LA NAVIDAD:
«EL REY BALTASAR» Y «LAS ESTRELLAS VOLADORAS»

Fotografía de Gabriela Díaz Gronlier, 2022.

Dos cuentos de Navidad para esta época mágica del año, de dos autores que deciden destinos muy diferentes para sus protagonistas, es la lectura que les propongo hoy.

La historia de Leopoldo Alas Clarín (1852-1901) hay que situarla dentro del Realismo y su fondo es amargo. En la narración de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), sin embargo, el mal es vencido.

El rey Baltasar de Clarín nos descubre un día de Reyes en un hogar humilde de Madrid. El padre de familia, un hombre honrado, se ve enfrentado a una situación que le crea un gran conflicto emocional.

Las estrellas voladoras de Chesterton es un cuento policíaco que forma parte del libro El candor del Padre Brown —de las doce narraciones recogidas en el volumen esta es la cuarta—. Aquí, en las Estrellas voladoras, es donde se da el proceso de conversión del ladrón Flambeua. Es en este relato donde el Padre Brown consigue que Flambeau cambie de oficio, pasando de ser un ladrón de guante blanco a un eficaz detective privado.

El rey Baltasar es un cuento que nos llega al corazón. Las Estrellas voladoras, tan rica en detalles entretenidos, se lee de un tirón. ¡Son tan distintos los estilos y tan parecidos los fondos! Baltasar Miajas intenta reparar una injusticia y el Padre Brown, por su parte, deshace una mala acción. Ambos protagonistas son sencillos y honestos, pero uno consigue su objetivo y el otro no. Mientras que Chesterton construye un personaje bipolar, que le permite moralizar —el cura resuelve entuertos y, a la vez, salva almas rebeldes—, Clarín da prioridad a la crítica social, que también existe en Chesterton, pero más diluida en la trama detectivesca.

Tengo el árbol encendido, las luces parpadean sin parar, el día está gris y frío. Voy a prepararme un café y  a teclear estos dos cuentos navideños que quiero compartir contigo. Primero hallarás el de Leopoldo Alas Clarín, el más longevo, El rey Baltasar (1901). Pero estará esperándote Chesterton con Las Estrellas voladoras. 

CUENTOS


Fotografía de Gabriela Díaz Gronlier, 2022.

EL REY BALTASAR
Leopoldo Alas Clarín

Don Baltasar Miajas llevaba de empleado en una oficina de Madrid más de veinte años; primero había tenido ocho mil reales de sueldo, después diez, después doce y después… diez; porque quedó cesante, no hubo manera de reponerle en su último empleo y tuvo que conformarse, pues era peor morirse de hambre, en compañía de todos los suyos, con el sueldo inmediato… inferior. «¡Esto me rejuvenece!», decía con una ironía inocentísima; humillado, pero sin vergüenza, porque él no había hecho nada feo, y a los Catones de plantilla que le aconsejaban renunciar al destino por dignidad, les contestaba con buenas palabras, dándoles la razón, pero decidido a no dimitir, ¡qué atrocidad! Al poco tiempo, cuando todavía algunos compañeros, más por molestarle que por espíritu de cuerpo, hablaban con indignación del «caso inaudito de Miajas», el interesado ya no se acordaba de querer mal a nadie por causa del bajón de marras, y estaba con sus diez mil como si en la vida hubiese tenido doce.

En otras ocasiones hubo tentativas de dejarlo cesante, por no tener padrinos, aldabas, como decía él con grandísimo respeto; pero no se consumaba el delito, porque, a falta de recomendaciones de personajes, tenía la de ser necesario en aquella mesa que él manejaba hacía tanto tiempo. Ningún jefe quería prescindir de él y esto le sirvió en adelante no para ascender, que no ascendía, sino para no caer. Sin embargo, no las tenía todas consigo y a cada cambio de ministerio se decía: «¡Dios mío! ¡Si me bajarán a ocho!»

Por lo demás, no pensaba en la cosa pública más que cuando había crisis. Hasta que los chicos anunciaban por las calles: «¡El extraordinario con la caída del Ministerio!», don Baltasar no se acordaba de que había Estado, ni Gobierno, ni intereses públicos en el mundo. Y no era que no comprase todas las noches, al retirarse, su periódico. Pero no era por la política: era por las charadas, los acertijos, anagramas, etcétera.

Se metía en casa y, rodeado de su mujer y de sus tres hijos, dos varones y una hembra, pequeñuelos todavía, se entregaba a las dulzuras del hogar, de las zapatillas suizas, y de la sección amena de su periódico. No aborrecía el mundo, no era misántropo; pero no estaba a gusto más que entre los suyos, que eran la familia, y unos cincuenta tiestos con flores, y veinte pájaros que tenía y cuidaba en un estrechísimo terrado al que le daba derecho su cuarto piso con honores de guardilla. Era en la calle de Ferraz; desde aquella altura disfrutaba la vista de un panorama que le parecía asombroso, sobre todo por el silencio, por la soledad, por la luz esplendorosa y por el aire puro. Allí no venía a interrumpirle en sus contemplaciones de anacoreta lego o de braman sin cavilaciones más bicho viviente que éste o el otro gato, que se le quedaba mirando, también perezoso, también soñador y amigo de aquella soledad en la altura.

Miajas bajaba al mundo pensando en sus flores, sus aves y sus hijos; se enfrascaba en los expedientes con la afición que le había ido dando el amor al cumplimiento exacto del deber, y de todo lo demás que le rodeaba allá abajo no se daba cuenta siquiera. Como donde él vivía de veras, con toda el alma, era en su cuarto piso, en su terrado principalmente, las calles, la oficina, los paseos, todo le parecía metido en un cuarto rastrero, ahogado… in inferís. «¡Sursum corda!», le gritaba el pecho, aunque no en latín; y en cuanto podía, ¡arriba!, ¡al terrado!

La impureza del aire de abajo era para Miajas una preocupación constante; creía deber la salud al aire puro de su retiro empingorotado. Cuando oía hablar de las prevaricaciones y manos puercas de muchos sujetos, algunos compañeros suyos, pensaba con orgullo en su inmaculada honradez, en su probidad segura, achacaba la diferencia, por asociación de ideas, o mejor, de imágenes, a la impureza del aire que se respiraba allá abajo. Se figuraba que aquellas pobres gentes que casi nunca se codeaban con los gatos allá por las nubes, que no recibían durante horas y horas los soplos del aire puro, cerca del cielo, bajo torrentes de luz, en una atmósfera transparente, se iban llenando de microbios morales que producían aquellas debilidades de conciencia, aquellas tristes caídas. Pero, en general, pensaba muy poco en todo esto. No le importaba lo que hacían los demás, y tampoco dedicaba mucho tiempo a recordar los propios méritos y servicios. Así que casi tenía olvidadas ciertas visitas que le habían hecho illo tempore en su humilde guardilla disimulada, ilustres personajes de la política y del foro. Dos habían sido los señorones que habían venido a pedirle algo al pobre Miajas a tales alturas.

La oficina de don Baltasar era muy importante porque en ella se despachaban asuntos de muchísimo dinero y, como en última instancia, el que entendía y en realidad resolvía las arduas cuestiones de minas o cosas parecidas era don Baltasar, y sólo él, los que entendían de veras la aguja de marcar querían y procuraban tenerlo de su parte; pues, aun suponiendo que más arriba se quisiera atender más al favor que a la justicia y a la ley, mucho era, y en ocasiones indispensable, contar con el informe de aquel perito incorruptible.

