HUMBERTO ARENAL

«La literatura es un arduo oficio, no lo duden los escépticos, los cínicos y los tontos».

La vuelta en redondo, En lo alto de un hilo y El Papagayo son cuentos recogidos en el libro La vuelta en redondo, publicado por Ediciones R en 1962.

Humberto Arenal (1926-2012) fue un narrador de historias imaginadas, un cuentacuentos. Humberto fue director de escena, dramaturgo, cineasta, traductor y novelista.

Cuando Humberto Arenal publicó esta selección de cuentos, donde se unen en matrimonio las historias cotidianas y los espejismos, ya escribía guiones y sabía de escenarios.

Humberto Arenal, allá por los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, vivió en Nueva York. Allí fue alumno del pintor y cineasta Hans Richter y de la prestigiosa profesora de interpretación Stella Adler, profesora de Marlon Brando y creadora del método de trabajo basado en la imaginación del actor, método utilizado por Robert de Niro y Benicio del Toro, por citar dos ejemplos de actores famosos.  Humberto se estrenó, en 1957, como director de escena en Nueva York, en teatros off-Broadway.

Humberto fue el primero en dirigir las obras de Virgilio Piñera, el primero en subir a los escenarios Aire frío y El filántropo. Fue profesor y promotor de La Escuela Nacional de Instructores de Arte (1961-1963). Fue, además, fundador del Teatro Musical de La Habana, espacio inaugurado en 1963, un año después de la publicación de La vuelta en redondo. Humberto Arenal fue Premio Nacional de Literatura en el año 2007.

Más de cincuenta años dedicó al teatro: «El teatro es mi amor más constante», afirmaba.

En los cuentos que aquí dejo podrás apreciar cuánta verdad encierra esa frase. La forma de construir las historias, de desarrollar las tramas, de dar a los personajes una escenografía muy detallada donde explayarse, hacen que uno olvide que está leyendo, hacen que uno se sienta, además de lector, espectador frente a un decorado. Humberto regala a sus narraciones imágenes muy visuales. Lees y ves. Adviertes el movimiento, el desplazamiento de los protagonistas por escenarios de papel creados a su medida.

Humberto Arenal era sabedor de que toda rutina tiene una vía de escape: el  imaginario. El contador de cuentos aprovecha, y muy bien, ese conocimiento y enreda, en su narrativa, fantasía y realidad. La ilusión en estos relatos es el punto de fuga, el antídoto contra la desgana, la hartura, la frustración. La ilusión es el pájaro en El papagayo, el papalote en Lo alto de un hilo o la muerte en La vuelta en redondo.

Los cuentos recogidos en La vuelta en redondo describen la soledad, la angustia, la decepción, la nostalgia. Hablan de venganzas y arrepentimientos, y lo hacen con un lenguaje coloquial.

La vuelta en redondo recrea historias corrientes de seres que se sienten infelices, olvidados y rodeados de las miserias que componen la vida, son personajes que ansían «algo nuevo y excitante».

Cuando le preguntaron a Humberto Arenal que por qué escribía cuentos, contestó:

«Ya no creo que la literatura es inútil; al contrario, creo que es un hecho trascendente de reafirmación humana». 

LA VUELTA EN REDONDO

«… todo me llega tarde hasta la muerte, como si uno pudiera decidir lo que le gusta, esta gente que me rodea, ya es muy tarde la muerte no será tan mala después de todo si lo que uno deja está tan podrido, siempre ahí callada cuando no está así me mira con sus ojos desconfiados y duros siempre igual, treinta años mira que tener que haberla aguantado treinta años a mi lado, antes siquiera…»

El viejo tosió dos veces. La mujer que iba sentada a su lado, preguntó abriendo de repente los ojos:

—¿Qué te pasa, viejo?

Y la hija que estaba junto a la madre:

—¿Qué le pasa a papá?

El viejo se llevó a la boca los dedos huesudos, largos, azulados, venosos, pálidos y temblones.

No les contestó.

«… nunca dice nada más que esas boberías porque es más hipócrita que el carajo, antes siquiera me iba para el ingenio durante la zafra pero desde que me vino esta bronquitis, nunca dice nada porque es muy hipócrita pero sé que tiene muchas ganas de largarme eso hace tiempo que lo sé lo sé lo sé, todavía me acuerdo de aquel viaje que dio a La Habana la conozco como si la hubiera parido volvió tan contenta y tan habladora y después en la cama buscándome aquella noche, a mí hasta la muerte me llega tarde, lo que he tenido que aguantar, allí mismo delante de todos los muchachos sin esperar que se fueran a dormir me empezó a pasar las manos por los muslos entonces decía que yo tenía unos muslos muy bonitos y fue subiendo y subiendo y yo de pendejo caí en la trampa aunque yo lo sabía todo ¿por qué estaba tan contenta entonces? Esa fue la noche que hicimos a Neyo por eso he tenido siempre atravesado a ese condenado muchacho y después…»

Volvió a toser convulsivamente y su hija vino y le dijo que se tapara bien y le preguntó que cómo se sentía.

