HURTADO Y LA BOLA DE PLATA

«Mi respuesta estuvo a la distancia de mi nave».
Oscar Hurtado

Imagen de Google.

La bola de plata es un relato que he escrito pensando en Oscar Hurtado, el escritor y poeta que me aseguraba que los marcianos me visitarían y que dejarían sus platillos voladores entre los helechos que cubrían el tinajón del patio de mi casa o dentro del fregadero de piedra, donde el musgo se acumulaba.

Hurtado me afirmaba que era difícil pronosticar el lugar exacto del desembarco, pero que era seguro que irían a los lugares más húmedos. Yo, que entonces era muy pequeña, creía a pie juntillas los cuentos que me hacía aquel hombre grande, huesudo, de cachetes hundidos y piel muy brillante, que nos visitaba justo a la hora en que debía irme a la cama. No pueden imaginarse la de noches que estuve sujetando las bridas del sueño para que no me venciera, no fuera a suceder que, por dormirme, me perdiera el verdadero significado de lo extraordinario.

Oscar Hurtado inauguró el género de la ciencia ficción en Cuba y fundó, entre otros sellos editoriales, la colección Dragón… Dragón nos descubrió las obras de Ray Bradbury, Isaac Asimov, Arthur Conan Doyle y C.S. Lewis.

Creo, firmemente, que debo a Oscar Hurtado el seguir afirmando que en las estrellas se esconden los personajes mágicos de los libros de mi infancia.

HURTADO Y LA BOLA DE PLATA
A Oscar Hurtado

Imagen de Google.

No tenía sueño y se puso a cantarle una Nana al lucero que brillaba en el cielo.

Todo sucedió muy tarde, cuando sus padres se habían quedado dormidos y, por fin, la brisa nocturna visitaba el hogar.

Fue entonces cuando el visillo de la ventana se movió, el niño silenció su canto y sus ojos se asombraron. El lucero se había ido acercando y acercando sin que él se diera cuenta. Y ahora estaba en su cuarto aquella brillante bola de plata tomando la forma de una muchacha.

—Hurtado, necesito que me ayudes a solucionar una duda —dijo la joven, de voz cristalina, sentándose al borde de la cama.

—¡Vaya…! —contestó el chico sin salir de su sorpresa.

—Hurtado, quiero que escuches mi historia y me digas, cuando concluya, si piensas que viví un sueño o si crees que lo que te he contado sucedió.

—¡Vaya…!

—¿Y bien, Hurtado? ¿Qué me dices? —volvió a insistir la extraña muchacha a la que, de ahora en adelante, llamaremos Lucero, porque todo ser que habla debe tener un nombre.

—¡Vaya…! —exclamó el chico recostándose en las almohadas.

—¿Entonces?

—¡Vaya…!

—Bueno, Hurtado, entiendo que  «¡Vaya!» es tu manera de decir «¡Sí!» —dijo sonriente la bola de plata llamada Lucero, y continuó—: Pero debo advertirte que, según avance en mi relato, mi cabello y mis ojos cambiarán de color y mi piel desprenderá aromas de especias exóticas. No debes asustarte, porque soy un lucero cambiante.

—¡Vaya…, vaya…! —contestó Hurtado frotándose fuertemente los ojos con los puños, no fuera a ser que estuviese dormido. Lucero se sonrió y, dándole un beso en la frente, empezó el relato con su peculiar voz:

—Érase una vez una aldea…

—¡Oh, se trata de un cuento! Lo tengo muy claro —sentenció el muchacho y, marcando las comisuras de sus labios, mostró su decepción.

—Pero, Hurtado, si aún no he empezado, ¿cómo puedes estar tan seguro? —respondió, sorprendida, Lucero.

—Pues porque comienza con Erase una vez… y así empiezan todos los cuentos que leo.

—¡Ah, entiendo! Empezaré de nuevo —contestó Lucero, y puso sus luminosos dedos en la cabeza de Hurtado, quien a partir de ese instante flotó por la habitación recostado en sus almohadas.

–Bien…, ¡comencemos! —dijo Lucero alargándose hasta el techo.

Y esta es la historia que la bola de plata, que había tomado forma de muchacha y que llamamos Lucero, contó al chico Oscar Hurtado.