Una emperatriz o algo parecido tenía grandísimos intereses en cierto negocio famoso, y era abogado y principal agente de la ilustre dama un santón político de los primeros, muy popular, elocuente… y largo. No se anduvo en chiquitas; con sus aires democráticos, subió al cuarto piso de Miajas y entre bromitas, confianzas, promesas y veladísimas amenazas procuró ganar el ánimo del modestísimo empleado de diez mil reales, de quien, ¡oh, escándalos!, en realidad dependía aquel asunto que importaba tantos millones. Pero, ¡ay, amigo!, que el ilustre prócer no tenía razón; y Miajas, avergonzado, sintiéndolo infinito, como si cometiera un delito de lesa majestad o, por lo menos, de lesa soberanía nacional…, dijo nones, y el señor aquél, elocuentísimo, jefe de partido, casi árbitro de los destinos del país en ocasiones, tuvo que bajar el ciento y pico de escaleras, lo mismo que las había subido, sin sacar nada en limpio, porque allí no se podía hacer nada sucio.

Este triunfo no dejaba de halagar a don Baltasar, más que por el mérito de su honrada resistencia, por el honor de haber tenido en su casa, y suplicándole en vano y tratando de convencerle, a tan conspicuo personaje. Sin embargo, se le mezclaba esta satisfacción con el remordimiento de no haber podido complacer a una eminencia como aquélla, y también tenía cierto escozor que era así como un vago temor de que algún día aquel prócer se vengara dejándole cesante, o por lo menos… bajándole a ocho.

La otra visita fue de otro santón no menos ilustre e influyente, también demócrata, y que era un especialista en materias de conciencia. Cuando él en un discurso decía: «¡Mi conciencia!», parecía decir: «¡Mis pergaminos!». Pues él también andaba en cosas de minas, y también subió las cien escaleras y pico. Pero éste hizo ante todo grandes protestas de la pureza de sus intenciones; con toda sinceridad mostraba el gran disgusto que tenía sólo en pensar que don Baltasar pudiera creer que venía a sobornarle, a deslumbrarle… Venía a convencerle; no tenía que esperar Miajas ni premio ni castigo, resolviese lo que quisiera. Se hablaba a su convicción y nada más. Y el señor de la conciencia sacó unos papelitos y los leyó; y discutieron él y Miajas, y después de dos horas, con la mayor naturalidad, don Baltasar declaró que aquel ilustre prohombre tenía razón, que la ley estaba con él y que el negociado informaría, si a él se le hacía caso, como pedía el insigne caballero, que de resultas se ganarían acaso millones.

Y se fue el señor rectísimo, dejando a Miajas los papelitos aquellos, con su firma, y no volvió en la vida; ni el empleado de diez mil reales le debió jamás favor alguno ni se lo encontró cara a cara otra vez. No importaba: él guardaba como un tesoro los papelitos y, sin decírselo a nadie, saboreaba el orgullo de haber tenido ante sí, tan fino, tan amable, al hombre más severo de España, al Catón más tieso de la Península. Pero después de algún tiempo fue olvidando la aventura y por fin ya disfrutaba de la contemplación de la propia honradez como de una cosa muy insípida, sin mérito grande, aunque indispensable. Estaba dispuesto a morir de hambre antes que a prevaricar en lo más insignificante. Pero el placer de este estado de alma era ya para él muy inferior al que le proporcionaba la solución de un jeroglífico.

Si aquellos señorones ilustres jamás hicieron nada bueno ni malo a don Baltasar; si el prócer de la conciencia no tuvo la amabilidad de mandarle siquiera unos cartuchos de dulces a los hijos de Miajas, no se portaron así el año de gracia de 189… los dos ricachos americanos que habían sacado de pila, respectivamente, al hijo mayor Carlos y a la hija Pepilla.

El día de Reyes, muy tempranito, los chicos se encontraron en el terrado sendos juguetes de todo lujo: él, un guerrero indomable, con uniforme de teniente de caballería, con todas las armas y galones que eran de ordenanza; ella, una casa puesta para un matrimonio de porcelana, con ama de cría, un chiquitín y dos criadas, una de ellas negra. Era una maravilla.

El entusiasmo de aquellos niños pobres, que otros años se contentaban con una caja de pinturas de peseta y una «pepona» de precio semejante, no tuvo límites… ni entrañas. A Marcelo, el hijo segundo, el más cariñoso, más aplicado y más metido por los mimos de su padre, los Reyes… no le habían traído nada, porque nada era un cartucho de dulces que se encontró al lado de esos soberbios juguetes. Pues bien, Pepilla y Carlos no tuvieron lástima, ni siquiera delicadeza, y delante de su hermano, sin padrino rico, ni pobre, porque lo había sido un abuelo, ya difunto, hicieron alarde de su riqueza, de su suerte escandalosa, de su alegría insolente.

Los niños son así, ya lo dijo Víctor Hugo pintando el tormento de un sapo. ¿Cómo a don Baltasar no se le ocurrió remediar aquella injusticia de la suerte? No supo nada a tiempo. El encargado de dar la sorpresa fue un muchacho que, con el mayor sigilo, de parte de los ricachos americanos, dejó de noche, con pretexto de una visita, en el terrado, los regalos aquellos con tarjetas en que se leía: «A Pepilla. Gaspar» y «A Garlitos. Melchor». El cartucho de dulces de Marcelo era uno de los tres que su madre había comprado, porque aquel año el presupuesto de los Miajas andaba apuradísimo, y la noche anterior, la del cuatro al cinco, el matrimonio, con profunda tristeza, resignado, había resuelto, después de melancólica deliberación, que era una locura gastar aquel año en juguetes, por modestos que fueran, cuando no había apenas para garbanzos ni para remendar las botas de los chicos.

Cuando don Baltasar, muy temprano, subió al terrado y vio a sus hijos en torno del portentoso hallazgo y se enteró de todo, y contempló la alegría loca, salvaje, de los egoístas agraciados (¡inocentes de su alma!), y después miró a Marcelo que, pálido, sonreía con una mueca dolorosa, chupando la cinta azul de seda de su cartucho de dulces, sintió una angustia dolorosa en el alma, una especie de agonía de todo lo bueno que tenía su corazón puro, de pobre resignado. Aquello era lo mismo que una puñalada.

Dios los perdonará, pero sus queridos compadres habían incurrido en una omisión grosera, de solterones sin delicadeza: muy ricos, espléndidos, pero que no sabían lo que eran hijos… Aquellos juguetes finísimos, de príncipes, valían uno con otro, lo menos… treinta duros… ¡Virgen Santísima! Pues con treinta reales hubieran podido Melchor y Gaspar hacer feliz a toda la familia… Y ahora, ahora…, en tono de broma, él, Miajas, estaba pasando por una amargura… pueril… que era inexplicable, por lo fuerte, por lo profunda.

Si hubiera sido Pepilla la desheredada, a grito pelado hubiera hecho constar la más enérgica protesta. Llanto y patadas durante tres horas, por lo menos. Carlos hubiera disputado a puñetazos el odioso privilegio, a no ser él el privilegiado… Marcelo…. sonreía, luchaba por vencerse, por disimular la tristeza, ¡y tenía ocho años! ¡Ángel de mi alma! ¡Qué culpa tiene él de que su pobre abuelo se le haya muerto y de que yo… deba aún al panadero todo el pan que hemos comido en diciembre. Miajas no sabía qué decir ni qué hacer, ni siquiera cómo mirar a su hijo segundo, que se quedaba sin juguete. Marcelo se fue hacia su padre, se le metió entre las rodillas y empezó a acariciarse las mejillas frotando con ellas los raídos pantalones de su señor padre. Su papá era su juguete, de movimiento, de cariño; así parecía pensar el niño consolándose.

