BÉCQUER

«¿Por qué Bécquer nos atrae aún y está entre nosotros tocado con la aureola de los clásicos? ¿Por qué Bécquer y no Espronceda, ni Zorrilla, ni Lista, ni Quintana…? ¿Por qué Bécquer es, a nuestros ojos, un prodigio lejano aunque presente, como el horizonte?»
Manuel Díaz Martínez

Raimundo Roberto y Fernando José, hijos de S.A.R. la infanta Dña. Josefa de Borbón, óleo sobre lienzo, 1855.

Cortando con un bisturí de fina pluma el manto de años que lo separan del poeta andaluz, Manuel Díaz Martínez entra de lleno no sólo en las célebres Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, sino en la sociedad que el poeta vivió, haciendo que por su ensayo transiten nombres que han dado realce a la moda literaria y artística europea de la primera mitad del siglo XIX; de tal forma, que las dos paradas del Romanticismo, la llamada Primera y la citada como Segunda, la que ampara a la «poética sobreabundante» y la que favorece el verso sencillo y purificado de bisuterías, lado donde hallamos a Bécquer, encuentran cobijo en este ensayo. Franqueando la frontera española, encontramos a los líricos del Romanticismo alemán e inglés.

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) y Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (1806-1857) son miembros de honor del movimiento romántico español. Poeta uno y el otro pintor, sevillanos los dos, en las obras de ambos encontramos el mismo gusto por la melancolía, la precisión, ya sea aplicada al dibujo o a la palabra, el paisaje umbroso y la sobriedad; así como también el interés por resaltar las singularidades que hacen de cada persona un ser irrepetible. Es característica del Romanticismo la exaltación de la individualidad, y este requisito fue ampliamente cumplimentado por Bécquer y Esquivel.

Bécquer es un ensayo didáctico, además de ameno. Bécquer está dividido en cinco partes: El romanticismo y los románticos; Una vida breve; Bécquer y lo romántico; Una digresión. Bécquer y sus críticos cubanos y, por último, Algo más sobre las rimas. Es de resaltar, por ofrecernos una información que no encontramos en otros trabajos sobre el poeta, el apartado dedicado a la valoración que hicieron sobre la obra de Bécquer los intelectuales cubanos José Martí (1853-1895), Julián del Casal (1863-1893), Rafael María Merchán (1844-1905) y Fina García Marruz (1923).

Acompaño el escrito con algunos retratos realizados por Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina. He escogido este género porque permite reflejar las expresiones, las posturas, los modos, pues ¿acaso no es el retrato espejo de la esencia del dibujado? He descartado aquellos en que aparecen adultos y me he centrado en los niños que Antonio María Esquivel pintó. ¿Por qué? Pues porque los niños representan el período de la vida preferido por los románticos: la infancia, símbolo de inocencia y pureza, antídoto contra la afectación. Pero toda regla tiene su excepción, así que el capítulo final está precedido por un lienzo que describe las tertulias de la época, aquellas reuniones donde los manuscritos eran sometidos al juicio de los colegas antes de visitar las tabernas, los teatros y las casas del amor.

 Bécquer es un ensayo que consigue reafirmar nuestro gusto por la lectura. Bécquer es literatura.


Retrato de Rafaela Flores Calderón, óleo sobre lienzo, h.1842.

1
EL ROMANTICISMO Y LOS ROMÁNTICOS

El Romanticismo es la proyección del democratismo pequeñoburgués en la esfera del arte y la literatura. En las primeras décadas del siglo pasado, el gran capital se impuso como nuevo señor despótico de toda la sociedad. El desarrollo impetuoso de la industria convirtió a millares de pequeños propietarios en asalariados, y amenazaba al resto de la clase con el mismo destino. El Romanticismo, cuyos propugnadores procedían, en su mayor parte, de las clases sociales medias, expresó las aspiraciones, las ilusiones, la nostalgia y la cólera de la pequeña burguesía, ya para entonces, como se ha dicho, abocada a perderlo todo bajo las implacables ambiciones de los monarcas de la industria, la banca y el comercio.

El Romanticismo es la exaltación pequeñoburguesa del individuo. El romántico concebía la libertad de forma idealista: para él, la libertad no era otra cosa que la libertad del yo, y todo lo que coartara de una forma u otra la libérrima manifestación del yo era aborrecible tiranía, acto contra natura. Por ello, desde sus comienzos, el Romanticismo se encaró, en el orden político, al despotismo monárquico; en el orden filosófico, al dogmatismo eclesiástico; y en el orden estético, a la norma clásica. Después, a mediados del siglo XIX, se enfrentaría, desde sus posiciones pequeñoburguesas, a la dictadura económico-política que ya desplegaba, sobre las demás clases sociales, la alta burguesía.

De la misma manera que el racionalismo liberal, los románticos tuvieron sus heraldos entre los enciclopedistas. Ya a mediados del siglo XVIII, Denis Diderot afirmaba: «La poésie veut quelque chose d’enorme, de barbare et de sauvage. Le poète sent le moment de l’enthousiasme» («La poesía quiere algo enorme, bárbaro y salvaje. La poesía siente el momento del entusiasmo».) Ver, en 1758, que la poesía desea lo enorme, lo bárbaro, lo salvaje, es decir, lo fuera de norma, lo pasional, lo espontáneo, y ver que el poeta siente el entusiasmo de la creación en su autonomía respecto de todo reglamento, era una forma de prefigurar el Romanticismo.

Los románticos declararon la guerra al canon igualador, a las recetas clasicistas que hacían del arte no un medio para expresar la personalidad sino para parecerse a los otros. Dos versos de El Diablo Mundo, de Espronceda, resumen con desenfado la posición romántica:

sin regla ni compás canta mi lira:
sólo mi ardiente corazón me inspira.

La estética romántica, además, rechazaba lo declamatorio, la metáfora pomposa, la expresión retorcida y rimbombante. Espronceda se encargó de satirizar el estilo neoclásico en punzantes parodias. Pero, en rigor, el antirretoricismo romántico fue asunto más de teoría que de práctica, porque los románticos, a fin de cuentas, en su inmensa mayoría, y más los de la primera etapa, fueron tan ampulosos, enfáticos y retóricos como sus antagonistas los clasicistas. Le sobraba razón a Martínez de la Rosa cuando escribió: «Tengo por sentado que unos y otros (los clásicos y los románticos) llevan razón cuando censuran las exhortaciones y demasías del partido contrario, y cabalmente incurren en el mismo defecto, así que tratan de ensalzar su propio sistema».

Tragedia grande del Romanticismo, propia de su carácter pequeñoburgués, fue su profunda contradicción política. Por una parte, manifestaba inclinación al pueblo, a su arte y sus tradiciones; comprendía la legitimidad de las aspiraciones de las masas trabajadoras a vivir una vida mejor; repudiaba el alienante y deshumanizado ajetreo de las fortunas en procura de más y más bienes materiales; y, por otra parte, temía al pueblo, sentía verdadero terror de que los hambrientos, los rotos, las incultas víctimas de la miseria y la explotación decidieran hacerse justicia por sus propias manos.

El intelectual romántico —delicado, egocéntrico— temblaba en su convicción de que la violencia revolucionaria de las masas trabajadoras provocaría el eclipse de la cultura y la destrucción de la civilización moderna. Para él, el posible triunfo de una insurrección proletaria entrañaba el peligro de un retroceso, de un regreso a la barbarie. En las Confesiones de Heine podemos leer:

Esta civilización será destruida un día por los comunistas, y aunque en teoría un generoso impulso pueda inclinarme a sacrificar los intereses del artista y del sabio a las necesidades de las masas que sufren desheredadas y explotadas, sin embargo, en el dominio de los hechos siento horror hacia todo lo que hace la multitud y no puedo soportar el menor contacto con ella. Me gusta el pueblo, pero a distancia; siempre he combatido por la emancipación del pueblo; era mi gran tarea; sin embargo, en los más calurosos momentos de mis luchas, evitaba el menor contacto con las masas.

