INTRODUCCIÓN A JOSÉ LEZAMA LIMA 

«La poesía como misterio clarísimo o, si usted quiere, como claridad misteriosa».
José Lezama Lima

José Lezama Lima, 1970.

¿Qué encontrarás aquí sobre Lezama? Pues un curioso azar de circunstancias que se resume en tres textos que entrelazan relaciones.

En el primer escrito, que se encuentra en las memorias que Manuel Díaz Martínez tituló Sólo un leve rasguño en la solapa (AMG editor, 2002), el poeta de la Generación del 50 nos relata una anécdota que le ocurrió con el escritor argentino Julio Cortázar y que tiene como protagonista a José Lezama Lima —la anécdota incluye una carta.

En el segundo texto hallarás la dedicatoria recogida en el libro Paradiso (Unión Ediciones, 1966) que Lezama regaló a Manuel Díaz Martínez, para quien «la poesía es un acto de libertad» —por cierto, Lezama en otra dedicatoria, esta vez en Poesía Completa (Letras Cubanas, 1985), escribió que en los versos de Díaz Martínez «el hueso quevediano se une con las brisas habaneras».

En cuanto al tercer capítulo de esta entrada te diré que se trata del ensayo que Díaz Martínez tituló Introducción a José Lezama Lima. Ensayo que, luego de una breve presentación, se bifurca para ofrecernos una reflexión sobre dos de las facetas a las que Lezama dedicó su tiempo y su imaginación: la poesía y la crítica —dejo la versión recogida en el libro Oficio de opinar. Ensayo, crítica y periodismo (Advana Vieja, 2008). Existe una interpretación más amplia que está publicada en la revista Índice, N.º 232, 1968, pero el autor da por definitiva la que aquí copio para ustedes.

La poesía como tema, la poesía «como energía hechizante», como fruto del sincretismo insular, como antídoto contra la triste tendencia que tiene la cotidianidad de inclinarse hacia la monotonía, la poesía como desafío personal en la búsqueda de un «sistema poético perfectamente estructurado».

Y la crítica… Lezama le da a la crítica la función de restaurar la historia, de completar lo que ya no se puede «precisar». Pero como la crítica necesita herramientas para su nueva labor, Lezama la convence para que use la ficción como instrumento que recupere el volumen perdido—eso sí, la restauración debe mantener la integridad de la obra—. La poesía y la crítica, asuntos que interesaban al director de la revista Orígenes, se deslizan por Introducción a José Lezama Lima.

La Palabra, que se cuece en la olla de las profecías del trío de brujas de Macbeth —olla cuyo caldo lleva hirviendo desde el comienzo de los tiempos, condujo a Lezama a la búsqueda de un lenguaje propio, donde abunda la plasticidad de las imágenes, pues fue Lezama un amante apasionado de las artes plásticas y de la música —las partituras, con sus arabescos y puntitos, son figuras musicales… dibujadas.

Su «sistema poético», además de mostrar las fuerzas misteriosas del destino, que las hechiceras shakesperianas hacen brotar del sopón y que surgen al compás de evocaciones que envuelven en bruma realidades con la intención de hacerlas pasar por fenómenos extraordinarios, exhiben metáforas que hermanan palabras con colores y formas visuales.

Pero hay un ingrediente peculiar en su manera de expresarse, uno que es como la canela espolvoreada sobre el arroz con leche que me brindaba cuando era niña y acompañaba a mi padre a las tertulias mañaneras y dominicales en su viejo caserón. El ingrediente del que hablo, catado por aquel que lee sus alegorías, y muchas veces se siente atrapado en el remolino de la cazuela lezamiana, es criollo y yo lo denomino «algo de jodedera».

Y ahora, amigos, pasen y lean. Para ilustrar cada sección escojo tres fotografías que  revelan un placer compartido por los protagonistas de esta entrada: el gusto de fumar. 

JOSÉ LEZAMA LIMA ENTRE CORTÁZAR Y DÍAZ MARTÍNEZ

Julio Cortázar, 1978.

En 1966, Julio Cortázar fue el puente a través del cual el mundo se puso en contacto con la obra de José Lezama Lima: es imposible olvidar el eficaz ensayo sobre Paradiso del escritor argentino, publicado aquel año en la revista habanera Unión. Esto lo sabía muy bien Cortázar. Pero creo que Lezama nunca supo que él fue el puente que, también en 1966, me comunicó con el autor de Rayuela.