Aquellas caricias de resignación monstruosa, resignación a los ocho años, exaltaron más la sensibilidad paterna. Don Baltasar se creyó inspirado de repente, una inspiración mitad amor, mitad rebeldía, y por ello fue por lo que exclamó con voz nerviosa, enérgica, de fingida alegría:

—Observo, señores, que aquí falta un rey.

—¿Qué rey, qué rey? —gritaron Pepita y Carlos.

—Sí, falta uno. A ti, el rey Melchor te regaló eso: a ti, eso el rey Gaspar… Falta Baltasar, que es el que trae el regalo de Marcelín, ¡cosa rica! Pero, amigo; como el rey Baltasar viene de más lejos, de más lejos, de allá, de… (Miajas era muy mal orientalista) de… la Conchinchina…, pues viene retrasado… por las nieves, ¡como los trenes a veces! Pero vendrá…. ¡Oh!, ¡yo te aseguro que vendrá! ¡No pasa de mañana, Marcelín, cree a tu padre!

Marcelo, con lágrimas de inefable alegría en los ojos, sonriendo entre lágrimas, como Andrómaca, miraba a su padre extasiado, dudando de su felicidad futura… Creía y no creía en los reyes; era acaso dudoso aquello del milagro de los juguetes puestos en el balcón por manos invisibles…, pero ahora se inclinaba a pensar que su rey esta vez iba a ser su padre y se lo agradecía ¡tanto!, ¡tanto! Era mejor así. Pero, ¿vendría el juguete?

—¿Y qué le va a traer? —preguntó Carlos entre incrédulo y envidioso de una dicha futura en la que ya no le tocaba nada.

—Eso… Dios lo sabe. Pero me parece a mí… que va a ser… ¿Tú qué opinas, Marcelo?

Marcelo era particularmente aficionado a las defensas de plazas fuertes, era el Vauban de la casa, y mientras Carlos se armaba hasta los dientes, él prefería construir murallas de cartón, y con un ingenio positivo, improvisaba aspilleras, cañones, reductos, combinando los más heterogéneos desperdicios de la industria: dedales viejos, rodajas de pies de butacas rotos, cápsulas vacías de escopeta, cajas de cerillas y otra porción de inutilidades que, combinadas y distribuidas, convertían la mesa del comedor en una fortaleza muy respetable.

Marcelo opinó que el rey Baltasar le traería, si era amigo de cumplir, soldados de latón, de artillería, con cañones y todo…

Don Baltasar se echó a la calle aturdido, como borracho por emociones de amor, amargura, despecho y decisión violenta que le llenaban el alma; se figuraba que llevaba, si no en la mano, en el alma, en la intención, una tea incendiaria que debía prender fuego a la moral pública que se debía al orden constituido, a los más altos principios; ¡qué sabía él! En fin, por ello era por lo que salía dispuesto a cumplir su promesa temeraria de encontrar al rey Baltasar, y no ya traerlo de Conchinchina, sino sacarlo del centro de la tierra y hacerlo presentarse ante su Marcelo con un juguete verdaderamente regio que no valiese menos que el de sus señores hermanos.

Lo primero que hizo… fue lo que hace el Gobierno, pensar en los gastos, no en los ingresos; escoger el juguete monumental (así lo llamaba para sus adentros), sin pensar en la mina o en la lotería de donde había de sacar el dinero necesario para pagarlo.

Se paró en la calle de la Montera, ante un escaparate de juguetes de lujo. Entre tanta monada de subido precio no vaciló un momento: la elección quedó hecha desde el primer momento; nada de armaduras, coches, velocípedos de maniquí, grandes pelotas, ni demás chucherías: lo que había de comprar a Marcelín era aquella plaza fuerte que estaba siendo la admiración de cuatro o cinco granujas que rodeaban a Miajas junto al escaparate. «¡Lo que puede la voluntad! —pensaba el humilde empleado—; estos chicos cargarían con esa maravilla del arte de divertir a los niños con no menos placer que yo; en materia de posibles, allá nos vamos estos pilluelos y yo, y, sin embargo, ellos se quedan con el deseo y yo entro ahora mismo en el comercio y compro eso… y se lo llevo a Marcelín… ¿En dónde está el privilegio, la diferencia? ¿En los cuartos? ¡No! ¡Mil veces no! En la voluntad: yo quiero de veras que ese juguete sea de mi hijo.»

Y entró, y compró la plaza fuerte que le deslumbraba con el metal de sus cañones, cureñas y cuantos pertrechos eran del caso.

Cuando Marcelín viera aquellas torres y murallas, casamatas, puentes, troneras, soldados y tremendas piezas de artillería, se volvería loco, creería estar soñando. ¡Para él tanta hermosura!…

Al ir a pagar después de que el juguete estuvo sobre el mostrador, don Baltasar sintió un nudo en la garganta…

—Verán ustedes —dijo—; no me lo llevo ahora precisamente porque…, naturalmente…, no he de cargar con ese armatoste…

—Lo llevará un mensajero…

—No; no, señores; no se molesten ustedes. Déjenlo ahí apartado; yo enviaré por el juguete…, y entonces… traerán el dinero… el precio…

Y salió aturdido y dando tropezones.

—Ya no hay más remedio —iba pensando—. El juguete es mío; un contrato es un contrato. Hay que buscar el dinero debajo de las piedras.

Pero en vez de ponerse a desempedrar la calle, se fue, como siempre, a la oficina.

Había grandes apuros por causa de arreglar asuntos que pedían del Ministerio despachados, y el director había dispuesto habilitar aquel día festivo.

Gran marejada político-moral-administrativa había por entonces en Madrid y en toda España; una de esas grandes irregularidades que de vez en cuando se descubren había puesto una vez sobre el tapete la cuestión de los cohechos, prevaricaciones y las clásicas manos puercas de la administración pública.

Los periódicos de circulación venían echando chispas; se celebraban grandes reuniones públicas para protestar y escandalizarse en colectividad; el Círculo Mercantil y una junta de abogados se empeñaban en empapelar a un ministro y a muchos próceres, al parecer poco delicados en materia de consumos y de ferrocarriles.

El Ministerio, amenazado con tanto ruido, se agarraba al poder como una lapa, y en las oficinas de Madrid había una terrible justicia de enero (del mes que venía corriendo) más o menos aparente.

Los subsecretarios, los directores, los jefes de negociado, estaban hechos unos Catones, más o menos serondos; no se hablaba más que de revisiones de cuentas de expedientes; en fin, se quería que la moralidad de los funcionarios brillara como una patena. Había mucho miedo.

—Siempre pagaremos justos por pecadores —decían muchos pecadores que todavía pasaban por justos.

Y a todo esto, don Baltasar Miajas sin enterarse de nada. Oía campanas, pero no sabía dónde. El run run de las conversaciones referentes a los chanchullos legales llegaba hasta él sin sacarle de sus habituales pensamientos; lo oía como quien oye llover. Él cumplía con su cometido y andando.

Cuando llegó aquel día ante la mesa de su cargo, dispuesto a sacar el precio del juguete de debajo de las piedras, no soñaba con que había en el mundo inmoralidad, empleados venales, etcétera. Lo que él necesitaba eran diez duros.