Heine, quien escribió páginas memorables en defensa de la causa de los humildes y quien aceptaba que en el pueblo «reside todo su poder legítimo», le temía, sin embargo, al poder del pueblo. Al igual que sus correligionarios en el Romanticismo, no concebía que no hay contradicción alguna entre los intereses del artista y el sabio y las necesidades e intereses de las masas laboriosas, a menos que el artista y el sabio sean, además de eso, banqueros, latifundistas, propietarios de fábricas o parásitos adheridos a la burguesía o con aspiraciones de adherirse a ella. Si éste es el caso, entonces estarían en antagonismo con el pueblo en su calidad de explotadores o parásitos y no por el hecho de ser hombres cultos. Los románticos, sin duda, no eran materialistas históricos.

Los escritores románticos seguían viendo la cultura como la veían los aristócratas ilustrados: una actividad de élites, fatalmente diversa del movimiento y las aspiraciones de las «inconscientes» mayorías. Si en ellos hubo un volver los ojos a las fuentes populares del arte y la literatura y un culto a las tradiciones trovadorescas, ello no significó en absoluto que se sometieran a la autoridad del pueblo ni que se fundieran con éste. Esa actitud de ellos estaba determinada, en lo formal, por sus posiciones estéticas antiacadémicas. Lo popular es la opción literaria que escogieron en virtud de su lucha contra las normas académicas, y en virtud también de su disgusto de clase —en la mayoría de ellos quizás más instintivo que consciente— ante el desarrollo monopolista de la economía burguesa.

Fieles herederos de los enciclopedistas, los románticos pensaban que el pueblo trabajador no estaba en condiciones intelectuales ni morales de realizar sus anhelos de justicia social y que ellos, hombres cultos, eran los encargados de otorgarle al pueblo la justicia como una dádiva. Para ellos, el pueblo tenía derecho a mejor vida, y hacer, mediante reformas sociales, que se respetase ese derecho era una obligación moral de los hombres ilustrados y sensibles. Así, en el liberalismo burgués de principios y mediados del siglo pasado, el intelectual continuaba sintiéndose un elegido, sólo que ahora lo era para hacer el bien a los sin fortuna y no para adornar los salones de la nobleza. Idealistas al fin, pensaban que los razonamientos bastan para provocar cambios sociales y que, por tanto, la lucha de clases es un debate mediante el cual los ricos pueden ser persuadidos para que compartan su capital con los pobres.

Esas contradicciones del Romanticismo se insertan en el desconcierto espiritual y en el caos ideológico que se adueñaron de Europa a raíz de la victoria de la burguesía sobre la aristocracia y el clero terrateniente. Desconcierto y caos a los que se enfrentaron Carlos Marx y Federico Engels entre otros pensadores de la época. La burguesía y los sans-culotte hicieron trizas el poder monárquico absoluto al son de la consigna democrática «Libertad, Igualdad, Fraternidad» e implantaron el régimen capitalista, bajo cuya égida la libertad siguió siendo un mito dorado, la fraternidad quedó en quimera y la igualdad se transformó de herejía en delito. En el seno del romanticismo español quizás no haya otro texto que formule esa paradoja con mayor elocuencia que éste de Nicomedes Pastor Díaz, en cuyas líneas aflora el sentimiento de frustración que caracterizó al último Romanticismo:

En el estado actual de nuestra indefinible civilización, la poesía, como todas las ciencias y artes, como todas las instituciones, como la filosofía y la religión, ha perdido su tendencia unitaria y simpática, porque no existiendo sentimientos ni creencias sociales, carece de base en que se apoye y de lazo que a la humanidad la ligue. Sin poder proclamar un principio que la sociedad ignora, sin poder encaminarse hacia un fin que la sociedad no conoce, ni dirigirse hacia un cielo en que la sociedad no cree, la poesía, dejando una región en la que no hallaba atmósfera para respirar, se ha refugiado como a su último asilo, a lo más íntimo de la individualidad y del seno del hombre, donde, aun a despecho de la filosofía y del egoísmo, un corazón palpita y un espíritu inmortal vive.

La falta de fe en las instituciones políticas existentes, la ignorancia respecto de los verdaderos móviles de la lucha de clases, la incredulidad en relación con la fuerza y el destino revolucionario, innovador, de las grandes masas explotadas, la nebulosa concepción mesiánica de la función del poeta y el artista y, más que nada, la propia limitación de clase, explican las ensoñaciones medievalistas de los románticos y, ante todo, su delirante identificación con los caballeros solitarios que, a nombre de la fe cristiana, recorrían a lomo de corcel sierras, prados y bosques haciendo la justicia por cuenta propia con su lanza y con su espada. En el fondo de su alma, el romántico esperanzado se sentía un Oliveros de Castilla o un Tirant lo Blanc.

Marx, en carta dirigida a Engels con fecha 25 de marzo de 1868, señala: «La primera reacción contra la Revolución Francesa y la obra emancipadora que a ella se alía, ha sido naturalmente la de ver todo de manera medievalesca, romántica…» Marx tocaba con estas palabras el punto débil de los románticos: su profundo individualismo, del cual se deriva su incapacidad para concebir una acción totalmente emancipadora de la sociedad emprendida desde la base de ésta misma.

La vocación medievalesca de los románticos está íntimamente asociada al rechazo instintivo de la mayor parte de ellos a los progresos científico-técnicos de la revolución industrial. Aquella vocación y este rechazo no son sino expresiones del sentimiento de desconfianza que los románticos experimentaban respecto de su entorno social, al que suponían hostil a los elevados intereses de la poesía.

Para la gran mayoría de los románticos, los adelantos tecnológicos y científicos eran vástagos monstruosos de las exacerbadas ambiciones materiales del hombre y, por consiguiente, enemigos de los valores del espíritu. Es bien elocuente de esta fobia el conocido planteamiento de Baudelaire:  «La poesía y el progreso son dos ambiciosos que se odian con un odio instintivo y, cuando se encuentran en el mismo camino, es necesario que uno de ellos sirva al otro». Esta actitud es consecuente con el apego de los románticos a la naturaleza, a la que sentían agredida y humillada por los ingenios que el hombre inventa para someterla a sus más prosaicos intereses. No olvidemos que la naturaleza era el gran modelo de los románticos, su vasto espejo y su solícita confidente. Incluso José Martí, que no se caracterizó precisamente por padecer de las alucinaciones tradicionalistas de los románticos dogmáticos, le concedía a la poesía una función más importante para la sociedad que la de la industria. En su ensayo sobre Walt Whitman, Martí dijo:

¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? Hay gente de tan corta vista mental, que creen que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla les da el deseo y la fuerza de la vida.

Resulta contradictorio que los románticos, de ideas liberales en su mayoría, se hayan mostrado, también en su mayoría, recelosos frente al progreso material. Quizá la explicación de la paradoja que esto implica haya que buscarla en el hecho de que, a los ojos de ellos, los adelantos tecno-científicos servían ante todo para satisfacer las ambiciones de la gran burguesía industrial y financiera, que los auspiciaba buscando el desarrollo de su poder de clase.

Victor Hugo, que es paradigma del romanticismo más decididamente liberal, concebía el progreso —al que, en un arrebato de misticismo porvenirista, calificó de «santo»— como el creador de las condiciones para la revolución, y por ello le cantó. Frente al impetuoso entusiasmo victorhuguesco, Bécquer, conservador y tradicionalista, también le canta loas al progreso, tomando al ferrocarril como símbolo de éste, pero no ocultó su escepticismo y sus temores.

