LA GUAJIRA
Mujer sentada, Cundo Bermúdez, óleo sobre madera, 1941.
La señora del arroz tenía la mirada dulce y un hablar tranquilo. Llegó a la ciudad cuando su juventud había marchado para no volver, como dice el famoso bolero.
La guajira vivió casi toda su vida en una casa de techo de hojas de palma y suelo de tierra, que doblegaba rociando agua y pasando el rastrillo para apaciguar al polvo. La guajira se casó con un hombre que competía con el gallo del corral, y tuvo hijos y nietos.
Un verano, su hija la reclamó: «Mamá, me he instalado en la ciudad y te necesito; además, aquí es más fácil resolver la vida», le dijo. Y la guajira cambió las verdes palmeras y el cielo azul de su campo por el peculiar olor de la ciudad, mezcla de yodo marino y carburante barato.
En La Habana, se convirtió para mí en la señora del arroz. Todas las tardes, la guajira ponía un tapete de lino blanco sobre la mesa auxiliar de su cocina, se preparaba un buchito de café y se sentaba a escoger el arroz en el viejo taburete de cuero. Abría la puerta para que entrara la brisa y yo me colaba por ella.
«Entre los granos de arroz hay gorgojos y piedras; hay que aislar las basuritas», decía, con doble intención, a los vecinos que bajaban y subían por las escaleras.
Hace mucho tiempo que no escoge arroz. Ahora pasa las horas mirando por la ventana y recordando los verdes platanales y su trocito de huerta. El mundo que la rodea no le interesa, pero es feliz.
Los demás no la entienden, sienten pena por ella. La guajira los mira y les regala su bonita sonrisa; su vida no es triste como los demás piensan, el mundo de ella es blanco como su arroz.
La guajira sabe que la pena que por ella sienten no es otra que la propia pena de quienes la compadecen —el pesar es una mancha que se extiende sin control—. La juzgan con ojos ajenos, con los ojos del desvelo y del ayuno. Mi guajira sigue oliendo a flor de campo.
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