EL PLAGIO. ESCENITA DE ARREBATO INTELECTUAL

«A propósito de una riña de gatos.»


Riña de gatos, Francisco de Goya, óleo sobre lienzo, 1786.

Un día cualquiera del año pasado, mientras los carruajes tirados por caballos llevaban a los embajadores extranjeros a presentar sus cartas credenciales al Jefe del Estado de la capital, entre idas y venidas desde el Palacio de Santa Cruz al Palacio Real, se produjo en la calle de La Almudena el siguiente incidente entre Prudencio y Bienvenido, dos escritores con suertes muy distintas.

(La calle es peatonal y linda con la terraza del Anciano Rey de los vinos y la torre del actual Instituto Italiano de Cultura —edificio donde estuvo detenida, por orden de Felipe II, la Princesa de Éboli—. Hay gentes que van y vienen, algunos turistas sentados a la sombra de los toldos del bar, algún perro suelto olisqueando por aquí y por allá. En los jardines arbolados, que bordean la calle donde fue asesinado el secretario personal de Don Juan de Austria, las parejas cuchichean. Trinan los pájaros.)

—¡A usted lo estaba yo buscando! —le espetó Prudencio a Bienvenido cuando este abandonó El Anciano Rey de los Vinos.

—¿A mí? ¿Y eso por qué?

—A usted mismo. Así es.

—¿Lo conozco? Perdone, pero, ahora mismo, no le pongo nombre…

—¡Claro que me conoce! ¡Y tanto que me conoce! —Bienvenido alza la voz, gesticula.

—Pues es que… Bueno, da igual. Dígame, ¿ha sucedido algo grave?

—Depende de lo que para usted sea grave. Desde luego para mí… —Bienvenido lo interrumpe:

—¿Ha muerto algún editor importante? ¿Otro poeta se ha suicidado? ¿Le han dado el Planeta al moderador de Sálvame, a algún concursante de reality, a…? ¡Diga algo! —también grita— ¡Por Dios Santo, me está asustando! ¿Quién se ha muerto?

(Comienza el show. Los caminantes se detienen, las parejas se dan prisa por acercarse, los turistas cruzan miradas inquietas. Todos sacan los móviles.)

—¡Páginas de la 42 a la 100! ¡Páginas de la 42 a la 100! —chilla Prudencio—. ¿Es que no le da vergüenza? ¡Exijo una reparación! —sacude un libro en las narices de Bienvenido—. ¡Páginas de la 42 a la 100, de la 42 a la 100! ¡Estafador!

—Pero… ¿le ha dado un golpe de calor? ¿A qué viene este espectáculo? ¿Por qué me insulta de esa manera?

Sister viator» —«Párate, caminante».)

—¡Usted es un plagiador! —el dedo con tinta señalando a Bienvenido— ¡Y no diga que no! ¡Bien sé que lo es!  —esta última frase casi sin aliento.

—Ah, si todo este lío es por eso. ¡Vaya! —risa nerviosa—. Cálmese, tampoco es para tanto, buen hombre. Ya sé quién es usted. Usted es Prudencio, ¿no es así?

—El mismo, el autor de… —vuelve a agitar el libro.

—Y viene a quejarse por sus derechos. Pero si ya no se lleva eso —y con tono conciliador—: Prudencio, debería darme las gracias por copiar su argumento de la misma manera que otros copian el mío. Así gira la rueda del siglo XXI, amigo. ¡Venga!, ¿un vinito? Tengo algo de prisa, pero puedo dedicarle unos minutillos… Invito yo.

—¡Cuánto cinismo! —se gira al público, busca complicidad—: ¿Ustedes están escuchando lo que dice este tipo? ¡Está reconociendo que me ha plagiado el libro! ¡Es un ladrón!

—No haré aprecio a sus insultos, de verdad. Es evidente que usted no comprende el mundo en el que se mueve. ¡Está histérico!

—¿Cómo no estarlo? Su desparpajo es intolerable. Bienvenido, sepa que voy a tomar medidas legales. Se lo digo delante de toda esta concurrencia.

(Más mirones.)

—¡Ay!, pero qué tiquismiquis es usted. Ya le digo, hombre, los tiempos cambian —los ojillos maliciosos clavados en la víctima—: Sus principios están trasnochados y sus amenazas están fuera de lugar, si quiere que le sea franco.