En la estupenda crónica que escribió a propósito de la inauguración de la línea férrea del norte de España, Bécquer saluda al ferrocarril y lo califica de admirable; pero, al contrario que en Hugo, en quien el progreso material infunde un optimismo militante y algo ingenuo, el tren moderno, ese estruendoso síntoma del desarrollo, provoca en nuestro poeta reflexiones de un realismo sombrío acerca de los sufrimientos que aún aguardan a la humanidad «primero que se resuelvan los temerosos problemas sociales y políticos, cuya resolución apresura el rápido desenvolvimiento de las ideas y los intereses».

Algo muy valioso y unánime consiguió el Romanticismo, y fue poner a flote el espíritu nacional de cada país, quitándole de encima el cosmopolitismo de los clasicistas, cuyo principio era la imitación y no la búsqueda y cultivo de lo original en los hombres y en los pueblos.


Retrato de Manuel Flores Calderón, óleo sobre lienzo, h. 1842.

2
UNA VIDA BREVE

En 1836, año en que nace Gustavo Adolfo Bécquer, no había cesado en España el duelo entre clásicos y románticos. Durante la niñez del poeta, todavía revistas y periódicos continuaban acogiendo en sus páginas los argumentos y las pullas de un bando y otro.

Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, que pasó a la fama usando en primer lugar el tercer apellido paterno, nació en el barrio sevillano de San Lorenzo, en el número 9 (hoy 26) de la calle del Conde de Barajas. Su padre, José Domínguez Insausti Bécquer (que firmaba José Domínguez Bécquer), era pintor que gozaba de cierto renombre, artista con buen ojo para el color y la gracia de las fiestas y los tipos populares. Su arte lo continuaría, con evidente talento, su hijo mayor, Valeriano, a quien debemos tres retratos de Gustavo Adolfo (uno de ellos perdido) y numerosos apuntes en los que aparece el poeta. A la edad de cinco años, Gustavo Adolfo quedó huérfano de padre. Poco tiempo después moría su madre, Joaquina Bastida Vargas. No quedaron desamparados los huérfanos —ocho en total— gracias a la generosidad de María y Amparo Bastida, tías de ellos, quienes les hicieron espacio en su casa. En algunas biografías se afirma que quien los acoge es un tío de la madre, llamado Juan Vargas.

Con diez años de edad, Gustavo Adolfo ingresó en el Colegio de Mareantes de San Telmo, que fuera fundado en el siglo XVII, en Sevilla, con el objeto de dotar de marinos expertos a las flotas que garantizaban el comercio con las Indias. En San Telmo tuvo de condiscípulo a Narciso Campillo, a quien lo unió una amistad que duró toda la vida. En los momentos de ocio que los estudios les permitían, Bécquer y Campillo compusieron un drama, Los Conjurados, y comenzaron a escribir una novela humorística con título de sainete verde: El bujarrón en el desierto. Pero, como si todo lo de Bécquer o relacionado con él tuviera que ser forzosamente fugaz, pronto fue abolida, por orden real, aquella vetusta academia de pilotaje. Otra vez sin asideros, Gustavo Adolfo encontró el apoyo de Manuela Monnehay, su madrina de pila, mujer culta y de holgada posición económica, quien le proporcionó cuanto ella entendía que podía contribuir a su bienestar y al desarrollo de su inteligencia.

En la casa de su madrina encontró Bécquer una bien abastecida biblioteca, a la que no dio paz. Cuentan sus amigos de entonces, Narciso Campillo y Julio Nombela, que las lecturas preferidas del muchacho eran Horacio y Zorrilla. Otros biógrafos han añadido a Espronceda.

Ya en aquellos tempranos días de su vida comenzaba el poeta a manifestarse, y el pintor también. Lo sabemos por un libro de cuentas que había sido de su padre, en el que éste anotaba los encargos que le hacían y las operaciones de su negocio, y que Bécquer, años después de la muerte de aquél, utilizó para pergeñar sus primeros versos y prosas, hacer sus primeros bocetos y ensayar variantes de su firma. El libro en cuestión cayó milagrosamente en las manos de los hermanos Álvarez Quintero, quienes, según han referido, lo compraron por casi nada a una enigmática viejecita que se negó a dar razón acerca de cómo se había hecho de aquella valiosa curiosidad . En el libro se observa ya una costumbre que el poeta no abandonaría nunca: la de animar con dibujos los borradores de sus textos. A este respecto, Florencio Moreno Godino ha escrito:

Bécquer dibujaba, antes de escribir, un esbozo de la composición pensada, o cuyo tema estaba pensando y el cual le proporcionaba a veces el dibujo, que delineaba inconscientemente y como al acaso. En una ocasión, sin intención previa, trazó un sepulcro gótico y sobre él la estatua yacente de una mujer; empezó a hacer el cimiento de la ojiva que habría de cubrirlo y esto le sugirió la idea de una de sus composiciones poéticas (la LXXVI).

Definida su vocación de escritor, las ilusiones de hacer carrera literaria en Madrid abarrotaron la mente de Gustavo Adolfo. Un día de 1854 decidió abandonar la casa de su madrina y tomar la diligencia que lo conduciría a la Villa y Corte, donde, según sus ensoñaciones, lo aguardaban las aventuras de la vida romántica y el placer de la gloria. Lo ayudó a hacer el viaje un tío suyo, hermano de su padre y pintor como éste (en cuyo taller Gustavo Adolfo había tomado clases de pintura), pues la señora Monnehay, lejos de propiciárselo, hizo lo imposible por impedirlo.

En el prólogo que Gustavo Adolfo escribió para el libro La Soledad, de su amigo Augusto Ferrán, se ve que su arribo a Madrid estuvo signado por el desengaño. Para el poeta, Madrid resultó «…sucio, negro, feo como un esqueleto descarnado, tiritando bajo su inmenso sudario de nieve». Y a poco de estar allí se vio en la necesidad de aceptar la ayuda de algunos amigos para sobrevivir.

A los dos años escasos de residir en la capital, entabló amistad con Ramón Rodríguez Correa. Rodríguez Correa había nacido en La Habana, en 1835, y, al igual que Gustavo Adolfo, había acudido a la Villa y Corte a probar suerte con las letras. Este personaje, que apenas alcanza a asomar la cabeza en la historia de la literatura española y que en la cubana no cuenta, es autor de algunos buenos relatos, que se recogieron y publicaron después de su muerte bajo el título de Agua pasada (Librería de Fernando Fe, Madrid, 1894). Era hombre de imaginación y de humor ligero. Escribió cuentos fantásticos y de ciencia-ficción (El diamante artificial, ¿Estaba loco?, El suicidio) bajo la influencia de Edgar Allan Poe, y los publicó firmados con el ingenioso seudónimo Raymon R. Strap.

Un dato curioso: en la parca nota que Sainz de Robles le dedica en su Diccionario de la Literatura se informa que Rodríguez Correa estuvo en Cuba, durante la Guerra de los Diez Años, en funciones de Consejero de Administración y que fue aprehendido por tropas mambisas. Rodríguez Correa hizo mucho periodismo, fundó un diario en Madrid, Las Noticias, y prologó la primera edición de las Obras de Bécquer (Madrid, Imprenta de T. Fontanet, 1871).

Rodríguez Correa, que fue para Gustavo Adolfo un hermano más que un amigo, en 1858 hizo publicar, en La Crónica, de Madrid, la primera leyenda de Bécquer, El caudillo de las manos rojas, a fin de procurarle a éste un poco de dinero, del que tan necesitado estaba en aquellos días.

