LA HABANA EN FRAGMENTOS LITERARIOS

«Pensé que yo era el malecón del recuerdo».
Cabrera Infante

Havana, Jacob Van Meurs, grabado holandés, siglo XVII.

Concierto en La Habana es una antología que despierta sensaciones, que nos hace oler, escuchar, paladear, tocar y ver lo que extrañamos.

Concierto en La Habana es un homenaje a la manera en la que nuestros escritores y poetas han desvelado la vida cotidiana que les tocó en suerte. Es una recopilación que abarca todas las edades, todos los gobiernos, todos los sentires de la isla —en el poema Almendares, exclama Dulce María Loynaz: «¡Pero es mi río, mi país, mi sangre!» 

La colección Libros de la Espiral, de la editorial Artes de México, en agosto del año 2000 dedicó un monográfico a la capital donde nací y crecí. Es un número espléndido, con tapas recubiertas de tela azul, guardas verdes, buen papel y letra clara.

Las niñas, Juana Borrero, óleo sobre tela, sin fecha.

Libros de la Espiral está ilustrado con fotografías de William Henry Jackson (1843-1942). Las imágenes, que han sido litografiadas con varios colores, se suman al prólogo del poeta cubano Orlando González Esteva (Palma Soriano, 1952), quien ha seleccionado los escritos que nos invitan a mirar La Habana «con los únicos ojos capaces de verla sin intereses espurios: los ojos de la poesía».

Con «los ojos de la poesía» contemplamos retazos de la metrópoli esclava, de las vidas republicanas y de la Cuba devorada por un régimen totalitario. Las poesías, los relatos, las crónicas, los fragmentos de novelas, agrupados en Concierto en La Habana, hacen que los lectores que aún no han visitado la ciudad la deseen, como hacen que la piensen los que son sabedores de su historia. 

Vista de la plaza de San Francisco, James Gay Sawkins, grabado, h. 1835-1847.

En Concierto en La Habana hay hechiceros patrios y hay extranjeros cautivados por la sabrosura de un ajiaco rico en ritmos, colores y expresiones. Orlando González Esteva confió el éxito de su recopilación a los siguientes forasteros: Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Thomas Merton y Ernest Hemingway.

González Esteva determinó que los anfitriones fueran: José Martín Félix de Arrate, María de las Mercedes Santa-Cruz y Montalvo, Gabriel de la Concepción Valdés, Cirilo Villaverde, Juan Clemente Zenea, Julián del Casal, Fernando Ortiz, Carlos Loveira, Federico de Ibarzábal, Jorge Mañach, Rubén Martínez Villena, Lydia Cabrera, Dulce María Loynaz, Alejo Carpentier, Emilio Ballagas, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Gastón Baquero, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Calvert Casey, Guillermo Cabrera Infante, Manuel Díaz Martínez, Severo Sarduy, Italo Calvino, Reinaldo Arenas, Abilio Estévez, Zoé Valdés y Antonio José Ponte.

Stress, Fabelo, técnica mixta sobre metal, 2010.

He venido a las Palmas de Gran Canaria a pasar un tiempo con mi padre y he encontrado en su biblioteca, de títulos apetecibles, Concierto en La Habana. He leído la revista en el apartamento que tiene todos sus ventanales abiertos al Atlántico. En el mar hay un botecito que lucha, día y noche, por mantenerse a flote. Está ahí, desde que llegué, sobreviviendo a las riñas entre el viento y las olas. La barquita, abandonada, exangüe pero no vencida, me recuerda a mi malecón. Y, señores, el malecón habanero y las embarcaciones rudimentarias son alegorías de mi pueblo.

El barrio chino, Oscar García Rivera, óleo sobre lienzo, 1952.

Acerco el volumen a tus manos —quiero que lo saborees como un mamey en su punto— con cinco retazos literarios, puesto que las poesías se hallan en diferentes antologías y son más fáciles de encontrar. Pero no voy a utilizar las cromolitografías de William Henry Jackson: ilustraré los relatos con cuadros de pintores cubanos o de artistas que por La Habana pasaron.

Pasajero, ¡siéntate a mi vera!, iniciemos el viaje a la isla mayor de las Antillas. 

FRAGMENTOS LITERARIOS

*

VIAJE A LA HABANA
María de las Mercedes Beltrán Santa Cruz y Montalvo
Condesa de Merlín (1789-1852)

La Habana (Vista tomada desde la entrada del puerto), Eduardo Laplante, litografía, 1858.