Para Lezama, 1966 fue un año de gracia: fue entonces cuando, comentado, recomendado y catapultado por Cortázar ( quien como integrante del boom latinoamericano, ¿recuerdan?, tenía pegada para imponerse), rompió el cerco de reticencias y negaciones que lo ceñía, fue conocido y reconocido más allá de su entrañable isla y comenzó a ser, por mecanismo conocido, profeta en su tierra, muy a pesar del fundamentalismo castrista, que había censurado su novela, entre otras razones, por su trasfondo de homosexualismo.

Sabido es que la primera y única edición cubana de Paradiso fue secuestrada por decisión de un funcionario-escritor, Joaquín González Santana (en aquellos momentos subordinado de César Escalante, comunista de la vieja guardia que era secretario de organización del partido), y que fue el propio Castro quien, en vista del escándalo creado, decidió que lo mejor era dejarla circular sin más aspavientos.

En aquella época, Lezama y yo éramos compañeros de trabajo en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba. La cotidiana proximidad del maestro y las conversaciones que a diario sostenía con él acrecentaron mi interés por su obra y me despertaron deseos de escribir sobre ella. Redacté y casi inmediatamente publiqué en El Mundo, uno de los principales periódicos que se hacían en Cuba, un extenso artículo que más tarde se reprodujo en la revista Siempre!, de Méxijo, e Índice, de Madrid. A propósito de esto, Lezama me dijo que el novelista argentino Julio Cortázar estaba escribiendo un ensayo sobre Paradiso. La noticia me animó a remitirle mi artículo a Cortázar, cuya dirección en Francia me facilitó el mismo Lezama. Así di el primer paso en el puente lezamiano que me conduciría a Julio. Meses después, cuando menos lo esperaba, recibí la siguiente carta:

Saignon (Vaucluse, 10 de agosto de 1966.

Señor
Manuel Díaz Martínez
La Habana

Muy estimado señor y amigo:

Discúlpeme la tardanza de responder a su carta y a su gentil envío; dos razones he tenido para ello. Por lo pronto, su carta del 19 de mayo me llegó a mi poder hace apenas un mes, primero porque la correspondencia de Cuba se demora por motivos que usted conoce tan bien como yo, y luego porque hubo que reexpedirla de Saignon a Ginebra donde estaba pasando unos días. En segundo término, su artículo sobre Lezama Lima coincidió con un momento en que yo mismo estaba «sumergido» en un trabajo sobre el poeta, y quería terminarlo a toda costa. Mi correspondencia se atrasó mucho, pero pienso que a usted le agradará saber que el trabajo quedó terminado y que lo envié a Lezama hace dos semanas. Me hubiera gustado mucho hacerle llegar a usted una copia, puesto que su nota en «El Mundo» muestra el afecto y la admiración que tiene por el poeta; sin embargo, como en ese trabajo hay una serie de puntos que el mismo Lezama deberá aclarar antes de la versión definitiva, prefiero esperar todavía un poco.

Su artículo me interesó y conmovió mucho, porque usted ha visto y mostrado esa «actitud central» que determina la poética y la conducta de Lezama Lima, y que hace su grandeza. Nada me agradaría más que poder conocerlo a usted personalmente alguna vez para hablar de tantas cosas que sin duda tenemos en común. Precisamente se abre ahora la posibilidad de que yo vaya a Cuba en enero del 67, y si así fuera, me será muy grato reanudar este diálogo apenas esbozado en nuestras cartas.

Gracias otra vez, por su envío cordial, y créame desde ahora su amigo

Julio Cortázar

Tal como él suponía, Cortázar fue a La Habana en 1967. Almorzamos en dos ocasiones en el hotel Nacional, una vez en compañía de Lezama.

La última vez que hablé con Julio —poco antes de su muerte— fue en La Habana, en la Casa de las Américas, la noche en que el novelista venezolano Miguel Otero Silva firmaba ejemplares de la edición cubana de su Lope de Aguirre. Julio estaba de paso hacia Nicaragua, adonde iba a recibir el Premio Rubén Darío. Apenas unas palabras, un apretón de manos y un hasta luego que ninguno de los dos —quizás él sí— podía sospechar que era la despedida final.

DEDICATORIA DE LEZAMA A DÍAZ MARTÍNEZ (PARADISO, 1966).

