LA HISTORIA DEL NIÑO

«Y los quiso a todos…»


No, el avaro Ebenezer Scrooge no aparece en La historia del niño, historia recogida en Cuentos de Navidad (1850-1867). Scrooge se conformó con la fama que le dio Canción de Navidad (1842).

Cuentos de Navidad reúne veintidós relatos. Charles Dickens (1812-1870) los publicó en diferentes periódicos y revistas durante diecisiete años. Son historias que se mueven en un amplio abanico, pues las hay de miedo, de humor, realistas, dramáticas, trágicas, de fantasmas, sobrias, lacrimógenas… Pero todas ellas comparten la misma intención: resaltar que son más los momentos lindos que nos reserva la Navidad que los que la puedan afear.

Charles Dickens quiso reunir en un volumen todos los cuentos que sobre la Navidad tenía desperdigados por aquí y por allá. Pero no tuvo tiempo, la muerte se lo impidió. No obstante, sí le permitió que dejara el prefacio que acompañaría la obra abortada. En ese prefacio, el autor inglés explica la intención que lo motivaba a escribir sobre una de las dos festividades más importantes del calendario cristiano —la otra es la Pascua de Resurrección—. Escribió Dickens:

«El reducido espacio en el que fue preciso confinar estos cuentos de Navidad, en su publicación original, hizo de su elaboración una tarea de cierta dificultad, y prácticamente exigió lo que es peculiar de su engranaje. Nunca fue mi intención recrearme al detalle en la descripción de los personajes dentro de esos límites, con la convicción de que no podría conseguirlo. Mi propósito era, en una especie de mascarada fantástica con el buen humor que la época del año justificaba, despertar algunos pensamientos de afecto y tolerancia, si bien estos nunca llegan a destiempo en una tierra cristiana».

En las casas victorianas, sentados en un sofá chester, en otomanas, en divanes, con el calor del fuego que en la chimenea crepitaba y la llama de las velitas de los acebos haciendo centellear los adornos de cristal, las familias leían bajo la luz de las lámparas de gas. Sorbían té de jengibre, naranja y canela —el típico de Navidad— servido en tazas importadas de China, y sus paladares fantaseaban con los exuberantes y abundantes platos que pronto se servirían. Y mientras en la cocina el trajín aumentaba y en los salones los sándwiches de salmón y pavo menguaban,  los cuentos navideños de Charles Dickens y Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) hacían las delicias de grandes y chicos.

He escogido La historia del niño, de entre todas las narraciones recogidas en Cuentos de Navidad, porque considero que es un relato donde las ideas de Dickens sobre esta importante época del año están muy bien reflejadas. La historia del niño describe los ciclos de la vida del hombre. En este relato los recuerdos tienen el valor que merecen, son el tesoro a heredar.

Puede que en las mesa de Jerusalén —souvenir apreciado por los ingleses que viajaban a Tierra Santa—, la tetera humeara. Puede que el viento soplara, puede que el frío presumiera de un sol vistoso pero perezoso; puede que el mundo estuviese pintado de nieve detrás de las espesas cortinas del mirador de la casa victoriana desde donde Dickens puede que, ansioso, esperara que un coche tirado por caballos se detuviera en la entrada de su casa, porque puede que en ese coche llegara el regalo que más deseaba: la visita de familiares y amigos que, como el anuncio de los turrones El Almendro, volvían a casa por Navidad. Puede… Pero algo es seguro y es que La historia del niño es el mejor antídoto para alejar la tristeza que por estas fechas se vuelve vampiro.

Quien lea La historia del niño alejará de sí cualquier sentimiento de soledad. La Navidad nos permite compartir, nos invita a preocuparnos por las personas que nos rodean. De cómo afrontes estas fechas depende el espíritu que te envuelva.

Decir Navidad es decir humanidad, siempre que se respete la verdadera naturaleza de la celebración.

Uno de los relatos de Dickens que aparecen en Cuentos de Navidad, el que lleva por nombre Un árbol de Navidad, describe las sensaciones de un niño que golosea los juguetes que cuelgan de un acebo decorado. Dickens habla de los juguetes que la Navidad trajo a su infancia, describe, explicándonos sus razones, los que más pavor le dieron y los que más ternura le produjeron y nos explica el por qué.