¡Hela aquí! Ella es, ella, con sus balcones, sus toldos y sus azoteas, con sus lindas casas burguesas de una sola planta, casas de grandes puertas cocheras e inmensas ventanas enrejadas; las puertas y las ventanas, todo está abierto; se puede penetrar con una mirada hasta las intimidades de la vida doméstica, desde el patio, regado y cubierto de flores, hasta el aposento de la niña, con cortinas de linón y lazos de color de rosa (…)

Ya distingo el balcón de la casa de mi padre, que está situada frente al Castillo de la Punta. A un lado hay un balcón más pequeño. Desde allí, de niña, contemplaba el cielo estrellado y resplandeciente del trópico, y mi alma, al ruido sordo y regular de las olas que se deshacían en espuma sobre la arena, exhalaba sus primeros perfumes y se lanzaba en busca de santas revelaciones. Desde allí, inquieta, turbada, enternecida, con los ojos fijos en la inmensa extensión del mar azul y centelleante, adivinaba, en los ingenuos ímpetus de mi corazón, que había algo tan vasto como el mar, tan móvil y tan poderoso (…)

¡He aquí los campanarios de la ciudad elevándose en los aires! ¡Entre ellos reconozco el de Santa Clara, y me figuro distinguir encima de él la imagen de sor Inés, sosteniéndose allí como una nube ligera, con su rostro pálido y sus grandes ojos negros! ¡Allí está el antiguo espectro de Dominga, la mulata, espiándome a través de los claustros con su linterna sorda! (…)

Continuamos avanzando y la los balcones, a nuestro paso, se llenan de gente que nos señala y saluda. Entre la multitud distingo muchas negras vestidas de muselina, sin medias y sin zapatos, que llevan en los brazos criaturas tan blancas como cisnes. Y también muchachas de talle esbelto, tez pálida y bucles negros, cuyos vestidos traslúcidos la brisa mueve y el sol ilumina, y que atraviesan, ligeras, las largas galerías.

El corazón se me oprime, hija mía, al pensar que vengo aquí como una extranjera. ¡La nueva generación que voy a encontrar no me reconocerá, y a una gran parte de la generación anterior yo no la reconoceré! Heme aquí frente a mi balcón que se adelanta hacia el mar, donde todos se agitan, se apiñan, extienden los brazos, despliegan los pañuelos y parecen apostar sobre quién me verá primero. La casa me es desconocida; no dice nada a mis antiguos recuerdos y, sin embargo, yo no sé qué simpatía secreta, qué misterioso atractivo me arrastra hacia ella (…)

En todas partes hay movimiento, agitación. Nada permanece en su sitio. La rara diafanidad de la atmósfera presta a este bullicio, así como a la claridad del día, algo de incisivo, que penetra en los poros, y produce una especie de estremecimiento. Aquí todo es vida, una vida animada y ardiente como el sol que lanza sus rayos sobre nuestras cabezas (…)

No te puedo decir, mi niña, la emoción que sentí al encontrarme en medio de esta ciudad donde nací y en la que di los primeros pasos por la vida. Cada objeto que veía renovaba en mí alguna impresión de mi infancia y me sentía invadida de no sé qué alegría loca y salvaje que me enternecía y me hacía llorar. Al mismo tiempo me parecía que todo lo que veía me pertenecía, que todas las personas que encontraba eran amigos (…)

A estas voluptuosidades del recuerdo sucedía la sorpresa encantadora que me causaba el aspecto extraño de esta ciudad de la Edad Media, conservada intacta en el Trópico (…)

*

FUERA DE LA CIUDAD
UN HOTEL FRANCÉS
Julián del Casal (1863-1893)

Paisaje cubano, Esteban Chartrand, grafito sobre papel, 1870.

«Hay lugares tan bellos en la tierra que uno quisiera poderlos estrechar contra su corazón». Esta frase de Flaubert revoloteaba en nuestra memoria al regresar de un paseo que dimos ayer al poético caserío del Vedado, para distraer el fastidio, andar al aire libre y huir de las monótonas diversiones de la ciudad.

Era el oscurecer. La tarde expiraba poco a poco y la niebla envolvía las verdes cumbres de las montañas. El humo se elevaba en negras espirales del fondo de las chimeneas, la bóveda celeste perdía su rojiza coloración. Los últimos reflejos del sol flotaban esparcidos, como lentejuelas doradas, sobre las ondas inmóviles del mar. El calor se había apaciguado y se respiraba un aire fresco que parecía salir de inmensos abanicos agitados por manos invisibles.

