EL SABBAT

«Me emborraché, y luego la vida me arrolló, me dispersó, me arrastró…».

El sabbat es un libro apasionante. Es la vida de un hombre que lo tuvo todo y lo perdió todo. Un hombre que vivió sumergido en el escándalo, que tuvo grandes apoyos y buenas oportunidades, aunque no le sirvieron para nada. Es la historia de un ladrón, alcohólico, traficante de obras de arte, estafador, proxeneta, colaboracionista de la Gestapo y maravilloso escritor. Un ser que quiso quererse, pero no pudo.

Maurice Sachs (1906-1945) escribió su autobiografía novelada en el año 1939, meses antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, cuando la conciencia colectiva había confirmado la pérdida del paraíso perdido.

El sabbat describe la vida social de la Francia de entreguerras, pero también es un retrato descarnado del régimen de Vichy, donde la delación, la corrupción y el asesinato conformaron un tripartito bien avenido. Por sus páginas pasan los pintores de la Escuela de París, el matrimonio Maritain, el editor Gaston Gallimard y los escritores Jean Cocteau, André Gide, André Malraux y otros más. Ninguno escapó a la autopsia que les practicó con su afilada pluma —Maurice fue el perejil de las salsas servidas en mesas burguesas.

Estamos frente a un hombre que intentó saldar sus cuentas y pedir disculpas por el daño que ocasionó. Sin embargo, no lo consiguió porque, aunque es evidente su intención de redimirse, pudo más su naturaleza de escorpión; de modo que al describir las bondades de un buen amigo termina escupiendo veneno sobre él.

Maurice Sachs fue un personaje trágico en el concepto literal del término —era consciente de que por más que se esforzara no podría escapar de su destino—. Se describió así:

«Debe haber algunas impurezas para que la vida se desarrolle, pero no muchas. Yo siempre había tenido demasiado estiércol en el alma».

Alice Prince, conocida como Kiki de Montparnasse, Man Ray.
(Reina de los cafés de los años 20 y musa de Chagall, Soutine, Cocteau y muchos otros. Murió en mitad de la calle, como pordiosera).

El francés, hijo de judíos joyeros, vivió su adolescencia en el París loco, ávido de fiestas, donde circulaba el dinero y donde todo se vendía y se compraba, donde las candilejas del teatro nunca se apagaban. El París de los coleccionistas de arte, de Chagall, de Picasso, de Max Jacob y de Jean Cocteau, que es quien lo inició en el mundo de la bohemia —Sachs lo menospreciaba: describió a Cocteau como el «hábil agente de publicidad».

Sobre su generación escribió en El sabbat:

«Generación herida y zarandeada, a la que nadie tuvo tiempo de darle un esqueleto moral, que se educó más o menos sola durante la guerra y cuya adolescencia iba a ser vivida en un mundo lleno de euforia».

Sobre la generación de 1939, leemos:

«… no sale de una guerra sino que se prepara para hacerla (…). La juventud de hoy odia la frivolidad, teme incluso la alegría, cree en la seriedad y hasta en la virtud del aburrimiento (…). Tiene en la cabeza las conquistas sociales, materiales, vitales; creen en la política como nosotros creíamos en la poesía (…). Está por la monarquía, el fascismo o la democracia como nosotros lo estábamos por el cubismo, el surrealismo o el dadaísmo, con rabia, con obstinación pero con un orgullo y un nivel más violento que los nuestros».

Cena en Le Boeuf sur le Toit, 1922.
(Sachs cita este restaurante bar, a donde iba Jean Cocteau, Louis Aragon, André Breton, Germaine Tailleferre, Raymond Radiguet, Francis Picabia, Pablo Picasso, Coco Chanel, Yvonne Printemps, André Derain, Éric Satie, André Gide, Marcel Jouhandeau, Max Jacob, Tristan Bernard, Paul Claudel…).

Maurice Sachs intentó ser sacerdote en un arranque que tuvo por querer cambiar su comportamiento. Contó con la ayuda de Jacques Maritain, aunque de más está decir que los capítulos dedicados a esos seis meses dentro del seminario son delirantes —cambió la sotana por un jovencito—. Así describe sus intenciones:

«Pretendía levantar entre las tentaciones y yo una barrera infranqueable, un seto negro que la bestia humana no pudiera atravesar».