En 1856, merced a las gestiones de su fiel camarada, Gustavo Adolfo obtuvo un empleo de escribiente fuera de plantilla en la Dirección de Bienes Nacionales, con un sueldo de 3.000 reales. En esa ocupación tendría de compañero a su inseparable Rodríguez Correa, quien cuenta, en el prólogo que hizo para las Obras de su amigo, que un mal día el director, con miras a introducir reformas administrativas en el departamento, decidió investigar la competencia y el rendimiento de sus subordinados, para lo cual inició visitas a todas las oficinas. Sigue contando Rodríguez Correa:

Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba, o bien leía alguna escena de Shakespeare o bien dibujaba con la pluma, y, en el momento en que el director entró en su negociado hallábase él entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos eran admirables, ya se habían hecho casos de atención para todos, que se disputaban el poseerlos, aguardando a que los concluyera, mientras seguían con la vista aquella mano segura y firme, que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras tan bien acabadas. El director se unió al grupo, y después de observar atentamente aquel tan raro expediente en una Oficina de Bienes Nacionales, preguntó a Gustavo, que seguía dibujando:

—Y, ¿qué es eso?

Gustavo, sin volverse, señalando sus muñecos, respondió:

—Psch… ¡Ésta es Ofelia, que va deshojando su corona! Este tío es un sepulturero… Más allá…

En esto observa Gustavo que todo el mundo se había puesto de pie, y que el silencio era general. Volvió lentamente el rostro y…

—¡Aquí tiene usted uno que sobra! —exclamó el director.

Efectivamente, Gustavo fue declarado cesante en el mismo día.

Al conocer lo que le habían hecho a su amigo, Rodríguez Correa presentó la renuncia a su puesto alegando que «no se hallaba de acuerdo con la marcha seguida por el Gobierno.»

Para sobrevivir, Bécquer se vio precisado a echar mano a cuantos recursos se pusieran a su alcance: tradujo folletines, fundó dos periódicos que murieron al nacer (El Mundo y Doña Manuela), desempeñó a su modo un puesto de censor de novelas, pintó murales al fresco en el palacio de los marqueses de Remisa, escribió artículos para la prensa madrileña y, en colaboración con Rodríguez Correa unas veces y otras con su coterráneo Luis García Luna, escribió libretos para zarzuelas. Con el primero, bajo el seudónimo de Adolfo Rodríguez, arregló para el género chico una obra de Ricci, El nuevo Fígaro, y con el segundo, bajo el seudónimo de Adolfo García, escribió Las distracciones (con música de Antonio Gordón), La cruz del valle (con música de Antonio Reparaz), Tal para cual (con música de Lázaro Núñez-Robres) y La venta encantada (también con música de Reparaz), de las cuales sólo la última no subió a escena.

Cuando José Luis Albareda fundó El Contemporáneo, Rodríguez Correa logró que Bécquer entrara a formar parte de la redacción del nuevo periódico. En El Contemporáneo publicó Bécquer la mayor parte de sus leyendas y las hermosísimas Cartas desde mi celda. Éstas últimas las remitió al periódico desde el monasterio de Veruela, adonde había ido a reponer su salud.

En 1861, Valeriano Bécquer, el hermano preferido de Gustavo Adolfo, llegó a Madrid. Valeriano fue a vivir a la casa de huéspedes de la calle Visitación, donde residía el poeta con su mujer, Casta Esteban, y sus dos hijos. La llegada de Valeriano fue para Gustavo Adolfo un motivo de alegría y de esperanza. Juntos comenzaron a colaborar en el semanario más popular de la época, el Gil Blas, firmando ambos sus dibujos con el seudónimo de Sem. Juntos también emprendieron viaje a las aireadas tierras de Veruela, donde Valeriano, magnífico dibujante, hizo numerosos apuntes del natural en muchos de los cuales aparece Gustavo Adolfo.

Sobre las ideas políticas de Bécquer se ha dicho poco. Es como si casi todos los biógrafos e investigadores hubiesen preferido olvidar este capítulo para no verse ante la incómoda realidad de un Bécquer conservador —conservador moderado, pero conservador al fin. Quizás el estudioso que más luz ha vertido sobre esta faceta de la personalidad del vate sevillano sea Rafael Montesinos en su imprescindible libro Bécquer. Biografía e imagen (Barcelona, Editorial R.M., 1977).

Rememorando los primeros tiempos de su amistad con Bécquer, Rodríguez Correa afirmó que éste se había propuesto «no mezclarse en política y vivir sólo de sus artículos literarios». Y añadió el escritor habanero: «Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera de su alma en medio del arte, no existía la política de menudeo…» Sin duda, esa política no existió para el poeta, quien, como acertadamente dice Montesinos, «al través de sus diferentes escritos en prosa (…) dejó bien definido, más que su pensamiento, su sentimiento conservador».

Comparto con Montesinos la convicción de que Bécquer distaba de ser un político, así como la creencia de que, en el fondo de su alma, mantenía un combate consigo mismo, una contradicción que no sabía resolver. Pero no me parece que, con el paso de los años, Bécquer aminorara su conservadurismo. En su adolescencia se burló de la revolución de julio de 1854, como puede verse en el álbum de caricaturas que él y Valeriano le dedicaron a la Vicalvarada , y pocos años antes de morir mantuvo íntima amistad con un político reaccionario de mano dura, el ministro Luis González Bravo, responsable, entre otros desmanes, de la sangrienta represión de que fue víctima, la noche de San Daniel de 1865, una multitud de estudiantes y pueblo en general que protestaba en la Puerta del Sol por la destitución de Castelar.

González Bravo nombró a Bécquer censor de novelas y lo protegió. Tras la revolución de septiembre de 1868, del destronamiento de Isabel II y de la huida a Francia de su protector, Bécquer se refugió por un tiempo en Toledo, junto con sus hijos y su hermano Valeriano. En este contexto, y dados sus antecedentes ideológicos, el tremendo álbum de acuarelas titulado Los Borbones en pelota, realizado por ambos hermanos a raíz de la revolución del 68, sólo puede entenderse como un intento oportunista de acomodarse en la nueva situación política.

Diversos pasajes de las prosas de Bécquer traslucen el debate ideológico interno del poeta: en algunos alaba el desarrollo de las ideas como fuente del progreso o subraya lo espantoso de ciertas desigualdades sociales, en tanto que en otros niega toda posibilidad de justicia social o, en una alucinación francamente retrógrada, habla de la «gran raza» latina, representada por España, Francia e Italia y unida en el catolicismo, la que «en un día no lejano se mostrará compacta, fuerte y dominadora como en otros tiempos». La alusión a la época de las conquistas y las colonizaciones es bien clara.

No fue Bécquer dado a las confesiones personales. Su correspondencia, breve, no es muy elocuente respecto de su vida íntima. En alguna que otra carta se queja de infelicidad —como en la que envió desde Soria, en 1861, a su inseparable Rodríguez Correa—, pero en ninguna es explícito. Buena luz han arrojado sobre la intimidad del poeta y su vida amorosa las declaraciones hechas por su sobrina Julia, hija de Valeriano, a la escritora Carmen de Burgos. El testimonio de doña Julia Bécquer es de incuestionable valor. He aquí un fragmento ya citado por otros autores:

—¿Qué sabe usted del gran amor romántico de Bécquer?

—Su amada se llamaba Julia Espín y Colbraud, y por eso me llamo Julia yo, porque Gustavo Adolfo, que fue mi padrino, me puso el nombre de su musa.

—¿Qué recuerda usted de ella?

—Era sobrina de Rossini, porque su madre y la esposa del músico italiano eran hermanas. Su padre era músico también, y yo poseo un retrato de ella pintado en Rusia y que ella dedicó a Rodríguez Correa. Es una Ofelia rubia, delicada y blanca.

—¿Es cierta toda esa historia de que Gustavo Adolfo la vio un día en su balcón del callejón del Perro, y quedó prendado de ella para toda la vida?