Atravesando la ancha calzada polvorosa que se extiende, rodeada de verdes montículos a la izquierda y de rocas negruzcas a la derecha, a lo largo de las orillas del mar, donde apercibíanse las espaldas encorvadas de algunos pescadores que aguardaban pacientemente la caída del pez en las redes tendidas, llegamos al risueño pueblecillo, el más tranquilo, el más pintoresco y el más moderno de los que se encuentran alrededor de la capital.

Todo el que vive en La Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el brillo de una moneda nueva (…)

*

JUAN CRIOLLO
Carlos Loveira Chirino (1882-1928)

Azoteas de La Habana, Abela, óleo sobre lienzo, 1925.

El carruaje baja, célere y saltarín, por la Calzada. En la Calzada ya la ciudad comienza a desperezarse. El carruaje se cruza con varios coches de alquiler, que suben Cerro arriba, saltando ruidosos, detrás de los caballejos, estimulados a trallazos. Y se cruza con los tranvías de escuálidos muslos; con verdes montañas de maloja; con lecheros patiabiertos sobre los serotes repletos de botijas. Comienzan a abrirse los establecimientos; a sonar campanas, silbatos, pregones y martillos; a poblarse las aceras, a medida que el carruaje desciende por Reina, acercándose a la plaza del Vapor (…)

La bahía tiene ya tropical claridad de pleno día. El breve crepúsculo ha durado menos que el viaje en coche, desde el Cerro al Muelle de Luz, y el sol, rápidamente libertado de los celajes que le sujetaban, brilla, rotundo, alegre y cegador, sobre los altos y artillados murallones de la Cabaña.

El soberbio cuadro natural que un sol de vida inunda de luz, acaba de conmover profundamente el alma del abandonado muchacho. Mástiles embanderados, falúas que rasgan el brillante espejo del mar, entre rápidos aleteos de remos; un humeante vaporcillo, con pesada cauda de lanchones; velitas, blancas y combadas, esparcidas por la anchura del Golfo, más allá del Morro, y acá, enfrente, sobre los chorros de vapor y las nubes de humo de la industriosa Regla, el verde, claro y límpido, de los campos exornados de palmeras.

Trepida la hélice. El ferry comienza a separarse del muelle, lento y silencioso. Juan, de pie junto a la barandilla de la tortuguesca embarcación, entre el nuevamente enseriado y hermético don Roberto y la estallante maleta, rugosa y cuarteada, alza los ojos del espacio que con creciente rapidez ábrese entre el ferry y los tablones del muelle; entre él y La Habana. Los alza, para lanzar la mirada, con niebla de lágrimas, sobre los edificios que ya rápidos se apartan de él; hacia un remoto rincón de la ciudad; en un nuevo, fugaz, pero intenso recuerdo a la que se queda allá atrás, bajo el lejano y desconocido montoncito de tierra (…)

*

LA HABANA VISTA POR UN TURISTA CUBANO
Alejo Carpentier Valmont (1904-1980)

Paisaje de La Habana, René Portocarrero, óleo sobre lienzo, 1961.

La Habana se dibuja, crece, se define, sobre el cielo luminoso del atardecer. Y con esta visión que se precisa, extiende y profundiza, se afirman los valores eminentemente espectaculares de la ciudad (…)

La entrada de su puerto parece obra de un habilísimo escenógrafo. Como en Brujas, donde un arquitecto ha tenido la idea genial de instalar la estación de ferrocarril en una catedral gótica, el turista se encuentra con una visión que no defrauda sus ilusiones románticas; la de los castillos coloniales, con fosos y atalayas, que son una materialización tangible de imágenes impuestas a su espíritu por la lectura de novelas o relatos históricos…

Una joven turista americana que se encuentra a mi lado me hace esta pregunta adorable, alargando el índice hacia el Morro y la Cabaña:

—Pero… ¿son castillos de verdad?

La Habana es, además, de todos los puertos que conozco, el único que ofrece una tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad.

*

SANTA CECILIA
Abilio Estévez Pazo (1954)

Plato preferido, Fabelo, acuarela sobre cartulina, 2002.