No sabía que estaba sobre un volcán rodeado de espías. Los pillos del negociado, que los había, estaban convertidos en Argos de la honradez provisional y temporera que el director del ramo había decretado dando puñetazos sobre un pupitre.

Y el diablo, no la Providencia, como pensó don Baltasar, hizo que cierto contratista interesado en un expediente que Miajas acababa de despachar, de modo favorable para aquel señor, se le acercara y, fingiendo sigilo, pero con ánimo de que pudieran otros oficinistas enterarse de su generosidad, dejase entre unos papeles algunos billetes de Banco.

Era un hombre tosco, acostumbrado a vencer así en las oficinas de su pueblo; y como no conocía a Miajas y quería ir anunciando su procedimiento expeditivo para que se enterasen los que podían servirle el día de mañana, hizo lo que hizo de aquella manera torpe, que comprometía al infeliz covachuelista.

Don Baltasar, en el primer momento no se dio cuenta de lo que acababa de suceder. Todavía no se había hecho cargo de tan vituperable acción, y ya los espías del director se habían guiñado el ojo. Cuando el contratista insistió en su torpeza, llamando la atención de Miajas, éste… vio el cielo abierto. Y equivocándose sin duda, atribuyó entonces a la Providencia aquella oportunidad del diablo. En cualquier otra ocasión, sin escandalizarse, con mucha humildad y molestia, habría devuelto al pillastre su dinero, diciéndole con buenos modos que él había cumplido con su conciencia y que ya estaba pagado por el Gobierno.

Pero… ahora… Marcelín… la plaza fuerte comprada… la promesa de traer al rey Baltasar aunque fuese de los pelos… y cierto profundo espíritu de rebelión… de protesta moral… En fin, todo ello hizo que don Baltasar, en voz baja, temblorosa, dijera:

—¡Oh, no, caballero; es demasiado; basta con un… pequeño recuerdo… Guarde usted eso, guarde usted eso, pronto —y metió entre unos papeles un billete de cincuenta pesetas.

A la mañana siguiente, en el terrado de la humilde vivienda de Miajas, su hijo segundo, Marcelo, encontró, con una tarjeta firmada por el rey Baltasar, el juguete pasmoso, la plaza fuerte que había soñado.

Y por la tarde, el rey Baltasar recibió la noticia de que estaba cesante.

Por hacerle un favor no se le formaba expediente.

Justicia de enero.

No había perdido más que el pan y la honra.

Fotografía de Gabriela Díaz Gronlier, 2022.

LAS ESTRELLAS VOLADORAS
G.K. Chesterton

El más hermoso crimen que he cometido —dijo Flambeau un día, en la época de su edificante vejez— fue también, por singular coincidencia, mi último crimen. Era una Nochebuena. Como buen artista, yo siempre procuraba que los crímenes fueran apropiados a la estación del año o al escenario en que me encontraba, escogiendo esta terraza o aquel jardín para una catástrofe, como se pudieran escoger para un grupo estatuario.

A los grande señores, por ejemplo, había que estafarlos en vastos salones revestidos de roble; mientras que a los judíos convenía dejarlos sin blanca cuando menos se lo esperaran, entre las luces  y biombos del café Riche. En Inglaterra, si quería yo despojar de sus riquezas a un deán (cosa no tan fácil como pudiera suponerse), trataba de colocarlo, para entender yo mismo el caso, en los verdes prados, junto a las torres grises de alguna catedral de provincia. Y cuando en Francia me proponía sacar dinero de algún pícaro labriego ricachón (cosa casi imposible), me agradaba la idea de ver destacarse su indigna cabeza contra el fondo gris de los álamos trasquilados, en esas solemnes llanuras de las Galias donde ronda el potente espíritu de Millet.

«Digo, pues, que mi último crimen fue un crimen de Navidad; un crimen alegre, cómodo, adecuado a la clase media de Inglaterra; un crimen género Charles Dickens. Lo llevé a cabo en una antigua y cómoda casa que hay junto a Putney, una casa también de clase media, frente a la cual se ve la curva de un paseo de coches, una casa con establo al lado, una casa con un nombre inscrito sobre las dos puertas de la reja exterior, una casa a cuya entrada se ve una araucaria. En fin: basta, ya conocen ustedes el género. Yo creo realmente que logré imitar con talento y literatura el estilo de Dickens. Casi es una lástima que esa misma noche se me ocurriera arrepentirme».

Y Flambeau se puso a contar la historia del crimen visto «por dentro», y aun visto por dentro resultaba cosa extraordinaria. Que, por fuera, resultaba de todo punto incomprensible, aunque es por fuera como debemos examinarlo los extraños. Desde este punto de vista, puede decirse que el drama comenzó en el instante en que las puertas de aquella casa, que daban al jardín donde estaba la araucaria, se abrieron para dejar salir a una joven que iba a echar migas a los pájaros, en la tarde del día de aguinaldos. Era una muchacha de linda cara, con fieros ojos negros; pero del resto nada se podía averiguar, porque iba tan envuelta en pieles oscuras, que no era fácil distinguir sus pieles de sus cabellos. A no ser por la linda cara, se la hubiera tomado por un osito saltarín.

La tarde de invierno parecía enrojecerse al aproximarse a la noche, y ya sobre los macizos flotaba una luz de carmín en que parecían vivir los espíritus de las rosas marchitas. A un lado de la casa, el establo; y a otro, una avenida de laureles, que conducía al vasto jardín del fondo. La muchacha, tras de arrojar las migas a los pájaros (por cuarta o quinta vez en sólo aquel día, porque el perro se adelantaba siempre a los pájaros), entró por la avenida de laureles y se dirigió a un sembrado de siemprevivas. Al llegar allí lanzó una exclamación de sorpresa, real o convencional; a horcajadas en el alto muro que circundaba el jardín había una fantástica figura.

—¡No salte usted, Mr. Crook! —dijo muy alarmada—. Está muy alto.

El hombre que cabalgaba en el muro como sobre un caballo gigantesco era alto, anguloso, de cabellos negros y erizados como cepillo, de aire inteligente y hasta distinguido, aunque algo desmadrado y cetrino, lo cual se notaba más porque llevaba una corbata rojo chillón, única prenda de que parecía cuidarse un poco. Tal vez aquella corbata era un símbolo. Sin preocuparse de los temores de la muchacha, brincó como un saltamontes y cayó junto a ella, a riesgo de romperse una pierna.

—Yo creo que nací para ladrón —dijo sonriendo—. Y lo hubiera sido, a no haber nacido en la dichosa casa de al lado. Por lo demás, no creo que eso tenga nada de malo.

—¿Cómo puede usted decir eso? —le amonestó ella.

—Si usted —continuó el joven— hubiera nacido en el mal lado de esta pared, comprendería que es justificado saltar sobre ella.

—Nunca entiendo lo que dice usted ni lo que hace.

—Ni yo tampoco muchas veces —replicó míster Crook—. Pero, por lo pronto, ya estoy del buen lado de la pared.

—Pues, ¿cuál es el buen lado de la pared? —preguntó la joven sonriendo.

—Dondequiera que usted se encuentre —dijo el llamado Crook.

Cuando, juntos, se encaminaban al jardín del frente por la avenida de laureles, se oyó sonar tres veces una bocina, cada vez más cerca, y un auto elegante, verde pálido, pasó a toda velocidad frente a ellos, como un gran pájaro, y se detuvo ante la puerta, jadeante.

