GEORGIA O’KEEFFE Y ELIZABETH BISHOP 

«¿Está la tierra halando el mar por debajo
a lo largo del primoroso y curtido banco de arena?»
Elizabeth Bishop

Serie desnudos VIII, acuarela sobre papel, 1917.

La semana pasada visité la primera retrospectiva en España de la obra de Georgia O’Keeffe (1887-1986). El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza es el responsable de esta muestra que incluye 90 cuadros que abarcan las diferentes etapas de su vida artística.

Pues bien, mientras tomaba un café con Andrés, y compartíamos impresiones sobre la visita, le comenté: «No sé por qué, pero estas calaveras, estas flores que buscan aumentar el tamaño de un pequeño detalle y que parecen realizadas con una cámara fotográfica con zoom; estas abstracciones, cuyos vivos colores dan la sensación de incluir neones, este amor por la naturaleza y por los viajes, estas granjas dormidas, estos paisajes urbanos, estos hijos ambiguos y nacidos de arabescos asaeteados por líneas limpias…, no sé por qué —dije— me han traído a la mente los poemas de Elizabeth Bishop (1911-1979). Así que haré que compartan espacio en mi blog». Y aquí estamos.

Raya roja y naranja, óleo sobre lienzo, 1919.

Elizabeth Bishop y Georgia O’Keeffe compartieron país, época y un gusto definido por los viajes y por los entornos naturales. Sus nombres forman parte de la lista de personalidades relevantes de la cultura norteamericana del siglo XX. 

Bishop y O’Keeffe tienen un modo de expresión muy personal, un lenguaje único que impide catalogarlas dentro de las corrientes vanguardistas de su época. O’Keeffe, por ejemplo, según le convino al tema de su pintura optó por la figuración o por el abstraccionismo. ¿Y Bishop? Bueno…, su obra tiene un registro muy amplio: hay poemas metafísicos, surrealistas, expresionistas, coloquiales y sociales.

Elizabeth y Georgia utilizaron los ismos en función de lo que querían contar y esta es una declaración de intenciones que las acerca. A estas mujeres no les interesaba formar parte de las vanguardias, sino conseguir un decir propio aprovechándose de ellas, un decir vinculado a sus individualidades y no a los  manifiestos o a las ideas iconoclastas de las corrientes estéticas de su tiempo.

Árboles de otoño. El arce, óleo sobre lienzo, 1924.

Hay cualidades que hermanan las hechuras de estos dos iconos del arte y de la poesía moderna estadounidense, como también hay características que las separan. 

La aleación de poemas y pinturas evidencia temperamentos distintos: Georgia O’Keeffe, a pesar de una paleta viva, que podría hacernos pensar en una personalidad dominada por las emociones, no dejó espacio a la improvisación, al pronto de última hora que es como trueno de almas impulsivas.

Elizabeth Bishop, entre otras peculiaridades, ofrece al lector estrofas compuestas por versos de diferentes extensiones, versos que muestran poco interés por lo preciso y un gran afán por no dejar escapar los asombros primeros. Su personalidad parece más complicada; en ella pienso que rivalizaron la introspección y el impulso. Es lo que siento cuando la leo.

Mi cabaña, Lake George, óleo sobre lienzo, 1922.

Ahora bien, sabemos que toda fundición requiere componentes homogéneos y lo que las une en el universo de la creación, desde mi punto de vista, es, fundamentalmente, la capacidad contemplativa. Ambas compartieron el arte de observar y ambas hicieron arte de su mirada interior.

Los sucesos corrientes, los que se heredan de día en día —lo pequeño de donde germina lo grande—, generaron las impresiones que Bishop versó y que O’Keeffe dibujó. La inspiración en ambas surge de una experiencia objetiva y personal, aunque el resultado final es como espacio aleteado por una paloma —como nadie escapa a su tiempo, en esto de priorizar sensaciones coinciden con las vanguardias.

Lirio blanco nº.7, óleo sobre lienzo, 1957.

Georgia y Elizabeth dieron «voz» al efecto que en ellas provocó el acontecimiento real que las atrajo. Y es así, incluso, en la pintura figurativa de O’Keeffe. Miren esas flores que parecen fotografías y que no lo son, porque son la imagen visual de una emoción con ¡apariencia real!

