifican mutuamente, es la exigencia y el estatuto del Derecho del Hombre. En la democracia prevalece la libertad bajo la invocación de la igualdad. En el socialismo predomina la igualdad, en nombre de y por la libertad. Pero con todo, no es posible negar que todo socialismo tiende a extremar la mecanización y reglamentación de la sociedad y a dejar que el individuo se hunda en lo social, en la homogeneidad utilitaria y en la inmensidad de las masas. Pero si se piensa en los elevados y definitivos valores de cultura y belleza que están ligados al individuo, se comprende el temor que genios como Goethe y Heine experimentaron ante la transformación democrática del mundo y sus consecuencias socialistas, que ellos preveían desde temprano.

Goethe, ese hijo del siglo XVIII, sufrió tanto a causa de las perturbaciones de la Revolución francesa que casi perdió su talento y su productividad. Amó y admiró la Revolución en la figura de un gran hombre, en una personalidad dominadora y esclarecida: Napoleón. Después de la caída de éste, su espíritu se entregó a la Restauración y a la Santa Alianza. Posteriormente, cuando estalló la revolución de 1830, tuvo que confesarse que ella significaba para él el trabajo mental más pesado y gravoso de su vejez.

«Una enseñanza desconcertante en medio de una disputa desconcertante —escribe el anciano a Humboldt— reina en el mundo, y yo no tengo nada más urgente que hacer que aumentar en lo posible todo lo que hay y quedó en mí y recalcar mis peculiaridades». Esta es la protesta del individualista de la cultura, a quien sólo importa la cuestión «cultura o barbarie», contra el nuevo mundo de comunidad democrática, un mundo que pretende la felicidad de las masas, en el cual su instinto vislumbraba la irrupción de la barbarie en el mundo cultural por él conocido.

Lo mismo ocurre con Heine, quien, a su modo, goza juguetonamente con los sentimientos discrepantes que despiertan en él el amor a la belleza y al arte y la afirmación humanitaria y llena de fe en el futuro del nuevo mundo socialdemocrático. Para él, la revolución social está dentro de la misma línea recta que la burguesa, y lo que ve surgir con claridad visionaria, con una mezcla de espanto y aprobación, es el comunismo, un mundo en el cual, según se lo imagina, las poesías de Enrique Heine sólo servirán para que el proletario envuelva en ellas su salchichón, pero que él aprueba lo mismo, dispuesto a sacrificar el arte y la belleza de las ideas humanas a la libertad y a la igualdad, y a hacer, además, de este sacrificio de su fantasía un espectáculo estético-individual.

Es comprensible el temor del hombre de cultura ante la desaparición de la libertad y de los valores individuales dentro del colectivismo y de la igualdad socialista. Es, por así decirlo, el temor que la democracia siente de sí misma, temor que tiene no poca participación en las conmociones y el debilitamiento que ella soporta en la actualidad en la posición espiritual y moral que ocupa en el mundo. Y como es explotado descaradamente por los peores y más rastreros enemigos de la libertad, enemigos que no necesito nombrar, pero que, empleando sus palabras, esperan «madurarla para el ataque» haciéndole creer a ella y al mundo que la democracia es la antesala del bolchevismo, ha llegado el momento para decir algunas palabras de prudencia y defensa.

Este temor se justificaría únicamente si la igualdad y la libertad fueran antagonismos imposibles de superar o de conciliar, lo que, en nuestro sentir, que es un sentir cristiano, no es cierto. Este sentimiento quiere hacer valer la necesidad de que sea posible el lograr una síntesis humana, una síntesis de la mesura y del derecho, de la libertad y de la igualdad, del individuo y de la sociedad, de la persona y de la colectividad.

No es irrazonable pensar así, porque la razón nos dice que el individualismo puro, la libertad absoluta, son tan inalcanzables y adversos a la cultura como su contrario liberticida. No habría ninguna esperanza para el hombre si sólo le quedara la elección entre la anarquía y las consecuencias de una socialización que destruye al individuo. Pero no es esto, es decir, una democracia social, lo que significa un socialismo para el cual la democracia es su tierra madre y que, en nombre de la libertad, exige una justicia compensadora.

