INFERNO

«Ya no tenemos mar,
pero tenemos voz para inventarlo».

Conmovedora, esa es la palabra que utilizaría si tuviese que definir la edición que hoy les recomiendo. Inferno es un libro intenso: es testimonio de vida en versos.

Hay quienes piensan que el carácter impaciente de Reinaldo Arenas, dueño de las poesías alojadas en las páginas de Inferno, y su necesidad de hacer de sus poemas saco de boxeo donde descargar sus furias, evitan que su obra poética alcance el vuelo necesario para llegar a la copa del árbol de los vates del exilio cubano. No comparto estas opiniones.

Hay muchos modos de cantar y de llegar a las ramas de ese árbol imaginario. Contar la vida en versos es presentar testimonio de un tiempo vivido; y más aún si se hace con realismo, como lo hizo el poeta hijo de guajiros.

Donde hay una voz honesta que se alza hasta hacer de su canto catarsis, hasta conseguir que su obra se convierta en una versión moderna y criolla de la tragedia griega; donde hay una voz honesta, digo, que partiendo de experiencias personales  denuncia delaciones, hipocresías, miedos, desengaños, autocensuras, desconfianzas, hambrunas… —rosario de padecimientos de las víctimas de la infelicidad comunista—, ¿qué importa la perfección de la métrica de un soneto? A mí me interesa más la palabra que se alza. ¡Grandes son los poemas que la verdad y el valor salvan del olvido!

Inferno es un libro imprescindible para todo cubano y para todo aquel que ame la poesía. La biografía y la literatura de Reinaldo Arenas han tenido mejor suerte que su obra en verso. Su literatura y su biografía han encontrado siempre un sitio en las librerías y en los espacios que la prensa dedica a la cultura. Han tenido la suerte de ser queridos dentro y fuera de la isla; sin embargo sus poemas han sido trinos de cartacuba, esa avecilla que no sobrevive al cautiverio y que es tan difícil de localizar. 

Pero Reinaldo tiene otra voz para mí, una que es más personal y que lo ata a mi infancia. Cuando era niña mi madre nos llevaba a un balneario de Miramar que la Revolución confiscó para el pueblo poniéndole un nombre que no le pegaba: Patricio Lumumba.

En el Patricio Lumumba, en la parte donde domina el mar, había un arrecife que separaba el club del resto de la costa. Era el roquerío donde se citaban Ofelia, mi madre, y Reinaldo Arenas —él no entraba por la puerta del balneario, venía nadando desde la otra parte: sorteando erizos—. Allí era donde cuchicheaban, largo y tendido, sus cúmulos de frustraciones los dos amigos. A nosotras nos venía de perlas que nos cogieran de pretexto para aquellas charlas de odio contra el sistema, pues… ¡qué chaval no suspira por un día de playa! Esa voz de Reinaldo es la que está protegida en mis recuerdos de niña.

Ahora los dejo con seis de los poemas recogidos en Inferno. Los comparto con la intención de crear tal impaciencia en ti que no te quede más remedio que desear con intensidad el libro. Voy a ilustrarlos con obras de una pintora que también sufrió las consecuencias de querer ser ella cuando en Cuba la colectividad se había impuesto a la singularidad. Es una artista plástica que supo dotar al dolor de  imágenes visuales que causan impresión. Me refiero a Antonia Eiriz (1929-1995). Antonia, como Reinaldo, cada uno con su estilo —él directo a la yugular y ella con su figuración expresionista— presenciaron cómo sus creaciones fueron marcadas como «conflictivas», calificativo que te enviaba al gueto que los comunistas habían creado con el fin de templar la mente de los díscolos.

Inferno reúne más de setenta poemas: unos fueron escritos bajo el cielo de Cuba y otros en Estados Unidos, país donde se exilió en 1980 y que tampoco ofreció al escritor la comprensión y el reposo que él necesitaba. Inferno se encuentra dentro del catálogo de Editores Argentinos y cuenta con un prólogo entrañable de Juan Abreu.

En el prólogo que Reinaldo Arenas escribió para Voluntad de vivir manifestándose, leemos:

«He contemplado el infierno, la única porción de realidad que me ha tocado vivir, con ojos familiares; no sin satisfacción lo he vivido y cantado. Así lo haré hasta el final del comienzo. Solo me arrepiento de lo que no he hecho. Hasta última hora la ecuanimidad y el ritmo».

