EL ÚNICO HIJO

Familia en silla, Nelson Domínguez.

 

UNO

Cuando Rosendo sintió el aliento del padre soplando sobre su nuca palabras hechizadas, la tarde se volvió de un blanco puro y cegador.

Rosendo había respetado, sin entablar debate alguno con su madre, la orden que ella había dado a todos los habitantes de la casa cuando él lloraba su primer llanto, cuando aspiraba, cubierto de lanugo, su primera bocanada de aire impregnado de esencias maternales.

Rosendo creció en la parte delantera del hogar, que fue habilitado con los servicios necesarios para hacerlo confortable. Las habitaciones traseras habían sido clausuradas, por orden de la madre, el día de su nacimiento, que fue el día que escogió el padre para morir: cuando Rosendo lloraba, el padre, en la habitación de al lado, expiraba.

Rosendo gateó, balbuceó, se orinó en las sábanas, se enrabietó y creció obsesionado con su progenitor, objeto de la ira materna —la madre interpretó la muerte del marido como un abandono y castró todo conato de afecto que pudiera expresar el hijo hacia el patriarca ausente—. Por culpa de esa actitud, Rosendo creció alimentando su propia frustración.

Un momento familiar, Nelson Domínguez.

DOS

Rosendo es ahora un coronel retirado, un hombre maduro y desdichado que vive en una casa atrapada en las sombras del pasado. Una casa gélida, que rezuma reproches, que muestra en sus espejos miradas desoladas.

—Tengo que reconciliarme con mi padre —comunica Rosendo al espectro de su madre—, tengo que arrancarme esta astilla, este continuo sobresalto, estas ataduras… o estoy acabado. Ha llegado el momento de poner fin a un sinsentido que dura años — y, callado, orienta sus pisadas hacia la parte castigada de la casa.

El suelo cruje y las fotografías que cuelgan de las paredes del pasillo, y que congelan instantes de su infancia, se agitan al compás de sus pasos. Y el tiempo pasado toma vida. Las fotos se animan: los caballitos de madera del tiovivo suben y bajan descontrolados, el rey de los algodones de azúcar es un ser sin rostro en la foto, los globos explotan, el merengue de las tartas se deshace y las velas queman los trajecitos de sus cumpleaños.

Y Rosendo piensa: «¡Vaya con los efectos especiales de mi madre!».

Yemayá Reina del mar, Nelson Domínguez.

TRES

Rosendo llega al final del pasillo, se detiene frente a la puerta de la habitación del padre y golpea con energía. Está tranquilo. Nadie abre; no hay respuesta. Rosendo se sienta en el suelo, saca un cigarro y lo prende. Espera. Escucha las descontroladas campanadas del reloj de bronce modernista de su madre y piensa que lleva mucho tiempo postergando la visita al taller del relojero.

Rosendo espera acurrucado como un niño acabado de nacer, que ha mamado y está adormilado. Espera hasta que siente un cosquilleo extraño, una especie de calambre que lo despereza y lo pone en alerta.

Es de noche y toda la casa está a oscuras, pero Rosendo observa emocionado cómo una luz de un blanco puro y cegador se extiende a través de las rendijas de la puerta de la habitación donde murió el padre. La luz  avanza ligera por el pasillo.

Los goznes rechinan y la madera cruje. Rosendo, en posición de firme, espera. Un aliento enmohecido  sopla sobre su nuca el veredicto: «Único hijo, recibe de mí la absolución». Ahora Rosendo comienza un nuevo drama: añadir años al amor.

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