—Vamos —dijo el joven de la corbata roja—. Ahí llega alguno de los que han nacido del buen lado del muro. Miss Adams: no sabía yo que el San Nicolás de su familia estaba tan a la moderna.

—Es mi padrino, sir Leopold Fischer. Todos los años viene  la víspera de Nochebuena.

Y tras una pausa, que inconscientemente revelaba una falta de convicción, Ruby Adams añadió:

—Es muy amable.

John Crook, que era periodista, había oído hablar de aquel magnate de la ciudad, y no era culpa suya si el magnate no había oído hablar de él, porque en algunos de sus artículos de The Clarion y The New Age había tratado duramente a sir Leopold. Pero no dijo nada, y se limitó a observar el largo proceso de descarga del automóvil. Un chofer atlético, vestido de verde, saltó del pescante, y de atrás saltó un lacayo pequeñín, vestido de gris; entre ambos depositaron a sir Leopold en la escalinata y comenzaron a desenvolverlo cuidadosamente. Poco a poco, fueron quitándole de encima todo un bazar de mantas, toda una selva virgen de pieles y bufandas de todos los colores del arco iris, y al fin dejaron al descubierto un bulto vagamente humano: la figura de un anciano de aspecto amable, de aire extranjero, con una barbilla gris y una sonrisa plácida, que se frotaba las manos, metidas en unos guantes gordísimos.

Antes de que la figura humana acabara de revelarse, los batientes de la puerta del pórtico se abrieron de par en par, y el coronel Adams —padre de la joven de las pieles— salió a dar la bienvenida a su ilustre huésped.

Era Adams un hombre alto, tostado por el sol, poco aficionado a hablar; llevaba un bonete rojo a la turca, y eso le daba aire de colonial inglés o bajá egipcio. A su lado estaba su cuñado, recién venido de Canadá: joven hacendado, de humor bullanguero y cuerpo fornido, que tenía unas barbas amarillas y respondía al nombre de James Blount. Y también formaba parte de la compañía una figura algo insignificante: un sacerdote católico de la parroquia vecina. La difunta esposa del coronel había sido católica, y, como es costumbre, los hijos habían sido educados en la misma fe. Todo en aquel sacerdote era poco distinguido: hasta su vulgarísimo nombre: Brown. Pero el coronel lo encontraba agradable, y solía invitarlo a sus reuniones familiares.

En el amplio vestíbulo había sitio bastante para que sir Leopold acabara de quitarse sus envolturas. En proporción con la casa, el pórtico y el vestíbulo eran enormes. Era éste un verdadero salón, que por el frente daba a la puerta de entrada, y por el fondo, a la escalera. Frente al gran fuego de la chimenea, sobre la cual pendía la espada del coronel, sir Leopold Fischer continuó desenvolviéndose, y toda la compañía, incluso el malhumorado Crook, fue presentada al ilustre visitante.

El venerable financiero todavía seguía luchando con sus inacabables envolturas, y, al fin, sacó del bolsillo más escondido del chaqué una caja negra, ovalada, la cual, explicó radiante de orgullo, contenía el aguinaldo para su ahijada. Con inocente vanagloria que desarmaba la crítica, mostró la caja a todos; la tapa saltó al oprimir un resorte, y todos se sintieron deslumbrados como si hubiera brotado ante sus ojos una fuente de cristal. Sobre un nido de terciopelo anaranjado, lucían, como tres huevos, tres claros y vívidos diamantes que parecían encender el aire. Fischer triunfaba benévolamente, y bebía por todo su ser el asombro y el éxtasis de la muchacha, la torva admiración y rudo agradecimiento del coronel y el entusiasmo de todos.

—Y ahora me los vuelvo a guardar —dijo Fischer, volviendo el estuche a los faldones del chaqué—. He tenido que traerlos con precauciones. Son nada menos que los tres famosos diamantes africanos llamados «Las estrellas errantes» por la frecuencia con que han sido robados. Cuantos ladrones de nota hay en el mundo andan en pos de ellos; cuantos vagabundos andan por las calles y los hoteles se sienten atraídos por ellos. Bien pudieron escapárseme por el camino. No tendría nada de extraño.

—Y añadiré que hasta sería muy natural —gruñó el de la corbata roja—. Tanto, que yo no censuraría al que los robase. Cuando la gente pide pan y no le dan ni una piedra a cambio, hace bien en tomarse por sí mismas las piedras.

—No me gusta oírle a usted hablar así —dijo la muchacha que estaba muy excitada—. Sólo eso sabe usted decir desde que se ha vuelto un odioso yo no sé qué. Ya saben ustedes lo que quiero decir. ¿Cómo se llama eso? ¿Cómo llaman al que quisiera darle un beso al deshollinador?

—Un santo —dio el Padre Brown.

—Creo —dijo sir Leopold con una sonrisa de importancia— que Ruby quiere decir «un socialista».

—Pero radical no quiere decir hombre que sólo se alimenta con raíces —observó Crook con cierta impaciencia—, así como conservador no significa hombre que conserva o preserva el jamón. Tampoco socialista, lo aseguro a ustedes, significa hombre que desea pasarse una noche de tertulia con un deshollinador. Un socialista es un hombre que desea que todas las chimeneas sean deshollinadas, y todos los deshollinadores recompensados por su trabajo.

—Pero —completó el sacerdote en voz baja— que no le consiente a uno el ser dueño siquiera de su propio hollín.

Crook lo miró con respetuoso interés.

—¿Y qué necesidad tiene uno de poseer hollín? —preguntó.

—Alguna —contestó Brown, con aire pensativo—. He oído decir que los jardineros lo usan. Y yo una vez por Navidad, habiendo faltado el prestidigitador que había de divertirlos, hice la felicidad de seis niños jugando a tiznarlos con hollín.

—¡Espléndido! ¡Espléndido! —exclamó Ruby—. ¿Por qué no lo hace usted para divertirnos a nosotros?

Mr. Blount, el ruidoso canadiense, alzó su estruendosa voz para aplaudir el proyecto, y también el asombrado financiero la suya, algo cascada, cuando alguien llamó a la puerta. El sacerdote fue a abrir, y los batientes plegados dejaron ver el jardín de siemprevivas, con su araucaria y demás encantos, destacándose como bultos negros sobre un opulento crepúsculo violeta. Aquel delicado fondo parecía una pintoresca decoración de teatro, y todos, por un momento, hicieron más caso del escenario que de la insignificante figura que en él apareció.

Era un hombre de aspecto descuidado, que llevaba un gabán raído: un mensajero, sin duda.

—¿Alguno de estos caballeros es Mr. Blount? —preguntó alargando una carta.

Mr. Blount se levantó y lanzó un grito de asentimiento. Rasgó el sobre y leyó el mensaje con evidente asombro; pareció turbarse un momento y después se tranquilizó. Luego se dirigió a su cuñado y huésped:

—Coronel —dijo con esa cortesía jovial propia de las colonias—, lamento tener que causar una molestia. ¿Le incomodaría a usted que se presentara por aquí esta noche un conocido mío a tratar de negocios? Es el francés Florian, famoso acróbata y actor cómico. Lo conocí hace años en el Oeste (es canadiense de nacimiento), y parece que tiene algún trato que proponerme, aunque no me imagino qué podría ser.

—No faltaba más —replicó el coronel—. Cualquier amigo de usted tiene aquí entrada libre, querido mío. Estoy seguro de que nos resultará un compañero agradable.