POEMAS

Sin título, h. 1970.

MAR

Ya no tenemos el mar,
pero tenemos voz para inventarlo.
No tenemos el mar,
pero tenemos mares que no podremos olvidar:
El mar encrespado de la cólera,
el mar viscoso del destierro,
el fúlgido mar de la soledad,
el mar de la traición y del desamparo.
No tenemos el mar,
pero tenemos mares.
Mares repletos de excrementos,
mares de gomas de automóviles
donde empecinadamente deriva un esqueleto
(las falanges aún aferradas a la cámara
y el fragor de la metralla en el oleaje).
No tenemos el mar,
pero tenemos mares.
Mares de inescrupulosos traficantes,
mares de esbirros disfrazados de bañistas
y profesores que comercian con el crimen,
mares de playas convertidas en trincheras,
mares de cuerpos balaceados
que aún retumban en nuestra memoria salpicándola.
No tenemos el mar,
pero tenemos náufragos,
tenemos uñas, tenemos dedos cercenados,
alguna oreja y un ojo que el ahíto tiburón no quiso aprovechar.
Tenemos uñas,
siempre tendremos uñas
y las aguas hirvientes de las furias,
y esas aguas, las pestilentes, las agresivas aguas,
se alzarán victoriosas con sus víctimas
hasta formar un solo mar de horror, un mar unánime
un mar
sin tiempo y sin orillas sobre el abultado vientre del verdugo.

(Nueva York, noviembre de 1983)

La Anunciación, 1964.

CUANDO LE DIJERON

Cuando le dijeron que estaba vigilado,
que por las noches cuando él salía
alguien con una experta llave entraba en la habitación
y hurgaba en los frascos de aspirina
y en los consabidos, indiferentes libros;
cuando le dijeron que decenas de policías
en su honor trajinaban,
que habían logrado sobornar a sus familiares más allegados,
que sus amigos íntimos
ocultaban tras los testículos mínimas libretas
donde anotaban sus silencios y comas,
no sintió miedo,
pero sí cierta sensación de fastidio
que al instante supo controlar:
No van a lograr, se prometió, que me considere importante.

(La Habana, septiembre de 1972)

El dueño de los caballitos, 1965.

ÚNICAMENTE, ÚNICA
                                            MENTE

Los adolescentes esconden su estupor bajo ademanes ásperos.
Los adolescentes intentan protegerse con señales libidinosas.
Hacinados en el camión, alguien miró la luna cuando ya abandonábamos la ciudad.

Al menos ella existe, al menos aún ella está igual.

Qué se puede esperar de la juventud
hecha a la persecución,
a la orden insoslayable,
a los largos discursos altisonantes,
al trabajo obligatorio e inútil,
a la sucesiva inseguridad.
Nada, nada puede esperarse de esta juventud.
Los adolescentes ajustan sus gastadas ropas,
se lanzan frenéticos al mar.
Formidables y violentos se desparraman por
las antiguas avenidas predominantes.
Finalmente, se disuelven en la luz del trópico.
En el hediondo recinto donde se aguarda por el
interrogatorio hay una alta ventana de cristal esmerilado, y
más allá, y más allá —y más allá, ¿qué?
Qué puede esperarse de esta juventud
que va a una universidad donde no se enseñan lenguas
sino textos temibles,
que habita un sitio donde siempre se les comunica
por qué debe morir constantemente,
por qué debe estar dispuesta a renunciar a todo
—aún a la dicha del propio renunciamiento.
Qué se puede esperar de esta juventud a la que le dicen
tienes que hacerte trabajador agrícola,
que le ordenan tienes que convertirte en militar,
que se le ordena vivir bajo la servidumbre y la miseria
sin siquiera tener el consuelo de expresar su desesperación.
Todo, todo se puede esperar de esta juventud.
Atravesaremos la ciudad devastada.
Atravesaremos la ciudad en ruinas.
Atravesaremos la ciudad en perenne erosión,
y no miraremos las vidrieras vacías y
no nos entretendremos en las colas inabarcables
y no miraremos los grandes insultos que devoran
los polvorientos ventanales;
no miraremos a ese hombre que humillado y hambriento
cruza silencioso y enfurecido la calle;
no miraremos la gente que se agolpa frente a un establecimiento
donde posiblemente venderán refrescos de albaricoque
dentro de
7 horas.
Nada miraremos, sino que seguiremos por la ciudad
en constante derrumbe y únicamente nos detendremos frente al mar.
Únicamente frente al mar abriremos los ojos.
Únicamente frente al mar respiraremos un instante
(ni siquiera se vislumbra el estímulo de una esperanza colérica).
Únicamente.
Única
mente.