Socialismo significa socialización, y este concepto en sí, el mero reconocimiento del hecho de que el hombre es un ente social, equivale a una condición y a una limitación de la libertad y del individuo. Significa comprender, lo que no poco le cuesta al individuo orgulloso de su cultura particular, que una humanidad puramente individualista, puramente personal y espiritual, es incompleta y peligrosa para la cultura, que lo político y lo social son sectores de lo humano y que no es posible separarlos por completo de lo espiritual y cultural, retraerse a éstos y declarar que «uno no se interesa» por aquellos; significa, en una palabra, la totalidad de lo humano, que debe distinguirse muy bien de la política totalitaria, en la cual, por cierto, una parte inalienable, un ingrediente o segmento de lo humano, absorbe el total y destruye la libertad.

La acentuación justa y razonable del elemento individual y social en lo humano, la limitación de lo político y social a su participación natural y necesaria en la humanidad, en la cultura y en la vida, esto es libertad. La política convertida en algo absoluto, en una dictadura total sobre todo lo humano, es el aniquilamiento de la libertad, tan destructor de la cultura, manera de ver, como la anarquía, y en esa misma voluntad se encuentran el fascismo y el bolchevismo. No puede dejarse de comprender con suficiente claridad y de señalar con suficiente energía el antagonismo esencial que existe entre el bolchevismo y lo que nosotros llamamos democracia social, es decir, libertad consciente.

Y si ya es una mentira hacer pasar la democracia por antesala del bolchevismo, el engaño llega a su máximo cuando el fascismo, y en especial el nacionalsocialismo alemán, pretenden hacerse pasar por los defensores y baluartes contra el bolchevismo. Es éste un engaño de la propaganda al cual sucumbió, por lo menos temporalmente, una parte considerable del mundo burgués. No sé cómo se piensa hoy, después de ciertas experiencias recientes, sobre el carácter engañoso de esta afirmación; pero no se puede negar que la simpatía hallada por la dictadura fascista entre las clases pudientes se basa en ella y que el fascismo debe la mayor parte de sus éxitos, primero en los países propios y luego en el exterior, a la ficción de que sólo existe él o el bolchevismo, que él es la salvación contra este último y que es necesario aceptarlo y aumentar su poder y, para escapar al bolchevismo, salvarlo hasta con sacrificios si su desmedido afán de dominación lo hiciese peligrar.

Por lo que veo, éste ha sido el contenido esencial de los últimos seis años de historia europea. Y, sin embargo, hay que prevenir a los ciudadanos, con toda la insistencia posible, contra la cruel desilusión que les espera si sucumben a esta propaganda engañosa, desilusión ya experimentada por la burguesía de los países sometidos al fascismo.

Es un error absoluto creer que la función y las intenciones del fascismo, especialmente del nacionalsocialismo alemán, son las de conservar la propiedad privada y la forma económica individualista. Justamente en lo que respecta a la economía, el nacionalsocialismo no es otra cosa que bolchevismo: son hermanos enemigos, de los cuales el menor ha aprendido casi todo del mayor, el ruso, con excepción de la parte moral, pues su socialismo, moralmente falso, mentiroso y lleno de desprecio por el hombre, tiende en lo económico hacia lo mismo que el bolchevismo. Es verdad que bajo el nacionalsocialismo los trabajadores han perdido sus derechos, que las asociaciones gremiales han sido destruidas y aniquiladas todas las organizaciones socialistas; pero que con ello habría de llegar la edad de oro del industrialismo, fue un sueño de los protectores financieros del partido hitlerista, un sueño del que todavía falta saber si fue bello, pero del cual, al fin de cuentas, se ha cumplido exactamente lo contrario.

La economía de guerra que domina hoy en el Tercer Reich es una forma moralmente baja del socialismo, pero a pesar de todo, algo que podríamos llamar tanto socialismo de Estado como capitalismo de Estado, la dictadura militar sobre la economía, la supresión de la iniciativa de los industriales, la indudable ruina de la economía del capital privado, y cuanto más dure, más manifiesta y abiertamente se convertirá en todo esto.

No hay duda alguna, y todos los síntomas lo indican, de que la revolución nacionalsocialista, que comenzó como un movimiento radical de derecha, evoluciona cada vez más rápidamente hacia la izquierda, es decir, hacia el bolchevismo o, mejor dicho, desde un bolchevismo de derecha hacia uno de izquierda. Así, es seguro que las expropiaciones hechas a los judíos de Alemania sólo constituyen un ejercicio previo de otras acciones más amplias, completamente exentas de ideologías de raza de este tipo. Y, precisamente, si se interpretara el concepto de bolchevismo en su significado popular y mítico, como encarnación de la destrucción violenta y del terror, no se podrían describir otros cuadros que los producidos por el progrom alemán.