—Sí, señora; estaba enamorado de Ofelia y la llamó Julia.

—¿Y esos amores fueron tan ideales que él no quiso serle presentado jamás para conservar toda la pureza de su ilusión?

—Eso no podría yo asegurarlo. De las poesías de Gustavo Adolfo se deduce otra cosa. «¡Llora! No te avergüences / de confesar que me quisiste un poco», dice en una. En otra añade: «No hay máscara / semejante a tu rostro». En casi todas se queja de engaño y de juramentos incumplidos.

—A pesar de su amor, Gustavo Adolfo se casó.

—Sí, se casó en un pueblo de Soria con la hija de un cirujano que lo asistió en una grave enfermedad.

—¿Recuerda usted a su esposa?

—Casta era guapa, pero antipática; tenía en la cara algo trágico y desagradable; pertenecía a una familia rica, y tacaña. Mi padre, mi hermano y yo estábamos allí con mi tío, pero el matrimonio no fue feliz, se separaron y él se llevó consigo a sus dos hijos. Desde entonces, los cuatro chiquillos y los dos hermanos no se separaron…

Otros amores de Bécquer fueron Julia Cabrera, su novia en la adolescencia sevillana, y Elisa Rodríguez Palacios, con la que, según parece, mantuvo un efímero pero intenso idilio. El caso de Elisa Guillén y la supuesta rima dedicada por Bécquer a ella es, como ha demostrado Rafael Montesinos en su ya citado libro, una bien urdida broma poética del investigador y poeta español Fernando Iglesias Figueroa, a quien se debe una recopilación de la obra becqueriana.

Cuando parecía que, al fin, la suerte empezaba a sonreír a Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer; cuando, quizás, era más vigoroso en ellos el entusiasmo creador; cuando acariciaban decenas de hermosos proyectos, la muerte abatió a Valeriano el 23 de septiembre de 1870, y tres meses después, el 22 de diciembre, a Gustavo Adolfo, quien expiró diciendo: «¡Todo mortal…»


La infanta María Luisa Teresa de Borbón, luego duquesa de Sessa, óleo sobre lienzo, 1834.

3
BÉCQUER Y LO ROMÁNTICO

¿Por qué Bécquer nos atrae aún y está entre nosotros tocado con la aureola de los clásicos? ¿Por qué Bécquer y no Espronceda, ni Zorrilla, ni Lista, ni Quintana…? ¿Por qué Bécquer es, a nuestros ojos, un prodigio lejano aunque presente, como el horizonte?

Bécquer no es un espectro encuadernado en pasta; ni es ese vaho frío con tufillo a moho que brota de los manuales de literatura española, como de una fosa, cuando se abren por donde hablan de Núñez de Arce o el duque de Rivas; ni hay que leerle lo que escribió porque fue importante o porque le dieron importancia en su época y determinó que alguien hiciera esto o lo otro.

Bécquer fue escasamente conocido en su época —entonces casi nadie le vio la importancia—, pero, en nuestros días, a más de un siglo de muerto, no hay que ser disciplinado para leerlo, como no hay que ser fanático de la erudición para leer a Juan de la Cruz, a Garcilaso o a Quevedo y sí para abordar, por ejemplo, a Juan Nicasio Gallego o las pesadísimas odas de Jovellanos. Viene bien recordar aquí unas palabras de Dámaso Alonso pertenecientes al prólogo que, bajo el título de En el pórtico de una antología de la poesía española, encabeza la que él y José Manuel Blecua publicaron en 1956:

Fue Núñez de Arce quien, despectivamente, habló de los «suspirillos germánicos». El culto don Gaspar, pontífice poético de la época, casi se rasgaba la levita —entre indignación y desprecio— ante esos «suspirillos».

Esos suspirillos, en su fórmula más intensa, se llamaron Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro. Hoy representan, ante todo el siglo XIX, la poesía que sentimos mejor y la que más próxima consideramos a nuestras necesidades expresivas.

Esto, que en un rapto de pereza podría remitirse a ese batiburrillo que son «los misterios de la poesía», tiene explicación.

Ante todo, claro está, hay una cuestión de gusto. Para muchos, cuestión de gusto es cuestión de fe. Si a alguno de esos muchos se le preguntara por qué le gusta una cosa, podría echar mano a la salida teológica y responder: «Si no me lo preguntas, lo sé; si me lo preguntas, no lo sé». Pero la fe puede explicarse, y el gusto también.

Bécquer pervive por su antirretoricismo. Sobriedad y precisión son dos cualidades que jamás pasan de moda y son las que mejor lo definen estilísticamente. Sólo cuando empezaba a escribir participó Bécquer, sin duda por inmadurez, en el estruendo retórico del Romanticismo primero, hinchado, en definitiva, de los mismos flatos del Neoclasicismo, al que pretendía oponerse.

Doce años de edad tenía Bécquer cuando compuso su Oda a la muerte de don Alberto Lista, y diecinueve cuando publicó su farragoso canto A Quintana. Poemas de adolescencia, escritos bajo el influjo de esos dos fetiches literarios de la época; poemas que nos sirven hoy como puntos de referencia para apreciar cuán portentoso fue el trabajo de depuración a que Bécquer sometió su escritura y cuán briosa y rotunda fue la maduración de su espíritu. En los resultados de ese trabajo de saneamiento hecho por Bécquer en su verso y en su prosa se encuentran realizados, al fin, los propósitos formales preconizados por el Romanticismo.

Bécquer pervive porque representa la plenitud del Romanticismo español. Todo lo que caracteriza a lo mejor del Romanticismo en lengua castellana, incluyendo a Hispanoamérica —sutileza, sencillez y eficacia en el lenguaje, transparencia en las emociones y los sentimientos, identificación no colorista con lo telúrico, revalorización no populista de las tradiciones—, está dado en la obra de Bécquer con nitidez paradigmática. Él despojó al Romanticismo de la broza que lo deformaba, de todo lo espurio que había heredado de lo neoclásico a pesar de sus opuestos propósitos, de todo aquello que, por postizo y ajeno, el tiempo ha sentenciado a muerte y que es lo que le ha dado mala fama al Romanticismo, sobre todo al de nuestro idioma. Dentro de las literaturas española e hispanoamericana, Bécquer no es un romántico más, ni un epígono, sino lo romántico.

El maestro Dámaso Alonso, en su ya citado prólogo, nos enseña que «…entroncada por un lado en la poesía de Heine, y por otro en la idea romántica de la poesía popular, se forma desde mediados del siglo XIX toda una línea de lírica que ha pasado del estruendo y el arrebato romántico al tono menor, de la desesperación a la suave melancolía, de los atropellos y alocadas competencias de ritmos y rimas (…) a una modestia rítmica que prefiere el asonante, con una expresividad nueva que sabe el valor de lo indeciso, del tembloroso matiz».

Si esa línea de lírica a que se refiere Dámaso Alonso, denominada generalmente «segundo Romanticismo», en España tuvo como representantes mayores a Bécquer y Rosalía de Castro —podría incluirse, en segundo plano, a Carolina Coronado—, en tanto que el grueso de los románticos, con figuras tan ruidosas como Espronceda, Zorrilla, Núñez de Arce y Campoamor, permanecieron aferrados a la poética sobreabundante del «Romanticismo primero», podría argumentarse que el Romanticismo español es lo que del Romanticismo hicieron la mayoría de sus cultores en la Península, y que Bécquer, por tanto, no es un romántico típico dentro de su contexto cultural, sino una figura de transición, un gozne, una especie de hombre-puente con un pie plantado en el Romanticismo y el otro en el post-Romanticismo y en el Modernismo. Esto está implícito en esa duda, expresada en algunos textos, acerca de que si Bécquer está al final de una escuela o en el umbral de otra.