—Quiere usted decir que se tiznará la cara para divertirnos, ¿verdad? —dijo Blount riendo—. No lo dudo, y también a los demás nos hará bromas. Yo me divierto con esas cosas: no soy refinado. Me encantan las pantomimas a la antigua, en que un hombre se sienta sobre la copa de su sombrero.

—Pues que no se siente sobre el mío, ¿estamos? —comentó sir Leopold Fischer con dignidad.

—Bueno, bueno —dijo Crook alegremente—. Por eso no hay que reñir. Todavía hay burlas más pesadas que sentarse en la copa del sombrero.

Pero Fischer, a quien le disgustaba mucho el joven de la corbata roja, en razón de sus opiniones extremas y de su notoria intimidad con su linda ahijada, dijo con el tono más sarcástico y magistral del mundo:

—¿De modo que ha encontrado usted algo peor, más humillante, que sentarse uno en un sombrero de copa? ¿Y qué es ello, si puede saberse?

—¡Toma! Que el sombrero de copa se le siente a uno encima.

—Vamos, vamos —exclamó el hacendado canadiense con su benevolencia bárbara—. No echemos a perder la fiesta. Lo que yo digo es que hay que inventar alguna diversión para esta noche. Nada de tiznarse la cara con hollín ni sentarse en la copa del sombrero, si eso no les gusta a ustedes; pero alguna otra cosa por el estilo. ¿Por qué no una vieja pantomima inglesa, de esas en que aparecen el clown y Colombina y demás figuras? Cuando salí de Inglaterra, a los doce años de edad, recuerdo haber visto una, y desde entonces me parece que la llevo adentro encendida como una hoguera. Regresé a la patria el año pasado, y me encuentro con que la costumbre se ha extinguido; con que ya no hay sino un montón de comedias fantásticas de género lacrimoso. No, señor: yo pido un diablo que atice el fogón y un policía hecho salchicha, y sólo me dan princesas moralizantes a la luz de la luna, pájaros azules y cosas así. El Barba Azul está más en mi género, y nada me gusta tanto como verlo convertido en Arlequín.

—Yo también estoy por ver a un policía hecho salchicha —dijo John Crook—. Es una definición del socialismo mucho mejor que la propuesta antes. Pero será difícil encontrar los disfraces y montar la pieza.

—¡No! —exclamó Blount—. Nada es más fácil que arreglar una arlequinada. Por dos razones: primera, porque todo lo que a uno se le antoje hacer sale bien, y segunda, porque todos los muebles y objetos son cosas domésticas: mesas, toalleros, cesta de ropa y cosas por el estilo.

—Cierto —asintió Crook, paseando por la estancia—. Pero, ¿de dónde sacar el uniforme de policía? Yo no he matado a ningún policía últimamente.

Blount reflexionó un poco, y luego, dándose con la mano en el muslo, gritó:

—¡Sí, podemos obtenerlo también! Aquí tengo las señas de Florian, y Florian conoce a todos los sastres de Londres. Voy a decirle por teléfono que traiga consigo un uniforme de policía.

Y se dirigió resuelto al teléfono.

—¡Qué gusto, padrino! —exclamó Ruby, casi bailando de alegría—. Yo haré de Colombina y usted hará de Pantalón.

El millonario, muy rígido y con cierta solemnidad pagana, contestó:

—Hija mía, creo que debes buscar a otro para Pantalón.

—Si quieres, yo seré Pantalón —dijo el coronel Adams, quitándose el cigarro de la boca y decidiéndose a hablar por primera y última vez.

—¡Merecerá usted que le alcen una estatua! —gritó el canadiense, que volvía, radiante, del teléfono—. De suerte que todo está arreglado. Mr Crook hará el clown: es periodista y conocerá todos los chistes viejos. Yo seré Arlequín, para lo cual no hace falta más que tener largas piernas y saber saltar. Mi amigo Florian dice que traerá consigo el uniforme de policía y se mudará de traje en el camino. La representación puede hacerse en esta misma sala. El público se sentará en las gradas de la escalera, en varias filas. La puerta de la entrada será el fondo del escenario, y, según esté cerrada o abierta, representará ya un interior inglés, ya un jardín al claro de la luna. Todo como por obra de magia.

Y sacando del bolsillo un trozo de yeso, de esos con que se apuntan los tantos del billar, trazó una raya en mitad del suelo, entre la escalera y la puerta, para marcar el sitio de las candilejas.

Cómo se las arreglaron para preparar aquella mojiganga en tan poco tiempo, es inexplicable. Pero todos contribuyeron a ello, con esa mezcla de atrevimiento e industria que aparece siempre cuando hay juventud en casa; y aquella noche había juventud en casa, aunque no todos sabían precisar cuáles eran las dos caras, los dos corazones de donde irradiaba la juventud.

Como siempre sucede, la invención, a pesar de la mansedumbre de las conveniencias burguesas en que fue concebida, se fue poniendo cada vez más fantástica. Colombina estaba encantadora con una falda hueca que tenía un extraño parecido con la enorme pantalla que solía verse en la lámpara del salón. El clown y Arlequín se pusieron blancos con la harina que le dio el cocinero, y rojos con el rojo que les proporcionó alguna otra persona del servicio, la cual, como los verdaderos bienhechores cristianos, quiso permanecer anónima. A Arlequín, vestido con papel de plata de cajas de puros, costó trabajo impedirle que rompiera los viejos candelabros victorianos para adornarse con cristales resplandecientes. Y sin duda los hubiera roto, a no ser porque Ruby desenterró unas joyas falsas que había usado en un baile de máscaras para hacer de Reina de los Diamantes. Verdaderamente, su tío, James Brount, estaba en un estado de excitación increíble: parecía un muchacho. Hizo una cabeza de asno de papel y se la acomodó nada menos que al Padre Brown quien la aceptó pacientemente, y llevó su amabilidad hasta descubrir por su cuenta el medio de mover las orejas. Al propio sir Leopold Fischer en nada estuvo que le colgara en los faldones la cola de asno. Pero al caballero no le hizo ninguna gracia.

—El tío está imposible —le había dicho Ruby a Crook al tiempo de acomodarle sobre los hombros, muy seriamente, un collar de salchichas—. ¿Qué le pasa?

—Nada, que es el Arlequín de Colombina —dijo Crook—. Yo sólo soy el padre clown al que toca decir los chistes viejos.

—De veras hubiera yo querido que usted fuera el Arlequín —contestó ella, dejando colgar el collar de salchichas.

El Padre Brown, aunque estaba al tanto de todos los secretos de entre bastidores y hasta había merecido aplausos transformando una almohada en un bebé que parecía hablar, prefirió sentarse entre el público, demostrando la misma expectación solemne del niño que asiste por primera vez a un espectáculo. Los espectadores eran pocos: algunos parientes, uno o dos vecinos y los criados. Sir Leopold estaba en el asiento de honor, al frente, tapando con su cuerpo, todavía envuelto en pieles, al curita, que se encontraba detrás de él. Pero si el curita perdió mucho con eso, no lo han decidido nunca las autoridades artísticas.

La representación fue de lo más caótica, aunque no por eso desdeñable. Por toda ella corrió una fecunda vena de improvisación brotada, sobre todo, del cerebro de Crook el clown. Era un hombre muy ingenioso, pero aquella noche parecía dotado de facultades omniscientes, con una locura más sabia que todas las sabidurías: esa que se apodera de un joven cuando cree descubrir por un instante una expresión particular en un rostro particular. Aunque hacía de clown, lo era todo o casi todo. Era el autor, hasta donde había autor en aquel caso, el apuntador, el pintor escenógrafo, el tramoyista y, sobre todo, la orquesta. A intervalos inesperados, con disfraz y todo, corría hacia el piano y se soltaba tocando algún aire popular, tan absurdo como apropiado al caso.