El fondo del mar es un trasiego. Por esta tumba pasan demasiados forasteros. Cada vez que aparece uno el corazón me da un vuelco. Pregunto: ¿usted viene de…? ¡No! Y yo quiero que llegue alguien y diga: ¡Sí, vengo de allá! Me abrazaré a ese forastero aunque sea un extraño. Le daré lo que tengo, esta arena mía será suya. (Implorante.) Quizás alguno de ustedes… (Pausa. Duda. Luego, llena de resolución.) ¿Alguno de ustedes viene de La Habana? (A un espectador.) ¿Usted es de La Habana? (A otro.) ¿Y usted? La Habana, digo, mi ciudad, la ciudad donde fui santa y emperatriz. (Decepcionada.) Nadie viene de La Habana. La Habana no existe. A veces pienso que la inventé. (Nostálgica.) ¿Saben? Hubo una ciudad llamada La Habana. Junto al mar. Ciudad única. Laberinto de espejos. Me gustaría contarles… ¡Por mucho que les cuente, que describa…! ¡Había que vivirla! (Se oyen campanas que doblan a muerto.) ¿Oyen? (Confidencial.) Doblan por nosotros. (Otro tono.) ¿O creen que no me di cuenta? Aquí todos estamos muertos. Ustedes y yo. Pensaron confundirme, que no me diera cuenta. ¡Hace tanto que lidio con muertos! Un ahogado se nota a la legua. No sólo por el color y el olor de la carroña. (A un espectador.) Ni por el pus que te sale por los ojos. (A otro.) Ni por los gusanos que corroen tu piel. Un muerto es algo más que podredumbre. Silencio, tristeza, hastío, falta de esperanza (…)

Nací en la calle de la Luz. ¡Qué suerte! Calle con tal nombre no la hay en ninguna ciudad del mundo. (Entusiasmada.) ¡La calle de la Luz! Primer recuerdo de La Habana: la Luz (Como la niña. Abre una ventana. La ilumina un haz de luz.) ¡Mamá, mira! Me vuelvo transparente. No puedes verme, soy traslúcida, de cristal. Puedo esconderme donde quiera, nadie me verá. Aire al fin, recorro la ciudad, entro en las casas, acaricio las mejillas de las niñas que duermen, entro en el comedor, acaban de poner el frutero con frutas frescas, me llevo el olor de las frutas a la calle, otra vez. ¡La luz es tan intensa que los habaneros se vuelven invisibles! (Como la anciana.) A las doce del día, la luz hace desaparecer La Habana.

Destellos, reflejos… Hasta la tarde, en que volvía a cobrar la materialidad (Pausa.) Quise dar un paseo. Ya sé: pasear por el fondo del mar no es pasear. Caminas y siempre estás en el mismo sitio. Me pareció ver edificios. Me dije: La Habana. Los ojos se me arrasaron de lágrimas. Soy sentimental. ¡Corrí! Es difícil correr con tantas rocas y algas. Lo juro: vi al mar lanzando las olas sobre el Malecón, y al Morro, a La Cabaña. Hasta un crucero entrando en la bahía.

¡Debía estar curada de espanto! Cuando llegué, ¿qué creen que encuentro? Galeones sumergidos, velas podridas, cofres, correas… Ni un alma. Bueno, no sé las almas. Ni un cuerpo. La muerte tiene eso, vas de espejismo en espejismo. Ustedes deben saberlo como yo: la muerte no es la oscuridad que nos dijeron, sino esta imbecilidad de caminar para siempre por el fondo del mar, creyendo en los sueños (…)

Yo soy la puta-virgen-triste bajo la noche habanera. ¡Me voy al Malecón! ¡Para algo construyeron el Malecón! (Pausa breve.) ¿Alguien sabe si ya estaba construido el Malecón? Problema de los muertos: ¡olvidamos! (Otro tono.) Si, aquí estoy, en el muro, mirando al horizonte. (Asustada.) ¡El horizonte! Allí una línea, una simple línea, y sin embargo… La línea se va apretando apretando como soga de ahorcado… Esta noche de mi hastío me doy cuenta: ¡vivo en una isla! ¡Qué soledad! Isla-aislado. Isla-desolación. ¿Quién dijo que el horizonte es una línea imaginaria? ¿Por qué mienten? Ahí está el horizonte: es una muralla. Los barcos salen de la bahía y se estrellan contra el horizonte.

*

TE DI LA VIDA ENTERA
Zoé Valdés (1959)

Escena habanera, Hermanas Scull, técnica mixta sobre lienzo, 1985.