«… es igual que la otra la vez que la encontré en el cañaveral con aquel tipo flaco, y ella me pasaba las manos por los muslos ¿por qué estaba tan contenta entonces?…»

Estaba harto de las dos. Lo habían estado asediando con sus preguntas y halagos durante el viaje a La Habana para ver al médico y después los días que estuvo en el hospital Calixto García. El médico había dicho que no tenía nada grave, pero había oído un trozo de conversación entre el médico y su hija y además él se sentía muy mal. Peor que nunca antes. Peor que cuando le había dado la hemoptisis y había estado cinco meses en aquel hospital sucio y triste en Santiago, el hospital civil. Respiró con fuerza y sintió un dolor muy agudo en el pecho. A él todo le llegaba tarde y con trabajo, hasta la muerte. Antes creía en Dios. Ya no creía en nada. No podía ni rezar. ¿Para qué rezar si Dios no se había ocupado de él jamás? Ni de él ni de ningún pobre. Abrió los ojos pero los volvió a cerrar enseguida: a través de la ventanilla del ómnibus todo estaba oscuro. Además cada vez que abría los ojos se sentía más mareado.

«… cuando traté de decírselo me miraba con esa cara de india mejicana que tiene y me decía: ‘No sigas diciendo esas cosas viejo, deja eso ya’ lo que tiene que aguantar uno por los…»

Volvió a toser y se cubrió con la manta. Su hija dijo desde el otro asiento que ya faltaba poco, que eran las cuatro de la mañana y que a las seis llegarían a Bayamo. El gordo que iba sentado al lado de ella agitó las piernas, se cruzó las manos regordetas en el vientre y dijo que se callara ya, que se había pasado toda la noche hablando. Ella se encogió de hombros y no le contestó. Ahora su mujer había abierto los ojos y lo estaba mirando. El levantó la vista y se miraron un momento.

«… años, veinte años, diez años, hasta hace diez años tenía esperanzas todavía pintaba me acuerdo allá en el ingenio pinté un paisajito que todo el mundo decía que estaba bien hasta Fernando que siempre se burlaba de mis pinturitas como decía él dijo que estaba muy bueno y después pinté al mister aquel del ingenio mister Stout el administrador entonces se formó un rollo que si le veían las venas de la cara y que si tenía los ojos colorados. ¿Cómo los va a tener un borracho después de veinticinco años tomando? Por eso me alegré cuando se murió cuando lo vi en la caja me dieron ganas de escupirle la cara mira que…»

Su mujer le pasó la mano por la frente y le dijo que creía que tenía fiebre. Él se quedó con los ojos cerrados.

«… treinta años a su lado, tenía la cara como si estuviera riendo aunque yo sabía que estaba muerto y me dieron ganas de escupirle la cara hasta muerto le tenía miedo y rabia mira que venir a romperme mi pintura el que se lo dijo y le llevó mi pintura fue el chota de Cuco pero ese ya se murió se han ido muriendo uno a uno, a mí hasta la muerte me llega tarde ¿cómo voy a pintar ahora con la casa llena de gente y estás dos mirándome todo el santo día? Mala pata que he tenido, a mí hasta la muerte me llega tarde, si hubiera aceptado aquel trabajo que me ofreció mister Hershey el del ingenio me acuerdo que llamó al secretario y le dijo en inglés que me dijera que me iba a fabricar una casa allá en la lomita aquella y que me quedara a trabajar allí con él no sé por qué me dio miedo siempre me ha dado miedo vivir en el campo desde que era niño le tuve miedo a la soledad del campo y tanto que me gustaba pasear de día por los cañaverales altos y subirme en las matas de noche siempre tenía miedo en cambio, a mí todo me llega tarde hasta la muerte, 1923, 1924, 1921 fue el año en que nació mi hijo Ciro ese era distinto ¿por qué tuvo que morirse él? Cuando me lo trajeron desnucado ya estaba muerto pobrecito ya estaba muerto ocho hijos y ninguno vale para nada uno un ladrón y el otro callado y zorro como ésta y los demás lo único que me han traído es vergüenza, mira que haber encontrado a ésta en el cañaveral con aquel guajirito flaco y sucio y ahora la tengo encima todo el tiempo que si papá para allá que si papá para acá y ahora me lleva a La Habana a ver al médico ¿para qué? Ya es muy tarde, a mí todo me llega tarde hasta la muerte, en el 36 fue que murió Cirito todavía debo tener por ahí el retrato que le pinté la gente lo único que decía o que criticaba era que no se parecía a él pero así fue como yo lo vi siempre la gente decía que no se parecía 1936 1936 36 36 36…»

Abrió la boca y dejó caer la cabeza hacia atrás. Su mujer lo miró y volvió a pasarle la mano por la frente.

—¿Le pasa algo al viejo? —preguntó la hija.

—No, creo que no. Está muy frío, se quedó dormido.

Se pasó la mano por los ojos y contrajo la boca.

—Ay, tu padre siempre es tan raro. No se le puede ni hablar, siempre ha sido igual. Bueno, por lo menos de algunos años a esta parte. Ya no puedo ni hablarle. Siempre me mira tan raro. ¿Por qué será así, eh?

El viejo tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Los labios le lucían verdosos y respiraba con dificultad.