—¡Lo llevaré a juicio! Yo no soy el chino de nadie —Prudencio está fuera de sí.

(Gritos: «¡Chino…! ¡Chino…! ¡Chino…!»)

—Y lo perderá, y tanto que lo perderá. Si es que… Mire, si lo que quiere es dinero hay editoriales dispuestas a llegar a un acuerdo —murmuraciones del público—. Puedo interceder por usted; pero, eso sí, si acepta comisión quiero el compromiso de que no presentará otra escenita como esta. Se dejará copiar y aceptará, de una vez por todas, las normas de nuestro negocio. ¿Qué le parece mi oferta? —extiende la mano  para cerrar el trato.

—¡Granuja! ¿Cómo se atreve a plantearme una cosa así? ¡Es indignante!

—¡Qué lástima verlo tan desubicado! Con lo talentoso que es usted…

—No le consiento…

—¿Sabe qué?, haga lo que le parezca. A fin de cuentas, este es un país en guerra contra la casta. Además, del cabreo suelen salir muy buenas historias y nosotros, las firmas publicitadas, andamos siempre faltos de argumentos bien planteados.

—Es que no doy crédito a lo que escucho. ¿Cómo puede alguien que se dice escritor afirmar algo así?

—¿Prefiere que le mienta? Si algo tengo yo es que soy muy sincero.

(Estruendo, puños en alto: «¡El arte es de todos! ¡Exprópiese! ¡Exprópiese!»)

—Prudencio, escuche la reacción del público, lo abuchean. Oiga, hoy en día, todos somos escritores, poetas, pintores, músicos… Nos doctoramos en lo que nos da la gana, porque ¡Google es la tumba del individualismo!

—Pero, ¡Madre de Dios!, ¿de qué me está hablando?

—Mire, tengo que irme. Hoy participo en la tertulia del canal…  —limpia en la camisa sus gafas de cristal ahumado y se las pone—. Pero, desde ya, le doy las gracias por su colaboración en mi novela, aunque no me las quiera aceptar. Ya sabe que ha ganado el Premio Tal y que está nominada para el Y cual. Y algo de ese éxito le toca a usted —le guiña un ojo.

—Déjese de sorna y contésteme… si es que puede. Dígame —más calmado—, ¿cómo se defienden los derechos de autor, según su criterio? ¿Qué hace para que no le usurpen las ideas y la manera en que las expresa?

—¿Usurpar? Pero que tremendo es usted, Prudencio. Es que no hay apropiación cuando todo es de… todos.

(Más gritos: «¡Eso! ¡Eso! ¡Eso! ¡Todo es de todos!»)

—Pero mi libro… —titubea, suda, se va encorvando—. ¡Mis páginas de la 42 a la 100! —deja caer el volumen al suelo.

—Mire, Prudencio, hágame caso y apúntese al Facebook, al Twiter, al Instagram… Use las redes sociales.

—¿Las redes sociales…?

(Llueven los «¡hurras!»)

—Pues, sí. Canjee, ¡caramba!, ponga lo suyo y coja lo ajeno, como hace todo el mundo. Le lloverán Me gustas, se sentirá feliz. Ya que usted no lo quiere… —Bienvenido se agacha, recoge el libro y lo guarda en su mochila— ¡Aur revoir!, amigo. Piense en lo que le he dicho. Puede serle útil para su próximo proyecto —coge un taxi en Bailén.

(Aplausos. Disgregación de la muchedumbre, muchos entran en el bar a tomarse un vino. Los cantineros, mientras la escena se ha producido, han preparado gran variedad de pinchos. Conocen la clientela.)

Bienvenido se marchó dejando en la acera a un Prudencio indignado, humillado, estafado y deprimido. Los carruajes de época, escoltados por la Guardia Real a caballo, no dejaron de pasar. En la esquina del torreón, que sirvió de cárcel a la Princesa de Éboli, hay un cartel que reza: «En esta calle mataron al secretario de Don Juan de Austria, Juan de Escobedo, el 31 de marzo de 1578, Noche de Lunes de Pascua».

La verdad es que no sé cómo despedir a Prudencio. No sé si dejarlo plantado como un tentetieso o encaminarlo hacia el metro de Ópera. Da igual su destino, Prudencio, como Escobedo, ha recibido una estocada mortal.

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