(«Para Manuel Díaz Martínez, esta búsqueda de la Orplid, de la ciudad de estalactitas, donde conocer es transparentar.
De su amigo de todos los días,
J. Lezama Lima
19 de abril 1966»)

INTRODUCCIÓN A JOSÉ LEZAMA LIMA

«En el sistema lezamiano, la poesía es concebida como una energía hechizante…»

Manuel Díaz Martínez, fotografía de Nieves Delgado.

Leyendo el ensayo de Valéry sobre Mallarmé («Yo le decía, a veces, a Stéphane Mallarmé…») he comprobado que es posible aplicar casi íntegramente a Lezama lo dicho en esas páginas admirables. Como Mallarmé, Lezama se encaró a esa tendencia vulgar de «no leer más que aquello que todo el mundo podría escribir», y, como le sucedió al poeta francés, lo rutinario ha sido su más encarnizado enemigo, porque —y cito de nuevo a Valéry— «ofrecer a las gentes esos enigmas de cristal, introducir en el acto de agradar o de conmover por medio del lenguaje esas composiciones de dificultades y de gracias, permitiría concebir en quien lo osaba una fuerza, una fe, un ascetismo, un desprecio del modo de sentir general, sin ejemplo en las Letras, que humillaban todas las obras menos audaces y todas las intenciones menos rigurosamente puras, es decir, casi todo».

No encuentro en la historia de la poesía de lengua española otro caso similar al de Góngora y Lezama, en que la fuerza de lo gregario, de lo establecido, de lo cotidiano provoque una fusión tan traumática entre el dramatismo que toda voluntad creadora entraña y la certidumbre de que lo creado sólo hallará resonancia en muy contados espíritus, tan raros como el del creador. Si para muchas finas inteligencias el racionero cordobés continúa siendo un orate cejijunto o un farsante magistral, ¿tenemos derecho a extrañarnos de que la obra del barroco habanero haya tenido que moverse, crecer e imponerse entre rechazos?

Lezama no flaqueó jamás —no descartaba que algún día llamara a su puerta «el viejito de Suecia», como él decía—, y el origen de su persistencia ante las adversidades a que sometió los productos de su espíritu estaba, en gran parte, en su convencimiento de poseer un sistema poético perfectamente estructurado y «necesario» y de dominar sus resortes.

En su ejemplar del ya citado ensayo de Valéry —uno de los incontables libros que me prestó durante los años en que trabajamos juntos en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba—, Lezama tenía subrayado el siguiente párrafo: «El objetivo de todas las búsquedas más elevadas es el de construir un gran edificio o sistema necesario a partir de la libertad, pero esta libertad no es más que el sentimiento y la seguridad de la posesión de lo posible y se desarrolla en él». Este párrafo parece haber sido escrito para esclarecerle a Lezama el sentido de su fuerza.

LEZAMA Y LA POESÍA

Lezama es el único poeta cubano que ha diseñado un sistema poético. En el prólogo de Armando Álvarez Bravo para la Órbita de Lezama Lima (Ediciones Unión, 1966) se recogen estas declaraciones del maestro: «Algunos ingenuos, aterrorizados por la palabra sistema, han creído que mi sistema es un estudio filosófico ad asum sobre la poesía. Nada más lejos de lo que pretendo. He partido siempre de los elementos propios de la poesía, o sea, del poema, de la metáfora, de la imagen». Sí, su sistema poético no va en busca de la poesía, sino que parte de ella, de su experiencia.

En algún pasaje de su prólogo, Álvarez Bravo afirma que ese sistema «empezó a perfilarse en una serie de fragmentos en prosa que se incluían en (…) La fijeza», el cuarto libro de Lezama. Creo, sin embargo, que es necesario remontarse al año 1941, en que se publicó Enemigo rumor, para encontrar los síntomas de ese comienzo. La poesía como tema, como problema, es una obsesión que aflora frecuentemente en la obra de Lezama.

Ya en Enemigo rumor, libro aparecido ocho años antes que La fijeza, figuran dos poemas que son prolegómenos al sistema: «Ah, que tú escapes» y «Una oscura pradera me convida». Lo que escapa cuando alcanza su «definición mejor» es el poema, que se hace cuerpo independiente, palpable, «una sustancia resistente enclavada (son palabras posteriores de Lezama) entre una metáfora, que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis»; y la «oscura pradera» enigmática, que lo convida y lo encanta, es la poesía, «la poesía como misterio clarísimo, o, si usted lo quiere, como claridad misteriosa».