Pero el instante supremo fue cuando se abrieron de par en par los batientes de la puerta del fondo, dejando ver el lindo jardín, bañado por la luz de la luna y dejando ver, sobre todo, al famoso huésped profesional: al gran Florian vestido de policía. El clown se puso a tocar en el piano el coro de los alguaciles de Los piratas de Pezance, pero la música quedó ahogada bajo los ensordecedores aplausos, porque todos y cada uno de los ademanes del gran actor cómico eran una reproducción exacta y correcta de los modales corrientes del policía. Arlequín saltó sobre él y le dio un golpe en el casco. El pianista ejecutó entonces el aria ¿De dónde sacaste ese sombrero?, y el guardia miró entonces alrededor con un asombro admirablemente fingido. Arlequín da otro salto y vuelve a pegarle en el casco, mientras el pianista esbozaba unos compases de Venga otro más. Y entonces Arlequín se arroja entre los brazos del policía y le cae encima entre una salva de aplausos. Y fue aquí donde el actor extranjero hizo la célebre imitación del hombre muerto de que todavía cuenta la fama de los alrededores de Putney. Imposible creer que una persona viva pudiera afectar tal flacidez.

El atlético Arlequín parecía volverle del revés como a un saco, o esgrimirle como a una cachiporra india, y todo esto al compás de los enloquecedores y caprichosos acordes del piano. Cuando Arlequín levantó del suelo, con esfuerzo, al cómico policía, el clown tocó el aire Me despierto de soñar contigo. Cuando se lo echó a la espalda, y cuando después Arlequín lo dejó caer con un ruido convincente, el lunático del piano atacó una tonada de retintines, cuya letra era, según parece, Una carta le escribí a mi amor y de camino, la dejé caer.

Al llegar a este límite de la anarquía mental, la vista del Padre Brown quedó oscurecida del todo: el magnate que estaba delante de él se había puesto en pie y hurgaba con desesperación sus muchos y recónditos bolsillos. Sentóse después con aire inquieto y, siempre buscando, volvió a levantarse. Por un instante pareció de veras que iba a salvar la línea de las candilejas, después volvió a mirar con ojos de fuego al clown, que seguía manoteando en el piano; y, al fin, sin decir palabra, salió de la habitación.

El cura pudo contemplar un rato a sus anchas la danza absurda, pero no inelegante, del Arlequín «amateur» sobre el cuerpo espléndidamente inconsciente de su enemigo vencido. Con un arte rudo y sincero, Arlequín danzaba ahora retrocediendo hacia la puerta que daba al jardín, lleno de silencio y de luna. El grotesco traje de plata y lentejuelas —demasiado resplandeciente a la luz de las candilejas— se veía más plateado y mágico a medida que el danzante se alejaba bajo los fulgores de la luna. Y el auditorio estalló en cataratas de aplausos. En este momento, el Padre Brown sintió un toquecito en el brazo y escuchó una voz que le invitaba, cuchicheando, a pasar al estudio del coronel.

Y siguió, muy intrigado, al que le llamaba, y la escena con que se encontró en el estudio, llena de solemne ridiculez, no hizo más que aumentar su curiosidad. Allí estaba el coronel Adams, todavía disfrazado de Pantalón, llevando en la cabeza la barba de ballena con la bolita en la punta que se balanceaba sobre sus cejas, pero con una expresión tal en sus tristes ojos de viejo, que hubiera enfriado hasta los entusiasmos de una fiesta saturnal. Sir Leopold Fischer, apoyado en el muro de la chimenea, jadeaba casi con toda la importancia del pánico.

—Se trata de algo muy penoso, Padre Brown —dijo Adams—. El caso es que esos diamantes que todos hemos admirado esta misma tarde han desaparecido de los faldones del chaqué de mi amigo. Y como da la casualidad de que usted…

—De que yo —completó el Padre Brown con una mueca expresiva— estaba sentado justamente detrás de él…

—Nadie se ha atrevido a hacer la menor suposición —respondió el coronel Adams, dirigiendo una mirada firme a Fischer, que más bien denunciaba que sí se había atrevido alguien a hacer suposiciones—. Yo sólo le pido a usted que me proporcione el auxilio que, en este caso, es de esperar de un caballero.

—Y que consiste, ante todo, en volverse del revés los bolsillos —dijo el Padre Brown.

Y procedió a hacerlo. En sus bolsillos se encontraron siete peniques y un medio chelín, el billete de regreso, un pequeño crucifijo de plata, un pequeño breviario y una barrita de chocolate.

El coronel lo miró atentamente y le dijo:

—¿Sabe usted? Más que el contenido de sus bolsillos quisiera yo ver el contenido de su cabeza. Mi hija, lo sé, le interesa a usted como persona de su propia familia. Pues bien: mi hija, de un tiempo a esta parte, ha…

Y se detuvo. Pero el viejo Fischer continuó rabioso:

—De un tiempo a esta parte ha abierto las puertas de la casa paterna a un socialista asesino, que declara cínicamente que no tendría empacho en robarle cualquier cosa a un rico. Y aquí está todo el asunto; aquí tiene usted al hombre rico… que ya no lo es tanto.

—Si quiere ver usted el interior de mi cabeza, no hay inconveniente —dijo Brown como con aburrimiento—. Ya verá usted si vale la pena. Yo, lo único que encuentro en ese bolsillo viejo de mi ser es esto: que los que roban diamantes no hablan nunca de socialismo, sino que más bien —añadió modestamente—, más bien denuncian al socialismo.

Sus dos interlocutores desviaron los ojos, y el sacerdote continuó:

—Vean ustedes, nosotros conocemos a esa gente más o menos bien. Este socialista es incapaz de robar un diamante, como es incapaz de robar una pirámide. Debemos, ante todo, pensar en el desconocido, en el que hizo de policía, en ese Florian. Y, a propósito, me pregunto dónde se habrá metido a estas horas.

El Pantalón se levantó entonces de un salto y salió del estudio. Y hubo un paréntesis mudo, durante el cual el millonario se quedó mirando al sacerdote, y éste mirando su Breviario. Después el Pantalón reapareció y dijo con un staccato lleno de gravedad:

—El policía yace todavía sobre el suelo: el telón se ha levantado seis veces y sigue todavía tendido.

El Padre Brown soltó su Breviario y dejó ver una expresión como de ruina mental completa. Poco a poco comenzó a brillar una luz en el fondo de sus ojos grises y después dejó salir esta pregunta difícilmente oportuna:

—Perdone, coronel, ¿cuánto tiempo hace que murió su esposa?

—¡Mi esposa! —replicó el militar asombrado—. Murió hace un año y dos meses. Su hermano James, que venía a verla, llegó una semana más tarde.

El curita saltó como un conejo herido.

—¡Vengan ustedes! —dijo con extraña excitación—. ¡Vengan ustedes! Hay que observar a ese policía.

Y entraron precipitadamente al escenario, cubierto ahora por el telón, y rompiendo bruscamente por entre Colombina y el clown —que a la sazón conversaban muy alegres—, el Padre Brown se inclinó sobre el cuerpo derribado del policía.

—Cloroformo —dijo incorporándose—. Apenas ahora me he dado cuenta.

Hubo un silencio, y al fin, el coronel, con mucha lentitud, le dijo:

—Haga usted el favor de explicarnos lo que significa todo esto.