La pintura de Georgia O’Keeffe es sensitiva, como lo es la poesía de Elizabeth Bishop. Sus obras muestran el instante en el que la imagen percibida comienza a ser razonada, muestran ese momento en el que el pensamiento comienza a parir una idea concreta sobre la situación que lo ha impactado. Sus creaciones ofrecen espacio, ¡oh, qué difícil!, a lo subjetivo.

Pelvis con la distancia, óleo sobre lienzo, 1943.

Huesos, cruces, conchas, líneas curvas, flores y paisajes, a veces sexualizados, encuentran en los lienzos de Georgia espacios que los acogen; mientras Elizabeth  con su poesía atribuye acciones y cualidades humanas a cosas y a animales, como témpanos, peces y aves.

Poesía y arte. Y una fórmula que definiría así para ambas:

Observación → emoción → imaginación → percepción (resultado plasmado).

Serie I. Formas de flores blancas y azules, óleo sobre tabla, 1919.

Como siempre les digo, estas palabras mías no responden a dogmas academicistas. Ellas revelan mis interpretaciones sobre los temas que con ustedes comparto, así que puede suceder que tu experiencia, luego de leer y de ver lo que aquí dejo, resulte diferente. El tiempo que empleamos en pensar, en estudiar y en imaginar nos es premiado con la diversidad de opiniones y de ideas.

Si puedes, acércate al Museo Thyssen y contempla de cerca los cuadros de O’Keeffe. En cuanto a Elizabeth Bishop, puedes buscar El arte de perder en el catálogo de Penguin Random House o la Antología poética en el de Visor; pero, si las prisas en ti duermen, sugiero que esperes al tomo que reúne toda su obra poética y que la editorial Vaso Rato anuncia como próxima novedad.

Garra de águila y collar de frijol, carbón sobre papel, 1934.
(En «Poemas» leemos:

«Un pájaro del tamaño de una mosca vuela a mano izquierda.
¿O es la mancha de una mosca que se parece a un pájaro?»)

POEMAS Y PINTURAS

Hojas oscuras y lavanda, óleo sobre lienzo, 1931.

SEXTINA

La lluvia de septiembre cae sobre la casa.
Bajo la escasa luz, la anciana abuela
se sienta en la cocina con la niña
junto a la Estufa Pequeña Maravilla,
leyendo el almanaque con sus chistes,
riendo y hablando para ocultar las lágrimas.

Piensa que sus equinocciales lágrimas
y la lluvia golpeando en el tejado de la casa,
ambas estaban ya predichas en el almanaque,
aunque esto lo sabe solamente una abuela.
La tetera de acero canta sobre la estufa.
Corta un poco de pan y le dice a la niña:

Es la hora del té. Pero la niña
vigila las pequeñas, duras lágrimas de la tetera
que, alocadas, danzan sobre la caliente y negra estufa,
como debe de danzar la lluvia sobre la casa.
Poniéndose a ordenar, la anciana abuela
cuelga el ingenioso almanaque
de su cuerda. El almanaque, parecido a un pájaro,
queda en el aire, abriéndose, sobre la niña,
en el aire sobre la anciana abuela
y su taza de té llena de oscuras, pardas lágrimas.
Ella se estremece y dice que piensa que la casa
siente frío, y echa más leña en la estufa.

Fue para ser, dice la Estufa Maravilla,
Yo sé aquello que sé, dice el almanaque.
La niña con los lápices de colores dibuja una casa rígida
y un tortuoso sendero. Después, la niña
pone un hombre con botones como lágrimas
y lo muestra a la abuela con orgullo.

Pero secretamente, mientras la abuela
está ocupada en los fogones,
de entre las páginas del almanaque
las pequeñas lunas caen, igual que lágrimas,
al florido parterre que la niña
ha dispuesto con cuidado delante de la casa.

Tiempo de plantar lágrimas, explica el almanaque.
La abuela canta a la maravillosa estufa
y la niña dibuja otra inescrutable casa.

(Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit.)

Abstracción negra, óleo sobre lienzo, 1927.

INSOMNIO

La luna en el espejo del buró
mira un millón de millas
(y quizá, con orgullo, se mira a sí misma,
aunque nunca, nunca sonría)
lejos, muy lejos, más allá del sueño.
O quizá ella duerme durante el día.

