JUEGO PERVERSO EN DOS PARTES

Juana de Arco, Odilon Redon.

I

La mujer se vistió con sus mejores galas, pues esperaba visita. La mesa estaba servida y todo parecía estar conforme ella lo deseaba. La mujer se acercó a la ventana del comedor y esperó, apoyada en el marco,  la llegada de su invitado. Mecánicamente introdujo una mano en el bolsillo de la falda, fue cuando se dio cuenta de que faltaba lo principal.

Entonces abandonó la ventana y se acercó a la mesa para depositar, al lado de las dos tazas de té, los sobres cerrados. Estiró una vez más el mantel, volvió a ubicar el jarrón con las margaritas, se miró al espejo y,  pasándose los dedos por los labios rojos recién pintados, regresó a la ventana abierta, justo a tiempo, pues él ya estaba abajo, en la calle.

La mujer se arremangó el vestido, trepó a la banqueta y desde el octavo piso se lanzó al vacío. Su cuerpo quedó flotando entre la tercera y la segunda planta, tal como lo había previsto.

Allí se quedó, esperando, ondulando con el sombrero puesto, con la pluma de avestruz al viento y las cintas pegadas al cuello; con la falda alzada y la blusa inflamada por el aire, con el refajo negro y el liguero de encajes al descubierto. Flameaba en la cálida tarde con su boca roja de corazoncito.

Ahora sopla el viento fuerte y su cuerpo baila, se balancea. Ahora, el viento se adormece y su cuerpo se detiene. Espera y ondea en el sopor con paciencia.

«¡Qué gritería! ¡Cuánta histeria!», piensa.

Y flota envuelta en la luz plateada de la noche que se acerca.

Dos son las opciones que ha dejado en los sobres que depositó sobre la mesa y que pueden decidir el desenlace de esta escena. Las alternativas son las siguientes:

A: Terminar estampada sobre la acera. Es consciente de que esta elección conlleva la renuncia al perdón de los pecados, es la más drástica.

B: Mantenerse por tiempo indefinido en el punto de suspensión. Es decir, flotar entre la vida y la muerte. Esta solución le permitiría rehacer el entuerto en caso de arrepentimiento.

El juego funciona aquí de la siguiente manera: sobre la mesa del comedor descansan dos sobres grises, como ya sabemos. Cada uno encierra una alternativa para la señora que ahora mismo flota entre la tercera y la segunda planta —de modo que la mujer no puede interferir en lo que pueda ocurrir en el octavo piso.

En el juego participan la protagonista (ella), el antagonista (el invitado) y el público que los contempla.

El ojo, Odilon Redon.

II

El invitado, ansioso, histérico, con las manos y las rodillas  temblando, entra en la habitación y se dirige a la ventana para poder observar a la anfitriona desde otro ángulo. El hombre está confuso, aún no comprende cómo puede ella mantenerse flotando sobre la acera. Hay que decir, por otro lado, que el hombre ha consentido participar en el juego.

—Caramba, ¡¿por qué no se estrella?! —grita enloquecido. Luego, cuando todo haya sucedido, descubrirá que su curiosidad estuvo más pendiente del fenómeno de flotación que del acto suicida de la anfitriona.

El invitado, en medio de su aturdimiento, descubre los sobres grises que esperan sobre la mesa y se abalanza sobre ellos. Tiene los dos en las manos y con ellos se asoma, nuevamente, a la ventana. Ella se encuentra flotando, esperando la respuesta.

Brunilda, Odilon Redon.

III

Ahora le toca el turno al convidado.

El visitante siente el peso de la responsabilidad, está abrumado, desconoce las alternativas que guardan las cartas. «De eso se trata, si no no es un juego, un juego de azar basado en las leyes del libre albedrío», le había comentado ella cuando le propuso el reto.

Ligera como la pluma de su sombrero, la mujer continúa balanceándose sobre el vocerío. Aguarda, tranquila, la apertura de cualquiera de los sobres.

El visitante, con gesto de autómata, se sirve un poco de té. Tiene la boca reseca y bebe la infusión que ella le preparó antes de tirarse —había pensado en todo… hasta en las galletas de avena y piñones que tanto le gustan.

Y, ¡por fin!, abre una de las dos cartas, así, sin más, sin pensar. Y saca un papelito rosa, perfumado, escrito con una letra redonda y apretada. El hombre lee para sí.

Ahora abre el otro sobre, el que supuestamente ya no cuenta, y vuelve a leer para sí.

Es en ese instante en el que el juego llegó a su fin. Pero  nunca sabremos cuál de las dos opciones se materializó, pues el visitante enmudeció tras una crisis nerviosa.

Ni siquiera nos queda la opción del descarte. «¡Si al menos hubiésemos podido asomarnos a la ventana o hubiésemos podido escuchar algún golpe seco en la calle!», seguro te dices, decepcionado.

Ah, escúchame, no es necesario, no es importante, no aporta nada a esta historia dar un final concreto, porque la anfitriona concibió el juego con el solo propósito de demostrar su teoría: que el azar no es nada sin nuestra voluntad.

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