LA HORMIGA DE LA CASITA DE CHOCOLATE
«Voy a contarte un cuento como se debe contar, desde el principio hasta el final…».
LA HORMIGA DE LA CASITA DE CHOCOLATE
Al pueblo de Colorado arribó a comienzos del verano Asunción, una hormiga muy mayor. Asunción había logrado llegar a la colonia de las hormigas carpinteras después de mucho caminar. Pero nada más entrar en la calle principal cayó al suelo desmayada.
Víctor tocaba el violín, apoyado al alfeizar de la ventana, cuando la hormiga el sentido perdió.
—¡Hermanitos, hermanitos, algo raro sucede! —gritó, aparcando el instrumento musical—. ¡Vamos a ver lo que pasa a la entrada de nuestra casa!
—¡Oh…! ¡¿Qué le ocurre, señora?! —dijeron, muy preocupados, los cuatro hermanos cuando a la hormiga se acercaron.
—Tengo hambre… —murmuró la extranjera, moviendo lentamente las antenas.
—¡Tiene hambre! —contestaron, a la vez, los pequeñajos.
—Tengo sed…
—¡Tiene sed!
—Me duele la cabeza…
—¡Tiene dolor de cabeza!
—Y siento pinchazos en las patas traseras…
—¡Oh, tiene paralizadas las patas!
Los hermanos, que habían nacido el mismo mes y el mismo año, siempre se ponían de acuerdo y siempre hablaban a la vez.
—¡Madre, madre! ¡Corra! ¡Vuele! ¡Una hormiga está tendida en el andén!
Podrás imaginar, lector, el lío que se montó.
—Es una hormiga cortadora de hojas —informó el doctor Melero, llegando el primero—. Seguramente viene de algún bosque o plantación.
—¿Qué hacemos, entonces? No es como nosotras, que somos hormigas carpinteras —quisieron saber el frutero y el mueblista.
—Lo primero es lo primero —respondió, muy serio, el doctor—. Le tomaré el pulso, le auscultaré, le suministraré suero. En cuanto mejore, ya veremos entre todos lo que hacemos.
Y los vecinos presentes asintieron.
El pueblo de Colorado se volcó en la recuperación de la extranjera. Y cuando la enferma recobró algo de energías organizaron una reunión para que la colonia pudiera conocer su historia y así poder tomar una sabia decisión, pues cada vida es única y cada caso merece ser analizado teniendo en cuenta sus particularidades.
Asunción vivía en una zona boscosa a la orilla del río Duero. Una mañana, después de desayunar y de asear el nido, salió del hormiguero a buscar trocitos de hojas para su colonia, pero, sin darse cuenta, se alejó de su morada y cuando quiso regresar una tormenta se lo impidió. Asunción perdió las gafas y se desorientó; además, era muy probable que la tromba de agua hubiese destrozado su casa. Llevaba varias semanas andando cuando las hormigas carpinteras la encontraron.
En Colorado hubo un intenso debate. Pero no porque hubiese división de opiniones al respecto de si la extranjera debía quedarse en el pueblo o, por el contrario, debía marcharse al no formar parte de la comunidad. Ese punto había sido aprobado por unanimidad. El debate se produjo porque todas las familias la querían acoger. Fue tal la discusión que tuvo que intervenir el juez Cicerón.
—Bien, esta es mi opinión —y ni las moscas hicieron bzzz—. Doña Leonor tiene cuatro hijos que son muy traviesos y nunca están conformes con lo que tienen —afirmó el magistrado, y continuó—: Creo que no estaría mal que nuestra querida Asunción se aloje en el hogar de Leonor, pues algo me dice que les hará mucho bien a estos muchachos escuchar las dificultades que nuestra amiga, la cortadora de hojas, ha tenido que soportar desde que abandonó su hogar.
—Entonces, si estamos de acuerdo, ¡votemos! —dijo el alcalde del pueblo.
Así fue como Asunción se mudó a la casa de la propietaria de la chocolatería del hormiguero. Los cuatro hermanos se dividieron las tareas: uno le acercaba el agua y le daba la sopa, otro le colocaba las almohadas, otro la aseaba y otro le pedía que le contara historias del Duero. Y pasó el verano. Pero cuando las ramas de los árboles comenzaron a desnudarse y el viento sopló perfumes otoñales, Asunción decidió que ya era hora de poner fin a la hospitalidad que había recibido.
—¡No queremos que te marches! —exclamaron los pequeños, alarmados.
—Lo siento, mis niños buenos, no puedo quedarme más tiempo.
—Al menos, quédate un día más —pidió Víctor, el violinista, quien recibió un sí por respuesta.
Y los cuatro hermanos salieron corriendo para ver al juez del pueblo.
—Señor, necesitamos su ayuda. Es que…
—¡Um, um, um…! —dijo Cicerón, escuchando con atención lo que le contaban las hormiguitas. Y, tocando su larga barba, contestó—: Lo que me cuentan ya lo esperaba.
—Señor juez, le hemos pedido que se quede en nuestra casa, pero se ha negado. Ella dice que sería abusar de la confianza que le hemos regalado. Por favor, tenga en cuenta que los noticieros comunicaron que la tromba de agua ¡destruyó su hormiguero!
—¡Um, um, um…! —volvió a repetir el juez—. Hay una solución. Pero, una vez más, depende de ustedes. ¿Están dispuestos a colaborar? —y los miró uno a uno con gran intensidad.
—¡Pues, claro! Queremos que viva en nuestra comunidad.
—Muy bien, entonces tendrán que construirle una vivienda en las raíces de la higuera seca —afirmó el magistrado, señalando el árbol.
—¡Una casa! —se miraron asombrados—. Pero, ¿cómo? No somos constructores, somos niños soñadores —y, con los ojitos muy tristes, exclamaron—: ¡Se nos caerá!
—No, eso no pasará, pues Calatrava, el arquitecto, los ayudará. Sólo deben decidir los materiales con los que van a trabajar.
Y Asunción tuvo su hogar: una casita de chocolate negro, con tejas de hojas de menta, picaporte de bastón de caramelo, ventanas y puertas de espigas de trigo, muebles de churros y una bañera de cáscara de pistacho. A la inauguración fue el pueblo vestido de gala. Todos ganaban, porque Doña Asunción resultó ser una gran contadora de historias que habilitó un salón para reunir en él a los niños que quisieran escucharla.
«Voy a contarte un cuento como se debe contar, desde el principio hasta el final. Había una vez una elegante dama que siempre iba acompañada de un perro de enormes colmillos, celoso y muy fiero que…», relataba, mientras acariciaba su gargantilla de agujas de pino.
¡Qué atentas las hormiguitas! ¡Qué gozo para sus oídos! ¡Cuántas emociones sentían ante el mundo de fantasía que se abría con cada historia que Asunción les hacía!
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