Mi niñez no tiene sentido sin la presencia de mi osito de trapo Tontín. En mis Reyes infantiles danzan como pesadillas los yakis de plomo y el puesto de regalo deslumbrante lo ocupa una casa de muñecas que, comparada con mi estatura, me parecía gigante. En mis Reyes infantiles, la bicicleta fue lo que más deseé y jamás conseguí.

Juega con Dickens, trasládate a tu niñez y evoca al soldadito de plomo, al caleidoscopio, a la muñeca de pelo oloroso, a los rompecabezas y a los juegos de mesa, a los coches de cuerda, a las figuras articuladas, a las cajas de ceras, a los patines, al retozo en las aceras… Y mezcla entre ellos dulces y golosinas. La nostalgia es hija del tiempo ido y, ¿qué es el tiempo ido sino tiempo vivido, tiempo nuestro que hemos compartido? No hay que temerle a los recuerdos, pues los recuerdos son nuestros cuentos, son tesoros únicos que nadie puede expoliarnos.

La editorial Aguilar publicó en cinco volúmenes las obras completas de Charles Dickens. De la primera edición (1948 a 1961), que es la que tengo, copio La historia del niño. La traducción, las notas y el ensayo biográfico fue encargado al poeta y autor dramático José Méndez Herrera.

Y ahora les dejo con La historia del niño que, al igual que el resto de los cuentos de Dickens, irradia optimismo. En el cuento Un árbol de Navidad Dickens nos advierte que nadie escapa al poder sugestivo de las Pascuas Navideñas y que, por eso, es mejor mirar al «árbol con corazón de niño, impregnado de fe y de confianza infantiles».

LA HISTORIA DEL NIÑO

Hubo hace muchísimos años un viajero que salió de viaje. Era el suyo un viaje mágico; cuando lo empezó parecía que había de durar muchísimo tiempo, pero resultó cortísimo cuando llevaba hecho la mitad.

Viajó un ratito por un sendero bastante oscuro, sin encontrarse con nadie, hasta que, por último, tropezó con un hermoso niño. Y le preguntó:

—¿Qué haces aquí?

Y el niño le dijo:

—Estoy siempre jugando. Ven y juega conmigo.

Jugó, pues, con el niño durante todo el día y ambos estuvieron contentísimos. Todo cuanto veían era hermoso: el cielo muy azul, el sol muy brillante, el agua chispeaba, las hojas eran de un verde subido, se oía cantar a muchísimos pájaros y revolotear a muchísimas mariposas. Esto, cuando el tiempo era hermoso. Cuando llovía, disfrutaban contemplando cómo caían las gotas de agua y percibiendo los aromas nuevos. Cuando soplaba el viento, resultaba una delicia escuchar el ruido que hacía e imaginarse lo que hablaba, siempre que venía volando desde su casa… («¿Dónde estará la casa del viento?», se preguntaban el viajero y el niño.) Venía silbando y bramando, empujaba delante de él las nubes, hacía que se doblasen los árboles, retumbaba en las chimeneas, hacía estremecerse la casa y que el mar rugiese furioso. Cuando mejor lo pasaban era cuando nevaba; nada les gustaba tanto como contemplar cómo caían rápidos y espesos, los copos blancos, igual que el plumón desprendido de los pechos de millones de pájaros blancos; y lo profunda y suave que era la capa de nieve, y el silencio que reinaba por todas las carreteras y los senderos.

Disponían de abundante provisión de los juguetes más bonitos del mundo y de los libros ilustrados más maravillosos, llenos de relatos de cimitarras, babuchas, turbantes, enanos, gigantes, genios, hadas, barba azules, tallos de judías, tesoros, cavernas, bosques, Valentinos y Orsones; todos los relatos eran nuevos y todos verdaderos.

Pero cierto día el viajero perdió de improviso al niño. Lo llamó una y otra y otra vez, pero no obtuvo respuesta. En vista de lo cual siguió su camino y avanzó algún tiempo sin encontrar a nadie, hasta que por último tropezó con un hermoso muchacho. Entonces el viajero le dijo:

—¿Qué haces aquí?