Abandonada por el universo,
ella le ha dicho que se vaya al infierno,
y ha encontrado un cuerpo de agua
en un espejo en el cual morar.
Así envuelve las cuitas en una telaraña
y las deja caer en el pozo para siempre

dentro de aquel mundo invertido
donde la izquierda es siempre la derecha,
donde la sombra es realmente el cuerpo,
donde nosotras estamos despiertas toda la noche,
donde ahora los cielos son superficiales
como el mar es profundo y tú me amas.

(Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit.)

Verde, amarillo y naranja, óleo sobre lienzo, 1960.

PORFÍA

Días que no pueden o no quieren
acercarte a mí.
Distancia que pretende parecer
todo menos terca
porfían y porfían y porfían conmigo
incesantemente
sin lograr demostrar que te quiero o te deseo menos.

Distancia: ¿Recuerdas toda aquella tierra
bajo el avión:
aquella costa
de playas apagadas y rebosantes de arena,
extendiéndose borrosas
hasta donde mis razones no alcanzan?

Días: Y piensa
en todos aquellos instrumentos amontonados,
cada cual para su uso,
anulando mutuamente su experiencia;
en cómo se parecían
a un horrible calendario
«Saludos de Nunca & Siempre, Inc.»

El sonido intimidante
de estas voces
que tenemos que encontrar cada cual por separado
puede y debe ser vencido:
Días y Distancia derrotados e idos
ambos, definitivamente, del apacible campo de batalla.

(Traducción de Orlando José Hernández.)

Aro nºIV, óleo sobre lienzo, 1930.

VISITAS A ST. ELIZABETHS

Esta es la casa de Bedlam.

Este es el hombre
que está en la casa de Bedlam.

Este es el tiempo
del hombre trágico
que está en la casa de Bedlam.

Este es el reloj de pulsera
que cuenta el tiempo
del conversador
que está en la casa de Bedlam.

Este es el marinero
que lleva el reloj
que da la hora
del hombre honrado
que está en la casa de Bedlam.

Este es el pantalón, todo el de tabla,
alcanzado por el marinero
que lleva el reloj
que da la hora
del valiente anciano
que está en la casa de Bedlam.

Estos son los años y los muros de la sala,
los vientos y las nubes del mar de tabla
navegado por el marinero
que lleva el reloj
que da la hora
del hombre malhumorado
que está en la casa de Bedlam.

Este es el Judío con un sombrero de papel periódico
que danza llorando abajo en la sala
sobre el crujiente mar de tablas
más allá del marinero
que da cuerda a su reloj
que da la hora
del hombre cruel
que está en la casa de Bedlam.

Este es el mundo de los libros que se han vuelto opacos.
Este es el Judío con un sombrero de papel periódico
que danza llorando abajo en la sala
sobre el crujiente mar de tablas
del marinero loco
que da cuerda a su reloj
que da la hora
del hombre ocupado
que está en la casa de Bedlam.

Este es el muchacho que golpea el suelo
para ver si el mundo está ahí, y si es plano,
para el Judío viudo con el sombrero de papel periódico
que danza llorando abajo en la sala
bailando valses a lo largo del entarimado construido
por el silencioso marinero
que escucha su reloj
que marca el tiempo
del hombre tedioso
que está en la casa de Bedlam.

Estos son los años y los muros, y la puerta
que se cierra sobre un muchacho que golpea el suelo
para sentir si el mundo está ahí, y si es plano.
Este es el Judío con el sombrero de papel de periódico
que danza alegremente abajo en la sala
dentro de la división de los mares de tabla
más allá del silencioso marinero
que sacude su reloj
que da la hora
del poeta, el hombre
que está en la casa de Bedlam.

Este es el hogar del soldado desde la guerra.
Estos son los años y los muros y la puerta
que encierran a un muchacho que golpea el suelo
para ver si el mundo es redondo o plano.
Este es el judío con el sombrero de papel de periódico
que danza cuidadosamente abajo en el patio
caminando por el tablón del ataúd de tabla
con el marinero loco
que muestra su reloj
que da la hora
del miserable
que está en la casa de Bedlam.

(Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit.
Nota: Poema sobre el poeta antisemita Ezra Pound.

Amapolas orientales, óleo sobre lienzo, 1927.

EL LAVADO

Las sosegadas explosiones sobre las rocas,
los líquenes,
crecen extendiéndose en grises conmociones concéntricas.
Se han organizado
para coincidir con los anillos en torno de la luna,
aunque en nuestras memorias no han cambiado.

Desde que sabemos que los cielos nos atenderán
durante tanto tiempo,
has sido, amada amiga,
precipitada y pragmática;
y mira lo que ocurre. Para el Tiempo
nada es si no es adaptable.