Pero el caso es que el Romanticismo tuvo su programa doctrinario más o menos definido y que la obra de Bécquer se ajusta mejor que la de sus congéneres hispanos a ese programa, cuyos principios formales eran la sencillez y la originalidad en la expresión y la libertad en la composición, y cuyo propósito esencial era la exteriorización del yo. Bécquer es más romántico que los demás en la medida en que es más fiel a estos principios, en la medida en que está más distante de los resabios académicos.

En términos generales, los poetas románticos españoles acogieron los moldes métricos tradicionales y prefirieron la consonancia a la asonancia. Es decir, continuaron usando herramientas del taller neoclásico. Bécquer prefirió la asonancia a la consonancia, y conjugó casi siempre la levedad de sus imágenes y la sutileza de su mensaje poético con la suave eufonía del asonante.

Por otra parte, apenas usó formas estróficas clásicas, y armó nuevas composiciones versales con las que consiguió una cadencia en el desarrollo de su pensamiento poético que los moldes estróficos al uso quizás le hubieran entorpecido. Utilizó el romance, y los suyos, tanto por su estructura como por su tono y ritmo, modernizan el viejo romance castellano. Luis Cernuda consideraba, con sobrada razón, que es Bécquer y no Juan Ramón Jiménez quien «resucita» el romance lírico en la poesía española moderna. Esta afirmación la hace Cernuda en el capítulo que le dedica a Bécquer en su libro Estudios sobre poesía española contemporánea . En su ya citado ensayo Bécquer y el romanticismo español había afirmado que fue Juan Ramón Jiménez quien «hizo lírico el romance». Lo cierto es que, sin abandonar lo narrativo, Bécquer lo hizo con anterioridad (ver la rima LXXIII). Los ejemplos más definitorios los constituyen las rimas XII, XXIV y XL.

Entre las formulaciones que se han hecho para definir lo que son y en qué se diferencian entre sí la poesía neoclásica y la romántica, una de las más tempranas y de las que con más elocuencia y nitidez alcanzan su objeto es la de Bécquer, contenida en el prólogo que escribió para el libro La Soledad, de su contemporáneo y amigo Augusto Ferrán. Bécquer dijo:

Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura. Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.

La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.

La segunda carece de medida absoluta; adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas.

Esa poesía «hija de la imaginación y el arte», «de todo el mundo», es la neoclásica. Ésa otra, «natural, breve, seca», «desnuda de artificio», «que brota del alma como una chispa eléctrica», que «adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona», que es la «poesía de los poetas» y que «carece de medida absoluta», es, evidentemente, la romántica. Así la concibió y la realizó Bécquer. De la proposición descriptiva, exterior, convencional, codificada del neoclasicismo, Bécquer derivó a la provocación emocional, sorpresiva e íntima del mejor Romanticismo.

La imaginación neoclásica abre un espacio exterior, con telón de fondo y decorados, y lo llena de figuras y sucesos verídicos o ficticios, generalmente magnificados e idealizados, ajenos a las vivencias reales y a las experiencias más personales del poeta y de quien lo lee. Crea o recrea alegorías hiperbólicas y necesita un espectador, no un interlocutor. La imaginación romántica, por el contrario, interioriza el espacio exterior y lo hace más real en la medida en que el poeta, metabolizándolo en su más intensa experiencia vivencial, lo humaniza. Crea estados de ánimo y necesita un interlocutor, no un espectador.


Retrato del niño Carlos Pomar Margrand, óleo sobre lienzo, 1851.

4
UNA DIGRESIÓN. BÉCQUER Y SUS CRÍTICOS CUBANOS

En la obra martiana hay dos referencias a Bécquer que dejan ver la poca estima de Martí por la poesía del lírico sevillano. Suele ocurrir que no se vea bien lo que está demasiado cerca, y parece que a Martí le ocurrió esto con Bécquer.

En una carta dirigida al poeta y pedagogo cubano José Joaquín Palma, fechada en Guatemala, en 1878, Martí enumera una serie de hechos que denomina «apostasías en literatura», y en ellos incluye —adviértase el tonillo desdeñoso— el de «herirse con el cilicio de Gustavo Bécquer».

Es comprensible hasta cierto punto que una personalidad tan distinta y distante de la de Bécquer como la de Martí, en la que la práctica del dolor y el sacrificio era el precio de apetencias espirituales que trascendían lo personal para constituir un apostolado, fuese reacia a consentir la mística del sufrimiento individual y sin destino a que Bécquer se entrega en las Rimas. Es explicable que la tendencia becqueriana a la resignación solitaria no encontrara acogida favorable en la inconformidad de dimensión épica de Martí. La antinomia que forman Bécquer y Martí tiene su origen profundo en las opuestas posiciones que adoptaron ante la historia que les tocó vivir. La injusticia que Martí comete contra Bécquer consistió en volver la espalda a la entidad literaria de la lírica becqueriana, en nada disminuida por el conservadurismo político del sevillano ni por su tendencia a la melancolía.

La segunda referencia peyorativa a Bécquer la hace Martí en un importantísimo ensayo que tituló Poesías de Francisco Sellén, aparecido en el periódico El Partido Liberal, de México, el 28 de septiembre de 1890. En un pasaje en que aborda el problema de la dependencia cultural de Hispanoamérica y donde dice que «los pueblos de habla española nada, que no sea manjar rehervido, reciben de España», afirma: «Ya lo de Bécquer pasó como se deja de lado un retrato cuando se conoce el original precioso». El «original precioso» al que alude Martí no es otro que el poeta romántico alemán Enrique Heine, a quien, según la mayoría de la crítica de la época, imitaba Bécquer. Vuelve, pues, Martí a ser injusto con el autor de las Rimas al hacer suya esa imputación e incluir al poeta sevillano en la olla de aquellos manjares rehervidos que en América se recibían de España.

En la obra poética de Bécquer, los críticos han detectado la presencia de otros poetas. Ningún creador escapa a la ley de las influencias porque la cultura es una continuidad, una concatenación. No hay hijos sin padres, fin sin principio ni artista sin antecedentes. A Bécquer le han señalado influencias de Byron, de Heine, de Musset, de Nerval, de Anasthasius Grünn, de Ühland y, ocasionalmente, de algunos vates peninsulares de segunda o tercera fila. Esto último escandalizará a quienes ignoran que, como decía Paul Valéry, el león está hecho de carnero asimilado.

Uno de los primeros en advertir la silueta de Heine detrás de la poesía de Bécquer fue el ensayista cubano Rafael María Merchán, quien escribió un agudo ensayo titulado Bécquer y Heine, recogido en su libro Estudios críticos. Pero Merchán supo ver tanto las afinidades como las diferencias entre el poeta español y el alemán. Así, por ejemplo, escribe: «Generalmente se le compara a Henri Heine, y es obvio que las Rimas y el Intermezzo lucen ciertos rasgos de filiación común, pero no hay dos caracteres ni dos existencias en mayor discrepancia».

Sin duda, un abismo separa a estos dos bien definidos temperamentos románticos: Heine es la sátira y la ironía y Bécquer es la gravedad casi trágica. Pocas veces, y siempre de manera funesta, entró la ironía en el verso becqueriano, cuyo componente principal es el amor, y no sólo el amor en el sentido erótico, sino también en el de acercamiento a las cosas, en el de voluntad de comprensión y armonía. En la terminología metafórica de Merchán, Heine es el filo de una espada y Bécquer es el borde no cortante.

