EL SEÑOR MARQUÉS

«El que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña.»
Gálatas 6:3

Anillo egipcio.

Después de haber pasado media vida macerando sapos en arsénico, con la única intención de eliminar los obstáculos que le impedían ser el heredero, el marqués pasó a la siguiente fase: erigir la capilla más grande y hermosa de toda la catedral, una capilla a la altura de su linaje.

Para tan ambicioso proyecto contaba con la inestimable colaboración de un sobrino idiota, al que había prometido un sitio en su ermita. El noble, para evitar futuros incumplimientos por parte de sus beneficiarios, solicitó los servicios de un notario para dejar constancia de que la tumba de su pariente estaría situada, por los siglos de los siglos, a los pies de su venerado tío —quería llevarse al sobrino como asistente.

Las vetas de mármol brillaban como piedras de río mojadas y las maderas nobles fueron decoradas con pan de oro. Los sepulcros ocupaban el centro del oratorio y…¡hasta quedaba sitio, luego de colocar el blasón, para el pequeño santo de alabastro! El noble quedó contento con los resultados.

El sitio elegido por el marqués cumplía todas sus pretensiones. Descansaría al resguardo del altar mayor —¡su capilla sobresalía de la estructura del templo!—. Además, desde esa situación tan privilegiada podría escuchar las misas, el repiqueteo de las campanas, la música del órgano, los cantos gregorianos y el murmullo de las letanías. Desde allí gozaría de las fragancias que desprenden los rosarios de pétalos de rosas y los incensarios.

Poco antes de fallecer, el noble volvió a llamar a su notario para añadir una cláusula a su testamento y garantizar el mantenimiento del adoratorio. Don Álvaro dejó a la iglesia una cantidad importante de ducados castellanos.

Pero llegó el día en que el dinero depositado se acabó.

Varios siglos han pasado desde que fueron enterrados, con honores y con pompas, el marqués y su sobrino. El pequeño santo de alabastro, clavado en el rosetón, aún mantiene el esplendor. ¡Ah!, pero otra cosa sucede con el resto del oratorio.

Los sepulcros cargan con siglos de polvo y moho, y en las lápidas apenas pueden leerse los nombres de los difuntos.

Un papel, escrito en ordenador y clavado en un tabique con tachuelas, informa al visitante que la bóveda estuvo vestida por un gran fresco de rutilantes estrellas. Y dice también que de la cúpula descendían ángeles renacentistas y que en la pared occidental había representada una escena del Juicio Final. En ese mismo papel, un poco más abajo, puede leerse que la obra, muy admirada en su tiempo, había sido inspirada en la capilla que El Giotto hizo para la familia Scrovegni.

Pocos euros cuesta la entrada al recinto donde se encuentran las tumbas del marqués y su sobrino. No hay ni recogimiento, ni rezos; tampoco se escuchan misas cantadas. La capilla no es más que un reclamo turístico de la catedral donde se encuentra ubicada.

La única compañía que tienen el marqués y su sobrino son los turistas que pasan sin mirar, porque está tan deteriorado el oratorio que ni ganas dan de hacerse un selfie.

—¡Ay, Don Álvaro, que no supiste ver que la materia se vuelve polvo,  tierra, fango…! ¡El alma, solamente el alma, marqués, puede elevarse a los cielos!

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