El mundo ha recibido con ello una prueba evidente de lo que en realidad es el llamado nacionalsocialismo, es decir, la revolución más radical, más rasante y más destructora que el mundo haya visto, y lo más inapropiada que imaginarse puede para convertirse en baluarte del conservadurismo burgués y entrar a servirle. Al decir revolución, empleo una palabra espiritualmente demasiado honorable para ese fenómeno, pues no se puede llamar así a una invasión de los hunos.

Las revoluciones suelen poseer alguna relación con la idea humana, una fe, un deseo —aunque sea poco definido— de llevar la sociedad humana más allá y más arriba, de estar en apasionada relación con lo absoluto y con la idea en cuyo nombre realizan sus proezas y desmanes. Y por esa fe, por esa unión y apasionamiento, y por un secreto respeto que todo le inspiraba, la humanidad ha estado siempre dispuesta a perdonar sus desmanes y a cerrar los ojos, pues tenía la convicción de que, en definitiva, la voluntad que motivaba esas atrocidades era buena y noble. Así ocurrió con la Revolución francesa y así fue, por lo menos en un principio, con la revolución del proletariado ruso. Mas los desmanes de la llamada revolución nacionalsocialista no tienen ninguna disculpa humana porque carecen de toda relación y de todo amor, aun equivocados, por la idea humana y por el perfeccionamiento de la sociedad. Es una revolución de fuerza vacía, es decir, de la nada espiritual.

Se puede estar absolutamente convencido —hace mucho que esto se ha revelado— de que todas aquellas expresiones con que se ha adornado ideológicamente, como nación, pueblo, raza, soberanía, socialismo, son siempre solamente pretextos y medios para lograr un fin; medios de propaganda conscientes que, aun cuando en lo más recóndito no se los tome en serio, producen confusión, desmoralización y destrucción. Es una revolución como no la ha habido hasta ahora, una revolución del cinismo absoluto, sin ninguna unidad de fe y llena de un deseo sin precedentes de ultrajar hombres e ideas. Sus consecuencias en lo económico pueden llamarse revolucionarias y dejarnos relativamente indiferentes. Pero en lo moral, su finalidad es la destrucción de los cimientos de nuestra civilización. El sentido ulterior de su antisemitismo no es la descabellada idea de la pureza racial del pueblo alemán, sino un ataque al cristianismo mismo. También cuando se burla de la democracia se refiere al cristianismo, en el cual tiene sus raíces toda democracia y cuya expresión política constituye.

Libertad, verdad, derecho, razón, dignidad humana, ¿de dónde tomamos estas ideas, que son el sostén y el apoyo de nuestra vida, sin las cuales se derrumbaría nuestra existencia espiritual, sino del cristianismo que hizo de ellas la ley del mundo? Una revolución que sustituye cada una de estas ideas y su totalidad por la fuerza, eso es el Anticristo. ¡Y durante tanto tiempo la Europa burguesa ha visto en esta revolución el baluarte contra el bolchevismo, que sus éxitos ya se acercan a la victoria total sobre el continente!

La democracia misma fue una vez revolución; hoy es la gran fuerza conservadora sobre la tierra, conservadora en el más profundo sentido de la palabra, en el sentido de la defensa y la conservación de los principios morales de Occidente, descaradamente amenazados. Pero para cumplir esa misión debe volver, hasta cierto grado, a su estado revolucionario; no debe solamente existir, tiene que luchar, porque sin lucha dejaría de ser.

Un deseo y una voluntad apasionados comienzan a surgir paulatinamente de las necesidades, confusiones y derrota moral de nuestros tiempos. Están encarnados en la voluntad de unirse y de resistir; en la voluntad de detenerse y de ordenar que los demás se detengan; en la voluntad de defender la moral contra el avance destructor de la violencia. La historia de la religión nos habla de la ecclesia militans, de la Iglesia militante que precedió a la triunfante, ecclesia triumphans. Así, pues, para que la democracia triunfe debe luchar, aunque hace mucho que no esté acostumbrada a ello.