Niños, 1966.

A VECES EN LAS TARDES DE OPTIMISMO

A veces en las tardes de optimismo
un ave azul surca la ladera,
y alegres imaginamos que al abismo
alguien llegó para llevarnos fuera.

Incoherentes gritamos hasta el paroxismo
(el más audaz enarbola una bandera).
Otra vez las palabras honor, guerra, civismo,
hasta que suena la metralla artera.

Y en medio del estupor quien mire al cielo
solo verá planear su desconsuelo.
El pájaro azul no es más que un espejismo

que se esfuma ya tras la barrera,
y quedamos aquí, siempre lo mismo,
sin poder respirar ni ver afuera.

(La Habana, 1973)

Una tribuna para la paz democrática, 1968.

BLANCO MOJONCITO

A un profesor norteamericano en la Universidad de Tulane, Nueva Orleans.

Blanco mojoncito,
quisieras ser guerrillero, pero cómo renunciar a los productos Shaklee, a la loción después  del baño, a la nevera bien surtida ni (oh, de ninguna manera) a la lectura del New York Times que tan puntualmente llega a tu puerta.

Blanco mojoncito,
te arroban los desfiles militares y las marchas multitudinarias, pero tu pie opta por el confortable Adidas y no por la bota rusa, y tu culo no cambiará jamás (a pesar de su férrea ideología) el suave papel sanitario por las cuatro hojas del Granma, cuya tinta (dicho sea de paso) te dilataría las hemorroides.

Blanco mojoncito,
admiras las vastas plantaciones colectivas (¿koljós o granjas del pueblo?) donde los jóvenes ya no tienen que pensar ni soñar, pero permaneces acá en tu espaciosa habitación refrigerada, armoniosamente invadida por plantas ornamentales que se detienen junto a la biblioteca bien surtida donde un afiche, EL FUTURO PERTENECE AL COMUNISMO, domina el conjunto.

Blanco mojoncito,
ligeramente bronceado, consistente y pulcro, comedido y escultórico, residuo casi final de una dieta rica en proteínas y carreritas en short por todo el parque, por mucho Baron Dandy o Air Freshner («shake well before each use») que esparzas por tu impecable apartamento nada podrá impedir que tu olor te condene.

Blanco mojoncito,
para ti todo marchará admirablemente mientras esa teoría que defiendes y tan bien te alimenta (¡me dicen que ya tienes hasta el tenore profesor!) no se te aplique en la práctica, matándote de hambre.

(Nueva York, 1984)

El vendedor de periódicos, 1964.

EL OTOÑO ME REGALA UNA HOJA

El otoño me regala una hoja.
Con temblor que imagino suplicante
acaba de caer junto a mí.
Última llama que se disuelve,
una hoja reclama mi atención más exacta,
mi más desprendida devoción.

El otoño me regala una hoja.
Remota fragancia, final rubor,
no tiene otra rama que la improbable mirada de un transeúnte,
no cuenta con otra salvación que mi despedida.

Una hoja
desesperadamente pretende instalarse en mi pecho.
Quiere el leve saludo del vagabundo,
la hermana mirada del condenado,
la cálida complicidad de la maldición.
¿Pero qué puedo hacer con ella
si mi temeraria vida de profesor visitante
apenas si me permite coleccionar libros de texto?

Indiferente a mis justificaciones,
frágil y terca como la esperanza,
pide ser acogida por mis dedos.
¿Pero qué puedo hacer con este espectro
que ante mí empalidece desprendido del árbol vital?
Por otra parte,
yo me especializo en literatura cubana del siglo 19.
No sé de botánica.

El otoño me regala una hoja
que sin mayores trámites se apodera de mí
y convertida ya en hoja de papel
me obliga a dibujar en ella mi autorretrato.
El otoño me regala una hoja
—una hoja blanca de papel—,
patria infinita del desterrado
donde todas las furias se arremolinan.

El otoño me regala una hoja.

(Ithaca, octubre de 1985)

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