(En la calle desierta, blanqueada por el sol despiadado del meridiano, no había nadie primero. Después vio una mancha carmelita a lo lejos y algo le hizo correr hacia ella. Cuando se acercó vio que era un caballo muerto: el caballo que de niño había tenido en la finca del viejo Primitivo, donde trabajaba su padre, y que una mañana amaneció muerto sin que se supiera jamás de qué. Parecía cubierto por una pintura fosforescente que lo hacía brillar. Alguien lo llamó de una casa cercana pintada de negro y cuando penetró en la sala vio un pequeño sarcófago blanco que pensó que era de su hijo Cirito, pero cuando se acercó era su propio cuerpo cuando niño. Entonces la sala se llenó de personas (no conocía a ninguna de ellas) que le preguntaban qué hacía allí. Salió y ahora vio en medio de la calle tres personas acostadas: la primera era su mujer, la segunda mister Stout con una larga capa negra y un bastón blanco que movía en pequeños círculos y la tercera era el médico que lo había atendido en La Habana y que carecía de boca. Los tres le preguntaron varias veces: ¿qué haces aquí? Corrió por la desierta calle y a cada paso que daba iba oscureciéndose hasta que llegó a un punto que no pudo avanzar más, se había topado con un impedimento que no pudo definir hasta que de pronto se hizo la luz y se vio rodeado por cuatro de sus propias pinturas, ahora de tamaño gigante. Oyó la voz de su hijo Cirito y se lanzó en su búsqueda, cortando el lienzo de uno de sus cuadros con un cuchillo que llevaba a la cintura, pero entonces cayó en un abismo siguiendo la voz de su hijo).

Cuando se despertó el ómnibus estaba parado y casi vacío. Su mujer estaba a su lado y después de mirarlo le preguntó:

—¿Qué te pasaba?

Él tardó en contestarle:

—A mí nada, ¿por qué?

—Porque te quejabas —ahora le pasó la mano por la frente sudorosa.

—Déjame tranquilo —le dijo quitándole la mano—, ayúdame a levantarme que quiero ir al baño.

Ella lo miró, se puso de pie y lo tomó por el brazo. Él se quitó la frazada conque se cubría y caminó, ayudado por ella, por el pasillo del ómnibus elevando los hombros puntiagudos y arrastrando los pies.

«… todo me llega tarde hasta la muerte a mi todo me llega tar…»

Sintió un mareo muy fuerte y se agarró a un asiento. Ella ni se volvió para mirarlo.

«… treinta años ¿por qué tenía que morir Cirito, precisamente él que era el mejor de todos? ¿dónde estará metido el retrato que le hice? Quizás ya la muerte no llegue tan tarde…»

Un hombre ayudó a bajarlo del ómnibus. A pasos muy cortos y lentos llegó al servicio. Le pidió a su mujer que lo ayudara a sentarse en el inodoro y después le ordenó que lo dejara solo.

«… quizás esta vez la muerte no llegue tan tarde 1936 1936 ¿cuándo nací yo? Un quince de julio mi madre se llamaba Rosa y mi padre Osvaldo mi hijo Ciro y mi primera novia mi primera novia mi primera novia novia novia novia…»

Sintió un dolor muy agudo en el pecho y dio un grito. Cuando su mujer abrió la puerta estaba vomitando sangre. Trató de decirle algo que ella no entendió y entonces empezó a llamar a gritos a su hija. Él se aferró al vestido y dejó de vomitar sangre. Ella no gritó más y él entonces la miró a los ojos.

—Cabrona —dijo y ella entonces le retiró el vestido con violencia y él cayó golpeando la cabeza con el suelo. Su mujer le volvió la espalda y fue lentamente a pedir ayuda. Ella sabía que ya estaba muerto.

EN LO ALTO DE UN HILO

Creo que en parte yo lo sabía, pero no hubiera querido que aquello sucediera. Por lo menos en la forma en que sucedió. No sé. Cuando uno es niño tiene sus amores y sus ilusiones que hay que cuidar porque si no las cosas después no van bien en la vida. Mi madre aquel día se había levantado como siempre con sueño a hacer el desayuno, con sus ojos tristes y sus movimientos lentos. Por entonces yo soñaba con ser trapecista —esto creo que fue después que renuncié dramáticamente a ser aviador a ruegos de mi hermana menor— y me la pasaba descolgado de un trapecio todo el día mirando el mundo al revés, que después he descubierto no es una mala manera de ver lo que nos rodea. Allí estaba oyendo a la vecina de al lado peleando con su hijo, mi amigo Tito, porque se había levantado demasiado temprano a tocar la trompeta y el tambor, y se negaba a lavarse la cara. Igual que todos los días. Mi madre se acercó con una moneda en la mano y me dijo que trajera media libra de falda para la sopa, que le pidiera al carnicero un hueso grande para darle sabor y que me fijara que no tuviera pellejos. Siempre decía lo mismo. Igual que los mareos por la mañana y los dolores de cabeza por la tarde. La carnicería estaba a media cuadra de casa. Llena de moscas y de mujeres habladoras y gesticulantes. Una de las mujeres decía que «allá se despertaron desde las seis de la mañana y formaron un escándalo del diablo».

