EL RAMO DE «JUDE THE OBSCURE»

«Solo quiero que comprendas / que te quiero y que no muero…»

frutas

Frutas frente al Valle de Yumurí, óleo sobre lienzo, Vladimir Iglesias Geraldo.

El destartalado Cadillac se desliza por la carretera aplastando a familias enteras de cangrejos empecinados en cruzar la vía a ciegas. Nilo lleva las ventanillas bajadas y viste chaqueta y pantalón de dril azul. Tiene la mente en blanco y escucha el ritmo monótono que le brindan los caparazones de los cangrejos cuando son machacados por las ruedas. Ha quedado  en el mismo lugar y a la misma hora de siempre, lo acompañan las arrugas de su ceñido traje y un fuerte olor a naftalina.

(Antes de bajar del coche, el hombre supervisa que la pajarita está bien colocada y ensaya varias sonrisas.)

«Ella es inteligente, lo entenderá. Esperaré a los postres, o no…; mejor aprovecharé el paseo por el parque y, cuando estemos sentados en el banco de siempre, le contaré que la vida es muy corta y que habría que…» —piensa el joven, mientras aguarda que el semáforo lo autorice a cruzar la calle.

(Nilo llega a tiempo a su cita, funciona como un reloj.)

*

No hizo falta completar el monótono circuito de cada encuentro amoroso. Antes de terminarse el café, ella había declarado que «el ramo de Jude the Obscure no olía». Esa afirmación fue definitiva para que Nilo tomara las riendas, dejara la bobería y fuera al grano. Esas eran sus rosas preferidas, las más perfumadas y caras y, encima, costaba… ¡tremendo trabajo encontrarlas!

—¡Caramba!, conque… no huele, ¿eh…?

—¿El qué…? —preguntó ella, como si estuviera en otra cosa.

(Nilo la miró a los ojos y la joven cruzó las piernas.)

—El ramo, chica, ¿qué iba a ser, si no…? —protestó el donjuán, reafirmándose, mentalmente, en su decisión.

—¡Ah…!, eso… —respondió ella, mientras hacía sonar las pulseritas a juego con el collar de plástico.

—Mira, mamita, hay que volver a empezar. ¡Concho, hay que perseguir nuevas dichas!, ¿no crees?

Ella terminó el café sin decir ni una sola palabra y se marchó dejando un leve aroma de agua de violetas y las huellas de sus labios en la taza. Iba vestida de color chocolate de los pies a la cabeza.

Nilo encendió un cigarro y limpió con la punta de la servilleta los labios de cereza estampados en la porcelana.

—Camarero, por favor, tráigame la cuenta y un trago de Hueso e Tigre. ¡Pero que sea del bueno! —gritó y, abriéndose el cuello de la camisa, dio paso a su sonrisa más divina.

(La tarde se había hecho noche en la bahía de Matanzas y en la radio del bar los Van Van cantaban aquello de que «… nadie quiere a nadie, se acabó el querer…».)

firma gabriela2

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