En el sistema de Lezama, el proceso de la creación poética se inicia con lo poético, o el estímulo; pasa por el poeta, o el conductor; y culmina con el poema, o la revelación. Como Alfonso Reyes, Lezama advierte que la creación poética recorre un camino que va de lo subconsciente a lo consciente. Alguna vez le oí decir, en una de aquellas conversaciones que sosteníamos en su casa los domingos en la mañana, que cuando estaba claro escribía prosa y cuando estaba oscuro escribía poesía, «porque la poesía necesita de una nebulosa».

Ante la disyuntiva de si la poesía prefigura lo venidero, desvela el presente o rescata y eterniza la memoria, Lezama aporta, tomando la imagen como encarnación de la poiesis, una definición que engloba todas las posibilidades: «La imagen es la realidad del mundo invisible». En el sistema lezamiano, la poesía es concebida como una energía hechizante que, «abiertas todas las grandes esclusas», como diría Breton, avanza por oscura vía y desemboca en una revelación que es una liberación.

El sistema lezamiano descansa en otros conceptos básicos, que su autor expone en la entrevista que para su Órbita le hizo Álvarez Bravo, y todos están orientados, como el propio Lezama subraya, a «destruir la causalidad aristotélica buscando lo incondicionado poético». Lezama hace una apretada exposición de tales conceptos, la cual trasladaré a ustedes íntegramente para su disfrute total y porque yo no podría hacerlo mejor:

«Pero lo maravilloso, que ya esbozamos en la relación entre la metáfora y la imagen, es que ese incondicionado poético tiene una poderosa gravitación, referenciales diamantinos y apoyaturas. Por eso es posible hablar de caminos poéticos o metodología poética dentro de ese incondicionado que forma la poesía.

En primer lugar citaremos la ocupatio de los estoicos, es decir la total ocupación de un cuerpo. Refiriéndonos a la imagen ya vimos cómo ella cubre la substancia o resistencia territorial del poema. Después citaremos un concepto que nos parece de enorme importancia y que hemos llamado la vivencia oblicua.

La vivencia oblicua es como si un hombre, sin saberlo, desde luego, al darle la vuelta al conmutador de su cuarto inaugurase una cascada en el Ontario. Podemos poner un ejemplo bien evidente. Cuando el caballero o San Jorge clava su lanza en el dragón, su caballo se desploma muerto. Obsérvese lo siguiente, la mera relación causal sería: caballero-lanza-dragón. La fuerza regresiva la podíamos explicar con la otra causalidad: dragón-lanza-caballero; pero fíjese que no es el caballero el que se desploma muerto, sino su caballo, con el que no existe una relación causal sino incondicionada. A este tipo de relación la hemos llamado vivencia oblicua.

Existe también lo que he llamado el súbito, que lo podemos considerar como opuesto a la ocupatio de los estoicos. Por ejemplo, si un estudioso del alemán se encuentra con la palabra vogel (pájaro), después tropieza con la palabra vogelbaum (jaula para pájaros) y se encuentra después con la palabra vogelon, que le entrega el significado del pájaro entrando a la jaula, o sea, la cópula.

Existe también lo que pudiéramos llamar el camino o método hipertélico, es decir, lo que va siempre más allá de su finalidad venciendo todo determinismo. Otro ejemplo. Durante mucho tiempo se creyó que las convulvas, que son unos vermes ciliares, retrocedían hasta donde llegaba la marea. Pero se ha podido observar que cuando no hay marea retroceden a la misma distancia. Existen animales como el díptico de frente blanca que en la cópula matan a la hembra. Ese camino hipertélico que va siempre más allá de su finalidad, como en este caso, es de raíz poética.

Me veo obligado a citar de nuevo una frase, aquella de Tertuliano que dice: El hijo de Dios fue sacrificado, no es vergonzoso porque es vergonzoso, y el hijo de Dios murió, es todavía más creíble porque es increíble, y después de enterrado resucitó, es cierto porque es imposible. De esa frase podemos derivar dos caminos o métodos poéticos: lo creíble porque es increíble (la muerte del hijo de Dios), y lo cierto porque es imposible (la resurrección).

LEZAMA Y LA CRÍTICA

Manuel Díaz Martínez, fotografía de Nieves Delgado.