Hoy se necesita una democracia militante que se desprenda de las dudas sobre sí misma, que sepa lo que quiere, es decir, la victoria, que es la de la civilización sobre la barbarie, victoria que no se pagará demasiado cara con el sacrificio de un derroche de humanidad, es decir, el sacrificio de la tolerancia que se extiende a todos, hasta a la decisión de dar el golpe de gracia a toda la humanidad. Jamás la humanidad debe llevar tan lejos su tolerancia y mucho menos en tiempos de lucha como los nuestros. Si digo que el concepto de libertad de la democracia no debe abarcar la libertad de matar a la democracia, que no debe dar libertad de palabra y de acción a sus enemigos mortales, ustedes me responderán: «¡Esto es la autodestrucción de la libertad!» «No —contesto yo—, es su autoconservación». Pero el solo hecho de que se pueda tener al respecto opiniones distintas, demuestra que la libertad se ha convertido, en efecto, en algo así como un caso de litigio, en un problema o, mejor dicho, se ha evidenciado que siempre lo ha sido.

La crisis de la democracia es, en verdad, la crisis de la libertad, y la salvación de la democracia ante el ataque enemigo que hoy la amenaza, solamente es posible mediante una solución justiciera del problema de la libertad.

Todo el que hable de condiciones que la libertad debiera imponerse en su propia defensa —de una autorrestricción voluntaria, de una autodisciplina social de la libertad— puede estar seguro de que se le acusará de traicionar la libertad y la democracia. Y sin embargo creo que los que más rápidamente y con más ruido formularan este reproche no son los más valiosos y desinteresados partidarios de la libertad.

La solución del problema de la libertad se ve dificultada porque son tres las relaciones que la gente mantiene con ella. Tiene enemigos verdaderos, y con ellos es fácil arreglarse. Tiene amigos verdaderos, y entre ellos quisiéramos contarnos todos. Pero también tiene falsos amigos, y éstos provocan confusión porque a sabiendas o por ignorancia confunden el amor por la libertad con el interés en ella, con su propio interés, y afirman que la democracia está en peligro en cuanto oyen que se aconseja colocar la libertad dentro de un orden social provechoso, cuando en realidad ocurre precisamente lo contrario, es decir, que la democracia sólo puede salvarse por medio de una libertad madura y sabia que ya haya salido del estado de libertinaje antisocial.

El interés por la libertad no es verdadero amor por ella, porque si lo fuera, no sería posible que las grandes democracias de Europa prefiriesen aliarse con los enemigos mortales de la libertad, preparándoles a costa de sus propios países los éxitos más espantosos antes que acceder a regulaciones sociales de la libertad, que son las únicas que pueden ayudar a que la libertad sobreviva al liberalismo.

El que ambos, libertad y liberalismo, sean idénticos, que cada uno de ellos viva y caiga con el otro, es un espejismo del fascismo —uno entre muchos—, pero uno de los más mal intencionados. Nosotros no queremos dejarnos engañar. El liberalismo, en lo espiritual y en lo económico, es la forma de vivir de una época. Es el espíritu de una época determinada y cambia con ella. Mas la libertad es una idea inmortal que no envejece ni se desvanece con el espíritu de una época, y no es su amigo quien afirma que con sus formas liberales la libertad cae en la decadencia. No se la favorece, pero se la perjudica, y —a sabiendas o no— ya estamos dispuestos a hacer el juego a sus enemigos cuando, aparentemente en su nombre, nos resistimos a la idea de que hoy no es necesario imponerle formas más severas y más ligadas al aspecto social que en los tiempos de nuestros padres y abuelos, cuyo lema era: laisser faire, laisser aller.

Hemos tratado de comprender qué es la democracia: es el equilibrio humano entre un antagonismo lógico, la reconciliación entre libertad e igualdad, los valores individuales y las exigencias de la sociedad. Pero este equilibrio nunca se alcanzará completa y definitivamente y representará siempre un problema que la humanidad tendrá que resolver; y sentimos que hoy, en esa fusión de libertad e igualdad, todo el peso se inclina hacia la igualdad y la justicia económica, es decir, que pasa de lo individual a lo social.

