EL ANILLO FABERGÉ

«Dependiendo de cómo interpretes los signos, así te irá en la vida».


Escultura, Ellen Jewett.

I
(Por el ojo de la cerradura vi…)

La noticia que le había dado el notario durante la cena lo alertó. Había un documento firmado, un papel escrito a mano que aclaraba que el anillo Fabergé no había sido vendido, sino empeñado. Poder rescatarlo significaba mucho para él. Así que atravesó el hayedo sin detenerse para gozar de la naturaleza y de los gorjeos de los pájaros, como era su costumbre. El notario le había informado, además, que el plazo para recuperar la pieza vencía al mediodía del día siguiente. Con la urgencia de encontrar el resguardo del banco entró en el despacho del hermano fallecido, se quitó el impermeable, el sombrero y encendió la luz.

Al comienzo, los ojos fueron receptivos al encargo. Insaciables, durante las primeras dos horas no se tomaron ni un descanso. Siendo, como son, de naturaleza curiosa, se sentían a gusto y satisfechos. Ávidos de información, se posaban en todas las gavetas, en todas las carpetas que el dueño abría con manos sudorosas. Actuaban con diligencia, pestañeando sólo lo preciso, evadiendo con sus largas filas de cerdas las partículas de polvo que danzaban inquietas bajo el haz de las bombillas y las chinerías.

Cuatro horas más tarde todo continuaba casi igual. El ojo izquierdo comenzaba a parpadear con insistencia, pero, por lo demás, mantenía su curiosidad, pues todavía quedaban varios espacios de la habitación por revisar.

El problema comenzó a surgir cuando, unas seis horas más tarde, el dueño decidió dar un segundo repaso a los documentos anteriormente revisados. Ese fue el instante en que los párpados empezaron a manifestar su cansancio, sufriendo un primer espasmo. El dueño, con el ánimo abatido, se acercó al mueble-bar y vio sus ojos reflejados en el ovalado espejo que hacía juego con el mueble. El hombre se alarmó, pues estaban acuosos, dilatados, rojos.

Los ojos parpadeaban para evitar la sequedad y descaradamente se arrugaban hasta conseguir lagrimear. En la madrugada, durante un instante, llegaron a cerrarse, pero el dueño, furioso, restregando sus puños contra ellos, los despertó. Durante todo el tiempo el pequeño reloj de mesa marcaba, con ritmo estridente, cada hora, cada media hora, cada cuarto de hora que los acercaba al amanecer. Detrás del ventanal las hojas de los árboles jugaban con el viento.

Cuando tanto esfuerzo parecía perdido, justo un segundo antes de que saliera el sol, los ojos bajaron su mirada, humillados, hacia la cesta de abedul de un antiguo faquir que el hermano había comprado en un mercadillo de Navidad. En la canasta había un papel arrugado que tenía que ver con el Fabergé.

II
(Por el ojo de la cerradura escucho…)

—Buenos días, amanece usted muy temprano —saluda el banquero al hombre demacrado.

—Buenos días, Don Ángel. No le voy a quitar mucho tiempo —de pie, la gorra en la mano.

—Pase, pase… Diga, ¿qué se le ofrece?

—Vengo a rescatar el anillo que mi hermano dejó en prenda.

—¿Está en plazo?

—Sí, eso creo.

—Tome asiento. ¿Trae el comprobante?

(El hombre saca del bolsillo de su chaqueta un papel, lo alisa con las manos y lo entrega).

—¡Anjá! —el banquero se pone las gafas y lo lee con atención—. ¿Usted ya sabe que es una pieza muy peculiar, verdad? ¿Está informado, la conoce?

—No, sólo sé que es un anillo Fabergé.

—Interesante, muy interesante… —el banquero se pasa la mano por la barba. Deja escapar una sonrisa, y dice—: Pues sí, es un Fabergé. Pero tiene que saber que esta pieza forma parte de un catálogo muy especial. De hecho, solamente hay una como la suya, pues el orfebre de la firma no pudo reproducirla. Esa joya es única.

—¡Qué me dice! —responde, asombrado, el hombre—. Eso… aumenta mucho su valor, ¿no?

—Así es, así es… —el financiero clava su mirada en el cliente, abre una gaveta y saca una llave—. Espere aquí. Vuelvo enseguida.

(Don Ángel regresa con una cajita de terciopelo azul, ribeteada en oro).

—Aquí está —abre el estuche con parsimonia.

