EL SUEÑO DE OLAYA

 

EL SUEÑO DE OLAYA

Olaya había encontrado en la casa de campo de sus abuelos un sitio ideal para hacer volar sus fantasías durante todo el período estival. A Olaya le gustaba jugar, soñando.

Mientras sus primos y hermanos se divertían en el jardín, saltando de dos en dos los peldaños de la escalera de piedra por donde paseaban los caracoles cuando la lluvia caía; mientras ellos corrían, se escondían y se empujaban entre risas, Olaya viajaba en un carruaje azul tirado por enjaezados caballitos blancos. Los caballos trotaban y el sol la abrazaba iluminando su rojizo pelo y convirtiendo en rubíes las pecas de su bonita cara.

El viento movía las hojas y Olaya soñaba que los pétalos de las rosas cayendo sobre su fino vestido organdí, eran suaves plumas de pinzones y verderones.

—¡He encontrado un huevo! ¡Poseo una hermosa alhaja! —comentó entre sueños acariciando el huevo de cáscara nacarada—. ¡Es una gran perla, una bola encantada!

Y Olaya, soñando, se puso a pensar: «Puedo entregar esta fortuna a mis padres, o puedo compartirla con mis hermanos, o puedo ponerla a buen resguardo hasta que sueñe un sueño mejor».

Fue entonces cuando la brisa, la hermana chica del viento, le susurró bajito:

—Olaya, ¿y la curiosidad? ¿Acaso no deseas conocer qué oculta esa misteriosa esfera que tienes entre las manos?

Aquello la desconcertó, pues, hasta ese instante, Olaya había considerado solamente lo que en sueños veía.

De modo que comenzó a dar vueltas y vueltas al huevo. Lo llevó a lo más sombrío del jardín, por si la hondura  le descubría el misterio; también se lo mostró al sol, por si la poderosa luz alumbraba la respuesta. Mas de aquellas pesquisas nada resultó.

—Pero, ¡¿cómo es que este sueño carece de toda ciencia?! —gritó estrellando su tesoro.

Sobre la tierra caliente el huevo se descubrió dejando fluir de él un riachuelo amarillo. «!Es oro!», pensó la niña y se dispuso a tocar aquella viscosa pátina.

—¡Qué tonta he sido! ¡He perdido mi prenda, he malgastado toda mi riqueza! —lloraba Olaya desconsolada cuando escuchó una cristalina voz que, hasta ese momento, yacía oculta en lo más profundo de su existencia.

—Es cierto que algo has perdido, pero también es cierto que algo mucho más importante has conseguido —le reveló la voz de su conciencia.

Esa tarde estival, mientras sus primos y hermanos correteaban, comprendió que toda decisión implica una renuncia y que al escoger trazaba su propio camino.

Y Olaya despertó.

Pinturas de Arthur John Elsey, el pintor de niños.

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