—Me tienen hasta aquí —dijo y se tocó la frente.

Entonces entró Queco, una mulata gorda que olía muy raro y a Constante el carnicero se le achicaron los ojitos, y empezó a mover el tabaco de un lado a otro de la boca. Y después comenzó a afilar el cuchillo mientras se acercaba a Queco y le decía algo que no entendí porque pasaron dos muchachos amigos míos patinando y gritando. Después entró Juliana la amiga de mi tía Carmela, que había muerto tuberculosa un año antes, me tocó la cabeza como siempre lo hacía y me dijo que cómo estaba la gente por casa. Cuando yo dije que bien, se me quedó mirando a los ojos con esa compasión excesiva que tiene alguna gente cuando a uno se le muere un familiar. Ella también tenía un olor raro aunque distinto al de Queco.

—¿Qué quieres Machito? —me preguntó Constante el carnicero mientras seguía mirando a Queco, y continuaba afilando el cuchillo y los ojitos se le ponían más pequeños y en la boca le jugueteaba una sonrisita que le hacía morder el tabaco. Él siempre me llamaba Machito. Hace poco me lo encontré en una guagua y creo que no me reconoció, aunque se me quedó mirando un momento como si dudara. Todavía tenía la cadena de la virgen María colgada en el cuello, fumaba su inevitable tabaco y llevaba una guayabera blanca muy almidonada y zapatos de dos tonos. La gente del barrio siempre decía que Constante era un gallego chévere porque le gustaban mucho las mujeres, especialmente las mulatas, y no era tacaño y además iba a bailar danzones los domingos a los jardines de La Tropical. Yo creo que, como se dice ahora, era un gallego con personalidad. No sé, tenía una manera pausada y elegante de tratar a la gente que a mí me gustaba. Y me sigue gustando. Constante me tuvo que preguntar de nuevo qué quería porque yo estaba mirando a dos muchachos que pasaron con un bate, un guante y una pelota. Pero entonces Queco le dijo que se apurara, que ella no tenía ganas de pasarse la mañana así metida, que tenía que hacerle el almuerzo a su marido. Constante se quitó el tabaco de la boca y le dijo algo de su marido al oído, pero de todos modos yo no lo hubiera escuchado porque volvía a mirar los muchachos que llevaban el bate, el guante y la pelota. Cuando miré otra vez ella lo estaba empujando y ambos reían con malicia. Al fin Constante me atendió, siempre mirando de reojo a Queco, y yo me fui a casa, mirando el cielo azul, sin nubes. Mientras caminaba pensé que era un buen día para empinar un papalote pero recordé que dos días antes había perdido el mío al enredárseme en una antena de radio. Un aire suave y caliente movía las ropas blancas tendidas en las azoteas. Cuando pasé por casa de Chito me pegué a la pared para que no me vieran porque la verdad es que si me hubieran preguntado no hubiera sabido qué contestarles. Mi madre estaba barriendo la sala cuando llegué y no me miró cuando dijo que cuánto me habían dado de vuelto en la carnicería. Nunca me fijaba en estas cosas. Ni me volvió a mirar a la cara en toda la mañana. Mi hermana se había quedado en la cama con la cabeza metida debajo de la almohada y yo la había sentido llorar pero seguí casi toda la mañana en el patio colgado del trapecio pensando en una película que había visto unos días antes. Allí estaba cuando llegó mi tío y dijo:

—Ahora sí que la cosa se pone mala de verdad. La gente del ABC está dispuesta a todo. Martínez Sáenz se reunió con la gente de mi célula y dijo que hay que meterle mucha candela a Machado. Anoche pusieron tres bombas en la Habana Vieja, y dos en el Cerro, y tirotearon una máquina llena de porristas. Todo esto lo sé de buena tinta.

MI tío todo lo sabía de buena tinta. Siempre tenía un nuevo cuento. Llegaba muy animado y soltaba sus cuentecitos mientras mi madre lo oía sonriente y después se marchaba. Pero esta mañana mi madre no se sonrió. Mi madre siguió todo el tiempo limpiando la casa y haciendo el almuerzo. En dos o tres ocasiones me dijo que me bajara del trapecio, pero sin mucha energía. Una de las veces me bajé y fui a ver a mi hermana y le dije:

—Mi hermanita, mi hermanita —mientras le tocaba los pies.

Y ella me dijo que la dejara sola, y sacudió los pies. Yo ya estaba cansado de todo aquello y de la trompeta y el tambor de mi amigo Tito y de los gritos de su madre para que la ayudara a cargar unos paquetes, y me fui a la azotea. Era agradable estar allí más cerca del sol y del cielo. Por encima de los demás. Viendo la gente pequeña allá abajo. Y las palomas blancas de mi amigo Miguel Ángel volando en semi círculos. La ropa blanca —casi azul por el reflejo del sol— que ponía a secar Mima la lavandera en la azotea de su casa. Y los papalotes a lo lejos, que hoy eran menos. Y los muchachos que oía corrían en patines, en bicicletas, en carriolas. Además, allí me sentía protegido. Allí estuve hasta que mi madre comenzó a llamarme y a dar gritos que bajara, que si quería romperme la crisma allá arriba. Siempre decía lo mismo.