—Pero, si… ¡está vacía! —exclama, desconcertado, el cliente.

—No, no lo está. Ya le dije que es un anillo muy singular.

—Ya, pero… —el hombre se muestra muy nervioso. Se pone de pie.

—Cálmese, se lo ruego —lo invita a sentarse de nuevo—. Sé que para usted es difícil percibir la grandeza de la joya porque desconoce sus cualidades —el banquero deja pasar unos segundos antes de continuar—: Pero ya estoy yo para sacarlo de dudas, ¿no cree?

—Tiene usted razón, perdone mi nerviosismo. ¿Puede explicarme por qué… no lo veo?

—Con mucho gusto —el cambista saca dos habanos de una caja. Uno para él y otro para el cliente. Acerca el cortapuros al usuario y enciende el suyo:

—Ya sabe que está prohibido fumar en espacios cerrados, pero aquí no nos molestarán. Eche una calada a ese Montecristo. Estará en la gloria.

—¿Y si vamos al lío? Es que… ¡no veo el anillo! —huele el puro y lo guarda en un bolsillo.

—No podrá verlo, sólo sentirlo —una voz envolvente sale de los labios de don Ángel después de saborear el habano—. El anillo es invisible al ojo humano —hace caracolillos con el humo—. Está hecho de oro, diamantes y esmeraldas.  Pero brilla con tanta intensidad que si se pusieran los ojos en él, ¡se abrasarían!

—No doy crédito a lo que me cuenta. ¡Es increíble! Entonces…, ¿cómo sabe que está… ahí? —señala el cofrecillo.

—Soy banquero, no lo olvide. Tengo el don de ver fortuna allí donde otros… no la ven. Mire, créame, la ventaja que tiene su joya es que puede usarla en todas partes. ¡Nadie salvo usted, que sabe que la lleva encima, puede advertirla! No hay riesgo de robo. ¿Comprende lo que eso significa hoy en día? Puede llevarla al fútbol, al cine, a los chinos, al Corte Inglés… No atraerá la mirada de los rateros.

—Pero es que…

—Nada de peros, ¡hombre! ¿Es que no comprende que en el camuflaje es donde radica su grandeza? Si se advirtiera… ¿Cómo diría yo para que me entienda? ¡Si se notara no podría usted usar la alianza sin temor a que se la mangaran! —deja el puro en el cenicero y se inclina sobre el escritorio, como queriendo llegar al cliente. Grita—: ¡Solo hay un anillo como este en el mundo! ¡Y es suyo! —extiende la caja de terciopelo hacia el asombrado propietario y, suavemente, expresa—: Pero si usted no lo quiere… ¡el banco se lo compra ahora mismo!

(El cliente introduce sus nerviosas manos en la caja. Se levanta, da un paseo por el despacho y vuelve a sentarse).

—¿Entonces, prefiere venderlo? —pregunta el banquero, sacudiendo la ceniza del habano para proceder a encenderlo de nuevo—. Debo decirle que solamente le daré esta oportunidad; pues, como usted comprenderá, una vez que usted se lo haya llevado la oferta queda anulada.

—No…, no. Si tiene razón, ¡es una pieza insólita! —hace el gesto de coger el anillo y de ponérselo en el dedo anular—. ¿Me queda bien?

—Ahí le queda un poco suelto. Pruebe en el otro dedo —sugiere el banquero—. Mire que si se le cae no podría recogerlo. No lo vería.

—Es verdad. Aquí encaja muy bien —lo pasa al dedo corazón.

—Ahora usted me firma el recibí y quedamos en paz.

(Firma. Intercambio de resguardos).

—Gracias por su paciencia, Don Ángel. Es que en esto de joyas no estoy muy avezado, la verdad.

—Lo importante es que usted se vaya satisfecho. Con eso me doy por contento.

—Y tanto que lo estoy. ¡Caray, vaya sorpresa que me dejó mi hermano! Si no llega a ser por el notario, no hubiese podido recuperarlo. Yo…. —el banquero lo interrumpe:

—Ya sabe que estoy aquí para lo que se le ofrezca. ¡Cuide ese anillo, hombre! ¡No hay otro igual! —don Ángel mira el reloj y dice—: Lo siento, pero tengo otra cita.

(Apretón de manos. Despedida. Cuando el banquero se queda solo, saca del bolsillo de su chaqueta el Fabergé y, echando una gran carcajada, lo vuelve a colocar en el estuche).

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