Y refiriéndose a la sotana que llevaría, gracias a un permiso especial —los seminaristas no visten hábito—, ironiza:

«El negro alarga y adelgaza: uno se siente guapo. Era una vanidad a la que nunca conseguí ser insensible. Si recuerdan que de niño soñaba con ser niña, podrán fácilmente imaginar que esa insatisfacción (…) se vio de repente colmada cuando, con la dos manos, como una chica, levantaba un poco los faldones para subir las escaleras».

La etapa de «conversión» fue como su vida: una farsa.

Maurice Sachs nunca cambió porque nunca aceptó que él era la fuente de sus problemas. A pesar de que reconoce el daño que causó a su alrededor, en sus memorias intenta justificar su comportamiento. Se victimiza por ser judío, porque creció en el seno de una familia rica y desestructurada, porque tuvo la mala suerte de caer en manos del frío y depravado Cocteau, porque le tocó vivir en una sociedad enloquecida, porque llegaron los nazis a París, porque tuvo que marchar a Estados Unidos y allí la gente no lo comprendió —se casó con una norteamericana a la que abandonó por un joven con el que vivió cuatro años de intenso idilio.

El autor de El sabbat siempre encontró un pero para justificar sus mezquindades y su carácter amoral.

De izquierda a derecha, Maurice Sachs, Jean-Loup Simian, Louis Emié y Max Jacob, fotografía, Burdeos, 1926.

Maurice escribió El sabbat con dos propósitos. El primero, lo he apuntado ya, fue conseguir la absolución. Aquí jugó sucio. Cuenta, con un lenguaje rápido y descarnado, muchas anécdotas de su vida privada, pero oculta una parte de su historia y es la que lo vincula con el alto mando nazi. Quizás no supo cómo explicar al mundo su función de chivato de la Gestapo, porque lo hacía con la única intención de medrar —hay que reconocer que la lista de los intelectuales franceses colaboracionistas es, desgraciadamente, bastante larga.

El segundo propósito de Maurice Sachs fue el de consagrarse como escritor. Y lo consiguió, pues estamos frente a un relato que nos descubre a un novelista impresionante.

«Le Sabbat. Souvenirs d’ une Jeunesse orageuse», primera edición, Corra, 1946.

¡Oh…, cómo escribe Sachs! ¡Qué estimulante lectura! Comienzas el libro y tragas y tragas páginas con ganas de saber más. Y te indignas y te reconcilias con el autor, una y otra vez.

En El sabbat se mezclan la confesión y el arrepentimiento con el sarcasmo que marcó el carácter del bohemio y autodestructivo escritor. En este ajuste de cuentas el orgullo estropeó la catarsis —Sachs no pidió, de manera explícita, perdón—. En cuanto a los chismes del París de entreguerras están contados de manera tan descarada que te mantendrán sentado en el butacón.

Con treinta años Maurice Sachs escribió El sabbat, vivencias de la apoteósica amoralidad de su tiempo. Cinco años más tarde, durante la evacuación de la prisión de Fuhlsbüttel a Kiel, un nazi, al verlo extenuado, le pegó un tiro y lo dejó tirado en el camino —según testigos, sucedió el 14 de abril de 1945—. Dicen que está enterrado en una fosa que pone «epígrafe anónimo». Pero existen varias versiones sobre su muerte, aunque parece que esta esta es la más acertada. Una de ellas afirma que unos presos de la cárcel de Fuhlsbüttel lo lincharon y que los perros se comieron su cuerpo. La verdad, no sé cuál final es peor.

Jean Cocteau, su amigo-enemigo escribió: «Soy la mentira que dice siempre la verdad». Esta proclama bien puede compartirla con su desleal discípulo Maurice Sachs.

En 1946, El sabbat estaba entre los títulos más vendidos en Francia. Hoy es considerado un libro de culto. En España puedes encontrarlo en el catálogo de la editorial Cabaret Voltaire.

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