Y el muchacho le dijo:

—Estoy siempre estudiando. Ven y estudia conmigo.

Y estudió en compañía del muchacho lo referente a Júpiter y Juno, las cosas de los griegos y de los romanos y yo no sé cuántas cosas más; aprendió mucho más de cuanto yo podría decir… y también de lo que él podría decir, porque muy pronto se olvidó de la mayor parte de lo estudiado. Pero no pasaban todo el tiempo estudiando, porque jugaban a los más alegres juegos conocidos. En verano remaban en el río y en invierno patinaban sobre el hielo; caminaban mucho a pie y mucho a caballo; jugaban mucho al criquet y a los diversos juegos de pelota; al rescatado, a la liebre y los perros, a seguir al jefe y a muchísimos más deportes que los que yo soy capaz de imaginar; nadie podía vencerlos. Tenían también vacaciones, y pasteles de Reyes, y reuniones en las que bailaban hasta la medianoche, y teatros auténticos en los que veían surgir del fondo de la tierra palacios de oro y de plata de verdad, y contemplaban de una vez todas las maravillas del mundo. En cuanto a tener amigos, los tenían tan queridos y tan numerosos, que no los cuento por falta de tiempo. Todos ellos eran jóvenes, como el hermoso muchacho, y se habían prometido una amistad que duraría toda la vida.

Sin embargo, cierto día, en medio de aquellos placeres, el viajero perdió de vista al muchacho, lo mismo que había perdido al niño, y, después de llamarle en vano, siguió su viaje. Caminó algún tiempo sin encontrar a nadie, hasta que por fin tropezó con un mozo. Y le preguntó:

—¿Qué haces aquí?

Y el mozo le contestó:

—Ando siempre haciendo el amor. Ven y enamórate como yo.

Y el viajero se marchó con aquel mozo, y poco después se encontraron con una de las mozas más lindas que se vieron jamás (parecidísima a Fanny, la de aquel rincón), porque tenía los mismos ojos de Fanny, y los cabellos de Fanny, y lunares como los de Fanny, y se reía, poniéndose colorada, lo mismo que se está poniendo Fanny ahora que hablo de ella. El mozo se enamoró en el acto…, lo mismísimo que una persona (cuyo nombre no quiero dar ahora) se enamoró de Fanny la primera vez que vino a esta casa. Pues bien: el viajero pasaba a veces rabietas (como las pasa quien yo me sé por culpa de Fanny) y hasta en ocasiones se peleaban…, igualito que se peleaban quien yo me sé y Fanny; pero hacían las pases, y se sentaban en la oscuridad, y se escribían cartas todos los días, y no eran felices cuando estaban separados, y se buscaban el uno al otro constantemente, aunque fingían lo contrario, y se comprometieron durante las Pascuas de Navidad, y se sentaron muy juntos cerca del fuego, y pronto iban a casarse…, lo mismito, lo mismito que quien yo me sé y Fanny.

Pero cierto día, el viajero los perdió de vista, igual que había perdido a los demás amigos suyos; después de gritarles que volviesen, sin que volvieran, aquél siguió su camino. Y fue caminando, caminando, sin encontrarse con nadie, hasta que por último tropezó con un caballero de mediana edad. Y le preguntó al caballero:

—¿Qué haces aquí?

Y la respuesta fue:

—Ando siempre atareado. Ven y ataréate conmigo.

El viajero empezó a estar muy atareado, lo mismo que aquel caballero, y juntos se fueron por el bosque. Todo su camino lo hicieron por el bosque; este era al principio luminoso y verde, como los bosques en primavera; pero luego empezó a volverse tupido y oscuro, como los bosques en el verano; algunos arbolitos, que fueron los primeros en echar hojas, se estaban ya poniendo amarillos. El caballero no estaba solo, sino que tenía asimismo una señora casi de su misma edad, que era su esposa; y tenían hijos, que también vivían con ellos. Fueron, pues, todos juntos por el bosque, cortando árboles y abriendo senderos por entre las ramas y las hojas caídas, cargados de leña y trabajando con ahínco.