«Yo vivía en una aldea que gozaba de veranos muy cálidos. Era una aldea pobre. Las casas eran de adobe, y de tierra los callejones. Los vecinos se alimentaban de lo que cultivaban en sus huertas y, los más ricos, aquellos que tenían la suerte de vivir pegados a los caminos porque así no tenían que sortear tantos charcos cuando llovía, comían huevos de sus gallinas y queso de sus ovejas. Pero todos, tanto los ricos como los pobres, tenían que ir a buscar el agua a la fuente de piedra situada al centro del caserío.

Una tarde de agosto, con un calor muy, pero que muy grande, cogí el cántaro de barro y me dispuse a ir a la fuente para refrescarme. Mi hogar estaba a las afueras de la aldea, por lo que tuve que andar y andar bajo un sol muy vivo. A esa hora los vecinos, huyendo del fuerte bochorno, descansaban en sus casas de paredes encaladas y puertas entornadas.

Zigzagueando, ¡por fin!, llegué a la fuente. El agua brotaba y rumoreaba una romanza… o eso me pareció.

Dejé el cántaro bajo la boquilla del caño, me descalcé e introduje mis pies en el agua fresca que dormitaba en la pila donde se acumulaba al caer. Estaba tan sofocada que me incliné y sumergí mi cabeza y mis cabellos en el agua clara. Así estuve unos segundos… o eso me pareció.

Pero cuando me incorporé, mis ojos, en un descuido, miraron directamente al sol. Y todo cambió. Y mis pupilas empezaron a desprender  puntitos de colores chispeantes que insistían en verse reflejados en el agua y en jugar con ella.

Me asusté. Me asusté mucho y busqué con los ojos, que no paraban de chisporrotear, las moradas que rodeaban la plaza donde la fuente se encontraba. Pero… ¡habían desaparecido las puertas y las ventanas!

Y, en su lugar, las fachadas mostraban los rostros de sus propietarios. Unas portadas habían tomado formas redondas; otras, ovaladas; otras alargadas y triangulares. Los tejados, de hojas de palma, se habían transformado en largas o cortas cabelleras canosas, negras, rubias, pelirrojas. Las ventanas eran ojos; las puertas, bocas  alarmadas. En cuanto a los picaportes, todos se habían convertido en narices largas, curvas, finas, gruesas o chatas. No sabía qué hacer, ni a dónde posar los ojos. Y, para colmo, cuando quise gritar, no me salieron las palabras.

Alcé los brazos al cielo y este se ennegreció. El sol dio paso a un viento muy fiero, que llegó acompañado de un gran nubarrón con sombrero de dos picos. Mientras tanto, brotaba el agua en la fuente, que seguía vestida con la multitud de colores que mis pupilas le habían regalado.

Cuando el viento comenzó a zarandear las viviendas, apareció una tropa de nubes grises que, a la orden del nubarrón, se posicionaron encima de los tejados.  ¡Ay!, las pobres casas estaban aterradas, aún recuerdo las caras de las fachadas.

Entonces, el viento aulló muy fuerte y comenzó a llover, como nunca antes había llovido en la aldea. Las gotas caían unas tras otra sin interrupción. Fueron construyendo una poderosa cadena de agua que, cuando estuvo hecha, se agarró a los tejados convertidos en melenas. Y comenzaron a tirar de ellas, intentando desprender las casitas del suelo.

Pero, ¡ay!, de los hogares salieron ejércitos de raíces con la intención de defenderlos. Y, mientras tanto, el agua de la fuente vestía los colores que mis pupilas le habían regalado.

Yo estaba paralizada y seguía con las manos alzadas al cielo. Miraba las casas atadas, fijadas por la lluvia a las nubes y ancladas a la tierra por las raíces.

Entonces, reaccioné. Y corrí todo lo que pude por las callecitas que hasta allí me habían llevado. Corrí, corrí mucho, hasta llegar a una tapia de ébano tallado. Era muy, pero muy alta, y tuve que ensayar varias veces el salto. Me hice daño en los pies, pues mis zapatos se habían quedado en la fuente, junto al cántaro. Pero, al final, salté al otro lado del cuadro.»

—Hurtado, ¿qué opinas de mi relato, lo soñé o lo viví?

—¡Vaya…! —contestó el muchacho y se frotó con los puños los ojos no fuera a ser que estuviera soñando.

—¿Y entonces…? —insistió Lucero que, al terminar la historia, se había vuelto completamente azul.

Hurtado sintió un beso en la frente, y su cuerpo y las almohadas volvieron a la cama.

Hurtado abrió los ojos, extendió sus luminosos dedos y, exhalando un leve olor a anís, dijo con voz cristalina:

—¡Vaya…!

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