Esa era La Habana, colorida, iluminada, ¡qué bella ciudad, Dios Santo! Y que yo me la perdí por culpa de nacer tarde. Esa era La Habana, con sus mujeronas de carnes duras, muslos gruesos, largos como torres, resbalosas piernas parejas o tobillos finos, pies experimentados a la hora de poner los tacones a trabajar, a rumbear, senos pequeños y firmes, o turgentes y dulces, porque la habanera suele ser de poco busto, fina de talle y caderúa. Los escotes y la provocación de los entremeses abiertos de par en par, iguales a terrazas en espera de Martí con la bandera cubana. Las bembonas pintorreteadas susurrando caricias. Todo, cuentan, siempre a punto de caramelo: los lunares, las cejas arqueadas, los flequillos sobre la frente, las orejas perfumadas, los nalgatorios empinados, las barriguitas prominentes, los meneos, el sandungueo. Esos eran algunos de los códigos sexuales y alegres de la Perla de las Antillas, ¡buena perlanga!

La Habana, con su humedad salitrosa, marítima, pegada a los cuerpos. La Habana, con sus cuerpos acabados de bañar, entalcados, perfumados y, sin embargo, grasientos. Cuerpos brillantes de sudor, el sudor del placer, el placer del baile, el baile del amor (…)

La madrugada esparcía perfumes caros de la tienda El Encanto, o barato de los Tencenes, sumamente escandalosos, mezclados con la pestilencia de diferentes alcoholes. ¡Ay, los habaneros, listos para ser acariciados, para ser besados! ¡Ay, coño, qué rica, esa Habana húmeda, esa ciudad de noches calientes, dulzonas! Y de vez en cuando, embrujaba un golpe de brisa marítima, y aproximábanse de nuevo las oleadas de vapores a potajes, o a tortilla vasca con chorizos, o a pan tostado. O solamente invadía la presencia de la piel del otro, su cercanía. Había que aprender a rozarse, dejarse repellar en un portalón del Malecón, bacilar el bacilón, que no es igual que vacilar en el bacilón. Y de cualquier terraza se descolgaba una música delirante, tambores salaísimos, guitarras melancólicas, pianos atrevidos, voces… ¡Ah, las voces de La Habana! (…)

Para enfrentar a los míos, y poder defenderla contra los suyos, es que recurro a mi única arma. Abro un libro de historia de Cuba, de Manuel Moreno Fraginals, y leo unos versos de Beatriz de Jústiz y Zayas, marquesa de Jústiz de Santa Ana, escritos en 1762:

¿Tú Habana capitulada?,
¿tú en llanto?, ¿tú en exterminio?
¿Tú ya en extraño dominio?
¡Qué dolor! ¡Oh, Patria amada!

ENLACES RELACIONADOS

La sociedad en la Cuba antigua (Jonathan Jenkins).

Watson y el tiburón (John Singleton Copley). Y el puerto de La Habana.

Rine Leal, la dramaturgia negra y «La selva oscura».

Inferno (Reinaldo Arenas). Poemas.

Fuera del juego (Heberto Padilla). Algunos poemas.

La trinchera (Ofelia Gronlier Lamar).

Lezama en mi memoria (Ofelia Gronlier Lamar).

Teselas de mi mosaico habanero.

El cubano que silba al viento.

Los dos balseros.

Nené y Cachita. Las modistas de la calle Cuba.

La conga del hambre.

Talento y oficio.

¡Ay, San Lázaro bendito!

En el malecón.

La pintura y la poesía en Cuba. José Lezama Lima. Texto.

Poemas a propósito de una foto.

Juana Borrero. Poemas y litografías.

Los inmorales (Carlos Loveira).

Lectura de Pascuas (Esteban Borrero Echeverría).

El mar y el cuento cubano: «Los gallos». «La agonía de la garza». «El descubrimiento».

Mario Parajón. «Cuatro a la mesa». Cuento completo.

Sandrasalamandra. Cuentos (Sonia Bravo Utrera).

Poetas cubanos de expresión francesa. 1. Emigrados.

Poetas cubanos de expresión francesa. 2: Heredia.

Poetas cubanos de expresión francesa. 3. Heredia y Price.

Poetas cubanos de expresión francesa. 4: Augusto de Armas y Armand Godoy.

Lo negro y lo mulato en la poesía cubana.

Los indocubanos. Texto e ilustraciones.

La punzada del guajiro. Cuentos (Belkys Rodríguez).

 


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