Las estrellas fugaces ¿han acudido
en brillante formación a tus negros cabellos negros,
tan lacios, tan temprano?
—Ven, déjame lavártelos
en esta gran palangana de latón
batida y clara como la luna.

(Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit.)

Álamo blanco muerto, óleo sobre lienzo, 1943.

UNA PRIMAVERA FRÍA

Nada más hermoso que la primavera.
Hopkins

Una primavera fría:
en los prados faltaban las violetas.
Los árboles se mantuvieron indecisos durante dos o más semanas;
las pequeñas hojas se demoraron,
indicando sus características con cautela.
Por fin una grave polvareda verde
se asentó sobre tus grandes colinas errantes.
Un día, en medio de una fría explosión de sol,
en la ladera de una de ellas, una ternera vino al mundo.
La madre cesó de berrear
y se demoró un buen rato en comerse la placenta,
mal augurio,
pero la ternera se levantó enseguida
y parecía dispuesta a sentirse alegre.

El día siguiente
fue mucho más cálido.
Cornejos verdiblancos infiltraron el bosque,
cada pétalo, como quemado por una colilla de cigarrillo;
y el borroso ciclamor se instaló
junto a estos, inmóvil, pero asemejándose
más al movimiento que a un color determinado.
Cuatro venados practicaron el salto sobre la cerca.
Las hojitas nuevas se mecían en el roble sereno.
El gorrión ya estaba listo para sus conciertos de verano
y en el arce el cardenal, complementario,
restalló el fuete, y el pato colorado salió de su marasmo,
recorriendo, desde el sur, millas de ramas verdes.
En su copa las lilas blanquearon,
y un día cayeron como la nieve.
Ahora, por la noche,
aparece una luna nueva.
Las colinas se van tornando más suaves. La yerba crece en manojos largos
sobre los excrementos de las vacas.
Las ranas mugidoras croan,
cuerdas distendidas pulsadas por gruesos pulgares.
Bajo la luz, las más pequeñas polillas
plateadas y de un dorado-plata
sobre amarillo, anaranjado o gris,
se aplanan, como abanicos chinos, sobre la blanca puerta delantera.
Las luciérnagas comienzan a salir ahora,
desde el pasto tupido,
hacia arriba, hacia abajo y otra vez hacia arriba:
encendidas en vuelo ascendente
—exactamente igual que burbujas en una botella de champaña.
Después volarán mucho más alto—.
Y tus umbrosas praderas podrán ofrecer
estos tributos resplandecientes
todas las noches a lo largo del verano.

(Traducido por Orlando José Hernández.)

El castaño gris, óleo sobre lienzo, 1924.

SUEÑOS QUE OLVIDARON

Los pájaros muertos cayeron, pero nadie los había visto volar,
ni podía adivinar desde dónde. Eran negros, sus ojos estaban cerrados,
y nadie sabía qué tipo de pájaros eran. Pero
todos los sujetaron y miraron hacia este cielo reciente, un
embudo de gran alcance.
Además, gotas oscuras cayeron. Recogidas por la noche en los aleros,
o reunidas en los techos sobre sus camas,
las misteriosas formas parecidas a las gotas colgaron toda la noche sobre sus cabezas,
y ahora se deslizaban por sus dedos indiferentes, rápidas como el rocío que resbala de las hojas.
¿Dónde vieron las bayas de un negro tan perfecto como el de estas,
con ese brillo tan temprano en la mañana? Malvados señuelos
en las altas ramas o al alcance de la mano. ¿Pensarían que eran veneno
y las dejaron?, o, —haz memoria— ¿las arrancaron de
los árboles cargados y se las comieron?
¿Qué flor grana como estas, igual que la pajarilla?
Pero sus sueños son inescrutables ya para las ocho o las nueve.

(Traducción de Orlando José Hernández.)

Cabeza de carnero, malva real blanca, óleo sobre lienzo, 1935.

