LA ACAPARADORA

«Nunca se había mostrado el egoísmo de forma tan descarada, aunque en bocas de todos estaban el bien público, la libertad y hasta la virtud…»
 Madame de Ménerville 


Objeto, Joan Miró, escultura (loro disecado, media de seda, liga de terciopelo, zapato de papel, sombrero de Derby, bola colgante de corcho, pescado de celuloide, y mapa grabado), 1936.

 

LA ACAPARADORA

La acaparadora estuvo paseando por el pasillo que conecta la puerta de entrada con el fondo de su vivienda durante todo el tiempo que estuvieron trabajando en su casa. Hortensia sólo hablaba para responder las preguntas que se le hacían. Los servicios del Ayuntamiento, cumpliendo el mandato del juzgado, limpiaban las habitaciones que durante años y años guardaban lo que ella había adquirido en contenedores, mercadillos y ferias.

—Tiene que hacer un esfuerzo —la funcionaria señala las montañas de prensa, postales, libros, trapos, figuritas…—. Verá que cuando terminemos, se sentirá mucho mejor. Usted sabe que tengo razón, que todo es suciedad, pues usted tiene la casa llena de trampas para cazar ratones.

—¡Ah…, eso…! Esas trampas no son para cazar ratones, para eso están mis gatos. Las trampas están para atrapar demonios despiertos —y siguió paseando por el pasillo, sin decir ni una palabra más. Y al rato:

—Hortensia, ¿puede venir un momento?

—Dígame…

—¿A que el salón está mucho mejor? Mire, ahora puede sentarse en su sofá sin tropezar con nada —la funcionaria se sienta—. Ahora, es muy fácil limpiar —la mujer hace gestos como si restregara el suelo con la fregona—. Nada le estorba, ¿ lo ve?

—Si usted lo dice —y con tono sarcástico—: Por cierto, ¿dónde guardó el efecto luminoso que produce la luz sobre la plata cubierta de polvo?

—Entiendo que es muy difícil para usted aceptar que otros decidan sobre sus cosas. ¡Pero su casa estaba inhabitable, Hortensia! Y sus vecinos están preocupados por su salud, al igual que nosotros.

—¿Mis vecinos? ¿Quiénes son mis vecinos? Vivo aquí mucho antes que ellos y sé que existen por el sonido de sus televisores, que atraviesa mis paredes —mira a la funcionaria con sus ojos nublados por las cataratas—. Espero que usted, al menos, crea en lo que hace…

—Por favor, la duda ofende. Pero, dígame una cosa, ¿por qué el único espacio despejado de la casa era la mesa del comedor? ¿Por qué no puso nada sobre ella?

—El viento huele a lluvia, ¿lo siente? —y luego de un largo silencio—: Toda la vida de un hombre transcurre junto a la mesa en que come.

(La funcionaria, que no comprende la respuesta, cambia de tema.)

—No hay más que trastos y mugre, Hortensia. Mire cuántas bolsas han acumulado los empleados de la limpieza y aún queda por despejar el último cuarto.

—Eso que usted llama basura, eso que mira usted con desprecio, ¡son mis cosas, señora!

—No es mi intención ofenderla, créame —junta las palmas de las manos como si fuera a orar—. Pero sus gatos beben de los platos que tiene en el fregadero y…

—¿Y…? ¿En qué le ofende a usted eso? Ustedes han atado a mi perro, han invadido mi espacio, han tirado mis pertenencias a un contenedor y ahora quieren llevarse a mis gatos… —suda, la bata que la cubre se pega a su cuerpo enjuto, se apoya en la pared.

—¿Se siente mal? ¿Qué le pasa, mujer? ¡Dios, qué trabajo tan estresante! —se acerca a ella—. ¿Le traigo un vasito de agua?

—No, gracias, si quiero agua puedo ir a buscarla. Todavía esta es mi casa, ¿no? —pasa sus manos por el rostro y las seca en su falda—. No se preocupe, se me pasará. Por favor, déjeme sola un rato.

—Queda poco… Esta tarde rematamos y nos vamos —se asoma a la ventana y da una orden a uno de los operarios—. Hortensia, no me cansaré de repetirle que, a partir de ahora, la vida le será mucho más fácil. Se lo digo yo que me dedico a esto y tengo experiencia —suspira y dice con voz de contralto—: No es fácil para mí tampoco. Tengo que decidir qué cosas son necesarias para usted y cuáles no. Entiéndame…; además, tengo que separarlas, porque unas van al vertedero y las otras, las que pueden reciclarse, a obras sociales. Es mucho curro para una sola persona; sobre todo, si se tiene en cuenta en qué condiciones están estas casas.

Hortensia no contesta. Su mente está fuera de allí, pensando en qué haría con aquellas habitaciones despejadas donde los demonios —los recuerdos— tendrían espacio para instalarse a sus anchas. Pensando en que si regresaba a su vida de antes, a rebuscar cachivaches por las calles, la encerrarían en un asilo. El consuelo de salir a buscar cosas para poder conversar, al menos con los tratantes de los rastrillos, se lo habían arrebatado.

«Se irán y el tic tac del reloj de pared sonará en la casa como campana de catedral», cavila —sus pies descansan sobre la moqueta limpia.

—Señora, no se preocupe, buscaremos un buen hogar para sus mascotas —suena poco convincente la voz del empleado de la protectora de animales. Afuera, en la calle, el corrillo de vecinos alterna los aplausos a los funcionarios con una frenética carrera por ver quién cuelga más fotos en las redes sociales.

Y Hortensia piensa:

«¿Qué puede hacer una vieja ante unos hombres incapaces de ver la parte maldita de su trabajo? ¿Qué hacer ante unos seres que creen en la necesidad de que el Bien lo arrase todo?»

La acaparadora dio paso a su desgracia con un gesto manso. No se levantó a despedirse del perro que la buscaba con la mirada. No se acercó a la jaula donde los gatos, asustados, maullaban. Sentada, veía, a través de la ventana, el camión grúa que se afanaba por atrapar el contenedor donde viajaban sus pertenencias hacia algún lugar desconocido.

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