Julián del Casal coloca a Bécquer junto a Byron, Moore, Heine, Ühland y Musset como cultivador de lo que Lamartine llamó «poesía ligera», y en su desmedido elogio del poeta andaluz Manuel Reina, aparecido en La Habana Elegante el 30 de octubre de 1887, destaca, entre los principales méritos de Reina, «el haber seguido, con más acierto que ninguno otro en España, las huellas de su compatriota Gustavo Adolfo Bécquer». Acto seguido, describe a éste como «árbol tronchado en la primavera de la vida, cuando sus flores iban a convertirse en frutos…»

Si Casal, como Martí, no hubiese estado tan cerca de Bécquer, si hubiese tenido entonces, con relación al autor de las Rimas y su contexto cultural, la perspectiva que el tiempo nos ha facilitado a nosotros, habría visto que aquello que creyó flores eran ya frutos y que Bécquer murió siendo ya Bécquer, o sea: el más neto exponente, con Rosalía, del Romanticismo en España.

Eso lo vio el crítico Nicolás Heredia con absoluta claridad en la Cuba de fin de siglo. En su libro La sensibilidad en la poesía castellana (Filadelfia, 1898), Heredia afirma: «Nadie llega a Gustavo Adolfo Bécquer en la expresión emocional de ese amor solitario que halla en sí mismo más que en el objeto en que se pone el factor esencial de su existencia». Es decir, nadie llegó en España a ser romántico pleno, salvo Bécquer. Más adelante, intentando describir la sensibilidad becqueriana, describe Heredia la esencia de lo romántico al decir: «el universo para él es el infinito de su espíritu».

Heredia también pone su atención en el despejado estilo de Bécquer, y le causa extrañeza, como a muchos de sus contemporáneos, no hallar en Bécquer, siendo éste sevillano, la tropología meridional, habitualmente colorida y exaltada. El crítico cubano atribuye la sobriedad de Bécquer a la influencia que sobre él ejercieron algunos poetas germanos, e incluso a una probable simpatía por lo nórdico que el sevillano habría heredado de sus lejanos ancestros flamencos. Heredia escribe: «El árbol genealógico del dolor becqueriano no está en el Mediodía, y Bécquer, que por su apellido es alemán, es aún más alemán si atendemos a las demarcaciones ideales que el arte traza a sus dominios». Por su parte, ya Merchán había dicho que la poesía de este andaluz «deja la impresión de los inviernos del Norte».

Es indudable que Bécquer encontró en la lírica romántica norteuropea la ardua sencillez, la veladura y la sutileza que su candoroso espíritu necesitaba para comunicarnos sus obsesiones. Pero, gran poeta al fin, lo es, entre otras cosas, por haber catalizado los elementos recibidos y haberlos devuelto transformados en sustancia distinta e igualmente genésica. En este punto corresponde acudir a la autorizada opinión de Dámaso Alonso, quien, en su ensayo Originalidad de Bécquer , escribió: «Bécquer tuvo, pues, como casi todo poeta, fuentes literarias de inspiración (…). Pero, como en todos los grandes creadores, la materia recibida llega a él sólo para ser transfundida de manera prodigiosa. Lo añadido por Bécquer es siempre infinitamente más que lo que tomó».

Es Bécquer, el que habló de la otra poesía «desnuda de artificio» —la que profesaba él—, una de las fuentes inmediatas de esa lírica casi sin materia —que en Juan Ramón Jiménez anduvo cerca del puro gesto, como ironizó Octavio Paz—, de esa lírica que buscó ser sólo sensación y sentimiento y que en las décadas de los veinte y los treinta de nuestro siglo se propagó, en los dominios de nuestro idioma, con el impreciso rótulo de poesía pura. Y es también Bécquer una fuente del Neorromanticismo y del Intimismo.

Por otra parte, no dejaría de ser interesante un estudio encaminado a precisar hasta qué punto las Rimas becquerianas, en primer lugar, y, en segundo lugar, toda la poesía española del segundo Romanticismo, portadoras de los elementos básicos de la poesía romántica alemana y sajona, podrían tenerse como antecedentes de esa línea de la poesía moderna —más nítida en la lírica de lengua inglesa que en la de nuestro idioma— que se conoce por Imagismo y por Exteriorismo y que uno de sus representantes más conspicuos, el norteamericano William Carlos Williams, definió con esta frase: «No ideas salvo en las cosas».

El más reciente texto crítico acerca de Bécquer y su poesía publicado en Cuba es el extenso y penetrante ensayo de Fina García Marruz Bécquer o la leve bruma, incluido en su libro Hablar de la Poesía.

Fina García Marruz da una visión unitiva de Bécquer, en la que éste aparece, tanto en su vida como en su poesía, como una entidad en pugna con la realidad. «Bécquer», dice la escritora cubana, «como su gran arpa empolvada, nos mira desde un ángulo oscuro, como rehuyendo la luz. (…) ¿Qué pasa que no podemos verle el rostro? Antes que mostrar una presencia, nos adentra en una atmósfera. (…) Se podría demostrar, con lujo de citas irrefutables, que se trata de un fantasma».

Sentir a Bécquer de esta manera en nuestros días, cuando el siglo en que vivió ya no nos oculta nada de sus vulgares gravitaciones, de su atroz carga de «realidad», entraña una completa victoria de la sensibilidad becqueriana, tan fuerte, que ha podido imponer la realidad otra de su poesía a la materialidad eminentemente áspera de sus circunstancias. La mirada de Fina García Marruz sobre Bécquer permite advertir a plenitud cuán distante de su época estaba el poeta y de qué envergadura fue la estética y la ética que les opuso a la estética y la ética prevalecientes en su entorno.

Entre los aciertos de la ensayista cubana se encuentra el de situar en primer plano, entre los componentes primarios de la cultura de Bécquer, la refinada herencia del mundo árabe, que en Andalucía es insoslayable, cuya impronta se entrevé en el cantábile de fuente y en el delicado arabesco métrico del verso becqueriano.

El delicado sensualismo que Bécquer aporta al verso español de su tiempo no tiene otro origen que esa espléndida herencia que a él llegó por los mil caminos secretos de lo andaluz. A este respecto afirma Fina García Marruz: «Andaluz por varias generaciones, no era necesario que tuviera ancestros árabes para estar penetrado de esta cultura que allí se respira en el aire». Siguiendo esta línea de pensamiento, la ensayista dice que «Juan Ramón, al decantar a Bécquer, nos descubrió lo esencial de él, lo que tenían sus versos de esbeltez plata, de piedra y fuente andaluzas», y a punto y seguido, estableciendo un puente tácito entre el origen cultural del poeta sevillano y su transformador aporte al Romanticismo, comenta: «El último de los románticos ya se nos aparecía como el primero de ellos». Más adelante retoma esta afirmación para precisar aún más el aporte becqueriano, y entonces se fija en dos elementos que también están en la cultura artística musulmana: «¿Qué es lo que añade Bécquer a la poesía española? El hallazgo de Bécquer fue el equilibrio de una gran vaguedad y una gran precisión».


Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor, óleo sobre lienzo, 1846.

5
ALGO MÁS SOBRE LAS «RIMAS»

Los manuscritos originales de las Rimas, que estaban en la residencia madrileña del ministro Luis González Bravo —quien se había brindado para escribir el prólogo y costear la edición—, se perdieron en el saqueo que sufrió esa casa cuando la revolución de septiembre de 1868, la Gloriosa, puso abrupto fin al reinado de Isabel II. Si Bécquer no hubiese tenido éxito en el ingente esfuerzo que hizo, poco antes de morir, para reconstruir de memoria todos o la mayoría de esos textos, el Romanticismo español habría quedado sin su más tamizada y plena expresión.