En 1957, Lezama publicó su ensayo La expresión americana. En ese libro se lee lo siguiente: «Que la valoración de los enlaces históricos y de la estimación crítica tenía que ir forzosamente a un nuevo planteamiento, era cosa esperada con júbilo. Un Ernest Robrt Curtius o un T.S. Eliot lo anticipan con indicios e intuiciones. Con el tiempo —nos dice Ernest Robert Curtius— resultará manifiestamente imposible emplear cualquier técnica que no sea la de la ficción». Un poco más adelante agrega Lezama: «Una técnica de la ficción tendrá que ser imprescindible cuando la técnica histórica no pueda establecer el dominio de sus precisiones». Y cierra con esta suerte de declaración de principio o consigna: «Una obligación casi de volver a vivir lo que ya no se puede precisar».

La crítica, por su propia condición inquisitiva y reflexiva, suele ejercer sobre el poema una acción disgregadora. Sobre todo la crítica tecnicista, armada de sofisticado instrumental teórico, penetra en el poema con la misión de extraer, separar, desconectar sus resortes y engranajes, de manera que el mecanismo cerrado que es el poema deje al descubierto sus entrañas, con lo cual el texto queda a merced de la logicidad de un pensamiento más o menos ordinario. No será difícil advertir que tal labor de disección in vivo —un poema es un organismo vivo— arroja resultados similares a los de una disección in mortis: sólo nos ofrece una masa fría de la cual se ha evaporado la vida. Durante mucho tiempo nos pareció que el crítico estaba condenado a ser el taxidermista de la literatura o el entusiasta comentador de sus particulares preferencias.

Entre nosotros, es Lezama quien, reivindicando el acercamiento poético al texto, por una parte ha superado la crítica retórica y la simplemente impresionista y, por otra, frente a los diversos formalismos academizantes surgidos en los últimos años en Europa y Estados Unidos, le ha desbrozado el camino a una posible y deseable rehumanización de la crítica. Lezama, que describe como testigo la fantasmal partida de ajedrez entre el Inca Atahualpa y el Adelantado Hernando de Soto, y que atisbó los paseos de Catalina II por los malecones del Neva, revoluciona la crítica literaria en Cuba llevándola a un vasto campo de posibilidades cuyos límites, dilatados a veces por la ficción, se disuelven en la Historia.

Como crítico, Lezama actúa, al igual que como poeta, por asociaciones y derivaciones, y en base de tales recursos descubre o crea los vínculos entre el paisaje, el hombre, la Historia y la imagen poética.

Cuando digo que Lezama crea las relaciones no aludo a la arbitrariedad, porque esa creación, esa ficción a la que me refiero, se produce por «una obligación casi de volver a vivir lo que ya no se puede precisar», principio que entraña una fabulación reconstructiva realizada a partir de rastreados y sopesados correlatos históricos. En el prefacio con que abre su Antología de la poesía cubana, Lezama recomienda: «El estudioso de la literatura debe rebasar las fuentes de información que sean estrictamente literarias. Cuanto mayor y más diversas sean esas fuentes, más complejo y ahondado es el rendimiento literario…» El consejo de Lezama encamina al estudio de testimonios y hechos.

La Antología de la poesía cubana abarca desde el motete que se supone se cantó en la iglesia de Bayamo para dar la bienvenida al obispo Fray Juan de las Cabezas Altamirano, luego de que lo rescataran de manos del pirata Girón, hasta José Martí, «nuestra excepcional figura», dice Lezama, «que no solo resume nuestro pasado, sino que avizora el porvenir». Por lo tanto, la antología recorre las etapas fundacionales de nuestra nacionalidad.

Marginando el enfoque habitual y de corto alcance, meramente literaturesco, de nuestra poesía, partiendo de valoraciones en que aparecen implicados los elementos sociales que fueron conformando la cultura de la isla, y abriendo, por lo mismo, una más espaciosa perspectiva a la crítica, Lezama fue al rescate de las raíces de la poesía cubana. La aguda mirada que pasea sobre nuestra poesía incita a prestar una más amorosa atención al caudal literario acumulado por los cubanos en los tres siglos que se extienden desde el motete de la iglesia bayamesa hasta los Versos libres de José Martí.

En su Antología, Lezama demuestra que podemos enorgullecernos de nuestra tradición poética, provista de creadores de innegable valor y no pocas veces espléndidos e influyentes a nivel internacional (él mismo es un ejemplo), y nos permite ver que esa tradición tuvo, desde su inicio, su centro de gravitación en el paisaje insular y en el desarrollo de nuestra sociedad.