EN LA SALA DE ESPERA

En Worcester, Massachusetts,
acompañé a mi tía Consuelo
a su cita con el dentista
y me senté a esperarla
en la sala de espera.
Era en invierno: oscurecía temprano.
La sala de espera
estaba llena de gente adulta,
con anoraks y abrigos,
lámparas y revistas.
A mí me parecía que hacía mucho rato
que mi tía estaba dentro
y mientras esperaba
leía el National Geographic
(sabía leer) y, con todo detalle,
iba estudiando las fotografías:
el interior de un volcán,
negro y lleno de cenizas,
que se vertía después
en riachuelos de fuego.
Osa y Martin Johnson
vestían pantalones de montar,
botas de cordones y salacot.
Un hombre muerto colgado de un palo
—«Carne para comer», decía el letrero—.
Niños con cabezas puntiagudas
que envolvían con más y más cordel.
Mujeres negras desnudas
con el cuello enrollado con más alambre y más alambre,
como si fuesen cuellos de bombillas.
Sus pechos eran horrorosos.
Lo leí todo, de punta a punta.
Era demasiado tímida para detenerme.
Y después miré la cubierta:
los márgenes amarillos, la fecha.
De pronto, desde dentro,
llegó un ¡Oh! de dolor
—la voz de la tía Consuelo—
ni muy fuerte ni muy largo.
No me causó sorpresa:
incluso entonces sabía
que era una mujer atolondrada y tímida.
Podría haberme avergonzado
y, en cambio, no lo estaba.
Lo que sí me cogió completamente por sorpresa
fue que aquello fuese yo:
mi voz, en mi boca.
Sin pensármelo en absoluto
yo era la atolondrada de mi tía,
yo —nosotras— caíamos, caíamos,
con los ojos pegados a las cubiertas
del National Geographic,
el de febrero de 1918.

Me decía a mí misma:
tres días y tendrás ya siete años.
Decía esto para detener
aquella sensación de caer,
desde este redondo mundo que giraba,
al frío espacio azul-negro.
Pero sentí: tú eres un yo,
tú eres una Elizabeth,
tú eres una de ellas.
¿Por qué también habrías de ser una?
Casi no me atrevía a mirar
para ver qué era ello que yo era.
De reojo di un vistazo
—no me atrevía a mirar más arriba—
a la gris oscuridad de las rodillas,
pantalones, faldas, botas
y distintos pares de manos
descansando bajo las lámparas.
Sabía que nada más extraño
había sucedido jamás, que nada
más extraño podría pasar nunca.
¿Por qué habría yo de ser mi tía,
o yo misma, o cualquier otra?
¿Qué semejanzas
—botas, manos, la voz familiar
que sentía en la garganta,
o incluso el National Geographic
y aquellos horribles pechos colgantes—
nos sostenían a todas juntas
o de todas nosotras hacían precisamente una?
¿Qué —yo aún no conocía
palabra alguna para esto— qué «inverosímil»…?
¿Cómo había llegado a estar allí,
igual que ellos, y oído sin querer
un grito de dolor que hubiese podido
hacerse cada vez más alto y empeorar, pero que no lo hizo?

La sala de espera era luminosa
y hacía demasiado calor. Yo estaba deslizándome
bajo una gran ola negra,
y otra, y otra.

Entonces volví allí.
La guerra proseguía. Afuera,
en Worcester, Massachusetts,
era de noche, se fundía la nieve y hacía frío,
y todavía era cinco
de febrero de 1918.

(Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit.)

Cruz gris con azul, óleo sobre lienzo, 1929.

UN ARTE

El arte de perder no es difícil de aprender;
tantas cosas parecen querer extraviarse
que perderlas no acarrea ningún desastre.

Pierde algo todos los días. Acepta la confusión
de perder llaves de puertas, un rato malgastado.
El arte de perder no es difícil de aprender.

Practica entonces perdiendo más y más rápido:
lugares y nombres, y adondequiera que tenías pensado
viajar. Nada de eso acarreará un desastre.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y fíjate!, la última
o la penúltima de mis tres casas del alma se han esfumado.
El arte de perder no es difícil de aprender.

Perdí dos encantadoras ciudades. Y aun más vastos,
algunos dominios, dos ríos, un continente.
Los echo de menos, pero no fue ningún desastre.

Aun al perderte (la voz burlona, un gesto
que adoro) no debí mentir. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil de aprender
aunque pueda parecerse (¡Escríbelo!) a un desastre.

(Traducción de Orlando José Hernández.)

Estramonio. Flor blanca, nº1, óleo sobre lienzo, 1932.

PRIMERA MUERTE EN NOVA SCOTIA

En el frío, frío salón
mi madre puso a Arthur
bajo las estampas de colores:
Edward, el Príncipe de Wales,
con la Princesa Alexandra
y el Rey George con la Reina Mary.
Sobre la mesa, bajo todos ellos,
había una garza disecada,
cazada y disecada por el Tío
Arthur, padre de Arthur.