Cuando bajé volví a tocarle los pies a mi hermana y me volvió a tirar una patada. Me dieron ganas de tirarme yo también en la cama boca abajo para ver qué decían los demás, pero entonces llegó mi tío Ramón que siempre me lanzaba un puñetazo cariñoso al vientre y me decía:

—¿Qué pasa Piruli?

No sé de dónde había sacado aquel nombre. Cuando él llegaba siempre me sentía más contento. Y menos solo. Se iba a hablar allá a la cocina con mi madre, en ese tono bajo e íntimo que tanto me gustaba. Ellos son posiblemente las únicas personas que recuerdo de esa época que no hablaran a gritos. Cuando la gente se entiende bien emplea ese tono callado y cordial porque se comunica con algo más que con la palabra. Mi tío tosía a cada rato, de una manera tan profunda y distinta que todavía llevo el recuerdo fijado en el oído. Él era uno de los pocos adultos que visitaba la casa que decía cosas inteligentes y sensibles. Dos veces observé, desde el trapecio a que había vuelto, que me miraron y hablaron. Yo sabía al igual que ellos por qué me miraban, pero no me di por enterado. ¿Para qué? Siempre me quedaba el recurso de la imaginación: los aplausos del público al gran trapecista que yo era; la caída fatal que sufría entre los gritos histéricos de las mujeres y el correr de mis compañeros que venían prestos a ayudarme; y las miradas de admiración de alguna espectadora linda y embrujada por mis proezas en el trapecio.

Cuando mi tío volvió a pasar por mi lado sacó una moneda:

—Vaya, un nickel, para que te compres algo —me dijo y volvió a lanzarme un puñetazo—. ¿Qué te vas a comprar?

Le dije que no sabía, aunque yo sí sabía.

Me quedé un rato con los brazos descolgados haciendo sonar en el suelo la moneda a cada oscilación del cuerpo. Entonces llegó mi padre, de prisa como siempre, y me dijo que me bajara del trapecio. ¿Por qué haría un esfuerzo tan consciente entonces por ser brusco? A menudo me he hecho esta pregunta y he llegado a la conclusión de que era su manera de mantener el principio de autoridad en la casa. Me quedé todavía un buen rato haciendo sonar la moneda en el suelo. Hasta que vino mi madre y me dijo tocándome una mano que fuera a almorzar, que la comida se iba a enfriar y después fue junto a mi hermana y le habló bajito hasta que la convenció. Cuando se levantó tenía los ojos rojos y arrastraba los pies al caminar. Todavía se quedó un rato en el baño y mi padre preguntó por qué no acababa de venir.

—Ya viene, ya viene —dijo mi madre y lo miró a los ojos.

Cuando estuvimos los cuatro en la mesa sólo se oían las mandíbulas y los dientes triturando los alimentos y el clic clic de los cuchillos y los tenedores. Y los pensamientos de todos nosotros, casi más audibles que lo demás. Dos veces pensé que mi padre iba a decir algo —quizás lo mismo que todos pensábamos— pero en cambio dijo elevando las cejas que tenía un trabajo del diablo. Que era lo mismo que decía todos los días a la hora del almuerzo, y que era verdad. En una ocasión, mientras mi madre traía el café, lo vi mirándonos a mí y a mi hermana con ojos un poco desconcertados, y cuando se topó con mi mirada volvió la cara y gritó que le trajeran el café que apenas le quedaban cinco minutos. Cuando se marchaba, él y mi madre se quedaron en la puerta hablando un rato y oí cuando dijo:

—¿Y qué quieres que haga, que lo robe?

Ella se apresuró a hacerlo callar. Siempre le decía que bajara la voz, especialmente cuando comenzaba a decir malas palabras, que en cambio era cuando a mí se me hacía más simpático.

La tarde transcurrió entre un sol vertical, el ruido de mi madre que lavaba silenciosa en el patio, el llanto de mi hermana que volvió a la cama y se puso la almohada sobre la cabeza, y el correr de los muchachos patinando y gritando, y creo que en una ocasión mi amigo Tito se puso a darme gritos por la ventana para que fuera a jugar con él, pero no quise contestarle. La verdad era que no tenía deseos de jugar, ni de hablar con nadie. Me había pasado la tarde pensando en qué iba a gastar los cinco centavos que me había dado mi tío Ramón. Además, mi madre me había dado desde temprano los dos centavos que me asignaba todas las tardes para merendar. En un momento en que no había ningún muchacho en la calle me fui a la bodega de Víctor el gallego y me compré un pedazo de guayaba y dos galletas de soda, igual que la mayoría de las veces. Entonces fue que vi el papalote colgado sobre las latas de aceite, junto a un racimo de ajos. Ya no dudé y lo compré con el níckel que mi tío Ramón me había regalado. No es que fuera tan lindo, ni estuviera tan bien hecho, sino que yo había estado pensando toda la tarde que era un papalote lo que iba a comprar.

Cuando entré en la casa Jorge, el hermano de mi amigo Tito, me preguntó algo mientras corría en patines por el portal de su casa, pero yo entré rápido y no quise prestarle atención.