A veces llegaban a una avenida larga y verde que desembocaba en bosques más profundos todavía. Entonces oían una vocecita que gritaba desde lejos: «¡Padre, padre, yo soy otro hijo! ¡Espérame!», y en seguida veían aparecer una figura pequeña, que se iba agrandando a medida que avanzaba para acercarse a ellos corriendo. Y cuando los alcanzaba, le rodeaban todos, le besaban y daban la bienvenida, y seguían todos juntos adelante.

A veces llegaban a un punto del que arrancaban varias avenidas al mismo tiempo, y entonces se quedaban silenciosos, y uno de los hijos decía:

—Padre, yo me voy al mar.

Y otro:

—Padre, yo me voy a la India.

Y otro:

—Padre, yo me voy a buscar fortuna donde pueda.

Y otro:

—Padre, yo me voy al Cielo.

Y, después de despedirse con muchas lágrimas, marchaba cada cual, solitario, por una avenida distinta, menos el niño que iba al Cielo, porque este se elevaba por el aire dorado y desaparecía.

En todas estas separaciones, el viajero miraba al caballero y lo veía levantar los ojos al cielo, por encima de los árboles; y el día empezaba a declinar y se anunciaba el ocaso. Advertía también que el cabello del caballero se iba volviendo blanco. Pero no les era posible detenerse mucho, porque tenían que cumplir su jornada y necesitaban estar siempre atareados. Y hubo tantas despedidas, que ya no quedó ningún hijo; y el viajero, el caballero y su esposa siguieron juntos su camino. Pero ya el bosque era amarillo, y hasta las hojas de los grandes árboles empezaron a caer.

Y llegaron a una avenida que era más oscura que las demás, y seguían adelante en su camino sin mirar hacia aquella; pero en ese momento la señora se detuvo y dijo:

—Esposo mío, me llaman.

Se pusieron a escuchar y oyeron una voz que gritaba desde muy lejos en aquella avenida:

—¡Madreee, madreee!

Era la voz del primero de los hijos que había dicho: «Yo me voy al Cielo». Y el padre dijo ahora:

—Todavía no, por favor. La noche está ya muy cerca. ¡Todavía no!

Pero la voz llamaba: «¡Madreee, madreee!», sin hacer caso de lo que él decía, aunque su cabello estaba ya completamente blanco y las lágrimas surcaban sus mejillas.

Entonces la madre, que se sentía arrastrada hacia la sombra de la oscura avenida y empezaba a ir por ella, sin soltar los brazos que tenía echados al cuello del caballero, besó a este y le dijo:

—Amor mío, me llaman y no puedo menos de ir —y desapareció.

El viajero y el caballero quedaron solos.

Siguieron adelante juntos, hasta que llegaron muy cerca del límite del bosque; tan cerca, que podían distinguir cómo el sol se volvía rojo y brillaba por entre los árboles.

También ahora, mientras se abría camino por entre las ramas, el viajero perdió a su amigo. Lo llamó y volvió a llamar, pero no obtuvo contestación; y cuando salió del bosque y vio cómo el sol se ponía tranquilamente, en un ancho horizonte teñido de púrpura, tropezó con un anciano que estaba sentado sobre el tronco de un árbol caído. Y le dijo al anciano:

—¿Qué haces aquí?

Y el anciano le contestó con una serena sonrisa:

—Vivo con mis recuerdos. Ven y recuerda en mi compañía.

El viajero se sentó junto al anciano, de cara al sereno crepúsculo; y en ese momento todos sus amigos se le acercaron sin hacer ruido y lo rodearon. El precioso niño, el hermoso muchacho, el mozo enamorado, el padre, la madre y los hijos; todos estaban allí, y el viajero no había perdido a ninguno. Y los quiso a todos, y se mostró cariñoso y condescendiente con todos, gozó siempre con mirarlos a todos, y todos ellos lo respetaron y lo amaron.

—Yo creo, querido abuelito, que aquel viajero sois vos mismo, porque así os portáis vos con nosotros y así es como nosotros os correspondemos.

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