La democracia social está hoy a la orden del día. Solamente en esta forma y estructura espirituales, como una libertad que ha llegado a la madurez social y salva los valores individuales gracias a las amistosas concesiones que hace a la igualdad y que representa la justicia económica que atrae enérgicamente hacia sí a todos sus hijos, puede la democracia aguantar el ataque de un inhumano espíritu de violencia y cumplir con su sublime misión conservadora: ser la cuidadora del fundamento cristiano de la vida occidental, de la civilización contra la barbarie.

Ante ustedes, señoras y señores, está un hombre a quien no parecían estarle impuestas controversias y esfuerzos como los que hemos emprendido esta noche, un escritor cuyo objetivo natural es, y seguirá siendo, el sometimiento de sus energías al servicio de lo humano, que llamamos arte. No en vano hablamos de «artes libres», pues el arte es la esfera de los pensamientos libres, de la libre observación y configuración, mientras que la política es la de la decisión, de la orientación y de la voluntad.

¿No es asombroso y sintomático que hoy un artista, acostumbrado a luchar dentro de su propia esfera por lo justo, lo bueno y lo verdadero, se sienta obligado a luchar también por lo políticosocial, tratando de sincronizar sus pensamientos con la voluntad política de la época, porque si no lo hiciese creería quedar debiendo algo a la totalidad de lo humano? ¿No es este esfuerzo político del espíritu, por deficiente que sea, un ejemplo de aquella ya mencionada obligación social que nos impone la libertad y que constituye una obligación moral? Les he hablado de la verdad, del derecho, de la civilización cristiana, de la democracia.

En mi juventud, dirigida hacia lo puramente estético, me hubiese avergonzado de tales palabras por encontrarlas de mal gusto y poco idealistas. Hoy las pronuncio con una alegría jamás imaginada, porque la situación del espíritu ha cambiado peculiarmente sobre la tierra. Es evidente que en la vida exterior de los pueblos se ha iniciado una época de retroceso civilizador, de ilegalidad y de anarquía, pero al mismo tiempo, aunque parezca paradójico, el espíritu ha entrado en una era moral, quiero decir, en una época de simplificación y diferenciación sin orgullo de lo bueno y de lo malo.

Sí, sabemos de nuevo lo que es bueno y lo que es malo. Lo malo se nos ha aparecido con una crudeza y bajeza tales que se nos han abierto los ojos para ver la dignidad y sencilla belleza de lo bueno. Nos hemos atrevido a decirlo y no creemos que confesarlo signifique quitarle algo a nuestra delicadeza. Nuevamente nos atrevemos a emplear palabras como libertad, verdad y derecho: un exceso de vileza nos ha hecho perder la escéptica timidez que tales palabras nos inspiraban. Las sostenemos ante los enemigos de la humanidad como antaño el monje elevaba el crucifijo ante el desagradable Satanás, y todos los sufrimientos que nos impone esta época son contrarrestados por la nueva felicidad que experimenta el espíritu al volver a encontrarse en su eterno papel, en el papel de David contra Goliat, encarnado en la figura de San Jorge en lucha contra el dragón de la mentira y de la violencia.

ENLACES RELACIONADOS

Hijo de este tiempo (Klaus Mann).

Albert Camus y la perspectiva permanente de la moral (Miguel Peydro).

Dualidad y síntesis en Ortega (Jorge Mañach). Texto íntegro.

¿Por qué la guerra? (Albert Einstein y Sigmund Freud).

Lucian Freud en el Thyssen. Pintura.

T.S. Eliot. Poemas.

Berlín secreto (Franz Hessel).

Los últimos días de Emmanuel Kant (Thomas de Quincey).

Librería Isla. Mi librería… ¡Adiós!

Las uvas de la ira. Película.

La máscara de Dimitrios (Eric Ambler). Película.

Los millones (Mijaíl Artsybáshev).

Los evangelistas de la muerte.

La Comedia del Arte, la improvisación y los políticos.

Sobre el teatro de marionetas (Heinrich von Kleist).

Nota sobre la supresión general de los partidos políticos (Simone Weil). Incluye una síntesis del ensayo.

La trinchera (Ofelia Gronlier Lamar).

Los niños del «Caso Padilla».

Otto Dix. Tríptico de la gran ciudad. EL tríptico profano.

Los ojos del icono (José Jiménez Lozano).

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

Dostoievski, Bakunin y Nechayev.

La acusación (Bandi). Cuentos.


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