Mientras preparaba el papalote en mi cuarto, y comía las galletas con guayaba que había comprado, percibí la llegada de mi padre y vi a mi madre que enseguida fue a verlo. Y también cuando ella pasaba por mi lado silenciosa y sentí su mano débil sobre mi pelo. Oí cuando llamaba a mi hermana y le hablaba bajito en la cocina y los sollozos ahogados de mi hermana. Pero ya no me importaba nada más que mi papalote. Mi hermana volvió a la cama y siguió con la cabeza metida debajo de la almohada.

Yo había oído la voz de mi padre llamándome pero no quise darme por enterado. ¿Para qué, si ya sabía lo que me iba a decir? Pero a la tercera vez sacó la cabeza por la puerta del baño y me gritó que fuera a verlo. Allí estaba, como todas las tardes, lavándose las uñas con un cepillo y un pedazo de piedra pómez para quitarse la grasa que se le acumulaba en el trabajo. Habló sin mirarme, sin dejar de limpiarse las uñas.

—Tú sabes que las cosas están muy malas —dijo—; que ya no trabajo más que tres días a la semana. Y este año los reyes están muy pobres, por eso esta mañana no te han traído nada. Tu madre tiene un peso que yo conseguí para ti y tu hermana.

Y no habló más. Como dije antes, yo creo que lo sabía pero no quería que esto sucediera así. Por eso terminé enseguida de arreglar mi papalote y me fui a la azotea. A veces allá arriba me ponía a observar el interior de las casas desde lo alto. La gente me lucía distinta. Pero aunque pensé en esto, cuando me acerqué al muro y comenzó a elevarse el papalote no pensé más que en el cielo azul y en lo bien que me sentía ahora de pronto por estar solo allí en la azotea. Mientras el papalote se elevaba el cielo fue cambiando de color: a veces era verde y otras rojo, en un momento se tornó amarillo y hasta negro, y después blanco, muy blanco. Entonces comencé a sentir la fuerza del hilo en el dedo índice. Mientras más altura ganaba el papalote más la sentía. Después el cielo volvió a ser azul, muy azul y me pareció que la mano comenzaba a subir y que el cuerpo se elevaba siguiendo la trayectoria ondulante del hilo. Miré hacia abajo y me vi allá lejos. Seguí ascendiendo, ahora con más velocidad. Miré de nuevo hacia abajo y ya casi no vi mi cuerpo. Llegué junto al papalote y mi cuerpo se movió hacia la izquierda y después hacia la derecha. Entonces miré de nuevo hacia abajo y ya había desaparecido. La tierra no era más que un punto impreciso en la distancia. Sentí una gran alegría y una gran tristeza. Mi cuerpo se movió hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia arriba, hacia abajo. Igual que el papalote.

EL PAPAGAYO

Antes, Maggie tuvo una secreta debilidad por Tony Restrepo. Hasta le perdonó que se casara con su hija Peggy, que entonces tenía 17 años, y que la hiciera abandonar sus estudios en la Universidad. Le gustaba, a pesar de su piel oscura, su cara de indio y su acento latino al hablar, que ella tanto odiaba en los otros estudiantes latinoamericanos que venían a la casa. Pero Tony era alto y tenía los hombros anchos y unos ojos muy negros y fríos que a ella la hacían sentir una rara ansiedad en las manos, que se le agitaban, y una comezón en el vientre y un temblor en la voz.

Aunque algunas veces había sentido un gran odio por él: por ejemplo, el día que se enteró de que se llevaba a Peggy al Perú. Y después cuando supo lo triste que se sentía ella en aquella casona de Lima, con toda la familia de él criticándola y vigilándola. La madre y las tías de Tony instándola a que fuera a misa todas las mañanas, a que se vistiera con más recato, a que no hablara fraternalmente con los hombres, especialmente con el indio Alfonso que se ocupaba del cuidado del jardín. Y su padre y sus hermanos que le informaban a Tony cada vez que ella salía sola a dar un paseo por la ciudad.

Lo que más le disgustaba era que Tony, según le contaba Peggy en sus cartas, iba a emborracharse con los amigos y a reunirse en los prostíbulos con otras mujeres, mientras ella se quedaba en la casa (10 dormitorios grandes y oscuros) leyendo y releyendo los mismos libros que había llevado de los Estados Unidos. Además, se sentía muy desgraciada porque no podía hablar más que con Tony que era el único que sabía inglés.

Cuando Peggy quedó encinta y después cuando perdió el niño, ella fue la primera que le dijo que volviera a Madison, donde había vivido en los últimos años. Pero entonces Tony y su familia la secuestraron en Lima. Por lo menos eso decía Peggy en sus cartas, donde siempre repetía: necesito algo nuevo, algo nuevo y excitante. En la enorme casa estuvo dos meses recluida, con los criados silenciosos y furtivos mirándola y sonriendo mientras ella tomaba, con los ojos cerrados, largos baños de sol con un minúsculo traje de baño y se llenaba de pecas el rosado cuerpo. Ella fue la que le indicó que se fingiera enferma de la piel -las prolongadas exposiciones al sol le producían quemaduras de segundo grado- y que le pidiera que la llevara a ver a un médico a los Estados Unidos. Y sobre todo que llorara mucho. El plan tuvo éxito, por supuesto, porque como aseguraba Maggie: los hombres son siempre sentimentales y no pueden ver a una mujer llorando. Sobre todo Tony Restrepo. Además, y a pesar de todo, él la amaba mucho. Antes de partir de Lima, Tony le regaló un hermoso papagayo a Peggy.