En el prefacio de la Antología, Lezama da fe de su modo de pesquisar y de hacer crítica, en el que se reproducen mecanismos de su sistema poético. El prefacio arranca con esta afirmación: «Nuestra isla comienza su historia dentro de la poesía. La imagen, la fábula y los prodigios establecen su reino desde nuestra fundamentación y el descubrimiento». Empiezan, pues, los cotejos, las vinculaciones, las derivaciones. De la frase «seda de caballo», anotada por Cristóbal Colón al fijarse en la cabellera de las indias, Lezama deriva la hipótesis de que el Almirante no aludía «tan sólo a una presencia hermosa y fina, sino a la carga de eticidad que entraña, como una resistencia sedosa y fina que había de ser característica de todos los intentos nobles del cubano».

Con la labor de los orfebres habaneros del siglo XVII Darío Romano y Dámaso García, probablemente los pioneros de ese arte en Cuba, Lezama vincula, haciéndolo albacea artístico de aquellos, al poeta mulato Gabriel de la Concepción Valdés, conocido por Plácido, en cuya poesía señala «las muestras de un estilo plateresco». Lezama establece este vínculo a través de uno de los oficios de Plácido, que era platero además de peinetero.

Por otra parte, Lezama hace referencia al que parece ser el primer conjunto de música popular que apareció en Cuba y subraya que uno de esos componentes procedía de Málaga; otro, de Lisboa; otro, de Sevilla; y el cuarto, la negra Ma Teodora, de Santiago de los Caballeros (Santo Domingo). Tal mezcolanza le da pie para cifrar en ella el carácter sincrético de la sociedad insular. Elevando a la categoría de símbolo ese remotísimo conjunto musical, para muchos legendario, Lezama concluye que la «diversidad de influencias, étnicas y artísticas, profundizan nuestra música desde los inicios» y que «La fusión de la diversidad en el arte o en la familia, otorga una riqueza que se negará siempre a prescindir de su profunda unidad».

En el ámbito de esta metaforización de la historia —sugestivo entramado de realidad e imaginación—, lo más sorprendente del prólogo resulta ser la teoría de los genitores: Hernando de Soto, «el genitor por la imagen», «el enterrado y desenterrado», y Vasco Porcallo de Figueroa, «el genitor telúrico», «el hombre dominado por su sangre», «el que perdura por una descendencia de más de doscientos hijos». Lezama crea dos arquetipos de idéntica energía poética para describirnos las fuerzas que engendraron la nación: Hernando de Soto, la «imagen» (que para Lezama es el estímulo secreto de la Historia, la anticipación del futuro), y Porcallo de Figueroa, la vitalidad física, «la sangre arremolinada», la acción fecundante que, al desatar las fuerzas contradictorias, provoca el movimiento realizador de la historia.

Finaliza el maestro con una de sus más hermosas vinculaciones: la «la honda fineza» y la «invencible resistencia» que observa en el modo con que Martí conduce sus ideales de independencia, las conecta con la condición sedosa y resistente que el descubridor de América atribuyó al pelo de las indias al describirlo en su Diario con la frase «seda de caballo».

ENLACES RELACIONADOS

Sobre la poesía (Manuel Díaz Martínez).

La traducción poética según Manuel Díaz Martínez.

Ensayo sobre las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer (Manuel Díaz Martínez). Texto íntegro.

Fantasía para Gabriela (Manuel Díaz Martínez). Dibujos de Ofelia Gronlier Lamar.

Manuel Díaz Martínez. Poemas.

Nanas del caminante (Manuel Díaz Martínez). Poema.

Realidad y poesía en Pablo Armando Fernández (Manuel Díaz Martínez).

“Crónica de un cazador” (Manuel Díaz Martínez). Texto íntegro.

El género policíaco (Manuel Díaz Martínez).

Cuaderno de rimas (Manuel Díaz Martínez).

Lezama en mi memoria. Texto y dibujos de Ofelia Gronlier Lamar.

Los niños del «Caso Padilla».

Pintura preferida: Vieira da Silva y Balthasar Balthus (José Lezama Lima).

Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX) José Lezama Lima. Texto íntegro.

Vida de Lezama (José Agustín Goytisolo). Poema.

La traducción poética según Manuel Díaz Martínez.

La polémica del modernismo (Manuel Díaz Martínez). Discurso de ingreso a la Academia Cubana de la Lengua.

Antología de la poesía en Cuba: 1800-1950. Poemas

Doce signos del zodíaco. Poemas (Eliseo Diego).

Agustín Acosta. Poemas.

Poetisas cubanas. Poemas.


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