Hemos visto cómo, desde el mismo siglo XIX, los críticos de Bécquer han fijado su atención en las fuentes germánicas y sajonas de las Rimas, y cómo algunos se permitieron presentar el tema con intenciones peyorativas, desconociendo u olvidando que no hay, ni habrá, en la historia de la cultura, un solo artista que no sea eslabón de una cadena dialéctica, y desconociendo también, u olvidando, que tales fuentes de la poesía becqueriana, sobre todo la germana, podían abrir, como en efecto lo hicieron, nuevos caminos válidos a la expresión poética dentro del enrarecido ambiente de la poesía española decimonónica, tan saturada, en general, de vacuas contorsiones retóricas y tan dependiente de un lenguaje que había quedado a la zaga de la sensibilidad europea más evolucionada.

Pero Bécquer no es el único receptor ni el único beneficiario de la acción depuradora ejercida, a partir de 1850, en la poesía española, por la lírica romántica alemana. Esa saludable influencia se canaliza a través de muchos poetas contemporáneos del gran lírico sevillano, quienes, en conjunto, definen el punto de giro que experimenta la expresión poética peninsular a mediados del XIX, creando ese llamado «mundo poético prebecqueriano» al cual han hecho referencia Dámaso Alonso y José Pedro Díaz. En aquellos años, poetas alemanes de la talla de Goethe, Novalis, Schiller, Heine, Ühland, Eichendorff, Rückert y Chamisso, entre otros, son leídos vorazmente, traducidos, estudiados e imitados por los jóvenes líricos que conformarán el segundo Romanticismo español.

Aquellos grandes poetas del Norte, cultos y mesurados, sutiles y profundos, de expresión sencilla y depurada, infundían en los jóvenes e inconformes bardos peninsulares el gusto por la sobriedad, el claroscuro, lo sugerente, así como también, mostrándoles las posibilidades cultas de la balada y el lied, el interés por las formas, desembarazadas y propicias al canto y al ingenio, de la poesía de origen popular. Bécquer recibe esas enseñanzas directamente, en algunos casos, y, en otros, a través de sus compatriotas más inquietos y alertas, entre los que figuran Augusto Ferrán, Vicente Barrantes, José Selgas, Antonio de Trueba, José María de Larrea, Eulogio Florentino Sanz y Ángel María Dacarrete, quienes constituyeron el humus desde el cual se elevaron y florecieron él y la excepcional Rosalía de Castro. Para un conocimiento más detallado de este asunto deben consultarse las páginas que a él dedica el crítico e investigador literario José Pedro Díaz en su libro Gustavo Adolfo Bécquer, vida y poesía.

Lo popular no llega a Bécquer sólo por la vía nórdica, sino también por la propia vía andaluza. Este fenómeno ha merecido la atención de los estudiosos José María de Cossío, quien sintió «mucho ardor meridional, mucho cante jondo, en las Rimas», y el ya citado José Pedro Díaz, quien subrayó que «lo alemán y lo andaluz, la balada y el cantar, el lied y la soleá son las dos ricas vertientes que se aúnan en el hondo caudal becqueriano». Tal simbiosis pareció monstruosa a Juan Valera, quien evidentemente no alcanzó a entender que, tras los rasgos culturales externos, alienta lo humano universal.

Lo popular, pues, incide en la poética de Bécquer como componente de la influencia alemana y como herencia autóctona andaluza. El elemento popular suele enmascararse, en el texto becqueriano, tras elementos formales propios de la poesía culta, como el encabalgamiento y la métrica de arte mayor, pero, aunque diluida en el amplio ritmo del endecasílabo y en el lenguaje más escogido y trabajado, su presencia se siente en el tono y la cadencia. Hay, sin embargo, momentos en que se hace más visible, y ejemplos de ello son las rimas XXXVIII y LX, sobre todo ésta última:

Mi vida es un erial:
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.

Algunos críticos le han concedido importancia al vínculo de Bécquer con Augusto Ferrán, atribuyéndole a éste una decisiva participación en la aproximación del vate sevillano a la lírica alemana, de la cual Ferrán era conocedor entusiasmado. También se le ha atribuido importancia al influjo que, según todas las apariencias, Ferrán ejerció sobre Bécquer en lo que respecta a la poesía popular.

Es significativo lo que Bécquer escribe sobre la poesía popular en el prólogo que hizo para el libro de cantares La Soledad, de su amigo Ferrán. José Pedro Díaz estima probable que «Ferrán diera a conocer a Bécquer, a través de improvisadas traducciones orales, poemas que no estaban todavía traducidos y que él mismo no llegaría a traducir en textos españoles. (…) Acaso ese tipo de comunicación oral, que debió estar rodeada de los comentarios que Ferrán improvisaría, pueda explicar algunas de las correspondencias de ritmo con los originales alemanes…»

Tanto este crítico como Robert Pageard han advertido puntos de contacto entre los cantares de Ferrán y las Rimas de Bécquer, puntos de contacto que quizás se deban, más que a la influencia de aquéllos sobre éstas, a la fuente común alemana, aunque con la particularidad, señalada por José Pedro Díaz, de que los poemas de Ferrán se apoyan más en lo popular español, en tanto que Bécquer en sus rimas se muestra más atento a lo popular reelaborado por los poetas alemanes.

Pero, después de todo lo dicho, y al final ya de este trabajo, cabe preguntar: ¿Qué representa Bécquer para nuestra modernidad?

Poeta culto, poeta popular, romántico puro, post-romántico, premodernista… Todo esto, en una medida u otra, es Bécquer, y lo es tanto en el verso como en la prosa. La lectura atenta de su escritura, especialmente de su verso, y el estudio comparativo de ésta con la de su propia época y con la que apareció y se desarrolló en el mundo hispánico después de su muerte, no dejará lugar a dudas acerca de que le tocó representar, y lo hizo a plenitud, junto a su contemporánea Rosalía de Castro, el papel de enlace dialéctico entre la sensibilidad típica del siglo XIX y la que hoy llamamos moderna. Bécquer, como se ha tratado de bocetar aquí, es resumen y umbral al mismo tiempo, es suma y contradicción. De ahí el interés filológico de su obra, ante todo de sus Rimas, animadas inmortalmente por ese duende o ese fuego invisible de que hablaba García Lorca para definir la poesía.

ENLACES RELACIONADOS

Manuel Díaz Martínez: “Sobre la poesía.”

La polémica del modernismo (Manuel Díaz Martínez). Discurso de ingreso a la Academia Cubana de la Lengua.

Rafael Alcides Pérez. Poemas. Y “Rafael Alcides y el hombre común” de Manuel Díaz Martínez.

Manuel Díaz Martínez. Poemas.

La traducción poética según Manuel Díaz Martínez.

José Lezama Lima (Manuel Díaz Martínez).

Poemas de José Álvarez Baragaño acompañados del texto En torno a la poesía de Baragaño de Manuel Díaz Martínez.

Fantasía para Gabriela (Manuel Díaz Martínez). Dibujos de Ofelia Gronlier Lamar.

Crónica de un cazador. Relato recogido en Cantos y Cuentos (Manuel Díaz Martínez).

Dos románticos: Lord Byron y Samuel Palmer.

El cementerio marino (Paul Valéry). Dibujos de Gino Severini para el poema.

Filosofía de la danza (Paul Valéry). Texto íntegro.

Max Henríquez Ureña. “Poetas cubanos de expresión francesa”. Capítulo dos: José María de Heredia

Max Henríquez Ureña. “Poetas cubanos de expresión francesa”. Capítulo 3: Severiano de Heredia y Cornélius Price.

Max Henríquez Ureña. “Poetas cubanos de expresión francesa”. Capítulo 4: Augusto de Armas y Armand Godoy.

Leopoldo Lugones: “Alma venturosa” y otros poemas. Ilustraciones de Xavier Gosé.

Destino del castellano en América (Antonio Tovar). Texto íntegro.

Bécquer para el 1 de noviembre. Poema y dibujos.

Percy Shelley. Poemas.

Poemas (John Keats).

Marceline Desbordes-Valmore. Poemas.

Versos sencillos y De versos sencillos (José Martí).


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