Peggy regresó sola a Madison, volvió a la universidad y se dedicó a vivir su vida, a recobrar el tiempo perdido. Había engordado visiblemente, ya no era la muchacha alta y flaca y llena de pecas de antes. Y sobre todo había ganado una gran confianza en sí misma. Además, había tantos hombres con los que ella no se había acostado nunca. Como por ejemplo Giuseppe, el fornido cantinero siciliano del bar donde su padre se emborrachaba todas las noches, y al que había admirado desde que era una adolescente. Joe, el negro ex boxeador que era dueño de un billar. Y el profesor mejicano que la había iniciado en el estudio del castellano y que le había regalado un libro de versos de Antonio Machado. Además, ahora siempre la casa estaba llena de admiradores a los que atendía mientras le pedía al papagayo, que había colocado en una enorme jaula en medio de la sala, que repitiera las malas palabras que el indio Alfonso le había enseñado antes de que partiera de Lima.

Cuando mayor era su éxito llegó Tony, porque alguien le había escrito que era oportuno que regresara. Pero Peggy se había divorciado de él en ausencia, aconsejada por Maggie. Al principio montó en cólera y hasta llegó a amenazarla de que si la veía con algún hombre los mataría a los dos; pero Peggy, que lo conocía bien, no se inmutó y siguió en su largo recorrido por la interminable lista de aspirantes a compartir su necesidad de nuevos amantes. Tony terminó por irse a la cocina de la casa a beber cerveza con Maggie por las noches. A veces Peggy se lo encontraba dormido a las dos o las tres de la mañana sobre la mesa de la cocina y cuando lo despertaba repetía entre sollozos:

—Peggy, Peggy, amor mío. Mi pelirroja linda; yo te quiero Peggy —mientras trataba de abrazarla.

Mientras tomaba cerveza y le decía a Maggie cuánto quería a Peggy y cuánto sufría, ella lo miraba —secándose la cara gorda, roja y sudorosa— a aquellos ojos negros que seguían inquietándola. Las manos tenía que ponerlas debajo de la mesa pues era casi irrefrenable el deseo que tenía de pasárselas por el negro y fuerte pelo, y abrazarlo, como le había visto hacer alguna vez a Peggy en el jardín de la casa antes de que fueran a Lima.

En dos ocasiones fue Tony a la sala y se quedó mirando el papagayo, apretando con fuerza el vaso de cerveza lleno de espuma. Unos días después vino muy serio y con gran calma le dijo a Maggie que Peggy le había pedido en la universidad que se llevara el papagayo, que ya no quería tenerlo más en la casa. Ella se opuso al principio, pero Tony habló con tal calma y convicción que terminó por convencerla. Además ese día quien bebió cerveza fue ella —más que nunca— y Tony le permitió que le pasara las manos temblorosas y sudorosas por el pelo y por el cuello. Cuando él se fue con el papagayo la dejó echada sobre la mesa, con los ojos rojos y vidriosos y una extraña sonrisa en los labios. Después se durmió y soñó que lo tenía desnudo en sus brazos pero que él repetía constantemente el nombre de Peggy. Y que lentamente se iba desintegrando.

Peggy regresó ese día a las seis de la mañana y fue directamente, sin zapatos, a la jaula del papagayo. Antes de irse a acostar le gustaba ir a ver el papagayo. Al no verlo recorrió la casa y encontró a Maggie dormida con la cabeza apoyada sobre la mesa de la cocina. Mientras que la movía por los hombros repetía:

—¿Dónde está mi papagayo? ¿Dónde está mi papagayo?

A Maggie le costó trabajo recordar lo que había sucedido la noche anterior. Además, tenía que darle a su hija el cuento mutilado. Tony se había presentado —le dijo— con un papel que le pareció escrito por ella y en el que le decía que le entregara el papagayo, que no lo quería más en la casa. Aunque le pareció extraño no quiso interferir en los asuntos de ambos.

—El muy hijo de puta —repetía Maggie mientras tomaba un vaso de agua tras otro y el rostro se le ponía violáceo— el muy hijo de puta. Mira que ese indio hacerme eso a mí. Ah, pero él me la va a pagar. ¿Tú crees que esto se va a quedar así? Ah, no. Ahora mismo lo vamos a buscar y nos va a devolver el condenado pajarraco ese. Ya verás, ya verás.

Primero fueron a buscarlo a la casa de huéspedes donde vivía.

—Ya él no vive aquí —les informó la dueña de la casa—, anoche mismo recogió sus cosas, pagó y se marchó.

No, ella no sabía a dónde se había marchado.