Desde que el tío Arthur le pegó un tiro,
no había dicho ni palabra.
Se reservaba el propio consejo
sobre su blanco lago helado,
el mármol de sobre la mesa.
Su pecho era profundo y blanco
frío y acariciable;
sus ojos eran de cristal rojo,
demasiado rojos para ser deseados.

«Ven», dijo mi madre,
«ven y di adiós
a tu pequeño primo Arthur».

Me alzó y me dio
un lirio del valle
para ponérselo en la mano a Arthur.
El ataúd de Arthur era
un pequeño pastel escarchado,
y la estúpida de los ojos rojos lo miraba
desde su blanco, helado lago.

Arthur era muy pequeño.
Era blanco, como una muñeca
todavía sin pintar.
Jack Frost había comenzado a pintarlo
de la manera que siempre pintó
la Hoja de Arce (Para siempre).
Había comenzado por su pelo,
un par de pinceladas de rojo, y después
Jack Frost dejó caer el pincel
dejándolo así blanco para siempre.

La elegante pareja real
era cálida en rojos y armiños:
sus pies estaban bien envueltos
en las colas de armiño de las damas.
Invitaron a Arthur a ser
el más pequeño paje de la corte.
Pero ¿cómo podía ir Arthur
cogiendo, delicado, su lirio,
con sus ojos cerrados tan tirantes
y los caminos tan profundos bajo la nieve?

(Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit.)

Desde el lago nº1, óleo sobre lienzo, 1924.

EL MAPA

La tierra yace en el agua; es un verde sombreado.
Sombras ¿o son bajíos? que muestran
el contorno de extendidos arrecifes llenos de algas marinas por las orillas
donde la maleza cuelga desde el verde hasta el simple azul.
¿O acaso la tierra se inclina para levantar el mar por debajo,
atrayéndolo, imperturbado, a su alrededor?
¿Está la tierra halando el mar por debajo
a lo largo del primoroso y curtido banco de arena?

La sombra de Terranova yace plana y amortiguada.
La de Labrador es amarilla, donde el soñador esquimal
la ha aceitado. Podemos acariciar estas agradables bahías,
cubiertas por un cristal como si esperásemos que florecieran,
o cual si proveyéramos un limpio recipiente para peces invisibles.
Los nombres de los pueblos costeros se precipitan al mar,
los nombres de las ciudades cruzan las montañas adyacentes
—el impresor experimenta en esto la misma agitación
que cuando la emoción excede por mucho su causa—.
Estas penínsulas cogen el agua entre el dedo pulgar y el índice
como mujeres que palpan la suavidad de las telas.

Las aguas de los mapas son más tranquilas que la tierra,
otorgándole a esta la configuración de sus olas:
y la liebre de Noruega corre hacia el sur, agitada
los contornos escudriñan el mar, que es donde la tierra yace.
¿Se les imponen o pueden los países escoger sus colores?
—Lo que mejor se ajuste al carácter o a las aguas nacionales—.
La topografía no tiene preferencias; tan accesible el norte como el oeste.
Más delicados que los de los historiadores son los colores de los cartógrafos.

(Traducción de Orlando José Hernández.)

ENLACES RELACIONADOS

Tres mujeres (Sylvia Plath).

Virginia Woolf. “Escritoras. Retrato de mujeres”.

«Invitadas». La mujer, el arte y el siglo XIX.

Poetisas cubanas para el 8 de marzo. Poemas.

Amanda y su soledad.

El despertar (Kate Chopin).

El chico de la trompeta (Dorothy Baker).

Especulación (Thomas Wolfe).

Man Ray, la fotografía y el objeto surrealista.

Lichtenstein y el cartel publicitario.

Siglo de Oro. Poetisas religiosas.

Encontraste un alma (Edith Södergran).

Tiziano y Safo: “Poesías” y poemas.

El paisaje norteamericano (Walt Whitman y Asher Brown Durand).

El Lejano Oeste: Thomas Cole, Albert Bierstadt, Karl Bodmer, George Catlin.

Bret Harte. «Cuentos del Lejano Oeste».

Las uvas de la ira. Película.

El despertar (Kate Chopin).

El oasis (Mary McCarthy).

Katherine Mansfield. Poemas.


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