El Padre Brown soltó la risa; después se contuvo, y al hablar tuvo que esforzarse un poco para no reír otra vez.

—Señores —dijo—, no hay tiempo de hablar mucho. Tengo que correr en persecución del ladrón. Pero conste que este gran actor francés, que tan admirablemente representó al policía, este inteligentísimo sujeto a quien nuestro Arlequín bamboleó y estrujó y arrojó al suelo, era…

Pero le faltó la voz y se volvió como para echar a correr.

—¿Era…? —preguntó Fischer.

—Un verdadero policía —concluyó el Padre Brown, y echó a correr entre la oscuridad de la noche.

En el extremo de aquel exuberante jardín hay huecos y emparrados; los laureles y otros arbustos inmortales se destacan sobre el cielo de zafiro y la luna de plata, luciendo, aún en mitad del invierno, los cálidos colores del Sur. La verde alegría de los laureles cabeceantes, el rico tono morado e índigo de la noche, el cristal monstruoso de la luna, forman un cuadro «irresponsablemente» romántico.

Y por entre las ramas más altas de los árboles mírase una extraña figura que no parece ya tan romántica cuanto imposible. Brilla de pies a cabeza, como si estuviera vestida con un millón de lunas. La luna real la ilumina a cada movimiento, haciendo centellear una nueva parte de su cuerpo. Y el bulto se columpia, relampagueante y triunfal, saltando del árbol más pequeño que está en este jardín al árbol más alto que sobresale en el vecino jardín; y sólo se detiene en sus saltos porque una sombra se ha deslizado hasta debajo del árbol menor y se ha dirigido a él inequívocamente:

—¡Eh, Flambeau! —dice la voz—. Que parece usted realmente una estrella errante. Lo cual, en definitiva, quiere decir una estrella que cae.

La relampagueante y argentada figura parece inclinarse, desde la copa del laurel, para escuchar a la pequeña figura de abajo, con la seguridad de poder escapar en todo caso.

—Flambeau: nunca ha hecho usted cosa más acabada. Ya hace falta ingenio para venir del Canadá (supongo que con un billete de París) justamente una semana después de la muerte de Mrs. Adams, es decir, cuando nadie estaba en ánimo de preguntarle a usted nada. Todavía es más inteligente el haber dado con la pista de las «Estrellas errantes» y fijar el día de la visita de Fischer. Pero lo demás es más que talento, es verdadero genio. Supongo que el mero hecho de sustraer las piedras fue para usted una bagatela. Lo pudo usted hacer con mil distintos juegos de manos, sin contar con ese subterfugio de empeñarse en prenderle a Fischer en el chaqué una cola de papel. Pero en lo demás, realmente se eclipsó usted en sí propio.

La plateada figura que estaba entre las hojas verdes parece hipnotizada, y aunque el camino de la fuga está franco a sus pies, no se mueve: no hace más que contemplar con asombro al hombre que le habla desde abajo.

—¡Ah, naturalmente! —dice éste—. Ya estoy al cabo de todo. Sé que no sólo nos obligó usted a representar la pantomima, sino que la hizo servir para un doble uso. Usted no se proponía más que robar tranquilamente las piedras, pero un cómplice le envió a usted a decir que ya estaba usted descubierto, y que aquella misma noche un oficial de policía le iba a echar a usted la mano. Un ratero común se habría conformado con agradecer el soplo y ponerse a salvo; pero usted es todo un poeta. Ya a usted se le había ocurrido la sutil idea de esconder las joyas verdaderas entre el resplandor de las joyas falsas del teatro. Y ahora se le ocurrió a usted la idea, no menos sutil, de que si el disfraz adoptado era el de Arlequín, la aparición de un policía no tendría nada de extraordinario. El digno agente salía de la estación de policía de Putney para atraparle a usted, y cayó redondo en la trampa más ingeniosa que ha visto el mundo. Al abrirse ante él la puerta, se encontró sobre el escenario de una pantomima de Navidad, adonde fue posible que el danzante Arlequín lo golpeara, lo sacudiera, lo aturdiera y lo narcotizara, entre los alaridos de risa de la gente más respetable de Putney. ¡Oh, no! No será usted capaz de hacer nunca otra cosa mejor. Y ahora, de paso, conviene que me devuelva usted esos diamantes.

La verde rama en que la figura centelleante estaba colgada se balanceó, acusando un movimiento de sorpresa. Pero la voz continuó, abajo:

—Quiero que me los devuelva usted, Flambeau, y quiero que abandone usted esta vida. Todavía tiene bastante juventud, buen humor y posibilidades de vida honrada. No crea usted que semejantes riquezas le han de durar mucho si continúa así. Los hombres han podido establecer una especie de nivel para el bien. Pero, ¿quién ha sido capaz de establecer el nivel del mal? Ese es un camino que baja y baja incesantemente. El hombre bondadoso que se embriaga se vuelve cruel; el hombre sincero que mata, miente después de ocultarlo. Muchos hombres he conocido yo que comenzaron, como usted, por ser unos picarillos alegres, unos honestos ladronzuelos de gente rica, y acabaron hundidos en el cieno. Maurice Blum comenzó siendo un anarquista de principios, un padre de los pobres, y acabó siendo un sucio espía, un soplón de todos, que unos y otros empleaban y desdeñaban. Henry Bure comenzó su campaña por la libertad del dinero con bastante sinceridad, y ahora vive estafando a una hermana medio arruinada para poder dedicarse incesantemente el «brandy and soda». Lord Amber entró en la sociedad ilegal con un rapto caballeresco, y a estas horas de dedica a hacer chantajes por cuenta de los más miserables buitres de Londres. El capitán Barillon era, antes del advenimiento de usted, el caballero apache más brillante, y paró en un manicomio, aullando lleno de pavor contra los delatores y encubridores que le habían traicionado y perdido. Ya sé, Flambeau, que ante usted se abre muy libre el campo, ya sé que se puede usted meter por él como un mono. Pero un día se encontrará usted con que es un viejo mono gris, Flambeau. Y entonces, en su libre campo se encontrará con el corazón frío y sintiendo próxima la muerte, y entonces las copas de los árboles estarán muy desnudas…

Todo permaneció inmóvil, como si el hombrecillo de abajo hubiera cogido al del árbol con un lazo invisible. Y la voz continuó:

—Ya usted ha comenzado también a decaer. Usted acostumbraba a jactarse de que nunca cometía una ruindad; pero esta noche ha incurrido usted en una ruindad: deja usted tras sí la sospecha contra un honrado muchacho que ya se tiene bien ganada la enemiga de los poderosos; usted le separa de la mujer a quien ama y de quien es amado. Pero todavía cometerá usted peores ruindades en adelante.

Tres diamantes como tres rayos cayeron sobre el césped, lanzados desde la copa del árbol. El hombre pequeñín se inclinó a recogerlos, y cuando volvió a alzar los ojos hacia la verde jaula del árbol, vio que ya el pájaro de plata la había abandonado.

La recuperación de las joyas —y le tocó realizarla al Padre Brown, de casualidad, como siempre— fue la causa de que aquella noche acabara en jubiloso triunfo. Sir Leopold, en un rapto de buen humor, hasta se atrevió a decirle al cura que aunque él, en lo personal, tenía miras mucho más amplias, no era incapaz de respetar a aquellos que, en razón de su credo, estaban obligados a vivir como enclaustrados e ignorantes de las cosas del mundo. »

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