EL VIOLONCHELO
La violinista, Kees van Dongen, óleo sobre lienzo, 1922.
No se mira en el espejo porque sabe que ya no es Alicia, que ya no le está permitido salir por el «otro lado» de la luna, porque sabe que su surtidor de hermosura está agotado. Oculta su mundo con brochazos azules, porque dicen las viejas tradiciones orales que el azul es antídoto contra el abismo. De modo que las cortinas, la mantelería, la vajilla, las alfombras y ella misma están empapadas de índigo liberador. De ahí, quizás, que no cesen sus ansias alimentadas por el deseo de un regreso que no llega.
Pegada a la ventana toca el violonchelo y ve pasar de largo pájaros bajo el cielo. Cree, ha hecho un dogma de fe de esta idea, que su música tiene la misma función que las migajas de pan que Hansel y Gretel dejaron caer para no perder el camino de regreso. Piensa, eso sí —es una adulta—, que las sonatas son más fiables, pues no pueden ser devoradas por los insectos. Y toca el violonchelo hasta el agotamiento, hasta que los jazmines de los emparrados rinden su perfume a la madrugada.
«Se expandirán por los campos los acordes», cavila y posa la mirada en la estatua de un samurái con espada que la lluvia va devorando con ayuda del tiempo… mientras sacia los limoneros. Toca un día y otro el violonchelo. Toca a la espera de que regrese el castañero que piensa perdido por los caminos del olvido.
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