Ninguno de sus amigos tampoco sabía de él. Pero en la universidad un conocido le informó a Peggy que estaba seguro de que se había ido a Chicago y que le había oído decir que se hospedaría en el hotel Statler. Creía que se había llevado el papagayo con él; la noche anterior lo había visto en la casa de huéspedes.

Después de dos o tres whiskies Maggie decidió que tenían que ir a Chicago. El profesor mejicano amigo de Peggy se ofreció para llevarlas en automóvil. Durante el trayecto Maggie daba manotazos sobre el asiento y gritaba improperios contra Tony; Peggy lloraba desconsolada en un rincón del asiento delantero y su amigo le pasaba la mano por el pelo y repetía en castellano:

—No te preocupes mi amor, todo se va a arreglar. No te preocupes. No llores más ¿eh?

Cuando llegaron al hotel Statler les informaron que Tony Restrepo había llegado tarde la noche anterior, pero que se había marchado esa misma mañana. Sí, llevaba un papagayo consigo y había dejado una dirección en caso de que alguien lo fuera a buscar. Cuando preguntaron que dónde se encontraba aquel lugar, todo el mundo frunció el ceño y les aconsejó que mejor no fueran por allí, el barrio no era nada recomendable. Además, ya estaba anocheciendo y era difícil encontrarlo. Pero Maggie insistió en que fueran a buscarlo. Ella quería decirle a ese hijo de puta todo lo que siempre había tenido ganas.

Para llegar a la dirección que buscaban recorrieron calles desiertas, con grandes depósitos de basura en las aceras cubiertas de una humedad fosforescente, con parejas furtivas hablando muy cerca el uno del otro. Hacía mucho frío y el aliento se convertía en una especie de humo nebuloso que los hacía aparecer como pequeños dragones en un mundo de asfalto y altas paredes oscuras.

Cuando el auto se detuvo, alguien miró furtivamente por una de las ventanas de una casa y se escondió enseguida. Peggy aseguró que era Tony. Maggie decidió que se bajaran enseguida, que había que encontrar a ese hijo de mala madre; y su hija volvió a decir sollozando que ella quería que le devolvieran su lindo papagayo y que Tony era un hombre muy malo. Su acompañante volvió a pasarle la mano por el pelo y le pidió de nuevo que no llorara.

Maggie llamó con fuerza a la puerta en tres ocasiones y nadie contestó. La cuarta vez alguien entreabrió la puerta y preguntó que qué querían. Maggie dijo de mala forma que querían ver a Tony Restrepo enseguida. La mujer los miró detenidamente y después dijo que esperaran un momento. Esperaron más de cinco minutos y nadie contestó. Hacía tanto frío que todos tenían la piel amoratada. Maggie comenzó a dar puñetazos en la puerta y a gritar:

—¡Tony, Tony! ¡Sal de ahí, hijo de puta!

El hombre que las acompañaba les pidió que tuvieran calma, que si la policía los veía en ese barrio, y a esa hora, formando un escándalo irían a parar a la cárcel.

Pero ella siguió tocando y por fin otra mujer abrió la puerta y les preguntó:

—¿Qué desean ustedes?

Peggy le dijo que deseaban ver a Tony Restrepo para que les devolviera el papagayo.

—¿Tony qué? —preguntó la mujer con cara de asombro.

Peggy le deletreó el apellido y la mujer entonces se echó a reír y le dijo que allí no vivía ningún Tony Restrepo y menos un papagayo. Entonces Maggie empujó la puerta y caminó dando fuertes taconazos por el pasillo. Otra mujer salió de una habitación y fue a su encuentro preguntándole qué deseaba y Maggie la miró un instante y le dijo amenazadora que la dejara pasar. La otra sonrió y se cerró la bata amarilla con grandes flores rojas en que estaba envuelta.

—Por supuesto, querida —dijo— y volvió a entrar en la habitación.

Al final del pasillo encontró dos mujeres muy rubias y muy maquilladas sentadas frente a un televisor, vestidas con unos pijamas blancos de seda muy ajustados al cuerpo. Ninguna de las dos miró ni respondió cuando Maggie preguntó:

—¿Dónde está ese cabrón de Tony?

Miró en todas las habitaciones de la casa repitiendo siempre lo mismo, hasta que volvió a la puerta del frente, por donde había entrado. Todavía estaba allí la mujer que les había abierto —alta, delgada, de pelo muy negro, de largas y finas cejas arqueadas, sonriente— que le dijo cuando salía:

—Dale recuerdos a Tony, no te olvides ¿eh?

Maggie le gritó que se fuera al diablo.

Peggy y su acompañante se habían quedado junto al auto y la siguieron cuando ella entró en él. Ninguno de los tres habló hasta que Peggy comenzó a sollozar y a pedir su lindo papagayo, y Maggie la previno que si no se callaba le iba a romper la boca de una bofetada. Después hicieron todo el camino en completo silencio.

Al llegar frente a la casa, Maggie se apresuró a bajarse mientras que Peggy y su acompañante se quedaban junto al auto hablando en voz baja. Entonces Maggie dio un grito y ellos corrieron hacia ella. Junto a la puerta, con el cuello degollado, estaba el papagayo.

Al verlo, el hombre contrajo la cara y dijo:

—Ay, qué lástima.

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